41. LIBRE DE SOSPECHA
(MÚNICH Y BERLÍN, DICIEMBRE DE 1929)
Para finales de 1929, Stefan Gessner se había ganado la confianza de los líderes del NSDAP. Formaba parte de los servicios de seguridad interiores del partido. Su misión fundamental era garantizar que se habían supervisado minuciosamente los lugares en los que Adolf Hitler iba a participar, asegurarse de que todo estaba en orden. Incluso cuando el Führer se hallaba en su piso de la Prinzregentenstrasse, en Múnich, o pasaba un fin de semana en su casa de Obersalzberg, él debía asegurarse de que no habría ningún problema de seguridad. Les habían advertido desde el propio ministerio del interior que existían complots para asesinar al líder del NSDAP. A Hitler le inspiraba confianza que algunos antiguos camaradas de armas, que al igual que él habían luchado en primera línea, se encargasen de su seguridad personal. En el caso de Stefan Gessner, alguien que también había vivido en Viena parte de su vida, aunque de una conocida familia prusiana, oficial de la marina condecorado con la Cruz de Hierro de Segunda Clase, que por propia iniciativa se había afiliado en los primeros momentos al partido, y lo que era importante, sin necesidades económicas ya que poseía un cierto patrimonio. Alguien incorruptible y libre de sospecha.
Stefan tenía su despacho en el edificio sin pretensiones en la Schkellingstrasse en el que se hallaba la central del partido, en donde también lo tenía el Führer. El cargo le obligaba a viajar casi siempre un par de días antes que la comitiva, y eso era lo único que se le hacía cuesta arriba. Él era de los primeros en enterarse del itinerario y en cualquier momento debía estar listo para marchar sin más. El organizador de todo era Joseph Goebbels. Hitler jamás se quejaba de tener que viajar, ni con el tiempo en pésimas condiciones. Aquellos dos hombres parecían incansables, y en ocasiones Stefan tenía que modificar sus planes y marchar de improviso a otra ciudad por los medios de que dispusiera, lo que no le resultaba fácil ya que Hitler siempre que podía viajaba en su avión personal.
Sin embargo aquel duro trabajo tenía su premio. Cada vez con más frecuencia lo llamaban para que compartiera la mesa con ellos después de los actos. Allí podía convivir con los altos personajes y contemplarlos con sus debilidades humanas. Stefan había tenido una exquisita educación, sobre todo por parte de su madre. Eso le hacía comprender que Adolf Hitler, Herman Goering y Gregor Strasser eran personas con carencias educativas importantes. Incluso el que se las daba de culto, Joseph Goebbels, parecía tener más cultura que educación. No le dio más importancia, ya que para él significaba una revolución en la que todo iba a cambiar, aunque le preocupaba ver cuáles eran los pensamientos más íntimos de muchos de ellos.
A pesar de todo, para Stefan era un motivo de orgullo el tener acceso a la cúpula del partido. Lo comentaba sobre todo con su hermano Joachim por teléfono y con Karl Edelberg, con el que mantenía una buena relación, aunque se veían de tarde en tarde. Cuando Goebbels le preguntó un día por él, le dijo que Karl Edelberg estaba llevando adelante una investigación que podría ser importante en el futuro, no había motivo de sospecha, era un hombre entregado a su trabajo.
La realidad era bien distinta. Karl no deseaba romper con el partido, pero en su interior se había desilusionado por completo. Pensaba que el gobierno de la República de Weimar no tenía futuro. Volvía una situación complicada para Alemania, con una tasa de desempleados que ponía en peligro la estabilidad del país, y una serie alarmante de quiebras empresariales que mostraban algo muy diferente. El «crack» de la bolsa de Nueva York había terminado con los préstamos americanos, el crédito barato y las posibilidades de crecimiento. Los nazis tenían el terreno abonado, sería poco inteligente romper con ellos en aquellos momentos.
Su opinión acerca de los judíos era muy diferente a la que tenía un par de años atrás, y no podía dejar de sentir cierta vergüenza cuando recordaba su afiliación al NSDAP, por el que en aquellos momentos sentía un profundo desprecio.
De tarde en tarde, cuando se hallaba en Berlín, Stefan lo llamaba y se veían un rato, entonces Stefan le contaba sus aventuras acompañando a los jerarcas nazis, y Karl intentaba no defraudarlo. Para Stefan, Karl Edelberg sólo seguía siendo un hombre leal, tal vez algo frío, pero con el que se podría contar en el futuro, y así lo indicó en el informe que obligatoriamente tenía que hacer cuando se lo pedían.
Para Karl, Stefan Gessner era un hombre ambicioso, que había encontrado en el partido el sustituto del hogar que nunca había tenido.
