38. LOS MALOS ESPÍRITUS
(VIENA, MAYO DE 1928)
En mayo de 1928, Paul Dukas y Eva Gessner, de mutuo acuerdo, tomaron la decisión de divorciarse, conscientes de que su matrimonio no resistiría un sólo día más. Para entonces Eva había terminado la aventura con su último amante, Andreas Neuer. Sólo deseaba volver cuanto antes a la libertad, y darse tiempo para reflexionar sobre lo que deseaba para su futuro. No se sentía defraudada por Paul, creía conocer bien las virtudes y defectos de aquel hombre. Sólo se trataba de una absoluta sensación de incomprensión, como si se hubiesen destruido todos los puentes entre ellos, sin ninguna posibilidad de volver a la situación anterior, aquella irresistible atracción mutua que existía cuando se conocieron.
Paul tampoco tenía nada que reprochar a Eva. Cuando lo analizaba, se daba cuenta de que simplemente no había funcionado como ambos pensaban. Él seguiría en Grinzing y ella volvería a su antiguo piso en el Ring. Ninguno de los dos deseaba crear un conflicto, sólo poder seguir saludándose cuando se encontraran. Por supuesto en ello nada había tenido que ver Lowe, al menos en apariencia. Por entonces la joven estaba saliendo con un tal Daniel Rumkowsky, cirujano del Hospital General de Viena, y Paul comprendió que era preferible una retirada a tiempo. Se sentía orgulloso de haberla rescatado de un destino que no se merecía, y aunque no podía evitar soñar en ocasiones con ella, no quería equivocarse. Por otra parte no tenía ninguna dificultad para relacionarse con algunas de las mujeres atractivas y dispuestas a todo que abundaban en Viena.
Por el momento no necesitaba más. Seguía con su activa vida profesional, por las mañanas se entregaba en cuerpo y alma a los enfermos mentales del hospital psiquiátrico de Steinhof. Soportaba aquello para estudiar la enfermedad mental, aunque no compartía el sistema ni la cruel manera de tratar a los enfermos, los locos. Al terminar a las doce, como había hecho desde el primer día en que entró en el manicomio, se duchaba y se frotaba las manos hasta hacer enrojecer la piel, se limpiaba las uñas minuciosamente, se cambiaba la ropa interior y la camisa. No soportaba pensar que podría estar contaminado por alguna bacteria cogida en el hospital.
Entonces cambiaba radicalmente de escenario. Se acercaba a alguno de los mejores restaurantes del centro, lo que le estaba haciendo perder su juvenil línea, un tributo que pagaba con gusto debido a su afición por la buena vida. Allí compartía el almuerzo con algún invitado, en ocasiones Loos, Schönberg, el mismo Freud, con el que se llevaba mucho mejor, algún otro médico, o incluso alguna de sus adineradas pacientes. Al terminar la sobremesa, caminaba dando un largo paseo hasta su despacho, y a las cuatro en punto abría su elegante y selecta consulta privada, donde Alice Haussman, su enfermera desde que comenzó, le aguardaba uniformada, siempre impecable, antes de entregarle la lista de pacientes. Nunca más de tres pacientes por tarde, ya que les dedicaba como mínimo una hora.
A finales de junio se reunió en el restaurante del Hotel Bristol con Freud, ya que en el último simposio en el que coincidieron habían quedado para comer juntos. Todo lo que Freud hacía, escribía o explicaba en sus conferencias y libros era diferente. Siempre había sentido envidia de él, pero cuando lo conoció más a fondo se dio cuenta de que era un adelantado, alguien que quedaría para siempre por sus atrevidas teorías. En el fondo se parecían en muchas cosas. La principal era que ambos eran judíos, y aunque ninguno de los dos creía en la fe de sus mayores, ni asistía a la sinagoga, ni celebraba el Sabbat, para los austríacos seguían siendo judíos. Por algún motivo cada día se hablaba más de las grandes diferencias entre las razas, y sobre todo de las que existían entre los judíos y los demás. De ello hablaron largo y tendido, ya que Freud era un buen conversador, extraordinariamente culto, por supuesto un profundo conocedor del alma humana. Le comentó que estaba escribiendo un ensayo: «El malestar en la cultura». Por supuesto hablaron de psiquiatría y de psicología, de Hitschmann, de Kaplan, de Meijer. Coincidieron en su diagnóstico de que el mal se había apoderado de gran parte de la sociedad. Era evidente la hostilidad y el odio hacia los extranjeros, incluyéndolos a ellos por el sólo hecho de ser judíos. Freud mencionó «los malos espíritus» de aquella sociedad hipócrita que la estaba devorando desde su interior. Cuando Paul le pidió que le aclarase lo que para él significaban los malos espíritus, Freud le habló de los mismos pecados de los que ya hablaba el Talmud. Los pecados del hombre desde el inicio de los tiempos, y de entre ellos los cuatro que asolarían al mundo: la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira. Aseguró que los demonios andaban sueltos, Lucifer, Mammón, Leviatán, Amón, y que ya sería imposible volver a introducirlos en la redoma. Freud le aseguró que el enviado del averno tenía un nombre: Adolf Hitler. Al menos a él, no le cabía duda de que aquel hombre cumpliría sus terribles amenazas.
