33. LA MALDICIÓN DEL RABINO
(DUBOSSATI, BESARABIA, 1893-VIENA, 1927)
Sarah Dukas acogió a Sarah Lowestein, su nueva «sobrina», como si realmente se tratase de alguien muy cercano. Haber nacido ambas en Dubossati ayudó en ello. Incluso resultó que un tal Baruch Kaplan, también vecino de la aldea, era pariente de ambas, por lo que desde ese mismo instante se consideraron parientes a todos los efectos. Lo primero que hizo Sarah fue acompañarla para comprarle ropa y todo lo que necesitase. Para ella era algo natural, y aunque Lowe intentó protestar no consiguió nada. Fueron a los grandes almacenes «Goldman & Goldman», además de a varias tiendas para equiparla. Después le preparó la habitación que había sido de Paul, adaptándola a lo que una muchacha de su edad necesitaría. Lowe se dejó hacer al comprender que no conseguiría nada.
Por otra parte Lowe era una muchacha dulce y hermosa que se hacía querer. La manera en que Paul Dukas la había conocido era un secreto que debía quedar entre ambos, y Paul le pidió a su esposa que mantuviera la discreción más absoluta sobre ello. Eva le aseguró que no se lo contaría a nadie. Se sentía asombrada. Algo había hecho que Paul hubiera cambiado, al menos en aquello. Aquel hombre sólo había pensado en sí mismo desde que tenía uso de razón. Sarah o Lowe le había hecho cambiar por primera vez en toda su vida. De ello también se apercibió su madre, que no podía dar crédito a lo que estaba presenciando. El comportamiento de Paul Dukas era distinto incluso cuando veía a sus dos hijos, Jacques, un niño inquieto, y la pequeña Esther, que acababa de cumplir ocho años, exactamente el mismo tiempo que el Tratado de Versalles. Ambos descubrieron un padre diferente que quería estar más tiempo con ellos.
Sin embargo, paradójicamente, fue Selma Goldman la que estableció un vínculo más fuerte con Lowe. Uno de aquellos días fue a buscar a sus hijos a casa de la abuela paterna, y Sarah Dukas le presentó a Lowe. Inmediatamente congeniaron. Selma tenía ya treinta y dos años y Lowe, que terminó por reconocer que había nacido en 1909, tan sólo dieciocho, pero entre ambas se estableció una conexión. Cuando Lowe le contó que ella también era de la Besarabia, del mismo pueblo que su madre, Selma pensó que parte de la sangre de Jacques y Esther sería la misma que la que portaba Lowe, y la vio como a una hermana menor.
En aquellos momentos la muchacha intentaba encontrar un trabajo para ganarse la vida. Al saber que Lowe hablaba yiddish, moldavo, rumano, polaco, ruso, chapurreaba el turco, y entendía muy bien el alemán, pensó que sería la persona ideal para atender a los que llegaran, y Selma le ofreció colaborar en la agencia sionista. Cuando le explicó lo que esperaba de ella, Lowe se entusiasmó al momento. Le confesó a Selma que ella también había soñado con ir algún día a la tierra prometida, pero que el solo hecho de poder ayudar a llegar hasta allí a mucha gente la emocionaba, como si estuviera haciendo algo fundamental para su pueblo. Unos días después Selma la llevó a la casa de su madre. Lowe se quedó observando a Rachel Goldman y quedó muda de la emoción, podía haber sido su madre.
Sin embargo Paul Dukas se mantenía alejado. Como si una vez la hubiera rescatado de aquel burdel no quisiera tener demasiada relación con Lowe. No quería aceptar que se sentía atraído por aquella muchacha con la que una noche pudo hacer el amor y sin embargo prefirió abstenerse. Paul le daba muchas vueltas a las cosas. No en vano era psiquiatra. Necesitaba llegar al fondo de la cuestión, averiguar por qué le estaba sucediendo aquello. Era incapaz de comprenderlo, hasta que una noche soñó con lo que le había ocurrido treinta y cuatro años antes, siendo un niño.
Una calurosa mañana del verano de 1893 en Dubossati fue con un amigo al bosque y se asomaron a un ribazo. Desde allí vieron a unas muchachas de la aldea que se bañaban en el arroyo que iba a parar al Dniéster. Las jóvenes estaban desnudas. Reían disfrutando de aquella mañana en la que el mundo parecía estar hecho sólo para ellas, chapoteaban felices en el riachuelo, en aquel apartado y silencioso lugar roto únicamente por el canto de los pájaros. Fue entonces cuando Paul se dio cuenta de que no eran sólo ellos los que observaban a las muchachas. Unos hombres agazapados tras unos arbustos no perdían ojo a las jóvenes, apenas a un tiro de piedra de donde se encontraban. También se dio cuenta de que a ellos dos no los habían visto.
