23. UNA NUEVA VIDA
(BERLÍN, OTOÑO 1924-MÚNICH, FEBRERO DE 1925)
El otoño de 1924 se presentó frío y desapacible en Berlín donde finalmente se habían trasladado por lo de la herencia. Fuertes ráfagas de viento arrastraban las hojas por las calles y no cesaba de llover. María Gessner prefería el clima más suave de Viena, aunque no echaba de menos aquella ciudad. Cogía cada mañana el tranvía que la llevaba desde su casa en la Unter den Linden hasta la universidad. Pensaba que aquel piso en el edificio que le habían adjudicado era demasiado grande y ostentoso para su forma de ser y para compartirlo sólo dos personas, una vivienda cargada de anacrónicos muebles que representaban una forma de vida que despreciaba. Pensaba vender el edificio, y entonces se cambiarían a un barrio más discreto. A pesar de haber pertenecido a su abuela materna y contener muchos recuerdos, sabía que Kurt se encontraba incómodo en él, mascullando continuamente que se trataba de un piso, un edificio y un barrio de burgueses.
A los pocos meses decidieron mudarse a un apartamento mucho más discreto y recién construido con gran satisfacción de Kurt. En cuanto al resto de pisos estaban alquilados con baja renta desde hacía muchos años, con lo que apenas dejaban para poder pagar los impuestos y mantenerlos. Por ello no resultaba fácil vender el edificio. De aquella situación Joachim no había comentado nada.
Tanto Kurt como ella tenían que hacer un enorme esfuerzo de concentración para habituarse a sus nuevas personalidades, ni concentrándose en el fondo de la cuestión les resultaba fácil pasar de ser marxistas practicantes a pretender ser personas convencidas de aquel nacionalismo socialista, basado en absurdas ideas excluyentes y racistas. Notaba que Kurt era otro, no sólo porque se lo pidiera el nuevo rol, sino por las circunstancias. Una nueva vida en la que no podría existir la espontaneidad ni la confianza. Al menos ella había podido encontrar una plaza como profesora ayudante de filosofía, aunque eso la obligaba a preparar las clases reflexionando mucho lo que tendría que decir, y sin perder la concentración un sólo instante ante todos aquellos muchachos que asistían a su clase de historia, más por la novedad de que el profesor fuera una mujer que por otra cosa. Tenía que hacer un enorme esfuerzo para olvidar a Hegel y a Marx.
Iván, el enviado secreto desde el Kremlin, se ponía en contacto con ellos esporádicamente, de tarde en tarde, en cualquier lugar, sin avisar. Cuando ella le contó las dificultades de su nueva existencia, por primera vez el hombre se mostró comprensivo. Le replicó que no era una labor de un día, sino de muchos años, tal vez de toda la vida. Eso la había desanimado. ¡Toda la vida! No sería capaz de resistirlo.
Una noche, desvelada y llena de malos augurios, le propuso a Kurt sollozando que se fueran a intentar una verdadera nueva vida en Sudamérica para olvidar todo aquello, comenzar de nuevo, y siendo ellos mismos. A fin de cuentas en aquel continente había una enorme labor por hacer. Le confesó que aquel oscuro asunto de simular un cambio de partido no terminaba de convencerla. Pero Kurt se negó a escucharla. Sólo le contestó que se habían comprometido con la revolución y ya nunca podrían abandonar.
—Cuando te conocí me dijiste que te hubiese gustado poder participar de aquellas jornadas de la revolución de octubre con Lenin y los demás. Que creías que aquello cambiaría el mundo. Bien. Ahora tenemos nuestra oportunidad y la vamos a aprovechar, aunque tengamos que recorrer un duro camino. Nadie nos ha garantizado que la vida sea un sendero de rosas. El mundo no se cambia en unos días, y la revolución es un acto permanente. Yo voy a seguir hasta el final, mientras tenga fuerzas. Haré lo que tenga que hacer para ello. ¿Estás dispuesta a ello? Escucha María, necesito saberlo ahora. Sabes lo importante que eres para mí, pues bien, dejaré las cosas claras antes de que sea más tarde. Para mí, la revolución es más importante que tú.
Desde aquel momento ya no volvieron a hablar de ello, aunque ella notó que algo cambiaba en su interior. Kurt había conseguido afiliarse al NSDAP sin problemas. Él mismo se sorprendió de lo fácil que le había resultado, y de que incluso le ofrecieran el trabajo que mejor sabía hacer. Cuando le preguntaron que por qué había tomado la decisión de incorporarse, contestó sin pestañear que no podía soportar que hubieran encarcelado a los únicos hombres honrados de Alemania. De inmediato le extendieron su carnet de afiliado al partido. Desde mediados de junio diseñaba e imprimía los carteles en Berlín. Pronto destacó en su labor y en ocasiones se los encargaban para otros lugares de Alemania. Un trabajador infatigable, que dominaba el tema, y sabía lo que llevaba entre manos.
