29. ¡UN PUEBLO, UN REICH, UN FÜHRER!

(VARSOVIA Y BERLÍN, DICIEMBRE DE 1925)

Con el único de la familia que Joachim Gessner se llevaba bien era con su hermano Stefan. Sentía una cierta admiración por aquel intrépido oficial de submarinos, que había ascendido tras terminar el conflicto, al entender el ministro de defensa que concurrían en él especiales circunstancias. Para Joachim, que sufría de claustrofobia, el solo hecho de pensar en introducirse en un U-Boot y descender a las profundidades del mar era algo que le proporcionaba escalofríos. Si además existía el riesgo de que pudieran hundirte sin poder escapar de una caja de acero, eso le oprimía el corazón de tan sólo imaginarlo. Por eso cuando su hermano le puso un telegrama para decirle que quería hablar con él, pues no se habían visto desde el día del reparto de la herencia, invitó a Stefan a visitarlo en Varsovia. Los demás miembros de la familia le daban lo mismo. Ni siquiera María, tan mimada por todos cuando era la más pequeña de los hermanos. Era apenas una adolescente cuando comenzó la revolución en Rusia pero mostró su entusiasmo por los comunistas desde el primer día. Hubo un tiempo en que la dieron por perdida con aquellos coqueteos con los bolcheviques. Pero el tiempo de las bromas había quedado atrás, y aunque para disgusto de todos seguía con aquel tipejo medio ruso, parecía que finalmente estaba entrando en razón. Stefan se lo escribió, explicándole que una noche los vio a ambos en un mitin de los nacionalsocialistas. Ellos no lo vieron a él mientras los observaba, pero observó cómo aplaudían y brindaban con cerveza por el nuevo líder, Adolf Hitler. Algo los habría hecho razonar, pero sin duda eso estaba mucho, mucho mejor.

En cuanto a Eva, se ponía enfermo sólo de pensar en ella. Siempre había sido una mujer caprichosa, que en todas partes quería hacerse notar, ser diferente, pasar por la moderna de la familia, convertirse en la mujer más avanzada y atrevida de Viena. Esa particular forma de ser les había ocasionado muchos problemas. Al final su enlace con aquel judío divorciado había sido un oprobio para todos. Prefería no pensar en ella, olvidarla definitivamente, al menos mientras siguiera con aquel individuo que había tenido la desvergüenza de ir a verle para solicitar un visado para su nueva amante. Algunos de sus conocidos opinaban que vivir con una mujer judía era como si te contaminaran para siempre.

Por aquel motivo había estado tan frío con el tal Paul Dukas en la embajada. ¡Qué atrevimiento el ir hasta allí! No deseaba otorgarle la más mínima confianza. Que comprendiera que no era bienvenido a la familia. En cualquier evento social en Viena se podía encontrar una verdadera batahola de rusos, serbios, griegos, checos, y sobre todo judíos. Eso sí, estos siempre presumiendo de sus títulos académicos o de sus méritos artísticos. Se presentaban como médicos, abogados, artistas, filósofos, periodistas, lo que fuera. Siempre intentando ir por delante de la moda, las tendencias artísticas, los criterios morales o intelectuales. Los tipos adinerados que habían podido estudiar, como Freud o Dukas, se atrevían a dictaminar «excatedra» acerca de los vicios y manías de los demás. Luego estaban los otros judíos, la enorme mayoría, una masa informe que llegaba sin parar de lugares ignotos, de las estepas infinitas, donde parecían reproducirse como las ratas. De Ucrania, Bielorrusia, el este de Polonia, Moldavia, el desconocido y enorme interior de Rusia, gentes ignorantes, con sus vestimentas tradicionales hechas jirones, sucias, con largas barbas y cabellos revueltos, tocados con aquellos extraños sombreros, los shtreimel, con sus rudas manos, sin hablar más que algo de ruso y eso sí, una extraña jerigonza ininteligible y exótica, el yiddish. ¡Pero qué se habían creído! A fin de cuentas todos ellos inmigrantes cuyas familias habían llegado a Alemania o a Austria, casi siempre ilegalmente, como él lo había podido ver en primera persona, con una mano delante y otra detrás para hacerse ricos en cuatro días empleando sus astutas artimañas judías.

A última hora fue a buscar a Stefan a la estación. Cuando lo vio bajar del expreso de Berlín corrió hacia él para abrazarlo. Después lo llevó al hotel Bristol, considerado el mejor de Varsovia, una ciudad para él estancada en el siglo pasado, incapaz de progresar, y por supuesto repleta de judíos, todos ellos tejiendo incansablemente sus pequeños y grandes negocios, siempre caminando de aquella particular manera, andando como si fueran corriendo, lo mismo para especular con sus mercancías, que para ir a rezar a la sinagoga o a preparar el Sabbat. Le mostró a Stefan como los judíos habían acaparado las calles principales con sus comercios, sus bufetes y sus consultas. De seguir así se apoderarían de aquel país y después de Alemania. Ese pensamiento le ponía nervioso, pensar que la hermosa y ordenada Alemania pudiera caer en poder de aquella gentuza.

