40. UNA CUESTIÓN DE TIEMPO
(VIENA, OCTUBRE DE 1929)
Fue a principios de octubre de 1929 cuando David Goldman, como consejero de un banco, recibió la convocatoria para asistir a una reunión urgente en la central en Viena. Aunque aquello no le interesaba demasiado, había heredado de su padre y de su tío Jacob Goldman unos paquetes de acciones que le obligaban a prestar a atención a los asuntos económicos. El hecho de pertenecer a varios consejos de administración era para él una carga y estaba decidido a presentar la dimisión lo antes posible. Lo único que le interesaba era la historia, y sobre todo la de los sefardíes, a los que pertenecía su esposa Rachel, y por tanto su hija y sus nietos.
Cuando ardió Tesalónica y con ella parte del barrio judío sintió un enorme dolor dentro de él, ya que el incendio convirtió en pavesas gran parte de los archivos y documentos sobre los que estaba trabajando. Su disgusto fue tal que años después aún no se había recuperado. Era como si el destino le hubiera jugado una mala pasada personal para impedirle continuar su labor.
La reunión se había convocado para el domingo, lo que indicaba su urgencia, aunque habló por teléfono con Hans Harnack, también consejero, que le quitó importancia. Según él se trataba de no interrumpir la tarea semanal, nada más.
Aquel domingo llovía torrencialmente en Viena. David había ido caminando protegido con una gabardina y un paraguas, pero aun así se sentía incómodo con los zapatos empapados. A las diez en punto comenzó el consejo en la sala de reuniones en la sede central. El director general se mostraba muy serio al insistir en que naturalmente todos conocían la absoluta discreción de lo que allí se hablara. Comentó un informe sobre la situación económica en los Estados Unidos, donde habían llevado a cabo determinadas inversiones, precisamente para evitar la concentración de riesgos. El informe indicaba que la coyuntura era la peor desde la terminación de la Gran Guerra. Venía a decir que el principal problema era que la economía americana tenía los pies de barro. En los últimos meses se especulaba a crédito, ya que para no perder una operación, los intermediarios aceptaban que sus clientes invirtiesen sólo entregando la tercera parte del valor nominal. Después descontaban los vales de préstamo en los bancos que aceptaban entrar en el juego. Eso significaba que las empresas estaban en su mayoría sobrevaloradas, lo que había llevado a una sobreproducción y a una situación de inflación por la excesiva oferta. Existían enormes stocks sin compradores potenciales, sin embargo los valores de la bolsa nunca habían estado más altos.
Harnack, que estaba sentado junto a David Goldman levantó la mano y fue directamente al grano. Todos observaban con expectación.
—¿Está usted insinuando que nuestras inversiones en América están en riesgo, y que bajo ese valor no hay más que vacío?
Todos sabían que el «Creditanstalt», a fin de cuentas el mayor banco de Austria, había invertido en la bolsa de Nueva York gran parte de sus recursos al no confiar en las bolsas europeas.
El director general carraspeó rompiendo el silencio.
—Les ruego que no me mal interpreten, pero creo que nuestra posición allí no es demasiado firme. Mi consejo es que deberíamos intentar retirarnos con sigilo, poco a poco. No resultará fácil. Esta información ya la conocen en París, en Londres, en Berlín y obviamente en Nueva York. Creo que vamos a ir a remolque de las circunstancias, salvo que decidamos vender lo antes posible a la baja arriesgándonos a perder una gran cantidad de dinero. Por otra parte sabemos que los principales bancos de los Estados Unidos se van a emplear a fondo si el caso lo requiere, lo que ha hecho pensar a esta directiva que sería preferible aguantar y ver lo que ocurre. ¡Como ustedes comprenderán y a pesar de lo que han oído, no se va a acabar el mundo!
David Goldman levantó la mano pidiendo la palabra. Era la primera vez en los años que llevaba como consejero que lo hacía.
—Tal vez yo no sea el más indicado para hablar, pero mi abuelo materno, Schmuel Cohen, siendo yo un muchacho, me explicó que era preferible salvar algo que perderlo todo. Claro que él se refería a cuando tuvo que huir de Ucrania y refugiarse en Alemania, y la alternativa en aquellos momentos era llevar en la mula víveres para salvar a la familia del hambre o mercancías para vender. En una ocasión me dijo que lo poco que quedaba tras una catástrofe podía considerarse beneficio puro. Según esa filosofía, creo que deberíamos dar órdenes de venta cuanto antes, comenzando por los paquetes de mayor riesgo.