—¿Ha leído alguno de sus artículos en el «Völkischer Beobachter»? ¿Ha leído ese espantoso libro «Mi lucha»? ¡Ese hombre no amenaza en balde! ¡Está sembrando su odio en un campo abonado, y Alemania es hoy en día el lugar ideal para ello! Nietzsche lo dejó muy claro. Para él somos los judíos los que hemos realizado la transvaloración de los valores, en la que los pobres, los enfermos, los deformes, los miserables, son los elegidos por Dios, mientras que los nobles, los señores, los guerreros, los poderosos serán los malditos y los condenados. Él mantiene la tesis de que es nuestra venganza por odio. El odio judío. Una venganza lenta, ancestral, calculada, subterránea, a la que llama «La rebelión de los esclavos». ¿Sabe de lo que hablo? Ese Hitler cree haber iniciado la cruzada definitiva contra el capitalismo internacional que inevitablemente tiene detrás al lobby judío, y al tiempo contra el marxismo y la revolución roja, creados por supuesto por los judíos. ¡Y luego nos llama infrahombres! ¡En alguna parte hay una contradicción! Hitler se está convirtiendo para muchos alemanes en el nuevo mesías, el profeta de una nueva religión, que, primero en Alemania y a continuación en Austria, pretende sustituir la cruz por la esvástica, para hacer renacer la raza de los arios, la raza de los conquistadores y los señores, según Nietzsche. Intuyo que algo terrible va a suceder en Europa. Me dirá usted que los nacionalsocialistas han quedado muy lejos del poder en las últimas elecciones del mes pasado. Como mencionó Goebbels en un artículo reciente, no han sido elegidos por el Reichstag, sino contra el Reichstag. Él dijo claramente hace unos días: «¡Esperad a que comience la función!», ahí tiene a los actores del futuro drama. Mussolini, Hitler y Stalin, ya dueño y señor de la Unión Soviética. ¡No le quepa duda de que habrá función!
Aunque respetaba su inteligencia, Paul no estaba en absoluto de acuerdo con aquella pesimista visión de Freud.
—¡Doctor Freud, lo veo francamente pesimista! ¿Y entonces qué? ¿Cree usted que esa gente podrá llevar a efecto sus amenazas contra nosotros? ¿Qué podrían hacer? ¿Expulsarnos de Alemania y de Austria como hicieron los Reyes Católicos con los judíos de España? ¡El mundo ha cambiado mucho desde entonces! ¡Los alemanes y los austríacos son gente con sentido común! ¡Algo así jamás podría suceder aquí! Todo lo más sería que pusieran trabas a la inmigración de judíos, pero otra cosa, la verdad, no lo creo.
Freud se le quedó mirando fijamente mientras movía la cabeza negando.
