25. HANNAH RICHTER
(BERLÍN, MAYO DE 1925)
La profesora Hannah Richter, convencida de que su mala conciencia se había transformado en una enfermedad, al punto que todo había cambiado para ella, estaba totalmente obsesionada con Nietzsche. Incluida su relación con Joachim Gessner, con el que llevaba casi cinco años conviviendo. También sus más íntimos sentimientos y su criterio sobre la época que le había tocado vivir. Ya nada era igual que anteriormente y sabía que nunca volvería a serlo. Aquello la había ido apartando poco a poco del hombre al que hasta entonces creía amar. Por otra parte el nuevo destino de Joachim en la embajada de Alemania en Varsovia los había separado aún más. Ella se negó a acompañarlo, y él no pareció molesto por su decisión.
Todo había comenzado cuando conoció a Werner Scharf en la Biblioteca Estatal Prusiana, en Unter den Linden, donde ella estudiaba algunas tardes. Le encantaba el ambiente silencioso y exquisito que allí la rodeaba, y al menos era una excusa para salir por las tardes de casa mientras Joachim seguía de canciller en Varsovia.
Una tarde, mientras estaba trabajando, sentada en la gran sala prácticamente vacía, aquel hombre al que conocía de verlo por allí, se acercó hasta colocarse apenas a tres metros. Al principio le resultó algo incómodo, pero el hombre no la molestó, ni tan siquiera la miró. Los días sucesivos lo vio entrar y leer algunos libros. Se cruzaron dos veces en el gran vestíbulo y él la saludó con una inclinación de cabeza. Una tarde coincidieron en el vestíbulo y salieron a la vez. Estaba diluviando y vio que él no tenía paraguas. Casi sin pretenderlo le hizo un gesto para que se refugiara junto a ella, mientras caminaban con rapidez hacia la parada del tranvía que solía coger.
Resultó que él tenía un coche aparcado junto a la parada, la invitó a subir. Tal vez en otro momento ni se le habría pasado por la cabeza, pero estaba oscureciendo con rapidez, hacía frío y diluviaba. Casi sin saber cómo había sucedido se encontró sentada junto a él. Antes de arrancar él se presentó. Profesor Werner Scharf. Ella inclinó levemente la cabeza y anunció que era Hannah Richter, profesora. Ambos rieron. Él arrancó el coche y le preguntó que a dónde la llevaba. Le dio la dirección, y él se incorporó al tráfico con la facilidad de un chófer profesional. Para entonces la lluvia era ya torrencial y resultaba difícil ver apenas a unos metros. Vio cómo se apartaba de la calzada principal hacia un edificio cercano y se introducía en el pasaje de entrada para vehículos en la Potsdamer Platz. Allí al menos estaban a cubierto. Se trataba de un conocido hotel y él la invitó a tomar un té mientras escampaba la tormenta. Se sentía atraída por aquel hombre y aceptó. Entraron y se dirigieron en silencio a la cafetería donde tomaron asiento. Pensó que en aquel ambiente acogedor con un gran fuego en la chimenea se estaba bien. Al principio se hallaba algo nerviosa, hablaron de la biblioteca y de sus aficiones intelectuales. Coincidieron en muchas cosas, incluido el inevitable Nietzsche, ya que él había nacido en Turingia, donde consideraban al filósofo como a uno más. Hannah tenía la sensación de que conocía a aquel hombre de toda la vida.
Fuera seguía lloviendo con fuerza, algunos relámpagos iluminaban la calle y la luz blanca instantánea penetraba por todas partes. Allí dentro se sentía segura. En lo único que parecían disentir era en la política, ya que a Werner parecía extrañarle que ella tuviera su propia opinión política. Le dijo que no era corriente que una mujer expresara sus ideas con tanta sinceridad. Él le aseguró que estaba interesado en el nacionalsocialismo de Adolf Hitler, y que algo habría que hacer para cambiar la situación del país. Ella quiso estar a su altura, ser tan sincera como él, y le replicó que no estaba demasiado convencida. Él sonrió con aire de superioridad y eso la irritó. Replicó diciéndole que había asistido a varias de las conferencias que Adolf Hitler había dado no sólo en Berlín, también en otros lugares de Prusia. Desde ese instante Werner comenzó a observarla de otra manera.
—¿Y qué es lo que no termina de convencerla? Hannah, me gustaría conocer su opinión, la verdad.
Había tenido una discusión similar con su novio, Joachim Gessner, hacía pocas semanas. No necesitaba realizar un gran esfuerzo para recordar sus argumentos. Por otra parte no deseaba intimidar ni molestar a su nuevo amigo. Sabía que los hombres rehuían a las mujeres que hacían ostentación de su capacidad intelectual. Pero la irritaba aquella suficiencia.