La tesis de David se sometió a debate, pero la moción no prosperó, aunque la apoyaron los consejeros que como David eran judíos. Nadie se atrevió a tomar la decisión de arriesgarse a perder no menos del quince o el veinte por ciento del valor del banco.
Más tarde Harnack lo invitó a comer en uno de los mejores restaurantes del centro. No le importó, ya que Rachel seguía en Tesalónica con Selma, resolviendo la interminable y compleja herencia Safartí. Conocía a Harnack desde hacía muchos años y le parecía alguien con sentido común. No parecía importarle si él era judío o dejaba de serlo.
—Bueno Hans. Tú sabes más que yo de este asunto. ¿Qué crees que va a pasar? ¿Esa amenaza es tan seria como ha querido dejar a entrever el director general? ¿O ha sido sólo para prevenir al consejo que si ocurre algo no será culpa de la dirección?
Tenía a Hans por un luterano convencido, alguien que actuaba siempre siguiendo su conciencia, al que no le gustaba hablar por hablar.
—Pues mira, David, no estoy seguro, pero tengo hace tiempo la intuición de que va a pasar algo malo. ¡Y no sólo en la economía! Me refiero a esos tipos del NSDAP por los que personalmente siento una gran repugnancia. ¡Esa es exactamente la palabra! Los nazis están creciendo proporcionalmente al número de parados en Alemania. Creo que ya están cercanos a los cuatro millones, y ellos se están aprovechando de la situación. Como sabes mi mujer es alemana, precisamente de Múnich. Ella me los definió el otro día. Dijo que era como si hubieran reunido lo peor de cada casa. Y que si Alemania y Austria pudieran librarse de todos ellos las cosas irían mejor. ¡Me preocupa más lo que puedan traer esos nazis que perder mi paquete de acciones! Pero volviendo a la economía, lo que a mí me parece es que demasiada gente ha querido hacerse rica en dos días especulando con las acciones. Todos esos brókers, y por supuesto los bancos. ¿O es que crees que el «Creditanstalt» no es tan cómplice como los de Nueva York? ¡Todos han hecho la vista gorda, y me temo que ya sea demasiado tarde para rectificar! ¡En América todo el mundo quiere comprar un coche y una casa a plazos! ¡Lo que hay es una especie de globo de Montgolfier hinchado como nunca que es posible que nos estalle en las manos! Pero tanto tú como yo, como todos los que pertenecemos al consejo estamos cogidos. ¡En su día compramos deuda a largo plazo, y el Armagedón financiero está ahí, a la vuelta de la esquina! ¡Y ahora brindemos por esos magníficos años veinte que están quedando atrás!
David tenía otras preocupaciones. Según le explicaba Selma en un telegrama, continuaban en Tesalónica no ya por la herencia, si no por causa de la postura de las autoridades inglesas en Palestina, ya que estaban restringiendo la inmigración desde la Agencia en Berlín. Los británicos querían desagraviar a los árabes tras la Declaración Balfour. Tesalónica se había convertido en un punto de encuentro desde donde emigraban muchos judíos a Palestina, que estaban comprobando como sus ilusiones eran destruidas.
Pocos días más tarde, el veinticinco de octubre a primera hora de la mañana, tuvo una llamada de Hans Harnack. La línea no se escuchaba bien y quedaron en verse en Demel para tomar un café. Hans llegó despeinado, con la corbata mal colocada. Parecía desquiciado.
—¡Me ha llamado el director! ¡Recibió un cable de Nueva York! ¡Al cierre de ayer iban perdiendo más del veinte por ciento! ¡Esto no ha hecho más que empezar!
David asintió a las palabras de su amigo. No le cogía de nuevas, él hacía tiempo que intuía aquello.
El miércoles 30 de octubre, el mundo había cambiado definitivamente. Harnack estaba muy nervioso cuando volvió a llamarle.
—¡David! ¡Creo que estoy arruinado! ¡A pesar de todo nunca pensé que esto llegaría a suceder!
No pudo evitar pensar que él también habría perdido mucho dinero, pero no creía que aquello pudiera arruinarle. Más le preocupaba el ascenso del partido nazi, que había hecho de los judíos la cabeza de turco de Alemania. En Austria aún no tenían la misma fuerza, pero después del «crack», David estaba seguro de que sólo era cuestión de tiempo.