31. LA GUARIDA DEL LOBO
(BERCHTESGADEN, MAYO DE 1927)
Un día de mayo de 1927, Joseph Goebbels telefoneó a Kurt, para decirle que él y su novia, estaban invitados a una excursión «muy especial». Añadió que era un gran honor participar en ella, ya que sólo asistirían un selecto grupo de personas muy vinculadas a Adolf Hitler. Se trataba de ir al sur, a un lugar llamado Berchtesgaden cercano a la frontera con Austria. Confidencialmente le comentó que el Führer acababa de adquirir la «Casa Wachenfeld», que tenía alquilada durante los últimos años y en la que descansaba cuando podía, y deseaba hacer en ella algunos arreglos. Hitler no estaba buscando un arquitecto, aseguró, esa función la tenía asumida personalmente, al menos por el momento, pero sí alguien que le ayudara a darle un nuevo ambiente a la casa. Goebbels añadió que había depositado una gran fe en su nuevo subdirector de propaganda y deseaba llevarlo allí.
—¡Kurt, es usted ya alguien indispensable para el partido! —Kurt se dio cuenta de que no lo decía bromeando. Aquel hombre no sabía lo que era bromear—. ¡La excursión será mañana sábado, y volveremos por la noche, lo más tarde el domingo por la tarde! ¡Yo les recogeré en mi automóvil a las siete! ¡Estén preparados! ¡Es usted un hombre afortunado!
Convencer a María para que le acompañara le costó bastante. Tal vez fuera el embarazo lo que hiciera que en principio ella se negara a ir. Él insistió, y ella se encerró en el dormitorio sollozando. Cuando Kurt había perdido la esperanza de convencerla, María salió de la estancia diciendo que le acompañaría.
Como estaba previsto Goebbels llegó a la hora en punto. Le acompañaba Hannah Stein, la joven con la que estaba saliendo. Con él iban Hans Frank, uno de los secretarios de confianza de Hitler, que se había transformado en los últimos meses en su mano derecha, y también hacía de conductor, además del fotógrafo Heinrich Hoffmann. María los conocía de verlos en los mítines. Goebbels descendió para saludarlos, diciendo que no había tiempo que perder. Subieron al Mercedes y se dirigieron al sureste. El vehículo iba sin la capota y resultaba difícil hablar y hacerse entender, por lo que nadie intentó entablar una conversación. Más adelante tuvieron que parar unos minutos para cerrarla ya que comenzó a lloviznar cuando ascendían las montañas. Tres horas más tarde, a las diez, llegaban a Berchtesgaden. Llovía y hacía bastante frío. Allí vieron tres automóviles aparcados en la plaza frente al hotel. En la puerta había varios hombres de las SA controlando quién entraba y salía. Un grupo de personas se agolpaba bajo los paraguas en los laterales de la plaza aguardando la posibilidad de ver al líder nacionalsocialista.
Entraron a uno de los salones precedidos por Goebbels y encontraron a Hitler hablando relajadamente con otros dos hombres vestidos al uso del país. Se levantó y saludó a los recién llegados. Hitler parecía de muy buen humor, hizo un comentario acerca de que si las damas estarían fatigadas y dado el mal tiempo que hacía, podrían aguardarles junto a la chimenea, ya que volverían a comer pues habían reservado un comedor privado. Aunque Hannah Stein dijo que no estaba cansada y que iría con ellos, Goebbels le hizo un comentario en voz baja y ella asintió. Se quedaba. María miró a Kurt como preguntándole si la había hecho ir hasta allí para aquello.
Unos minutos más tarde salieron a la plaza. Irían en el automóvil de Hitler, un Mercedes de seis plazas. El conductor, Hitler a su lado, Goebbels, Hans Frank, Hoffmann y Kurt Eckart. El Führer comentó que se sentía relajado por primera vez en mucho tiempo. La casa Wachenfeld ya era suya. Goebbels le felicitó por su adquisición mientras el vehículo subía hacia el Obersalzberg, las montañas cercanas. Finalmente llegaron a la base de la empinada ladera. Allí arriba se divisaba una casa de madera de estilo alpino. Kurt pensó que el lugar era impresionante pero que la casita pasaba desapercibida.
—Esa es la casa. A partir de ahora se llamara el Berghof. ¡Este será mi refugio! ¡Puedo asegurarles que sólo en este lugar vuelvo a encontrarme! ¿Qué les parece?
Subieron caminando por un resbaladizo sendero. Cuando llegaron arriba Goebbels y Frank respiraban fatigosamente. Aunque la casa de cerca era bastante vulgar, la vista dominaba las cercanas montañas con sus cimas cubiertas de nieve.
—¡Bueno! ¡Como ven aquí hay mucho que hacer! Ahora lo que necesito es ver por dónde se puede abrir un camino de acceso para los coches. En cuanto a la casa, me gusta como es y de momento sólo voy a hacer una pequeña ampliación y una terraza delantera —Hitler se dirigió a Kurt—. Me han dicho que es usted alguien muy especial, con buenas ideas. Me gustaría conocer su opinión.
—Gracias, mi Führer. Como le habrán informado no soy arquitecto, ni ingeniero. Sólo colaboro en el diseño de los carteles y de la revista del partido…
—¡Todo eso lo sé! —Hitler se mostró impaciente—. ¿Pero podría decirme ahora lo que haría con esta casa si fuera suya?
