30. UN HOMBRE INDISPENSABLE

(MÚNICH, FINALES DE 1926-ENERO DE 1927)

Kurt Eckart era un hombre hecho a sí mismo. Alguien que encontraba soluciones sin aguardar a ver lo que hacían los demás, ya que tampoco esperaba nada de ellos. No podía olvidar su difícil infancia y juventud, cuando con apenas siete años su padre abandonó el hogar. Más tarde la trágica e inesperada pérdida de su madre a los catorce años lo había marcado, haciendo de él alguien que sólo creía en sus propias fuerzas. Cuando comenzó a madurar, puso todas sus esperanzas en la revolución bolchevique. Había conocido a Trotsky, aunque fuese sólo una relación de pasada durante unas semanas cuando colaboró en el diario «Pravda». Durante aquellos años las intensas lecturas de Marx, Engels, Hegel, Lenin, entre otros, lo habían formado como un hombre que obedecía sin discutir las órdenes del comité del partido bolchevique. Más tarde había sido elegido por Félix Djerzinsky para formar parte de los servicios de inteligencia, y enviado por él a Austria para impulsar el partido comunista en aquel país desde la sombra.

Su designación junto a María para la compleja misión de introducirse en el NSDAP y elaborar los informes que se le solicitaran a través de «Iván», su contacto, le demostraban el grado de confianza que sus superiores en Moscú habían depositado en él.

En aquellos días de finales de 1926, su verdadero problema era María. Ella se encontraba en una situación anímica muy difícil, no estaba preparada para asumir lo que las circunstancias imponían. María había soñado con otra cosa muy diferente, era en todo caso una teórica del marxismo, preparada para trabajar en el estudio histórico de la revolución, escribir artículos sobre la praxis marxista, analizar lo que estaba ocurriendo en Europa, que por cierto no era lo que ella había esperado, o incluso vivir la revolución en un papel secundario, como espectadora de primera línea en Moscú o en Leningrado.

Pero lo que la realidad le estaba ofreciendo nada tenía que ver son sus deseos. A María le resultaba insoportable tener que asumir el rol de una ferviente nacionalsocialista. Sentía nauseas al introducirse en aquel ambiente tan repugnante para ella, relacionarse con aquellos incultos burócratas que creían ciegamente en un personaje como Adolf Hitler, surgido, no se sabía muy bien cómo, de las cenizas de la última gran tormenta que había asolado Europa, alguien cuyo único credo era el nacionalismo germano llevado a las últimas consecuencias. La antítesis del marxismo internacionalista de los bolcheviques. De hecho estaba asistiendo casi en primera fila al comienzo de un drama en la que ellos también eran protagonistas.

Mientras él, su compañero y amante, estaba escalando con gran rapidez en el partido, subiendo igual que la espuma de la cerveza bávara que corría generosamente todas las noches en los locales donde se celebraban los mítines «nazis», como la gente los conocía, a los que obligatoriamente debían asistir, era él quien realizaba los diseños previos para los carteles que luego atraían a tantos alemanes a las filas nacionalistas. Estaba tan imbuido en su papel que incluso se lo había recriminado, pero él replicó que era ella la que no entendía el fondo de la cuestión.

Por el contrario Iván, al que veían de tarde en tarde y siempre de una manera inesperada y en lugares tan sorprendentes como la última vez, cuando casi se dieron de bruces con él en la «Bürgerbräukeller», daba la impresión de estar muy satisfecho de cómo estaban transcurriendo las cosas, aunque allí hizo como que no los conocía, sólo pasó junto a ellos disfrazado de sonriente y bonachón bávaro, ridículo en un hombre de su edad con aquel pantalón corto y los tirantes que acentuaban su abultado estómago.

Unos días más tarde volvieron a encontrarse con él en un hotel típico de las montañas. Ellos salieron a caminar aprovechando el buen tiempo y él se reunió con ellos simulando un encuentro casual, caminando junto a Kurt durante un rato. Les dijo que todo debía seguir igual, y les felicitó en nombre del comité. Mirando a María añadió que no desesperaran en aquella larga carrera de resistencia. María quería explicarle que no podía aguantar más tiempo aquella situación, pero Iván le quitó importancia asegurándole que pronto se le pasaría aquella desazón.

El hombre que estaba detrás del fulgurante ascenso de Kurt Eckart era Goebbels. Tras abandonar a los hermanos Strasser y llegar a un acuerdo con Hitler, era quien coordinaba toda la propaganda del partido. Su idea obsesiva era doblar el número de afiliados en un año para llegar a los doscientos mil. Le comentó a Kurt que según palabras del propio Führer, era su deseo «crear un estado dentro de un estado», o como él lo definía de una manera más directa «un estado en la sombra», con la cruz gamada como símbolo de Alemania, y un Führer que ejerciera todos los poderes, y que según Goebbels no podría ser otro que Adolf Hitler, que la llevaría adonde se merecía. Para ello, sin duda alguna, era necesario potenciar los instrumentos de propaganda, y hombres como Kurt, capaces de expresar la voluntad y la fuerza del NSDAP, eran lo que necesitaba el partido para lograr sus objetivos.

A partir de enero de 1927, Kurt comenzó a participar en el Comité Ejecutivo de Propaganda, formado por una docena de personas. Aquel era el lugar donde se fijaban las estrategias, e incluso de tanto en tanto solía asistir Hitler. El Führer parecía incansable, ya que en ocasiones llegaba a dar tres o cuatro mítines en un sólo día. Kurt escuchaba lo que se hablaba y tomaba notas. Allí pudo oír a Goebbels insistiendo en que al pueblo no se le debía decir la verdad, si no lo que interesase al partido en cada momento. Aunque era cierto que cada vez asistía más y más gente a los mítines, cuando se redactaban las notas de prensa, la estrategia era triplicar el número real de asistentes. Si habían asistido cinco mil, en las notas a entregar a la prensa se hablaba de quince mil.

—¡Si quieren que vengan ellos a contarlos uno a uno! —Goebbels se refería a los ministros del gobierno, a los representantes del «Anti estado de Weimar», como lo denominaba despreciativamente.

En toda aquella compleja estrategia Kurt Eckart se fue convirtiendo con rapidez en un hombre indispensable. Nadie podría pensar imaginar que tras aquel trabajador infatigable para la causa nacionalsocialista se escondía un ferviente marxista cuya labor era informar al Kremlin de lo que estaba ocurriendo. En cuanto a María, que de nuevo se había trasladado a Múnich para estar junto a Kurt, por el momento no tenía otra obligación que aguantar la presión.

En marzo, María le dijo a Kurt que creía estar embarazada. Pero no se sentía muy feliz, como hubiera sido lo normal. Le confesó que le daba miedo traer un hijo al mundo en aquellos momentos, cuando no podían ser ellos mismos ni saber cuándo volverían a serlo. Aun así Kurt le dijo que aquella noticia era lo mejor que les podía suceder.