—Pues verá, es sólo mi opinión y por supuesto no pretendo tener razón en todo. Le seré sincera. En primer lugar tengo la impresión de que ese hombre tiene una serie de lugares comunes a los que recurre permanentemente. Eso se le nota más cuando se le ha escuchado en varias ocasiones como es mi caso. Le encanta hablar de las razas, de los arios como los humanos más elevados, de depurar la raza germana, según él la fundamental para conseguir el superhombre, mientras que para él los judíos y los eslavos representan los más bajos escalones en la especie humana. Habla mucho de paz, pero siempre menciona la guerra. Nunca menciona la palabra libertad, parece odiar la democracia y sí estimar la fuerza, el poder, y la autoridad. Me recuerda a ese Mussolini, ese dictador de opereta al que le gusta disfrazarse. ¡Ah, sí! ¡El espacio vital! Según él, Alemania necesitará más espacio para poder sobrevivir y estará en su derecho ante la historia si lo toma por la fuerza. Por otra parte parece obsesionado por los mitos. Los griegos clásicos, los romanos, los bosques de los antiguos germanos, los nibelungos y las valkirias. Sinceramente creo que utiliza todo ello como lugares comunes. Le escuché algo que me impresionó. ¡Vencer o morir! Verá. Tal vez esté siendo demasiado sincera pero no estoy segura de que sea el hombre que convenga a Alemania. ¡Aunque sería muy difícil que con esa filosofía llegara a ser un candidato elegible! Tengo a nuestro pueblo por muy maduro para dejarse engañar por alguien así, aunque en ocasiones no sé qué pensar.
Werner parecía admirado de cómo Hannah había sido capaz de sintetizar el pensamiento del hombre del que tanto se hablaba en Alemania aquellos días.
—¡La verdad Hannah, me ha dejado usted pensativo! ¡Estoy hablando con una politóloga! ¡En serio! ¡No esperaba ese elaborado discurso! Puede que tenga usted razón en lo general. Pero sinceramente creo que está fuera de contexto. Todos los grandes hombres han tenido su peculiar forma de entender la vida. Le recuerdo la obra maestra de César «La guerra de las Galias». Lo que hoy pensamos es que se trataba de conquistar o ser conquistado. Mire, querida amiga, el mundo en el que vivimos es muy hostil. «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit». Veo que lo conoce. Lo dijo Plauto en «Asinaria» y como sabe bien, quiere decir que lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro. Le ruego excuse el latinajo. Puede que en un futuro, dentro de cien años, las cosas se vean de otra manera. Ahora lo que tenemos es un país gigantesco como Rusia, transformado en un vivero infinito de la revolución proletaria, lo que indudablemente significa una seria amenaza para la estabilidad del sistema mundial. También Francia, a la que siempre se le llena la boca hablando de «liberté, égalité, fraternité», y de «grandeur», pero que en Versalles demostró ser muy egoísta con los vencidos, Alemania y Austria. Y por supuesto una Gran Bretaña que como siempre lo quiere todo para ella, el comercio mundial, las colonias, es decir las materias primas que extrae de países sometidos como la India. ¡Ah! Y unos Estados Unidos que prefieren hablar que repartir trigo. Mire querida Hannah, yo tampoco estoy demasiado convencido de que Hitler sea la mejor opción en el futuro, pero lo que sí es cierto es que cuando lo escucho, y también lo he oído en varias ocasiones, es el que más me convence, aunque le reconoceré que tengo grandes dudas. Aun así, comparados con él, los políticos de Weimar parecen una pandilla de inútiles. Lo cierto es que hay que hacer algo para cambiar este país, y pronto. La historia no aguarda a los rezagados… y ahora, si me lo permite, la voy a llevar a su casa. La tormenta ha cesado y aunque estoy encantado, no quiero que se harte de mí el primer día.
De camino a su casa Werner le confesó que le había impresionado mucho que una mujer tuviera los conceptos políticos tan claros. Le contó que él era veterano y antiguo piloto de la Gran Guerra, y que había volado en la misma escuadrilla que el «Barón Rojo», Manfred von Richthofen. Le explicó que su antigua relación con uno de los hombres influyentes en el nacionalsocialismo, Hermann Goering era lo que le había dado la oportunidad de conocer mejor aquellas ideas.
Luego cuando se detuvo frente a su casa, ella le dio tímidamente la mano y él se la estrechó con fuerza mientras quedaban en verse otro día en la biblioteca. Hannah caminó hasta el portal y en un momento dado se volvió para agitar la mano despidiéndose. Él la imitó y sonrió. Luego el automóvil se dirigió calle abajo, mientras ella pensaba que nunca había conocido a nadie tan atractivo como Werner Scharf.