28. LA PIEDRA
(VIENA Y VARSOVIA-OCTUBRE, 1925)
El teléfono sonó insistentemente en el dormitorio de Paul Dukas a las dos de la madrugada. Se hallaba en su casa de Grinzing y era fin de semana. Levanto el auricular con preocupación. Era su madre que con voz entrecortada le decía que su padre acababa de fallecer, y que una ambulancia había llevado el cuerpo al hospital central. Paul encendió la luz y se levantó de la cama. Eva le preguntó que quién había llamado y él le contó lo sucedido. Le pidió que se quedara allí hasta que él hubiera visto a su madre. Que la llamaría para ver lo que hacían. Luego se afeitó y se vistió sin apresurarse, sabiendo que ya nada se podía hacer. A fin de cuentas era médico y sabía desde hacía tiempo que su padre sufría una severa dolencia cardíaca que no tenía solución, que en cualquier momento el corazón simplemente dejaría de latir. Mientras descendía en su automóvil hacia el centro de Viena recordaba algunos momentos, cuando su padre había hecho todo lo que pudo para que él tuviera una vida mejor que la suya.
Su padre le había entregado una carta apenas dos semanas antes, a finales de septiembre. En ella le pedía que lo enterrasen en el cementerio judío de Varsovia, ya que era allí donde se encontraban las tumbas de sus dos hermanos mayores, que habían emigrado años antes a Varsovia desde Dubossati. Aquel deseo significaba una gran complicación, ya que tendría que obtener una serie de permisos y papeleo. Odiaba la burocracia, pero no tendría más remedio que cumplir aquella petición. El viejo Salomón jamás le había pedido nada, muy al contrario, siempre fue tremendamente generoso con él.
Cuando llegó a la morgue del hospital central encontró a su madre sentada en la sala de visitas. La abrazó y se sentó junto a ella. La notó tranquila, incluso le sonrió cuando le cogió la mano.
—¿Fue rápido, madre? ¿Sufrió papá?
—Gracias a Dios creo que ni se enteró. Cuando le sobrevino el ataque estaba durmiendo profundamente. Para mí que aún sigue en su sueño. Ya sabes, los que mueren soñando permanecen en su sueño. Tu padre sabía hacía tiempo que se estaba acabando. Para mí quisiera esa muerte.
—Madre —Paul siempre la llamaba así— ¿Tú sabías que papá quería ser enterrado en el cementerio judío de Varsovia? ¡No tiene ningún sentido después de haberse convertido en católico! Aunque tú y yo sabemos que fue a hablar hace unos meses con el rabino para ver cómo podía volver a la ley. Bueno, si quería ser enterrado como judío, por mí está bien. Con respecto a lo de Varsovia, él me contó que el cementerio judío está cerca del cementerio de Powazki, en una calle llamada Okopowa. Ahora tengo que pensar cómo lo podemos llevar hasta allí.
—Sí Paul, ya sabes cómo era. Efectivamente volvimos los dos a la religión de nuestros padres. No nos sentíamos cómodos en una iglesia. Entonces él lo hizo por ti, pero se arrepintió el mismo día. No te lo dijimos pues lo quería mantener en secreto. Pensaba que podría perjudicarte si se supiera. ¡Pero Viena no es Dubossati! ¡Aquí la gente va a lo suyo, y además a él nadie lo conocía! En cuanto a lo de Varsovia yo también lo he estado pensando. Una gran complicación, ¡pero si ese era su deseo! Por cierto, ¿recuerdas lo de la piedra de Dubossati? Tendremos que depositarla sobre su tumba.
—La verdad, madre, ¡si lo llego a pensar lo hubiera invitado a vivir sus últimos meses allí!
—¡No digas eso, Paul! ¡Era tu padre! ¡Y un buen hombre! Mira haremos una cosa, hablaremos con el rabino Herzog. Él sabrá que hacer. Ese hombre siempre tiene salida para todo.
Como era la costumbre el funeral se celebró el mismo día. De los miembros de la comunidad judía vienesa sólo asistieron David Goldman y su mujer, Rachel. Ambos le expresaron sus condolencias y le dijeron que Selma no se encontraba en Viena, pero que sin duda habría asistido. Después hablaron con el rabino, quien tras escucharlos detenidamente les dijo que lo enterrasen en el cementerio judío de Viena. Que no era preciso que lo llevaran a Varsovia, pero que en compensación su hijo —Paul comprendió que se refería a él— hiciera un viaje a Varsovia cuanto antes. Una vez allí debería ir al cementerio Powazki, buscar la tumba de sus tíos, y llevar la piedra con la que Salomón quería que lo enterrasen, para depositarla sobre la tumba de su hermano mayor. Con ello a juicio del rabino, sería como si lo hubiesen enterrado allí.
Cuando llegaron al cementerio judío situado dentro del gran cementerio Zentralfriedhof, David Goldman como judío practicante se puso los tajrijim, y el rabino le puso al cuerpo de Salomón su talit. Salomón Dukas había vuelto a su fe.
A Paul Dukas le asombró ver llegar en aquel momento a Sigmund Freud, quien le dijo que había visto la esquela en la prensa y quería rendir sus respetos a aquel compañero de profesión, y padre de un colega. Paul se lo agradeció. Freud volvió a estrecharle la mano y cuando la ceremonia terminó se despidió de su madre y de él, y se alejó caminando bajo una fina lluvia entre las tumbas. Paul pensó que había sido todo un detalle por su parte ir hasta allí.