Stefan le contó que estaba satisfecho de cómo iban las cosas en Alemania. La crisis económica parecía haber quedado atrás y la inflación estaba controlada. En cuanto al partido nacionalsocialista en el que Stefan militaba, le explicó que por fin se estaba reconociendo la autoridad del «Führer», como todos llamaban ya a Adolf Hitler, que sería sin duda el vencedor final en las apuestas de quién se hacía con el poder en el país. Stefan le explicó que tenía la certeza de haber acertado. Unos meses atrás estuvo a punto de apostar por los hermanos Strasser, pero al final se decantó por Hitler y aquello le había metido entre los hombres de confianza. Stefan le explicó que los nacionalsocialistas estaban buscando gente de nivel y de confianza, y que él había dado su nombre. Iban a tener una reunión en Múnich en mayo y le gustaría que le acompañara.

—Mira Joachim. Tú eres un hombre con la cabeza bien puesta. Y las ideas claras. Ahora ocupas un cargo diplomático importante, pero cuando cambien las cosas la manera de progresar será estando en el bando adecuado. Estos lo son, o mejor dicho lo serán pronto. Eso te lo puedo garantizar.

Stefan estuvo hablando a su hermano de todo lo que estaba ocurriendo, y de cómo se habían acabado definitivamente las disputas partidistas.

—A partir de ahora sólo habrá un Führer. El hombre que nos conducirá al éxito se llama Adolf Hitler. Strasser no daba la talla, y ya está fuera de juego. Así que no lo dudes y súbete al carro cuanto antes. ¡Nos convendrá a los dos!

Joachim reflexionó que era aquello lo que estaba buscando desde hacía mucho tiempo. Allí en Varsovia había podido ser testigo de lo que significaban los judíos para un país. La mayoría de las tiendas, almacenes, pequeños comercios, casas de banca, eran propiedad de los judíos. También los teatros, espectáculos, compañías, artistas. Tanto así que muchos de los teatros solo daban obras en yiddish, como si quisieran demostrar que era su ciudad y que los polacos no contaban. Pero no era eso únicamente. Se los veía por toda la ciudad, muchos con sus luengas barbas, sus sombreros de un corte diferente, haciendo lo que para él eran sus oscuros negocios, algunos huidos de la revolución bolchevique que según todo el mundo sabía ellos mismos habían creado. Lo comentó con su hermano que coincidía con él.

—¡Esto es lo que terminará por pasar en Alemania si no le ponemos coto! ¿Recuerdas el albacea testamentario del Banco de Viena, aquel tal Goldman? Nuestra hermana Eva me llamó hace tiempo por teléfono. Ella conoce bien el asunto ya que está casada con Paul Dukas, el psiquiatra judío que casualmente estuvo casado anteriormente con la hija de ese Goldman. Como sabes, Eva estuvo a punto de perder su magnífica galería en Viena por culpa de la intervención de Goldman. Naturalmente David Goldman es judío, y consejero de ese banco. ¡El perfecto hipócrita! ¡Eva me contó que ese hombre tiene una hija fuera del matrimonio, fruto de sus aventuras en Berlín con una tal Charlotte Wilhelm! ¡Es cierto Stefan, me dijo incluso su nombre! ¡Me acuerdo porque se llama igual que la profesora de piano que nos puso mamá cuando éramos pequeños! Anna Wilhelm. ¿Recuerdas? ¡Pobre Anna! ¡Lo que tú la hacías rabiar! ¡Y un tipo así quería fastidiarnos la herencia! ¡A saber cuántos hijos tendrá dispersos por toda Austria y Alemania! ¡El tipo va dejando su semilla por ahí como otros tantos judíos con nuestras mujeres!

Stefan interrumpió a su hermano.

—¡Tienes toda la razón, Joachim! ¡Así nos va! ¡Te aseguro que estoy harto! ¡Hay demasiados judíos codiciosos mangoneando nuestras finanzas y nuestra vida en Alemania y en Austria! ¡Me gustaría que pudieras escuchar a Hitler cuando habla sobre este asunto! ¡No he conocido a nadie que tenga tan claras las soluciones a este grave problema! Y te diré algo querido hermano, alguien como tú no debe quedar al margen de lo que está llegando. ¡Sería imperdonable!

Después Stefan insistió en las grandes ventajas de afiliarse al NSDAP y Joachim estuvo de acuerdo. Quedaron en que cuando viajara a Berlín lo acompañaría a la sede del partido.

