36. LA CARTA DE ADA ROTHMAN
(VIENA, ENERO DE 1928)
Fue finalmente una fría tarde de enero, apenas comenzado 1928, cuando Eva Gessner pudo descubrir a través de su amante, Andreas Neuer, quién había sido Ada Rothman. Mientras saboreaban una tarta Sacher en el Café Demel, donde se veían frecuentemente, ya que el lugar se encontraba muy cerca del bufete de abogados, hablando de todo, ella le contó el descubrimiento que había hecho acerca de que una de sus bisabuelas, Ada Rothman, era judía. Andreas Neuer sonrió al confesarle que por su parte él sabía que su abuela Hannah Stein, también lo era, aunque siempre lo mantuvo en secreto. Le explicó que cuando falleció, se descubrió en la notaria que Hannah Stein era en realidad Hannah Steinmann, aunque la familia Neuer decidió seguir manteniendo la sabia discreción de aquella mujer y nadie hizo el menor comentario.
Andreas apuntó en su agenda los datos de la bisabuela. Aquel nombre le sonaba, tenía que comprobar unos documentos.
Eva y Andreas estaban viviendo en aquellos meses un apasionado romance. Andreas también estaba casado aunque sin hijos, y se quejaba de haber elegido una mujer aburrida y frígida que no lo comprendía. En cuanto a Eva, estaba harta de esperar siempre a su ocupado marido que volvía a casa muy tarde sin darle muchas explicaciones, y que se levantaba muy temprano para ir a su trabajo en el psiquiátrico del Hospital General. Por el contrario Andreas era un hombre atractivo y extrovertido que siempre parecía estar dispuesto a todo.
Cerca del bufete «Lahm & Stein», donde Andreas participaba ya como socio director, existía un selecto hotel de citas frecuentado por la clase más acomodada de Viena dado sus desorbitados precios. El edificio tenía dos entradas y se hallaba discretamente emplazado cerca del centro, detrás de la catedral. La primera vez ambos entraron algo cohibidos. Pronto comprendieron que aquel lugar era muy frecuentado, y que lo suyo no era nada original en aquella ciudad. Se reunían una vez a la semana en un lujoso apartamento de la tercera planta que no carecía de ninguna comodidad. Un silencioso mayordomo traía lo que se demandaba por el teléfono interior y lo depositaba en el vestíbulo sin hacerse notar. Para Eva ir allí pronto se transformó en una rutina, a pesar de que Andreas era un buen amante que intentaba satisfacerla. No sentía ningún remordimiento, ya que aunque no tenía constancia, creía que Paul la engañaba con otra mujer.
Cuando Paul apareció de su vuelta a Varsovia acompañado de Lowe y su extraña historia, ella intuyó como la habría conocido antes de que él se lo contara. Por otra parte también estaba segura de que no era con Lowe con la que Paul tenía un lío, sino probablemente con alguna de sus ricas y exquisitas pacientes aquejadas del mal que había asolado a la humanidad desde el principio de los tiempos. La melancolía, la depresión, la histeria femenina provocada por la falta de realización. Ella también hojeaba las revistas y los libros que Paul leía en la biblioteca. Cuando él no estaba, ella aprovechaba para saber lo que aquel hombre pensaba, y cada día se daba más cuenta de que casarse había sido un error. Paul era excesivamente protagonista, con un ego dominante que la impedía acercarse a él aunque durmieran en el mismo lecho. Sin embargo él parecía sentir algo diferente por Lowe, como si no quisiera mancillar la confianza que existía con aquella joven que vivía con Sarah Dukas.
Andreas la llamó aquella misma noche a Grinzing antes de que llegara Paul. Parecía entusiasmado y le preguntó si le venía bien quedar lo antes posible. Tenía noticias de Ada Rothman. Eva sintió una gran curiosidad y aceptó de inmediato.
Al día siguiente se encontraron directamente en el apartamento. Andreas llegó unos minutos después llevando una cartera. De ella extrajo una carta.
—¡Estaba seguro de haber leído el nombre en alguna parte! Y es que por esas casualidades, el bufete estuvo encargado de la administración fiduciaria procedente de la herencia Rothman. Esta carta se entregó a tu madre después de la muerte de tu abuelo, el conde Janos Horvath, en el momento en que se realizó la administración fiduciaria que ha llevado nuestro bufete a lo largo de las últimas décadas. La encontré entre los documentos y me pareció que debías conocerla. Te la dejo en depósito, pero que quede claro que yo no sé nada de este asunto.
Eva estaba algo nerviosa con aquel asunto. Desde que sabía que Ada Rothman era su abuela materna sentía una enorme curiosidad. No la había conocido, apenas alguna vez, de pasada, oyó a su madre hablar de ella. Era un misterio familiar al que se había querido echar tierra encima. La verdadera historia era que su padre, Friedrich Gessner, un ciudadano alemán de Kiel, de una antigua y honorable familia prusiana, venida a menos y con serios problemas económicos, contrajo matrimonio en Budapest con Hilda Horvath, hija única y heredera universal del conde Janos Horvath.