Tres semanas más tarde Paul viajó a Varsovia por Berlín, donde quería adquirir unos libros. En su maleta, dentro de una caja, llevaba la piedra blanca de su padre. Era un largo viaje para cumplir el último deseo de Salomón Dukas. En Berlín solo permaneció un día. Aquella ciudad no le atraía lo más mínimo. Al día siguiente prosiguió su viaje. Cuando finalmente el tren se detuvo en la estación central de Varsovia, cogió un taxi que lo llevó al Hotel Bristol. Al ver aquella ciudad tras contemplar las avenidas de Berlín, sintió como si el tiempo se hubiese detenido, era como si él siguiera teniendo diez años, cuando había estado unos días allí para visitar a sus tíos, aún se veían muchas calesas tiradas por caballos arriba y abajo. Le asombró la cantidad de judíos que la habitaban. Muchos llevaban sus ropajes oscuros, la mayoría se distinguía de los polacos a simple vista. A diferencia de su padre, él no sentía la llamada de la sangre, muy al contrario, le incomodaba el hecho de que alguien pudiera confundirlo.
Al menos en aquella ciudad nadie lo conocía. Por otra parte su rostro, sus gafas doradas, la cuidada barba y los cabellos claros, vistiendo un elegante terno, la camisa cortada a mano, calzando unos caros botines, la maleta de marca, eran los de un austríaco o un alemán de clase alta.
No tuvo ningún problema, en recepción tenían su reserva que había hecho telegráficamente desde Viena, aquel era el mejor hotel de Varsovia. Le dieron la suite en la cuarta planta ya que desde allí no se escuchaba el tráfico, los chirridos de los tranvías, ni el griterío de los vendedores ambulantes. Volvió a pensar que aquella ciudad no tenía nada que ver con Viena. Era mucho más primitiva, también más humana, parodiando a Nietzsche, incluso demasiado humana, aunque no podía negar que poseía un encanto especial, con aquella sensación de haber retrocedido en el tiempo, le recordaba su niñez y parte de su juventud. De alguna manera, Varsovia olía a Asia.
Paul Dukas se sabía un reputado psiquiatra, alguien muy respetable que sólo tenía una pequeña debilidad que mantenía discretamente: el sexo. Tras entregarle cincuenta zlotys al jefe de recepción, le preguntó en voz baja cual era la casa de citas más acreditada de Varsovia. La generosa suma hizo que el hombre saliera con él a la calle y señalara un edificio situado también en la plaza.
—¡Ahí mismo, sólo tiene que cruzar la avenida! Allí, en la tercera planta, justo en la esquina, encontrará sin duda lo que está buscando, ya que se trata sin duda alguna del mejor burdel de la ciudad, y por tanto de Polonia. ¡Le diré que es demasiado caro para los polacos, que nos tenemos que conformar con montar en segunda clase!
El hombre le guiñó un ojo en señal de complicidad, añadiendo en voz baja que la iglesia católica había querido cerrarlo en varias ocasiones, pero sin conseguirlo. Eso en Polonia era algo muy extraño, lo que indicaba que el lugar tenía importantes protectores.
Paul no solía acudir a los prostíbulos. No le hacía falta. Conocía a muchas mujeres que no tenían ningún reparo en acostarse con él, o con otros como él. De hecho a Eva Gessner la había seducido en su consulta. ¿O había sido al revés?
Aguardó a que anocheciera para ir hasta allí. Sentía un cierto pudor de que alguien pudiera reconocerle, por otra parte casi imposible. Subió en el ascensor a la tercera planta. Ni tan siquiera tuvo que tocar el timbre, ya que alguien invisible aguardaba a los escasos clientes, caballeros acomodados que podrían permitirse aquel lujo, y la puerta del piso se abrió como por arte de magia. Paul penetró en el amplio vestíbulo y vio a la madame acercándose a él, sonriendo artificialmente, invitándole a sentarse en un apartado. Ella le comentó que para hombres como él tenían un servicio especial. Eran quinientos zlotys. Mucho dinero. Pero eso era lo que él buscaba. Pagó el servicio por adelantado como era costumbre, y luego ella lo llevó delante de un gran espejo mientras exclamaba en voz baja.
—¡La cámara de las huríes! ¡Es como el paraíso, sólo que aquí en la tierra!
En el amplio salón pudo contemplar toda clase de chicas en distintas posturas, como si estuvieran en un verdadero harén, en su propia intimidad. Sólo pudo murmurar que era cierto, es como uno imaginaba el paraíso. Señaló a una hermosa joven de cabello negro y ojos profundos. Enseguida la madame lo condujo a una lujosa, aunque excesivamente recargada estancia, en penumbra. Le explicó cómo podía subir o bajar a su gusto las lámparas de gas, y él volvió a pensar que aquello era otro mundo, muy distinto y lejano a Viena.