Stefan volvió a Berlín al día siguiente por la mañana, muy satisfecho de la decisión de su hermano Joachim. Estaba cumpliendo la misión que le habían encomendado. Convencer a personas con título universitario, militares, altos funcionarios, y también gente adinerada de que se afiliaran al partido. Otros como él estaban llevando al NSDAP por toda Alemania, para intentar conseguir duplicar el número de afiliados antes de que acabase 1925.

En el último mitin al que asistió, recordaba que Hitler comentó de buen humor que acababan de comprar unos archivadores para la sede central del partido, y que los quería ver llenos de fichas con los nuevos afiliados antes del siguiente mitin. Añadió que tendría muy presentes a los que fueran capaces de afiliar al menos a dos docenas. Les mostró los nuevos carteles que se difundirían por todas las ciudades y pueblos de Alemania, diciéndoles que formaban parte del cambio total del partido. Se veía una foto dramatizada de Adolf Hitler saludando con el brazo en alto, tras él, el contorno de Alemania y debajo un mensaje: «¡Un pueblo, un Reich, un Führer!». La idea había sido del nuevo director de propaganda que había fichado Joseph Goebbels, y a Hitler le había encantado aquella frase tan directa y clara de lo que él pensaba.

Quince días más tarde Joachim tuvo que viajar a Berlín por asuntos oficiales del servicio diplomático. Stefan aprovechó para comer con él y llevarlo al partido. Joachim se afilió entusiasmado. Luego le presentó al nuevo responsable de Berlín, Joseph Goebbels, que se mostró muy satisfecho al saber que se trataba de su hermano y que pertenecía al cuerpo diplomático.

—¡Esta es la clase de personas que necesitamos para construir un partido fuerte! ¡Muy bien Gessner! ¡Mis felicitaciones a usted, querido amigo y camarada, por su ingreso en este partido! Tenemos mucho que hacer en el futuro y contamos con personas especiales como ustedes dos. ¡No saben lo satisfecho que estará Adolf Hitler cuando se lo cuente! ¡Stefan lo está haciendo muy bien! ¡Gracias a personas entregadas a la causa como usted todo va mejor para nosotros! ¡No lo olvidaremos! Miren, precisamente ese que entra en este momento es nuestro genio del diseño de los nuevos carteles y folletos del partido, el nuevo subdirector ejecutivo de propaganda, señor Eckart. ¡La verdad es que ese hombre sabe lo que lleva entre manos! ¡Qué importante es la propaganda! ¡Creo que al final entre unos y otros, con nuestro Führer lograremos hacernos con el poder y cambiar a Alemania! ¡Esos tipejos que se llaman políticos, me refiero al gobierno y sus acólitos hay que echarlos a la calle… o mejor colgarlos, y con ellos a todos esos influyentes judíos que tienen a Alemania acogotada! ¡A este país hay que darle la vuelta como si fuera un calcetín!

Cuando más tarde ambos salieron a la calle Stefan sonrió a su hermano.

—¡Las cosas de la vida! ¿Sabes quién es ese tal Eckart del que ha hablado Goebbels? ¡No te lo vas a creer! ¡El pretendido novio de nuestra querida hermana María!

Joachim se detuvo. Oír mencionar a María le ponía nervioso.

—¿Ese es Kurt Eckart? ¡Un don nadie hasta ayer por la mañana! ¡Y ahí lo tienes, diseñando los carteles y colaborando con Goebbels en la propaganda del NSDAP!

—Sí, mi querido hermano. Ya te escribí que los vi hace un par de meses en un mitin. Parece ser que María ha recapacitado y ha olvidado a los bolcheviques. ¡No es tonta y ha comprendido hacia donde sopla el viento! ¡Mucho mejor para ella! Sin embargo he preferido que Goebbels no nos lo presentara. Será un magnifico diseñador y todo lo que quieras, pero no pertenece a nuestra clase, y a pesar de su éxito en el partido, preferiría que María lo dejase, aunque ya sabes lo cabezota que puede llegar a ser nuestra hermana.

—¡Bah! ¡No te preocupes demasiado! ¡El tiempo lo arregla todo! ¡Ella misma terminará por darse cuenta! Pero al menos, que haya optado por abandonar el bolchevismo me ha quitado un gran peso de encima. Podría haberse convertido en una amenaza para nosotros. Por cierto, ese Goebbels si que sabe lo que lleva en las manos. Me ha convencido.

—¡Y tú a él! ¡Están encantados de que gente de tu categoría se incorpore al partido! La verdad, estaban muy preocupados de que sólo esa chusma de las SA los representase. Ahora empieza a ser otra cosa. Gente normal, universitarios, hombres de negocios. ¡Y lo que es mejor, ningún judío! ¡Ni uno solo! ¡Ahora es cuando empiezo a reconocer a mi Alemania!