Cuando Hilda contrajo matrimonio apenas mencionó a su madre, y Friedrich Gessner creyó entonces que se trataría de un asunto de clase, que el padre de Hilda, el conde Horvath, se habría casado con una desconocida plebeya y que intentaban ocultarlo. La realidad demostró que la verdadera propietaria de las enormes fincas, del palacete en Viena, y del resto de la herencia que a pesar de la nefasta administración de Friedrich se había podido salvar, era la desconocida madre de Hilda, que ahora resultaba ser Ada Rothman, hija de Emil Rothman, uno de los financieros más acaudalados de Hungría de mediados del XIX.
Eva cogió la carta que comenzaba a amarillear y tomó asiento bajo la lámpara. Nadie en su familia había leído aquella carta, estaba violando un secreto de familia, que su abuela Ada Rothman había querido ocultar por algún motivo. Se encogió de hombros, a fin de cuentas se trataba de su abuela y quería saber más acerca de ella. Aunque se tratase de un secreto, estaba convencida de que a Ada no le hubiera importado que su nieta entrara en su intimidad. Abrió el sobre, desdobló la carta y leyó:
Budapest 25 de marzo de 1862
Mañana contraeré matrimonio con el conde Janos Horvath, y desde mañana mi nombre será Ada Horvath. Quiero dejar constancia de que no es el hombre al que quiero y que ese matrimonio me ha sido impuesto por mis padres. Dentro de mí late ya una nueva vida, y mi esposo debería haber sido el hombre que la ha engendrado y al que amo, Jacob Mendel. Mis padres me han impuesto esta boda de conveniencia y me han obligado a mantener en silencio mi estado. Oficialmente, cuando nazca dentro de siete meses, será a todos los efectos el heredero o la heredera del conde Horvath.
Cuando supe que mis padres se habían convertido a la iglesia evangélica luterana, hace veinticinco años, y que lo hicieron entonces convencidos de que sería la mejor opción para el futuro de la familia, tenían ya la ambición de entroncar con la nobleza húngara y olvidar sus orígenes judíos. Yo no pienso lo mismo. Fue hace dos años en mi búsqueda de la fe perdida cuando conocí a Jacob Mendel. Él me confesó su amor y yo le correspondí. Cuando hace dos meses me entregué a él y, al volver a casa, le dije a mis padres que había encontrado al hombre de mi vida, y que deseaba volver a la religión para poder casarme son él, se negaron a escucharme. Según palabras textuales de mi padre, no deseaban que su única hija «volviera atrás». Unos días más tarde me dijeron que habían concertado mi boda con el conde Janos Horvath. Mi padre, prefería verme muerta que casada con Jacob Mendel. Cuando Jacob lo supo, sin advertirme, tomó la fatal decisión de suicidarse. No sé aún como he podido soportarlo.
Pues bien, si esa es su decisión, yo también he tomado la mía. Cuando nazca nuestro hijo, yo habré cumplido mi misión y entonces me iré para siempre con mi verdadero amor. No quiero vivir toda mi vida con alguien al que no amo.
Escribo esta carta para que quede constancia de todo ello y de que la joya con mi retrato que él me regaló, como muestra de su amor y de mi voluntad de regresar a la fe de mis ancestros, deberá ser entregada en su día a la mayor de mis nietas o en su caso de mis descendientes. Encontrará sus raíces en el lugar donde acaban las discusiones.
Ada Rothman
Eva levantó la vista y se quedó mirando a Andreas mientras asentía.
—¡Así que mi madre, de nacimiento Hilda Horvath, por casamiento Hilda Gessner, era totalmente de sangre judía, aunque jamás lo comentó! ¡Hija de Jacob Mendel y no del conde Janos Horvath! ¡Tal vez ella no supo que era judía hasta que se le entregaron los documentos mucho tiempo después, ya que tanto su padre como su madre lo eran, pero no intervinieron en su educación por las circunstancias! ¡Yo desconocía que mi abuela Ada tomó la trágica decisión de suicidarse! ¡Y nuestro padre presumiendo toda la vida de la sangre germana y prusiana! ¡Él tuvo que saberlo, y ahora empiezo a pensar que esa fue la causa de la separación de mi madre! ¡Y mis hermanos, sobre todo Joachim y Stefan con su estúpido orgullo prusiano y sus pensamientos antisemitas, siempre renegando de la sangre judía que según ellos contamina Alemania! ¡No sabes lo que tuve que aguantar de mis propios hermanos cuando tomé la decisión de casarme con Paul Dukas! ¿Qué querrá decir con eso de que encontrará sus raíces donde acaban las discusiones? ¡No le encuentro sentido alguno! ¡Me deja intrigada!
—¡Sí! ¡Así es! ¡Por eso te he traído la carta! En mi caso sólo tengo la cuarta parte de sangre judía por mi abuela materna, pero te confesaré una cosa. Cuando me admitieron en el bufete, el presidente del consejo de administración me preguntó si yo sabía quiénes eran mis cuatro abuelos. Entonces no se lo dije, pero un día desayunando a solas con él se lo confesé. Ocurrió algo que no esperaba. El hombre sonrió, me abrazó sin hacer ningún comentario. ¡Y aún sigo ahí! De todas maneras esto debes mantenerlo como tu abuela quería. Es un secreto que deberás administrar y confiarlo sólo cuando quieras hacerlo. Yo de ti mantendría la discreción, ya que difundir algo así no te ayudaría en nada, sabes muy bien como es la gente aquí. Y ahora debo volver al bufete, pues tenemos consejo y no puedo faltar.