Se desvistió lentamente reflexionando que no tendría que estar allí, y pensando en la piedra de un hombre que se había llamado Salomón Dukas y que se encontraba en su maleta en la habitación del hotel. Unos minutos más tarde entró la joven elegida. Le pareció aún más bella que cuando la había visto a través del espejo. Por algún motivo pensó que en Viena sólo había un lugar de confianza, donde había ido alguna vez mientras estaba casado con Selma Goldman, ya que aquellas escapadas solía reservarlas para los viajes. Observó como la muchacha se quitaba la bata de seda y en ropa interior se dirigía despacio hacia la cama, intentando seducirle con gestos algo forzados, como si le hubieran explicado lo que tenía que hacer en su oficio. De improviso la muchacha tropezó con la alfombra y cayó golpeándose ligeramente en un costado contra los pies de la cama metálica. Se incorporó para atenderla, mientras ella pronunciaba algo que él entendió perfectamente. Se trataba de un insulto yiddish, que había escuchado muchas veces cuando era un niño. Asombrado, le preguntó si era judía, ella dudó un instante y afirmó con la cabeza. Se señaló a sí misma y pronunció su nombre.
—Sarah Lowestein, aunque todo el mundo me llama Lowe.
Paul pensó que no debería estar allí. Se sintió violento, pensando que se había equivocado. Estuvieron un largo rato desnudos observándose a través del gran espejo situado sobre la cama, bajo el baldaquín. Ella le observaba dándose cuenta de que algo no iba como debiera. Paul había cubierto su excitado sexo con la colcha mientras sentía una extraña vergüenza, intentando justificarse, dándole vueltas a la cabeza, pensando que, después de todo, también los psiquiatras tenían derecho a tener sus fantasías eróticas. La muchacha era verdaderamente hermosa, aunque se le notaba su torpeza, su inexperiencia en el arte de amar. No creyó que tuviera ni tan siquiera dieciocho años, con aquellos pequeños y enhiestos pechos de virgen impúber que intentaba cubrirse con los brazos. Cuando le preguntó que cuantos años tenía, ella se puso seria.
—¡Dieciocho! ¡Claro que los tengo! ¡Ya no soy una niña!
Supo que ella mentía, y que esa contestación terminaba por inhibirle definitivamente, a pesar de que la joven hacía esfuerzos por intentar seducirle, con sus ojos negros y el largo cabello que cubría parte de su hermoso cuerpo desnudo. Sentía una extraña mezcla de culpabilidad y al tiempo de ser muy afortunado.
Fue incapaz de continuar, de hacer el amor con ella, mientras Lowe lo observaba sin saber bien a qué atenerse. Estuvieron más tiempo del acordado. La madame le había advertido que si eso sucedía tendría que pagar otra cantidad igual. Se encogió de hombros. La muchacha se había cubierto con la colcha y le preguntó casi sollozando si era que le desagradaba por algún motivo. Sólo pudo negar con la cabeza. Más tarde encendió un cigarrillo, y la muchacha comprendió que aunque no hubiera sucedido nada él daba la sesión por terminada. Se deslizó de la cama, se acercó al sillón, recogió su batín y su ropa interior y se dirigió en silencio hacia una puerta falsa escondida tras un espejo en la pared. La abrió y allí, desnuda, enmarcada por la puerta se volvió como si no supiera lo que debía hacer. Él pensó que era sin duda una hermosa imagen. Entonces impulsivamente, sin saber por qué, le hizo una pregunta.
—Sarah o Lowe, como prefieras. ¿De dónde eres?
Ella intentó sonreír.
—Llámeme Lowe. ¡Muy lejos de aquí, en la Besarabia, un pueblo muy pequeño, apenas una aldea! ¡No lo conocerá usted! Se llama Dubossati, junto al Vístula.
Paul no se asombró al escuchar la respuesta. Era como si todo hubiera estado planeado desde el mismo principio. Sólo se dejó caer hacia atrás en la cama sin poder evitar que una lágrima corriera por su mejilla.
Al día siguiente hacía mucho frío, lloviznaba a ratos, y tuvo que pedir un paraguas en recepción. Había cometido el error de olvidar el suyo en un bar de la estación de Berlín. Salió a buscar al rabino Efraím Krasniewski, para el que llevaba una carta del rabino Herzog de Viena, que le había atendido en la ceremonia fúnebre de su padre. También llevaba la piedra en una cajita, envuelta como un pesado presente. Se sentía algo ridículo, ya que siempre había jurado que no quería saber nada de todas aquellas costumbres judías en las que no creía. Y sin embargo allí estaba, en aquel viaje, buscando a un rabino en la decadente y atrasada Varsovia. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en Lowe, la bella muchacha de Dubossati. ¡Qué increíble casualidad! Aquello le había impedido dormir.
En la sinagoga de la calle Okopowa, cercana al cementerio judío de Powazki, tuvo que aguardar un largo rato al rabino. Haciendo tiempo se asomó a la reja que separaba el cementerio de la calle. Era un hermoso y tétrico lugar, y más en aquel día lluvioso que hacía que las piedras brillaran. Unos cuervos graznaban sobre un árbol cercano. Se fijó que el lugar no estaba muy bien conservado y que muchas lápidas se inclinaban con el paso de los siglos, mientras las malas hierbas crecían por todas partes. Allí acababan todas las ilusiones. Como toda Varsovia, necesitaba una mano de pintura. No por ello era menos bella, aunque le provocaba una sensación de nostalgia. Pensó que buscar las tumbas de sus tíos en aquel laberinto sería como buscar una aguja en un pajar. Un hombre cruzó la calle hacia donde él estaba. Se presentó. Era el rabino Krasniewski que le estrechó la mano mientras murmuraba que le habían advertido de que alguien le aguardaba.