Una mañana recibió en el taller de imprenta del partido, un almacén del extrarradio de Berlín, la visita de Joseph Goebbels, el hombre del que parecían partir las iniciativas, al menos en el norte de Alemania. Goebbels le felicitó por su trabajo, asegurándole entusiasmado que desde que se encargaba él se notaba en todo. Añadió que los carteles eran visualmente más efectivos, no había fallos e incluso había mejorado la distribución.
Kurt iba mal de tiempo para su entrega y no paró las máquinas mientras Goebbels le hablaba. Lo que a otro hubiera parecido una incorrección a aquel hombre le hizo el efecto contrario, y tuvo la impresión de que aquello mejoraba su imagen en la organización.
Mientras, Adolf Hitler y varios miembros de la ejecutiva del partido, juzgados y condenados por el intento de golpe, seguían encerrados en la fortaleza de Landsberg. Aunque según se murmuraba la prisión se había transformado en su cuartel general, con absoluta avenencia de sus guardianes. Allí Hitler recibía a sus visitas sin cortapisas y se decía que estaba dictando un libro biográfico. Nadie se atrevía a profetizar lo que sucedería, aunque el comentario generalizado era que en cualquier caso saldría muy pronto de allí. Hasta en los periódicos, que no mostraban simpatía por los nacionalistas, se podían leer artículos que hacían referencia al tema. Existía unanimidad política y ciudadana en que lo mejor sería liberarlo cuanto antes. Con mantenerlo prisionero sólo estaban creando la imagen de un hombre que no se dejaba achantar por el sistema, y se realzaba su imagen de luchador. Nadie quería hacer de él un mártir, en las penosas circunstancias que se estaban viviendo en un país tan mal gobernado.
En una revista satírica apareció la esquela de Adolf Hitler fallecido por la causa nacionalista, que según el redactor también había muerto con él. Se refería el periodista al descenso de las expectativas del partido nacionalsocialista con respecto a la situación anterior. Para el gobierno de la República de Weimar, donde se firmó la nueva constitución, aquello era un asunto a olvidar, algo sin la más mínima importancia política.
Sin embargo, Iván les advirtió que la situación no variaba un ápice lo que se esperaba de ellos. Muy al contrario, aseguró, eso les proporcionaba una mejor oportunidad para integrarse en su nuevo rol, ya que durante los últimos meses muchos habían abandonado o desertado, al comprobar que no era lo que pensaban, convencidos de que aquello solo era ya historia. También influía que el país estuviera incrementando la oferta de trabajo y mejorando las condiciones de vida, ya que a pesar de todo Alemania estaba volviendo poco a poco a la normalidad, y en ella, aparentemente, los aventureros políticos como Adolf Hitler y su corte de los milagros, Streicher, Hess, Rosenberg, Amann, Röhm, Goering, que por cierto había logrado huir de Alemania y se encontraba en Suecia, ya no tendrían ninguna posibilidad. En cuanto a Strasser y los demás, parecían olvidados.
Por el contrario estaban apareciendo una multitud de pequeños partidos que difuminaban las ideas radicales de los nacionalistas. No se podía garantizar nada, ya que era cierto que de cuatrocientos setenta y dos escaños, los del NSDAP sólo habían conseguido treinta y dos en las elecciones parlamentarias de mayo. Sin embargo, según su experiencia las cosas podrían cambiar radicalmente de un día para otro.
Poco a poco María y Kurt se habituaron a aquella vida, aunque en su interior vivían otra muy diferente. Ambos habían dejado en Viena, en un almacén guardamuebles, las cajas conteniendo sus libros, correspondencia y documentos. Todo figuraba a nombre de K.E. y un código numérico. Nada de lo que en aquellos momentos tenían en su piso de Berlín les comprometía. Era como si no tuviesen pasado, y María comprendió que necesitaban uno acorde con su nueva vida. Fue adquiriendo en librerías de viejo algunos libros, entre ellos las obras del Conde de Gobineau, y su «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas», también las doctrinas de Houston Stewart Chamberlain, y algunas otras de todos aquellos «schrechkliche simplifikateure», los horribles simplificadores de la cultura de los que había advertido Jacobo Burckhardt, y que ella como profesora aborrecía, pero que en aquellos momentos podrían serles útiles para demostrar su fe en el nuevo pensamiento si fuera preciso.
