24. EL FASCIO
(BOLONIA-LINZ, PRIMAVERA Y VERANO, 1925)
Oficialmente el profesor Carlo Mattei presentó su excedencia como catedrático de arte en el rectorado de la universidad de Bolonia el primero de mayo de 1925. El motivo alegado eran problemas crónicos de salud. La realidad, las amenazas de muerte recibidas unos días antes, ya que todo el mundo sabía que el profesor Mattei era un marxista convencido. En su última conferencia en el aula magna insistió en su tesis de que el arte como expresión se hacía transmisor de los anhelos y frustraciones de las distintas clases sociales. Desde la primera fila le interrumpieron para preguntarle si aquello era doctrina marxista y tuvo que aceptarlo. Allí acabó la conferencia entre abucheos, pataleos e insultos acerca de su condición.
Hasta aquel día nunca le habían llamado maricón en público y aquello le pareció una afrenta insoportable. Era un homosexual reconocido, que llevaba con mucha dignidad su condición en un ambiente cargado de hipocresía y homofobia, pero pensaba que emplear aquellos insultos sólo para humillarlo ante sus compañeros y alumnos de la universidad era algo terriblemente repugnante.
Carlo conocía su debilidad. Era demasiado sensible como para permanecer impávido ante lo que aquello significaba. Los ataques permanentes a los que eran considerados fuera del nuevo régimen de Italia. Según el nuevo dictador, Benito Mussolini, el pueblo era el estado y el estado era el pueblo. Personas como él estaban sobrando allí. Intuía que si permanecía en Bolonia, tarde o temprano tendría serios problemas, y aunque no se consideraba un cobarde, tampoco pretendía convertirse en un mártir. Había podido comprobar de lo que eran capaces los fascistas, y desde el asesinato de Matteotti no las tenía todas consigo. Unos profesores le propusieron incorporarse a un grupo de resistencia antifascista universitario, pero se dio cuenta de que no podría resistir la presión. Ese era el verdadero motivo de su dimisión.
La misma tarde cogió el tren hacia Austria. Si permanecía en Bolonia, tarde o temprano su cuerpo aparecería en el «Canale delle Moline». Hasta que no cruzó la frontera no pudo relajarse, era tal su estado de tensión anímica que sólo cuando se vio a salvo sollozó aliviado. Más tarde cambió de tren para llegar a Linz donde le aguardaba Markus Gessner, quien llevaba un tiempo viviendo en aquella hermosa ciudad. Por lo que le había contado en una preciosa casa heredada de su madre. Cogió un taxi desde la estación pero el taxista le explicó que no le merecía la pena, que aquella dirección se encontraba a dos pasos. Volvió a descender del vehículo y caminó hasta allí. Un bello edificio clásico de dos plantas, un palacete barroco rematado con unos elaborados tejados de pizarra. Tras él asomaban las copas de los grandes árboles del jardín posterior cerrado por altos muros de piedra. Tocó la campana y unos instantes más tarde un mayordomo abrió la puerta. Cuando entró vio a Markus que descendía la escalinata sonriendo con los brazos extendidos. Ambos se fundieron en un sentido abrazo.
—¡Carlo! ¡Carlo! ¡Qué enorme alegría que hayas venido por fin!
—¡Yo también me alegro de estar aquí! ¡No las tenía todas conmigo! ¡Pero ya estoy contigo, me siento a salvo!… ya sabes cómo están las cosas en Italia, y naturalmente Bolonia no se libra del fascismo. ¡Muchos intelectuales están aceptándolo como si fuese la salvación de país! Yo me adherí al «Manifiesto de los intelectuales antifascistas» de Benedetto Croce, aunque tengo mis dudas de hasta qué punto está dispuesto a luchar de verdad contra el régimen. Allí ahora la palabra de moda es «total» «totalitarismo», un estado totalitario en el que todos los individuos servirán a una nación unida y sin clases. Ya conoces el lema. «Todo para el estado, nada fuera del estado, nadie contra el estado». El ambiente se me estaba haciendo tan opresivo, tan irrespirable, que me he exiliado por propia voluntad. No sé cuándo volveré, ni si podré hacerlo algún día.
—¡Bueno, querido Carlo, tranquilízate, aquí eres muy bienvenido! ¡Pero acompáñame, voy a enseñarte tus habitaciones! ¡Aquí en Austria estarás seguro! ¡Qué gran alegría que estés aquí conmigo!
Solo cuando estuvieron dentro de la habitación se fundieron en un estrecho abrazo al tiempo que se besaban apasionadamente. Markus creía estar profundamente enamorado de aquel hombre. Más tarde salieron a cenar a un restaurante del centro. El ambiente en la ciudad era tranquilo y vieron como la gente paseaba por la Hauptplatz hasta muy tarde. Carlo le confesó que sentía allí una sensación de paz y seguridad como no había tenido hacía tiempo.