Tras el último encuentro cuando escuchó de Ilse Edelberg que su apellido de soltera era Wilhelm, Stefan se quedó pensativo. Llegó a hablar con su hermana Eva en un viaje que ella realizó a Múnich. Aunque con ciertas reticencias, le confirmó que cuando estaba casada con Paul Dukas, él le contó lo que sabía acerca de la relación que David Goldman había tenido en su época de estudiante en la universidad de Berlín, con una joven llamada Charlotte Wilhelm, fruto de la cual nació Ilse Wilhelm, que por edad y circunstancias no podía ser otra que la esposa de su amigo Karl Edelberg.
Todo coincidía, y pensó que probablemente Karl desconocía todo aquello. Pensó en decírselo personalmente en su próxima visita, ya que creía que debía estar informado. En otro caso no le cabía duda de que antes o después tendría problemas. La vinculación familiar con judíos era algo inaceptable en el partido, y temió que antes o después Goebbels pudiera enterarse, ya que se hacían continuas indagaciones, exigiendo una declaración jurada sobre las tres últimas generaciones, para comprobar precisamente que no existiera contaminación en la pureza de sangre alemana.
En diciembre de 1929, con el país asolado por la nueva crisis que estaba llevando a la desesperación a mucha gente, a toda una generación que se creía maldita tras la Gran Guerra que se había llevado a tantos jóvenes, y de la que increíblemente Alemania había salido derrotada, además de sufrir la terrible inflación posterior, para cuando parecía que ya estaban saliendo del pozo, de nuevo caían en una profunda depresión, con su secuela de tragedias, miseria, hambre y desgracias. Sin embargo él había podido ver como los líderes del NSDAP se frotaban las manos, era el perfecto caldo de cultivo para llevar adelante su estrategia de apoderarse del poder, e imponer su modelo de sociedad.
En Berlín la gente tenía que realizar interminables colas para poder adquirir una simple barra de pan. Los víveres escaseaban, y la gente estaba desesperada para poder llevar algo de comida a sus casas. Los periódicos traían las esquelas de los que no habían sido capaces de soportarlo y habían optado por el suicidio. Goebbels decía a quien quisiera escucharle, que allí estaban ellos para enderezar el timón de la nave. Cuando oía a Hitler, Stefan era consciente de que aquel hombre estaba convencido de que era un enviado de la providencia, aunque llegó un momento en que podía anticiparse al discurso, ya que el Führer empleaba una y otra las mismas expresiones. El capitalismo, el marxismo, y de ahí extraía la conclusión: los verdaderos culpables de todo eran los judíos. Y no era que lo dijera sólo él. Ahí estaban «El judío internacional» de Henry Ford, «Los protocolos de los sabios de Sión» y tantos otros libros y estudios, que demostraban que se trataba de una conspiración de los judíos contra las buenas gentes alemanas.
Por todos aquellos motivos Stefan quería aclarar la situación con Karl cuanto antes. Estaba seguro de que le agradecería la información. Él iba de buena fe. No sacaba nada con aquello, pero Karl no había sido suficientemente informado. Recordaba alguna conversación dos años atrás cuando se dio cuenta de los naturales sentimientos de rechazo que Karl albergaba en relación con los judíos.
Stefan viajaba con frecuencia a Berlín, ya que el Führer visitaba la ciudad asiduamente, precisamente al día siguiente estaría allí para dar una conferencia a los empresarios y banqueros. Llamó por larga distancia a Karl, a Berlín, para advertirle, y aunque Karl le invitó a ir a cenar a su casa, se excusó y quedaron en verse a última hora de la tarde en la cafetería del hotel donde él se hospedaba.
Cuando se encontraron, Stefan estaba dándole vueltas a la cabeza pensando en cómo se lo diría. Ilse y Karl tenían dos hijos y ella estaba a punto de dar a luz al tercero. Con parte de su sangre judía o no, eran sus hijos, y no sabía cuál sería su reacción. A pesar de que creía estar haciendo lo correcto, comenzaba a tener dudas. Fuera en la calle un numeroso grupo de hombres de paisano desfilaban por la calzada interrumpiendo el tráfico entonando el himno de moda entre los nazis, el «Horst Wessel Lied».
—¿Cómo llevas la crisis, Karl? ¡Nadie esperaba esta agobiante situación!
—Lo que creo es que en el partido tienen que estar encantados —Karl no se anduvo por las ramas—, a fin de cuentas, para ellos es el mejor escenario posible.
—Sí. Es una lástima, pero tienes razón. Mucha gente que, en otro momento no nos habría mirado a la cara, comienzan a pensar seriamente en las propuestas que el Führer les hace.
