32. LA VOCACIÓN DE SELMA

(TEL AVIV Y TESALÓNICA, ABRIL DE 1927)

A principios de abril de 1927, Selma volvió a Tel Aviv tras permanecer tres intensos meses en el kibutz de Degania. Había sido para ella una aventura vital que cambió muchos de sus conceptos, entre otros comprobar que aquel país, aparentemente desértico, en primavera se transformaba en una «tierra de leche y miel». Recordaba lo que decía el Tanaj: «Dios dice, haré algo maravilloso. Crearé una tierra que aunque el clima no le favorece, será una tierra llena de dátiles y miel y también de leche, para que sepas que nada aparece acá, nada en esta tierra viene acá si no es por mí». Allí había conocido bien a los kibutzniks y su escasa libertad individual, gentes que debían someter cualquier asunto a la asamblea, pensaban que todo terminaría teniendo consecuencias sobre los demás. Casi todos socialistas radicales, paradójicamente al tiempo eran idealistas. La cultura del kibutz le pareció una especie de totalitarismo democrático. Todo era decidido por todos, nadie decidía casi nada por uno mismo. En el fondo de su alma se resistía a aquella cultura ya que por encima de cualquier cosa lo que más apreciaba era su libertad.

Selma Goldman se había encontrado con Chaim Weizmann en Tel Aviv a través de Ben-Gurión. Se dio cuenta de que aquellos hombres tenían importantes diferencias, pero se respetaban mutuamente. Weizmann le dio sus bendiciones a la idea de montar una oficina de emigración a Palestina en Viena, para ayudar a resolver los problemas que surgían a los emigrantes, a pesar de que consideraba a Ben-Gurión y los suyos socialistas radicales.

—Señora Goldman, me ha convencido. Viena es un lugar prioritario para nosotros, allí vivió Herzl y allí se publicó «El estado judío», allí ha tenido lugar el último congreso, y también el próximo mes tendrá lugar el Congreso Sionista, que ya está en marcha. Pero además de congresos internacionales y de oficinas de representación institucional, necesitamos a alguien que se encargue de los pequeños problemas cotidianos de los emigrantes y de ayudar al movimiento desde la base. Usted sin duda es la persona indicada y confiamos en su labor. Alguien que sepa de lo que está hablando y guíe a los que quieren venir aquí para facilitarles las cosas.

No hubo mucho más. Weizmann tenía muchas cosas que hacer antes de volver a Inglaterra, y Ben-Gurión, que estaba sobrecargado de trabajo, se despidió de ella deseándole suerte, diciéndole que le mantuviera al corriente de todo. Ella también deseaba ver a sus hijos, y cuatro días más tarde embarcó en un pequeño motovelero con un flete de naranjas, que casualmente se dirigía a Tesalónica. Tuvo que pagar el resto del dinero que le quedaba por el diminuto camarote del patrón.

El patrón no parecía muy dispuesto a dejarla embarcar, pero las circunstancias hicieron que cambiara de opinión apenas unas horas más tarde. Poco antes de partir el cocinero de a bordo tuvo un accidente, y se cortó dos dedos con un cabo de alambre suelto. Ella que seguía allí discutiendo con el hombre, no sólo lo curó y le cosió la herida, sino que se ofreció a preparar la comida para la docena de hombres durante la singladura. Siete días más tarde cuando atracaron en el puerto de Tesalónica, el patrón le ofreció seriamente el puesto, asegurándole que nunca había estado la tripulación más satisfecha, y que si alguna vez necesitaba de él que lo buscara. Selma se despidió de él con un abrazo respondiéndole que tendría en cuenta el ofrecimiento.

Cuando llegó a la casa se llevó una gran sorpresa al encontrar a su madre con los niños. La abuela Esther había muerto de repente un par de semanas antes, y Rachel Goldman, que recibió un telegrama en Viena, había ido allí para despedirla y para cuidar de los pequeños mientras ella volvía.

Al escuchar la noticia Selma lloró desconsoladamente. Se culpaba por haber permanecido más tiempo del previsto en Palestina, lo que la había impedido volver para ver a su abuela Esther por última vez. Su madre le explicó que había sido algo inesperado, y que al menos se había ido al otro mundo sin enterarse. Luego le contó que una gran multitud de judíos y gentiles habían acompañado a la abuela Esther a su última morada. Todo el mundo quería a aquella mujer por su generosidad y su forma de ser tan abierta y cordial.

El rabino le había contado que dos días antes Esther había ido a verle a la sinagoga diciéndole que iba para despedirse, le aseguró que aquella noche se le había aparecido su marido Efraím Safartí para decirle que muy pronto volverían a estar juntos para siempre. El rabino contó que Esther estaba muy serena y sonriente mientras le decía que, después de todo, la vida no se había portado muy mal con ella, y que no tenía ningún miedo a la muerte. Lo único que le preocupaba era el cascarrabias de Safartí. «¡Ya no sé qué decirle! ¡Ya es tiempo de volver con él, ese hombre nunca ha sabido apañarse sólo!», le había dicho al rabino.

Su madre la acompañó al cementerio judío, y Selma, abrumada por la emoción, depositó sobre la lápida la piedra redonda y blanca, cogida en un paseo con Ben-Gurión en la playa de Tel Aviv, y que había traído de recuerdo a la abuela Esther desde la tierra prometida.

Tres días más tarde cerraron la casa, encargaron a la muchacha turca que había cuidado de los niños que pasara a regar el jardín y a dar una vuelta de vez en cuando, y volvieron todos a Viena con el ánimo decaído al saber que no volverían a escuchar la sabiduría de aquella mujer única.

Selma tenía ahora la misión de montar una oficina para gestionar la emigración a Eretz Israel, que algún día volvería a ser la patria de los judíos. Ella tendría que ayudar en lo que fuera para conseguir llevar a cabo el sueño de Theodor Herzl, y convertir en realidad lo que habían repetido con fe a través de los siglos. «¡El año que viene en Jerusalén!». Después de tantos siglos, los años que venían parecían ser los definitivos.