—Naturalmente, mi Führer —Kurt se había dado cuenta de que era mejor ir directamente al asunto, y además Goebbels le había comentado que Hitler era un experto en arquitectura, pero que aún así, por algún motivo, quería conocer su opinión—. Creo que lo mejor de todo son las impresionantes vistas que desde aquí se disfrutan, y la terraza delantera es una buena idea. Debajo para soportarla podría haber un garaje para varios coches, que quedaría oculto tras un muro de piedra vista, y probablemente construiría una terraza lateral a media altura, ahí. También va a necesitar alguna habitación para invitados, y ampliar algunos espacios. ¿Le parece que demos un vistazo a su interior?
Entraron en la casa. Se percibía un ambiente vulgar, como otra más de las muchas casas alpinas de la región, con muebles baratos y un tanto descuidados. Dentro se hallaba una mujer de cierta edad a la que Hitler besó en ambas mejillas. La presentó a sus acompañantes como su hermana, la señora Ángela Raubal.
—Ella será la persona que vivirá aquí. ¡En realidad la casa es un regalo para ella! ¿No es cierto, Ángela?
Hitler bromeaba visiblemente satisfecho. Kurt se dio cuenta de lo fácilmente que aquel hombre pasaba de un estado anímico a otro.
—¿Qué les parece? Lo cierto es que no me gustaría que perdiese el carácter de una casa típica de las montañas. ¡Esta será la guarida del lobo! —Volvió a dirigirse a él—. Y ahora deme sin más su opinión.
—Por lo pronto habría que arreglar a fondo el tejado. Aquí en esta esquina hay una gotera y ahí otra —Kurt ya no se andaba con tanto protocolo—. La terraza sobre la ladera tendría que tener al menos cinco o seis metros de anchura, ya que debería caber un garaje bajo ella y además así sería más aprovechable. Y luego mi Führer hay algo a tener en cuenta: la seguridad. Usted tiene amigos y enemigos. Aunque este sea un lugar de difícil acceso, o tal vez por eso, habrá que prever control de accesos, un vallado perimetral de la finca, una emisora de radio, un botiquín, y otra serie de detalles a tener en cuenta. Probablemente una cocina más amplia y estudiada. Usted mi Führer necesitará dar de comer a algunos invitados de tanto en tanto. Habrá que pensar en un sistema de calefacción central. Creo que lo primero sería levantar un plano topográfico y otro de la casa actual, comprobar la servidumbre mínima que necesitará, son muchas cosas…
Hitler lo interrumpió bruscamente asintiendo.
—¡Estoy de acuerdo con usted, señor Eckart! ¡Muy bien Goebbels! ¡Que se redacte un memorándum y yo lo supervisaré personalmente! Encargue también esos planos y lo que haga falta. Yo daré el visto bueno a todo ello y después cuando se vaya a realizar la reforma, usted vendrá aquí de vez en cuando y supervisará lo que se haga. Y ahora debemos volver a Berchtesgaden, para comer en el hotel, se está cerrando la niebla y no puedo quedarme aquí atrapado. Adiós, Ángela. ¡Te quedas de dueña y señora! ¡Vámonos!
Después comieron juntos en el comedor del hotel que habían reservado para el partido. Eran en total cerca de treinta personas, y aunque Kurt no tuvo oportunidad de volver a hablar con él supo que aquel día había dado un paso trascendental en su relación con Hitler, que se hallaba en la cabecera de la larga mesa al otro lado del comedor departiendo sobre todo con Goebbels. Notó que de tanto en tanto lo observaba, y que de ello se había apercibido su secretario Frank, que asimismo lo miraba pensando que de dónde habría salido aquel nuevo «favorito».
A las cuatro en punto Hitler se despidió apresuradamente, y él y su séquito abandonaron el comedor. Un rato después ellos volvieron a Múnich donde llegaron ya de noche. Goebbels parecía muy satisfecho de cómo había ido todo y le estrechó la mano con fuerza cuando los dejó de nuevo frente a su casa. María permaneció en silencio. Cuando subían en el ascensor Kurt le preguntó que cómo se sentía, y ella le contestó que nunca había pasado un día tan difícil.
—Sé muy bien cuál es nuestra misión, pero no puedo engañarte. Sinceramente no me veo capaz de afrontarla. Hoy he estado a punto de echarlo todo a perder, siento dentro de mí un rechazo superior a mis fuerzas. ¡No soporto a esa gente! ¡Representan todo lo opuesto a lo que nosotros pretendemos! ¡Están vacíos! ¡Su política es totalmente confusa y no tiene fundamento filosófico, ni científico, ni moral! ¡Son gente vulgar y amoral que no puede aportar nada positivo! Y hay algo más, algo que me desconcierta y que nunca antes había sentido. ¡Ese hombre, Adolf Hitler, me provoca una sensación insoportable! ¡Algo que jamás me había sucedido, tendrás que creerme si te aseguro que cuando se me acercó sentí escalofríos! La verdad, pensaba decírtelo mañana. No aguanto más, seguir en esta extraña situación es superior a mis fuerzas, así que sintiéndolo mucho me vuelvo a Viena. Pero no te preocupes. Te aguardaré allí. Tengo la certeza de que si sigo aquí podría llegar a perjudicar la misión, y eso no me lo perdonaría.
Kurt no quería discutir, ni mucho menos que aquello significara una ruptura con María. Asintió intentando mostrar comprensión.
—De acuerdo María, vuelve a Viena. Cuando vea a Iván le explicaré que estás embarazada y que lo primero es tu salud. No te preocupes por mí, sé cuidarme sólo. Iré a verte cuando pueda, pero ahora lo importante es seguir adelante. Esta es una carrera de fondo y, cueste lo que cueste, tendré que llegar a la meta.