Paul le explicó la historia intentando no alargarse. La muerte de su padre. Su deseo de ser enterrado en aquel cementerio de Varsovia. Le entregó la carta del rabino de Viena. Añadió que sólo quería depositar la piedra en la tumba del hermano mayor de su padre, Schmuel Dukas, conforme los deseos de su padre, ya que resultaba materialmente imposible traer su cuerpo hasta allí. El rabino asintió. Comentó que aquella parecía una buena solución. En la piedra estaba la eternidad. El alma de Salomón Dukas estaba también en aquella piedra que él cogió un día hacía mucho tiempo, y cumplir su deseo de estar de alguna manera en aquel cementerio junto a sus hermanos era algo muy importante. Luego lo acompañó recorriendo el cementerio. El rabino parecía saber dónde estaban enterrados todos y cada uno de los que allí reposaban. Llegaron a un sepulcro, en la lápida se podía leer «Schmuel Dukas», escrito en letras hebreas. En la lápida contigua leyó «Abraham Dukas». El rabino aguardó a que él depositara la piedra, y a Paul le pareció que el hombre murmuraba una breve oración en hebreo. El rabino se tomaba muy en serio todo aquello. En cualquier caso era lo menos que podía hacer por su padre. Después ambos caminaron de vuelta hacia la oxidada cancela que daba a la calle Okopowa.
Le pareció reconocer a lo lejos a la joven del burdel de pie junto a una tumba. No daba crédito a sus ojos. ¿Otra vez el azar? Se despidió del rabino apresuradamente, explicándole que conocía a aquella joven. Caminó hacia ella, una delgada y patética figura en aquel lugar. Era ella. Lowe se volvió hacia él y lo reconoció sorprendida.
—¿Pero qué hace usted en este cementerio?
Paul sonrió. Aún no podía creerlo. La joven lo observaba con sus grandes ojos.
—¡Qué gran casualidad! Sólo he venido a visitar la tumba de mis tíos Schmuel y Abraham Dukas, aprovechando que estoy en Varsovia. ¿Y usted Lowe? ¿Qué hace usted aquí? ¡Esto es una asombrosa coincidencia!
—Verá. Aquí está enterrada mi madre. Murió unos meses después de que llegáramos a Varsovia desde Dubossati. Vengo todos los viernes a visitarla, pues estoy segura de que ella quiere saber de mí. ¡Por cierto! Usted no me dijo de donde era.
Paul asintió con la cabeza y sin darse cuenta comenzó a tutearla.
—Tienes razón. Vivo en Viena. He venido para cumplir con la voluntad de mi padre que falleció hace poco.
—¡Oh, vaya! ¡Lo siento! ¡Es terrible cuando se van y nos dejan solos! Oiga, ¿me invita a un café con pastas? De pronto he notado que tengo hambre.
—¡Claro que sí! ¿Dónde podemos tomar algo por aquí cerca?
—Yo le diré. Observe como el rabino nos está vigilando. Debe estar imaginando cosas, aunque él no sabe en lo que trabajo. ¡Pobre hombre! Parece buena persona. Mire, por ahí, dos calles más abajo conozco un pequeño café. Este barrio es como un pequeño pueblo. Ahí estaremos bien.
Unos minutos más tarde entraron en el café que ella decía. Un lugar cálido, con las vigas de madera. Era cierta la apreciación de Lowe, creaba la sensación de que hubieran salido de la ciudad y que se encontraran en pleno campo, con la chimenea encendida y el aroma a pan recién hecho. Incluso unas ocas graznaban en el patio trasero.
—¡Perfecto! ¿No te parece que se está mucho mejor aquí que mojándonos en el cementerio? Lowe, ¿qué quieres tomar? ¿Te apetece un café con leche y unas tostadas de esas?
Ella asintió. En aquel momento se dio cuenta de que la joven podría ser su hija y sintió una cierta vergüenza al recordar lo ocurrido la tarde anterior. Había decidido volver aquella tarde otra vez, ya que partiría en el expreso nocturno hacia Berlín, aunque solo quería verla de nuevo antes de irse. Ella le había impresionado y quería saber algo más. La casualidad los había hecho encontrarse.
Desayunaron con apetito en silencio. Ella observaba en silencio a las ocas persiguiéndose por el amplio patio posterior que se dominaba desde la ventana.
—¡Como en mi pueblo! —exclamó sin poder contenerse.
Aquella expresión tan ingenua de la joven le pareció la oportunidad para preguntarle.
—Lowe. Me dijiste que eras de Dubossati. Te voy a contar algo que ayer no tuve ocasión ni me parecía el lugar adecuado, pensaba ir a verte esta tarde para hablar contigo, y tendrás que creerme aunque lo que escuches te parezca imposible. Verás, yo también soy de Dubossati, igual que tú. Me llamo Paul Dukas y viví allí en esa aldea perdida de la Besarabia hasta que tuve quince años. Naturalmente tú no habías nacido. Después mi familia emigró a Austria.
Sarah lo miraba con los ojos muy abiertos, con absoluta incredulidad mientras él hablaba. Vio que tenía las mejillas arreboladas. Tal vez por el cálido ambiente, tal vez porque en aquel instante hubiera sentido una cierta vergüenza.