—Verás Markus. No es fácil de explicar lo que se siente cuando el fascismo te rodea por todas partes. ¡Es asfixiante! Para ellos la democracia desaparecerá por sus propias contradicciones y el individuo debe someterse al ideario del partido. La razón a la voluntad, el pueblo al estado y el estado al pueblo. Entonces las ideas propias no tienen sentido, el arte debe colaborar con el partido, por supuesto sin salirse de su ideología, y su estética, para conseguir una «sociedad perfecta», a costa de lo que sea. No existen las libertades y mostrar tu propia opinión te conduce al enfrentamiento. ¡Es una ideología de sumisos, de cobardes y de los que no tienen nada que aportar a nivel personal! ¡Ese Mussolini nos llevará a la ruina! ¡Es un iluminado que cree haber sido enviado por la providencia! ¡No puedo entender como el pueblo italiano se deja engañar vilmente, cuando le habla de volver a la grandeza del imperio romano!
Markus comprendía a su amigo. En Alemania también se hablaba de aquel austríaco que había salido de la nada, Adolf Hitler, que pretendía algo semejante. De hecho había podido leer alguna entrevista en la que el tal Hitler hablaba con admiración del fascismo y de Mussolini. Bueno. Al menos por lo que se decía en Austria, daba la impresión de que aquello había fracasado. Tanto Austria como Alemania eran países avanzados, en los que a pesar de las circunstancias la gente no hipotecaría su libertad, como estaba sucediendo en Italia.
A la mañana siguiente tras desayunar con Markus en la preciosa loggia sobre el jardín, y mientras Markus iba a ver a sus abogados para intentar poner en orden la situación de su herencia en Linz, y de aquellos terrenos tan valiosos situados junto a la ciudad que se encontraban en una complicada situación legal, él aprovecharía para continuar su trabajo como si siguiera en Bolonia.
Se instaló con toda confianza en casa de Markus. Sentía una gran atracción por aquel atractivo hombre, joven aún, que además coincidía con él en tantas cosas. Aquel enorme caserón era el lugar perfecto para refugiarse mientras la gran tormenta descargaba sobre Italia. Markus le sugirió que se instalara en la biblioteca, lo que aceptó con gran placer. Había estudiado parte de su carrera en Berlín, dominaba el alemán y podría disfrutar de la magnífica colección de libros que allí se guardaban. Desde el primer día se encerraba allí por las mañanas para seguir trabajando en su tesis sobre la vanguardia rusa y la revolución. Le apasionaba intentar comprender y explicar lo que estaba sucediendo en Rusia, y cómo la revolución proletaria había modificado el sentido estético. Para él era como si hubieran descubierto los caminos que conducían al futuro. Marinetti también lo había intentado en Italia, pero a otra escala. Para Carlo, su acercamiento al fascismo había sido como una especie de traición a sus principios. En cuanto a Mussolini no iba a poder con él. Esperaba que los hados escucharan sus plegarias, mientras cruzaba los dedos para que muy pronto ocurriera algo que derrumbara como un castillo de naipes aquel ostentoso edificio fascista, que pretendía durar un milenio y que había obnubilado hasta la propia iglesia católica, a pesar de que el dictador se declaraba anticlerical.
Empezó a darse cuenta de que no era capaz de concentrarse como antes. El mundo estaba cambiando velozmente y la paz, tanto general como individual, era algo difícil de encontrar. A pesar de ello se sentía muy bien cerca de Markus. Salían a estirar las piernas al atardecer y en ocasiones buscaban lugares románticos para cenar o tomar una copa de vino. Él prefería el vino italiano, aunque tenía que admitir que el Riesling no estaba mal. A la vuelta podían mostrarse apasionados y desinhibidos, ya que desde que él residía allí, Markus prefería que la servidumbre, dos criadas serbias, el cocinero suizo y el asistente personal, un austríaco de Leonding, que hacía al tiempo de chófer, no pasaran la noche en el palacete.
El precioso verano de Linz pasó con rapidez. Cada día estaba más convencido de la suerte que había tenido al encontrar a alguien como Markus. Un hombre encantador, culto, simpático y generoso, que le confesó que se sentía muy feliz a su lado y le dijo convencido que no deberían separarse nunca. En Linz pasarían desapercibidos. Era una ciudad bastante más pequeña que Viena, pero allí la gente no se metía tanto en la vida de los demás. Se parecía algo a Bolonia, en su tranquilidad y el ambiente culto y refinado que parecía lo más importante para sus ciudadanos. Una hermosa ciudad histórica, en un país tranquilo que había abandonado sus ambiciones imperialistas, y por tanto alejado de problemas territoriales como los que tenía Alemania o incluso Italia, con aquella última extravagante aventura de D’Annunzio en Fiume, el primer Duce, una anacrónica mezcla de locura y patriotismo decadente que había inspirado a Mussolini el fascismo y sus camisas negras. Eso, le aseguró Markus con gran convicción mientras levantaba una copa de vino, mientras ambos permanecían tendidos desnudos en el lecho del enorme dormitorio, no podría suceder jamás en la burguesa y conservadora Austria. Allí, con toda certeza, vivirían seguros y felices.