Paul tenía entonces trece años y la curiosidad natural de un niño al descubrir el sexo. Los hombres que espiaban la inocencia de las jóvenes eran para él viejos. Tendrían más de cuarenta años. Después vio como los cuatro hombres caminaron a hurtadillas entre los juncos, aparecieron de repente junto a las tres niñas, que enmudecieron aterrorizadas intentando mantener sus cuerpos bajo el agua para ocultar su desnudez. Paul presenció por primera vez en su vida una violación. Sin pronunciar una palabra los cuatro hombres las acorralaron. Las jóvenes parecían incapaces de huir o de gritar, sólo comenzaron a sollozar al comprender lo que les aguardaba. El amigo de Paul se ocultó tras el ribazo, cubriéndose el rostro con los brazos sin querer ver lo que estaba sucediendo, pero Paul siguió observando incapaz de moverse ni de apartar la mirada. Los cuatro hombres forzaron una tras otra a las muchachas sin miramientos. Después tuvieron la sangre fría de atarlas para evitar que corrieran hacia la cercana aldea. Volvieron a donde habían dejado sus caballos y desaparecieron a galope tendido que resonó en el claro del bosque. Paul corrió adonde ellas se encontraban. Temblaban de frío y de terror, con los ojos desorbitados por el pánico. Mientras intentaba desanudar las cuerdas pudo ver un hilillo de sangre que se deslizaba por los muslos de dos de las jóvenes. No podía evitar rozar sus senos para liberarlas y fue entonces cuando sin ser consciente de lo que le ocurría, Paul sufrió la primera erección de su vida.
Había estado traumatizado por aquello durante años. Recordaba cuando aquella misma noche tuvo que testificar delante del rabino, en presencia de los hombres de la aldea, mientras las mujeres gemían y sollozaban como si participaran en un duelo. Uno de los hombres dijo que todo aquello formaba parte de un proceso inacabable, en el que propietarios de la región pretendían aterrorizarlos hasta conseguir expulsar a los judíos de la región. Como el rabino de la aldea, que no se anduvo por las ramas cuando maldijo a los causantes. Después de tantos años Paul aún era capaz de recordar hasta la última palabra, que seguían grabadas al fuego en su memoria.
—¡Amigos míos, hermanos, la terrible desgracia que hoy nos afecta no es más que otra forma de pogromo! ¡En ocasiones los malvados han llegado aquí con sus caballos, saltando las vallas, prendiendo fuego a nuestras casas, hiriendo o incluso matando a algunos de los nuestros! ¡Pero lo que nos ha sucedido ahora es peor que la muerte! ¡Esos demonios se han llevado la inocencia de nuestras hijas, las han ultrajado, queriendo con ellos quitarnos la dignidad! ¡Que Dios los maldiga, a ellos y a sus descendientes! ¡Y no tengáis duda de ello! ¡Yo aquí apelo a Dios para que esta maldición se cumpla! ¡Haced correr la voz de que sean quienes sean, los ángeles de la destrucción los alcanzaran, y a partir de ahora los malditos no encontrarán jamás descanso ni lugar donde esconderse! ¡El látigo de fuego los golpeará terriblemente! ¡Nadie puede librarse de la «pulsa denura»! ¡Para que sientan lo que es el dolor, lo padecerán, para que sufran lo que es la humillación, la conocerán, para que teman lo que sin remedio les acaecerá, lo sabrán pronto! ¡A partir de este instante nada ni nadie podrán librarles! Difundidlo por todas las aldeas, por la región, por todo el país. ¡Que sepan los malvados que sus almas no tendrán salvación ni alcanzarán la paz!
Paul recordaba que aquel terrible suceso hizo que las tres familias afectadas emigraran a Polonia, no sólo ante el temor de que algo así pudiera repetirse, sino por la vergüenza que les suponía. Todo aquello lo marcó de tal manera que durante muchos años no fue capaz de mantener una relación normal con una mujer, hasta que conoció a Selma. Hasta entonces sólo podía tener sexo con prostitutas que aceptaban sus condiciones, y que lo golpeaban como parte del placer que intentaba sentir. Cuando escuchó a Lowe maldecir en yiddish en el burdel de Varsovia algo cambió en él y volvió a ser por un instante el niño agazapado entre los juncos espiando la inocencia de unas jóvenes.
Cuando iba a casa de su madre y se encontraba con Lowe procuraba mantener la máxima normalidad. No quería pensar en lo que pudo suceder entonces, solo mantener las distancias, pues había soñado que ella era una de las tres muchachas del río y que él era uno de los hombres que la violaban. Durante toda su juventud la maldición del rabino lo había marcado. Estaba seguro de que aquella era una nueva oportunidad que le había dado el destino.