—Mi padre era el médico del pueblo, pero como allí en Dubossati no era capaz de sacar a la familia adelante, y además siempre estaba presente la amenaza de los pogromos, nos fuimos a un pueblo austríaco llamado Leonding, justo al lado de una importante ciudad llamada Linz, allí ejerció hasta que decidió que era mejor para la familia ir a vivir a Viena. Como él soy médico, en mi caso neurólogo, o si prefieres, psiquiatra, y te cuento todo esto porque me ha impresionado la casualidad. Yo también me siento violento al contarte esto. Pero te prometo que no es más que la verdad. Tendré que confesarte que ayer, cuando llegué al hotel me sentía muy sólo, y en recepción me dijeron que justo a unos pasos se encontraba la mejor casa de citas de Varsovia. Fui más por curiosidad morbosa que por otra cosa.
Lowe lo observaba como si no estuviera creyendo lo que le contaba.
—¿Me está diciendo la verdad, o sólo se está riendo de mí? ¡Perdone, pero no puedo creerle!
—Bueno. Estás en tu derecho de pensar lo que quieras. Mi padre se llamaba Salomón Dukas, y mi madre, como tú, Sarah, de soltera Sarah Rosenthal. Allí alguien los recordará. Tal vez el «shadchan» que arregló la boda entre mis padres y se llamaba Jacob Steinlowski. No hace tanto tiempo todavía. ¡Claro que es una increíble casualidad! Mira, no voy a disculparme, pero quisiera que olvidaras lo que pasó ayer. Me siento avergonzado. Eres demasiado joven para estar trabajando en un burdel. Iba a decir y demasiado hermosa. Nosotros vivíamos cerca del río, donde había un amarradero. ¿Puedo hacerte una pregunta? Dime la verdad. ¿Cuánto tiempo llevas allí?
Notó que Lowe se había puesto muy seria, casi a punto de que se le saltaran las lágrimas. No se atrevía a mirarle a los ojos. Probablemente al saber que era médico sentía un cierto respeto.
—¡Entonces es cierto! ¡A ese Jacob Steinlowski lo conocí yo! Yo también le confesaré que ayer comencé en este asunto. ¡Usted iba a ser el primero! —la muchacha ocultó su rostro con las manos—. No me quedaba dinero para seguir pagando el alquiler. ¿Qué podía hacer? Mi padre murió hace dos años, y mi madre apenas duró unos meses cuando vinimos a Varsovia. En el hospital municipal me dijeron que se la había llevado el cáncer. ¡Últimamente tosía mucho! Luego los gastos del entierro me dejaron apenas sin un zloty. Ella me enseñó de pequeña a tocar el piano y creía que no lo hacía mal ¡Pero aquí en Varsovia eso lo sabe hacer todo el mundo! ¡He estado tocando unas semanas en el salón que hay bajo el burdel como sustituta de la pianista! Allí me conoció la madame. Me dijo que no podría ganarme la vida sólo con eso, pero que ella me ofrecía ganar mucho más dinero. Por otro lado tampoco quería volver al pueblo. ¡Allí no podría sobrevivir! ¡Ahora ya lo sabe! ¡Por favor, no me mire así, me da vergüenza!
Para entonces la joven sollozaba mientras volvía a cubrirse el rostro con las manos. Paul pensaba que nunca le había sucedido algo así. ¡Una doble jugada del azar! ¡Volverla a encontrar aquella mañana! Él también se notaba los ojos húmedos, a pesar de que estaba acostumbrado a escuchar historias muy duras. La diferencia con aquella estribaba en que en la mayoría de los casos las que le contaban en su consulta sólo eran fantasías de mujeres insatisfechas sexualmente, o manías compulsivas de hombres que poco a poco iban separándose de la realidad. Gente acomodada y extraña que se sentía mejor si alguien las escuchaba. Pero lo que Sarah le estaba contando era la vida misma. Una vida terrible y difícil. Aquella muchacha era demasiado joven, y la casualidad de que hubiera nacido en Dubossati hacía que se sintiera culpable. ¡Qué estupidez! ¡No había cometido ningún delito! Su madre le recriminaba desde que era muy joven que siempre permaneciera tan frío, tan distante, como si las cosas no le afectaran. No podía actuar de otra manera durante aquellas interminables mañanas en el hospital, rodeado de enfermos mentales sin esperanza, los locos de verdad, a los que no hacía falta escuchar para comprender que aquella gente sufría un verdadero infierno en vida.
Lo que le contaba Lowe era algo muy distinto que le había golpeado sin saber muy bien por qué. ¡Touché! ¿Sólo por qué la había elegido para acostarse con ella?
Entonces, sin pensar en las consecuencias ni las responsabilidades, le hizo una proposición.
—Mira Lowe, no nos conocemos. Tú sólo has entrevisto lo peor de mí. Un hombre maduro que visita los prostíbulos buscando muchachas jóvenes. Yo tenía lo que tú necesitabas, dinero, y tú, juventud y belleza. Me resultaría difícil poder convencerte de que yo no soy así. He venido a Varsovia para cumplir un último deseo de mi padre, ya que él quería ser enterrado aquí, en este viejo cementerio donde están enterrados sus hermanos, pero como eso resultó imposible, traje una piedra que él había cogido el día más importante de su vida, cuando se enamoró de mi madre. El rabino de Viena me explicó que traerla y depositarla en el sepulcro de sus hermanos sería como cumplir su voluntad. Después sucedió algo increíble cuando tú entraste en escena, como si el destino hubiera intervenido. Quiero que sepas quién soy en realidad. Ya te he contado que soy médico, psiquiatra, alguien que se dedica a intentar curar las enfermedades de la mente. Estoy casado, bueno, me divorcié hace tres años y volví a casarme. Tengo dos hijos de mi primera esposa. Ahora creo que soy feliz en mi nuevo matrimonio. No sé por qué te cuento todo esto, tal vez porque tú has sido sincera conmigo. Ahora que sé que eres de Dubossati ya no eres alguien ajeno a mí. Te voy a hacer una propuesta, y te ruego que la entiendas en el buen sentido. Ven conmigo a Viena. Allí podré buscarte un trabajo digno. ¡No quiero que creas que pretendo convertirte en mi amante! Después de lo sucedido siento una terrible deuda contigo. ¡No sería capaz de dejarte aquí en esta situación!