—Es cierto. ¡Ese hombre abarca todo el espectro! Es anticapitalista, pero también es antiproletario. Es antidemócrata y antimarxista. Quiere expulsar de Alemania a los judíos, los gitanos, los comunistas, los eslavos, los curas, los delincuentes habituales, los presos, los enfermos mentales, al gobierno de Weimar… habría que preguntarle. ¿Con quién quiere quedarse? ¿Sólo los que piensan como él? ¡Después de todo aún no ha ganado ningunas elecciones!
—¡Karl! —Stefan no podía creer lo que estaba oyendo—. ¡No estás hablando en serio! ¡Hoy te encuentro algo cínico! ¡El Führer sabe muy bien lo que necesita Alemania!
—Stefan, ¿somos amigos, no? ¿Pero es que no te das cuenta de la realidad? ¡Estoy hablando absolutamente en serio! Quiero decirte algo, pero te pido discreción. No estoy de acuerdo con lo que el partido NSDAP propone. Voy a darme de baja.
Stefan no era capaz de reaccionar ante lo que estaba oyendo.
—¡Pero Karl! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Bah, no puedo tomar en serio tus palabras!
Pensó que Karl debía saber lo de Ilse y había tomado partido por su familia. No podía ser otra cosa, ya que nadie en su sano juicio cometería el error de jugarse el futuro de aquella estúpida manera. Le pasó por la mente como un fogonazo la vez anterior, cuando no quiso quedarse al «putsch» de Múnich. Entonces no se lo tomó en cuenta, después se había ido alejando del partido, aunque él había querido quitarle importancia. Ahora de nuevo salía con aquello. Para Stefan todo su concepto con respecto a Karl Edelberg cambió en aquel mismo instante. Aquello tenía un nombre. Traición. Stefan se levantó con el rostro demudado. Le temblaban los labios y las manos.
—¡Ya no te aguanto una más! ¡Los que actúan como tú tienen un nombre! ¡Considera que nuestra amistad ha terminado, y te ruego que no acudas a mí para nada! ¡Has traicionado al partido! ¡Tú relación familiar con judíos te ha corrompido!
Stefan salió de la cafetería sin volverse. Dentro de él notaba como le subía la indignación. ¡Pero cómo no se había dado cuenta antes! Le repugnaba la gente que actuaba de aquella manera. Él era un militar y sabía en cada momento cuál era su deber.
En aquel instante notó que Karl estaba a su lado y que le asía por el brazo. Los ojos de Karl no eran nada amistosos mientras le hablaba.
—¡Stefan, no te vayas! ¡Te ruego que aclares que has querido decir con lo de mi relación familiar con los judíos! ¿A qué te refieres?
Stefan se detuvo. No quería armar un escándalo en plena avenida. Él también estaba indignado por el comportamiento del que había creído su amigo.
—¡No te hagas de nuevas! ¡Tu mujer, Ilse Wilhelm, es hija natural de un judío de Viena llamado David Goldman! ¿O es que me vas a hacer creer que no lo sabes? ¡No soy tan estúpido!
Karl era algo más alto que Stefan y también tenía unos años menos. Era un hombre de constitución fuerte, que nunca en toda su vida había empleado la violencia para resolver sus problemas. Sin embargo en aquel momento, algo dentro de él despertó y sin poder contenerse dio una sonora bofetada a Stefan, que aún asombrado, replicó de inmediato con un fuerte puñetazo. Un segundo más tarde se habían enzarzado y la gente que circulaba se arremolinaba alrededor de los dos hombres. Las circunstancias de fuerte tensión social y económica que vivía el país hacían que aquello fuera algo frecuente. Pocos minutos después un policía uniformado los separó a la fuerza, y tuvieron que acompañarlo a la comisaria. El inspector notó que ambos hombres se miraban en silencio con odio cerval, algo impensable entre dos hombres educados y bien trajeados, de evidente clase alta que no pertenecían al proletariado que solía terminar allí.
Un rato después Karl Edelberg abandonó el primero la comisaría. Ninguno de los dos había mencionado el motivo por el que habían peleado en plena calle, y ocasionado un altercado de orden público en pleno centro de Berlín. El inspector que levantó el atestado pensó que sin duda alguna habría una mujer por medio. «Cherchez la femme». Algo tan violento en plena calle no podía ser por otra causa.
En aquellos momentos Karl no pensaba en Stefan Gessner, ni en las consecuencias de lo que le había dicho, ni mucho menos en el partido de los nazis. Sólo podía pensar en por qué Ilse no había confiado en él. Ella y su suegra, Charlotte Wilhelm, habían sido incapaces de decirle la verdad desde el principio. No podía entender aquella falta de confianza.
Karl caminaba a grandes pasos bajo el chaparrón, obnubilado, totalmente alterado, sin ver a los que se cruzaban con él. A pesar de las gotas de lluvia que le mojaban el rostro, por primera vez en muchos años unas lágrimas se deslizaban irreprimibles por sus mejillas.