—Doctor Dukas, creo que usted minusvalora lo que se está gestando bajo nuestros mismos pies. Los judíos, y ahí estamos metidos todos los que ellos consideran judíos, con independencia de cuál sea nuestra posición social, económica, académica, incluso de creencias, sufriremos las consecuencias de lo que esos nazis están llevando a cabo. Le hablaré de algo obvio. Se trata del «völkisch», ese populismo conservador basado en la tribu, en la raza. ¿Recuerda el Thule-Gesellschaft, que fundó Rudolf von Sebottendorff en 1918, inspirado en un nacionalismo romántico y populista? No le quepa duda de que los alemanes y los austríacos de sangre germana nos odian, nos envidian y nos temen. En el orden que usted quiera. No aceptan que destaquemos en nuestras profesiones, como médicos, abogados, profesores o artistas. Le diré algo que tal vez le sorprenda. Si pudieran a los judíos nos impedirían trabajar, nos expulsarían de los colegios profesionales, de la administración, incluso de nuestras casas, ya que para ellos sólo somos unos invasores de tercera clase sin derechos, que han llegado para arrebatarles sus puestos de trabajo y sus prebendas. No aceptan que podamos ser mejores que ellos en algo. ¡Nuestra inteligencia, nuestros méritos, nuestra capacidad, para ellos sólo es astucia hebrea! Mire Paul. Usted está convencido de ser un ciudadano austríaco más, ¡perdón!, un ciudadano de clase alta, alguien que gana mucho dinero con su consulta, que vive en una gran mansión en Grinzing, va en su Mercedes, y es un doctor de renombre. Al menos eso es como usted se ve a sí mismo. ¿Me equivoco?
Freud permaneció en silencio unos instantes, como si estuviera recordando.
—¿Sabe? Yo tenía el mismo criterio de mi posición en esta sociedad hasta hace muy poco. He asistido a alguna de las conferencias que esos «sabios» del NSDAP dan de vez en cuando. ¡Lo que allí se escucha no tiene nada que ver con la ciencia ni con la verdad! ¡Una sarta de incoherencias, generalidades, falsedades y estupideces, pero le sorprendería ver cómo la gente aplaude a rabiar! ¡Cuando mencionan a los judíos es siempre para denigrarnos, insultarnos, amenazarnos, culparnos de todos los males! ¡Ninguno se levanta para hablar de los muchos sabios, investigadores, escritores y compositores judíos! ¡De lo que ha hecho ese pueblo por el avance de la humanidad! Sus biblias son «Los protocolos de los sabios de Sión», «El judío internacional» y ahora «Mi lucha». ¿Le suena este párrafo? «Las ideas básicas del movimiento nacionalsocialista son völkisch y los ideales völkisch son los ideales del nacionalsocialismo». En efecto soy mucho más pesimista que usted, y lo que presiento es que se acerca una inevitable catástrofe. ¿Y sabe usted quienes serán las principales víctimas? ¡Los judíos!… incluyendo, mi querido amigo, a los que hemos pretendido ser otra cosa.
Paul Dukas se despidió de Freud pensativo. Dentro de él estaba creciendo la idea de que aquello no era algo banal que pasaría sin dejar rastro. Había pretendido olvidarse de sus raíces, dejar de ser «un judío», para convertirse en un ciudadano sin calificativos raciales, pero comenzaba a darse cuenta de que las cosas no eran como él creía. Hasta aquel momento no había querido aceptar que Freud tenía razón, pero sus argumentos lo habían desarmado. Su madre también se mostraba muy pesimista, al igual que muchos de los judíos que habían emigrado a causa de los pogromos o del rechazo, buscando la Europa más civilizada y culta, cuando aparecía aquel amenazador NSDAP en Alemania, algo que por imitación ya se estaba contagiando a Austria.
Volviendo hacia su consulta se cruzó, lo que no era nada inusual en Viena, con un numeroso grupo de judíos hablando yiddish entre ellos en voz alta, ya que pudo percibir alguna frase. Se había levantado un fuerte viento que hacía la tarde desapacible, y al volver el rostro vio que como era costumbre entre ellos caminaban siempre como si llegaran tarde a alguna cita. Todos ellos vestían caftanes o largas levitas, iban cubiertos con sombreros de ala ancha que dejaban asomar los tirabuzones, los «peot» o los «shtreimel» de los ortodoxos, en señal de obediencia y dedicación a Dios, en obediencia al libro del Levítico. Mientras los veía alejarse por la amplia acera del Ring pensó que no existían tantas diferencias. Pensara lo que pensase, según la «halajá» también él era judío, nacido de madre judía, lo que por cierto su madre se encargaba continuamente de recordarle. «¡Crees que por disfrazarte como un “junker” austríaco ya lo eres»! ¡Te recuerdo que sólo eres el hijo de Sarah Rosenthal! ¡No lo olvides nunca!», le había dicho constantemente. Él odiaba aquella manía de su madre, mucho más acendrada desde que había muerto Salomón Dukas, el hombre que quiso cambiar la historia de su familia renunciando a su identidad, y que tal vez si no fuera por su decisión, él podría ser uno más de aquellos judíos, vistiendo una larga levita o un caftán. Sintió un escalofrío.