Paul notaba que ella lo observaba fijamente, como si no creyera que aquello estuviera sucediendo. Continuó con la esperanza de que ella le creyese.
—Mira Lowe, tenía pensado irme esta noche a Berlín en el expreso, pero verás, quiero decirte algo, te ofrezco que vengas a Viena una temporada, y luego podrás buscar lo que te convenga. No tendrás que preocuparte por el dinero. Te daré lo que necesites… sin esperar ninguna compensación. No debes seguir aquí, en una vida que no es la que mereces, ni la que quieres llevar. Intentaré resolver el tema de tu pasaporte. Para empezar iremos a un notario y ambos haremos una declaración jurada de que eres sobrina mía. ¿A fin de cuentas, no somos los dos de Dubossati? Con ese documento iremos a la embajada de Alemania, donde ocupa el puesto de canciller un hermano de mi mujer. No sé si será una buena idea ya que no lo conozco personalmente, nunca lo he visto, y creo que no le caigo demasiado bien, aun así le pediremos un visado para que puedas entrar en Alemania. Una vez en Berlín ya nos las apañaremos para que pases a Austria. Tampoco puedo asegurarte que eso funcione, pero al menos lo intentaremos. ¿Qué te parece?
Lowe estaba perpleja. No sabía qué pensar de aquel hombre. A pesar de no conocerlo, el hecho de que fuese de Dubossati lo convertía en alguien cercano. Por otra parte no creía que le estuviese mintiendo. No tenía por qué hacerlo. No sabía apenas nada acerca de los hombres y veía natural que quisieran acostarse con muchachas jóvenes. Pensaba que tan culpable era él como ella que después de todo iba a hacerlo por dinero. Sin embargo aquella situación le resultaba paradójica. Era bien cierto que si estaba dispuesta a permanecer en el burdel sólo lo haría para poder sobrevivir, y alguien que parecía sincero quería ayudarla a escapar de allí. Sabía cuáles eran los clientes, mientras tocaba el piano en el salón de abajo los había visto aguardando, hombres silenciosos que iban a lo que iban sin más, y no podía olvidar que una de sus nuevas compañeras le confesó que tener que aguantar sus exigencias le provocaba nauseas. Le había contado que llegó a pensar en huir.
El hombre que tenía delante daba la impresión de ser muy diferente. La avergonzaba que fuese alguien de su pueblo, pero él tenía razón en lo fundamental, ella no quería seguir allí, y en aquel momento vio la oportunidad que le había proporcionado el azar.
Lowe asintió sollozando mientras se cubría el rostro con las manos. Él retiró la mirada mientras aparentaba observar con gran interés a través de los cristales las ruidosas ocas que corrían en el patio.
—¿Llevas tu documentación encima? Si no, vamos a buscarla.
Ella asintió al tiempo que con un hilo de voz lo confirmaba.
—Sí. Siempre la llevo conmigo. Me da miedo que me la roben en la habitación donde paro. Allí no tengo confianza con nadie.
Lowe extrajo de su bolso unos papeles, su pasaporte, y se los mostró. Sin más palabras salieron del bar y caminaron hacia el centro. Preguntó a alguien por una notaría, y el hombre les indicó que allí mismo, justo a unos pasos, se encontraba la notaría de Karl Wasilewski. Subieron en el ascensor y Paul notó que Lowe estaba intimidada. Todo estaba sucediendo a una velocidad de vértigo. No quería detenerse a reflexionar. Era algo que le estaba surgiendo de dentro, como si le redimiera de tanto egoísmo. El notario les atendió al cabo de unos minutos. Paul se presentó y le explicó lo que pretendía. El notario asentía imperturbable tras sus anteojos dorados con cristales que destellaban cuando movía la cabeza. A fin de cuentas una declaración jurada no le comprometía en lo más mínimo. Sólo rubricaría lo que aquellos judíos expresaban delante de él. Si era o no cierto lo que le exponían no le afectaba en lo más mínimo. Le cobraría quinientos zlotys por una mera firma. Asintió satisfecho.
—En definitiva usted, doctor Paul Dukas, con pasaporte austríaco, y según me indica natural de Dubossati en la región de Besarabia, manifiesta que la señorita Sarah Lowestein aquí presente, natural de la misma aldea, según compruebo en su documentación, es sobrina segunda suya. ¿Usted, señorita Lowestein, lo confirma? Bien, pues procedamos a la declaración jurada.
Un cuarto de hora más tarde ambos abandonaron la notaría portando dos copias rubricadas y selladas, en un ampuloso papel oficial, del documento que recogía lo manifestado. Paul se sentía satisfecho aunque algo nervioso, había establecido una vinculación definitiva entre ambos. No recordaba que nunca en su vida hubiera actuado siguiendo un impulso altruista.
Paul levantó el brazo, detuvo un taxi para que los llevase a la embajada de Alemania que se encontraba casi a las afueras. Se trataba de una lujosa residencia rodeada de cuidados jardines protegidos por una alta verja. Para que les permitieran acceder tuvo que dar el nombre del canciller al conserje, ya que ninguno de los dos poseía la nacionalidad alemana. En otro caso hubiesen tenido que justificar por escrito los motivos en una ventanilla de una garita que daba directamente a la calle, donde se había formado una cola y aguardar la contestación. Pensó que en la embajada de Alemania en Viena no existía aquel estricto protocolo. En alguna ocasión él había acompañado allí a Eva que seguía manteniendo su nacionalidad alemana, y entonces las cosas le parecieron muy diferentes.
Tuvieron que aguardar unos minutos. Después les permitieron entrar acompañados de un funcionario que los condujo a una salita de espera en el vestíbulo. Unos momentos después entró un hombre alto y fornido. Aunque no se parecía en nada a su hermana reconoció los rasgos de familia de Joachim Gessner que lo observó enarcando una ceja.
—Buenos días. ¿El doctor Paul Dukas de Viena? Soy el canciller de esta embajada, Joachim Gessner.
Le estrechó la mano fríamente, sin hacer el más mínimo comentario acerca de su relación familiar, como si se tratase de alguien ajeno. Paul no aguardaba una calurosa bienvenida, pero se sintió profundamente humillado. Aquel estúpido y estirado funcionario era el hermano de su mujer aunque nunca hubieran mantenido relación familiar.
—¿Señorita Lowestein? —Gessner saludó a Lowe con una leve inclinación de cabeza—. Bien, usted dirá doctor Dukas. ¿En qué puedo ayudarles?
—Sí, gracias por su tiempo canciller Gessner —por supuesto él tampoco iba a hacer la más mínima mención de su relación familiar—. Verá la señorita Sarah Lowestein es sobrina política mía. Aquí le aporto una declaración notarial sobre ello. Quisiera preguntarle si podría usted proporcionarnos un visado de tránsito para poder viajar a Alemania. Quiero que Sarah me acompañe a Viena, donde resido.
El canciller Gessner se colocó los anteojos con una mueca de cansancio. Para él era obvio que todo aquello no era más que una mera excusa, para que aquel judío pudiera llevar a su pequeña putita judía a Viena. La imbécil de su hermana Eva jamás había querido escucharle. Pues bien, allí estaba la prueba. De todas maneras aquella era su gran oportunidad para marcar las distancias.
—Sí, doctor Dukas, lo comprendo. Pero verá, la declaración jurada no es suficiente a efectos de esta embajada para establecer un vínculo familiar, cosa que por otra parte a nosotros no nos concierne en absoluto al ser ajenos al asunto, ya que usted es súbdito austríaco y su sobrina según aprecio es ciudadana rumana. Por tanto, ahí ni entramos ni salimos. Si ella quiere entrar en Alemania, deberá solicitar previamente un visado a su embajada aquí en Varsovia, y con él hacer la petición oficial en esta embajada para ese visado que usted me indica. Le puedo asegurar que al tratarse de un visado de tránsito, es decir que sólo la faculte para cruzar el país, una vez lo solicite, se le concederá. Ahora bien, para ello deberá aportar en su pasaporte el visado de entrada en Austria, a fin de garantizar que no será rechazada en la frontera entre Alemania y Austria. Siento no poder darle otra respuesta, pero esto es lo que hay, otra cosa no puedo decirle.
Mientras escuchaba al probo funcionario Paul Dukas sentía dentro de él como le hervía la sangre. Todo lo que estaba oyendo lo conocía muy bien. Pero en modo alguno había ido hasta allí para que su «cuñado» le tratase de aquella humillante manera. Sabía que no se hallaba en condiciones de discutir con él. No tendría otra posibilidad que buscar una salida diferente. La culpa era sólo suya por ir a buscar ayuda al lugar equivocado. Se despidió del canciller fríamente y ambos abandonaron el edificio en silencio.
A pesar del jarro de agua fría quedó con Lowe en que debería tener paciencia. Volvió a replantearse el trayecto hasta Austria. No era preciso entrar en Alemania, ya que cruzando Checoslovaquia sería más directo y fácil. El hecho de tener un billete para Berlín era lo que lo había llevado a aquella idea. Quedaron en que cuando él volviera a Viena solicitaría un visado a nombre de ella, como agrupación familiar, para que pudiera entrar en Austria. Que cuando se lo concedieran la telegrafiaría para que ella lo recogiera en la embajada de Austria en Varsovia. Después cuando ella se dispusiera a viajar le pondría igualmente un telegrama avisándole. Entonces él iría a buscarla cruzando Checoslovaquia en tren para hacer coincidir sus llegadas en Katowice, en la frontera, para que ella no tuviera que aguardarle.
Le explicó que en Viena las cosas eran muy diferentes, que allí creía tener una cierta influencia, y se encargaría de obtener un visado a su nombre que la permitiría entrar en Austria. No en vano la esposa del ministro del interior era paciente suya desde hacía unos meses. Por otra parte era sabido que los checoslovacos no ponían tantas trabas en su frontera con Polonia, y muchos ciudadanos cruzaban de un país a otro sin problemas. Se daba cuenta de que intentarlo a través de la rigidez de los funcionarios alemanes había sido un craso error por su parte.
Antes de despedirse de ella le buscó un hotel respetable apartado del centro y le dijo que en modo alguno volviera a ponerse en contacto con la madame. Le dejó su tarjeta donde figuraba el teléfono de su casa y su consulta, y por último a pesar de sus protestas la proveyó de dinero suficiente. Después la abrazó y se despidió de ella emocionado, con el mismo sentimiento que aquel que abandona a un familiar.
Mientras volvía a Viena Paul se sentía eufórico por el hecho de ser capaz de estar llevando a cabo aquella especie de catarsis personal. Se tenía por alguien capaz de averiguar los entresijos del alma humana. Hasta aquel momento nunca hubiera creído que la generosidad y el altruismo pudieran producir tanto bienestar interior.
La misma noche que volvió a Grinzing se lo confesó a Eva sin omitir nada. No deseaba comenzar aquella situación en falso. Mientras le contaba lo ocurrido no podía dejar de pensar en su colega el doctor Freud, ya que aquella experiencia que él estaba viviendo personalmente era a fin de cuentas lo que Freud había bautizado como psicoanálisis, y en aquellos momentos descubrió que era muy cierto que reconocer el fondo del trauma y aceptarlo era liberador, al menos para él.
Eva le escuchó en silencio, asombrada, pues no reconocía en aquel hombre a su marido. Meditaba que algo muy fuerte tenía que haberle sucedido en Varsovia para provocar en él un cambio de tal magnitud. A pesar de todo se mantuvo serena, sin interrumpirle y sin montarle ninguna escena. Era cierto que ella estaba teniendo desde hacía unas semanas un romance con Andreas Neuer, su abogado y confidente, y no se sentía con fuerza moral para recriminar el comportamiento sexual o ético de su marido en aquellos momentos. Pero él le aseguró emocionado que no estaba haciendo todo aquello para convertir a Sarah Lowestein en su amante, sino porque había comprendido que tras aquella jugada del azar no podía abandonar a la joven a su suerte. Era poco más que una muchacha desafortunada que el destino había conducido hasta él.
A pesar de la influencia, el visado de Lowe se demoró cerca de un mes. La declaración jurada del doctor austríaco en la que expresaba que ella era pariente suyo y la reclamaba también le sirvió de mucho. El funcionario austríaco que extendió en Varsovia el visado de Sarah Lowestein para Austria, pensó que era algo natural y no puso objeción. Lowe recibió una carta para pasar a recogerlo y cuando lo tuvo entre las manos se le saltaron las lágrimas. Aquella misma tarde puso un telegrama a Paul, avisándole de que el domingo siguiente llegaría a Katowice por la noche. Dos días más tarde viajó en tren hasta allí y se alojó en el hotel donde había quedado con Paul Dukas. Cuando la avisaron de que el doctor Dukas la aguardaba en recepción, Lowe comprendió que aquello no era ningún sueño, y que podría volver a ser y comportarse como una joven normal.
Durante el largo trayecto en el tren desde Katowice a Viena, Paul le explicó a Lowe que a partir de aquel momento deberían mantener el secreto acerca de cómo se habían conocido. A ninguno de los dos le interesaba difundirlo. Lowe asintió, era lo más prudente. Aquella noche se apearon en la estación de Viena. Paul la llevó a casa de su madre, mientras Lowe se dejaba conducir como si no pudiera oponerse al destino. Se la presentó como a alguien que había conocido casualmente en Varsovia, y que al enterarse que era de Dubossati y saber que tenía serios problemas económicos había decidido ayudarla. Sarah Dukas la observaba sin saber muy bien a qué atenerse. Era en verdad una preciosa muchacha, casi una niña, demasiado joven para luchar sola por la vida. Sarah conocía muy bien a su hijo, sus debilidades y temía que volviese a las andadas. Aunque la explicación que él le dio le pareció sincera, lo que terminó de convencerla fue comprobar que efectivamente aquella muchacha era del mismo pueblo que ella. Naturalmente le hizo una serie de preguntas sobre unos y otros, y la joven los conocía bien. De los que le preguntaba, por supuesto todos ellos de la comunidad judía, unos habían emigrado, otros habían fallecido, pero algunos seguían allí, como el «shadchan», cuyo nombre aseguró no recordar, mientras se quedaba mirando a los cándidos ojos de Sarah Lowestein que casi la interrumpió.
—¿Se refiere usted a Jacob Steinlowski? ¡Ya es muy, muy viejo, aunque pretende seguir haciendo de casamentero! ¡Ese hombre es incorregible!
Lowe le contó, sonriendo por primera vez, que ella misma había sufrido la experiencia, lo que emocionó a Sarah Dukas, que recordaba bien cuando ella era aún la joven Sarah Rosenthal. Aquello disipó de una vez todas sus dudas y desde aquel mismo instante adoptó a la «sobrina Lowe» como una más de la familia.
Mientras Paul Dukas se dirigía a Grinzing en su automóvil iba reflexionando sobre la piedra blanca. Desde que era pequeño la había visto encima de la mesa del despacho de su padre. En aquellos momentos se hallaba sobre la tumba de su tío en el cementerio judío de la calle Okopowa de Varsovia. Había llevado una piedra guardada por amor y volvía con alguien que el destino había señalado para aquella jugada del azar. Como decía siempre el viejo Salomón Dukas, era cierto que la vida daba muchas vueltas.