Pero María Gessner era ante todo una profesora, por lo que la tarde en que por casualidad se encontró en medio de dos manifestaciones opuestas en la Friedrichstrasse, tomó la decisión de escribir una tesis sobre ello. Por un lado llegaban los del partido comunista alemán. Del otro los del NSDAP. Pudo escapar ilesa de milagro, pero mientras corría entre aquellas banderas y símbolos enfrentados tan violentamente tomó la decisión. No se lo comentó a Kurt, ni mucho menos a su contacto. Aquel, pensó, sería su secreto. Lo escribiría en griego ya que si alguien encontraba el manuscrito probablemente no sería capaz de leerlo y ella tendría tiempo para reaccionar. Además creía que el griego era muy adecuado para una tesis sobre la ética del pensamiento, ya que pretendía comparar dos ideologías tan antitéticas y radicalmente opuestas en su praxis. Comprobar lo que tenían semejante, donde establecían paralelismos, y cuál era el fundamento ético de cada una.
Correría un gran riesgo, pero era investigadora antes que ninguna otra cosa, por lo que le preocupaba pensar que no podría ser objetiva. Para ella el nacionalsocialismo era puro ruido, superficial, sin principios ni base científica y claramente sin sentido moral. No en balde algunos pensadores lo llamaban despreciativamente la «revolución del nihilismo». María creía en los sólidos razonamientos de Marx, Hegel y Engels, a los que había estudiado en profundidad y por los que se decantó siendo muy joven. Pero también sentía una enorme curiosidad por intentar comprender que atraía a tanta gente hacia aquel nacionalsocialismo, como las moscas a la miel, sugestionados por los vacuos discursos de aquel hombre extravagante con su tupé y su ridículo bigotito, hablando siempre de la supremacía de la raza aria, de la pureza de sangre, y de los perversos y degenerados judíos a los que achacaba todos los males de la humanidad y muy especialmente los de Alemania.
Dos semanas antes de Navidad, la prensa trajo en segunda página la liberación de Adolf Hitler y de su fiel colaborador Kriebel, de la fortaleza de Landsberg. Los otros presos deberían aguardar mejor ocasión. Según el artículo apenas unos amigos cercanos los aguardaron fuera y se trasladaron en coche con ellos a Múnich. La impresión general era que el asunto de los radicales nacionalsocialistas estaba acabado. Por otra parte era evidente que el anunciado Plan Dawes sería la solución al desastre de Versalles. Se hablaba de que pronto llegarían los préstamos norteamericanos, de solucionar el problema del Ruhr, incluso de la posibilidad de que el país volviera a incorporarse a la Sociedad de las Naciones. El esperanzador ambiente se apreciaba en las calles. El número de parados descendía a ojos vistas, la gente salía a beber cerveza y a bailar despreocupadamente los domingos por la tarde.
María estaba convencida de que de seguir así las cosas pronto les permitirían volver a su vida normal. Cuando Iván les llamó para concertar una cita creía que iba a decirles que todo había terminado. Se encontraron el siguiente domingo en un hotel de Potsdam. El hombre parecía un viajante de comercio de aspecto pequeño burgués al que conocieran por casualidad. Mientras tomaban una cerveza les dijo que todo seguía igual, aunque debía advertirles de que Kurt iba a ser llamado muy pronto para formar parte de la nueva redacción del «Völkischer Beobachter», y que lógicamente debía aceptar dicho cargo.
—¡Camarada! ¡Ese puesto será como si estuvieras en el mismo ojo del huracán!
Terminó asegurándoles que todo estaba transcurriendo como habían previsto, que no debían albergar la más mínima duda, y que su labor era muy importante para la revolución proletaria internacional.
De vuelta en Berlín, María le confesó a Kurt que no creía tener fuerzas para continuar mucho tiempo más. Él la animó a no desfallecer, y añadió que creía que sin ella tampoco podría proseguir.
Tal y como su contacto les había vaticinado, a principios de febrero de 1925 llamaron a Kurt para una entrevista personal en la sede del NSDAP. Le dijeron que debería desplazarse durante un tiempo a Múnich para colaborar en el nuevo diseño del periódico. Aceptó a sabiendas de que no podía hacer otra cosa. De vuelta a su casa le dijo a María que de momento ella permaneciese en Berlín, ya que tampoco sabía cuánto tiempo duraría aquella situación.
María no puso ningún reparo. Se encontraba muy agobiada por lo que les estaba sucediendo y pensó que al menos así podría relajarse un poco. Por otra parte aquello le daría la oportunidad de comenzar su tesis sin tener que dar muchas explicaciones. Al día siguiente Kurt cogió el primer tren de la mañana con destino a Múnich. Obedecer órdenes sin ponerlas en cuestión no era nada nuevo para él, aunque no dejaba de asombrarle la excelente información que su contacto bolchevique tenía de las circunstancias. Por otra parte pensaba que no le vendría mal separarse una temporada de María. Era evidente para ambos que sus relaciones estaban comenzando a fisurarse. Anímicamente María se venía abajo enseguida, y eso le preocupaba.
Cuando Kurt llegó a la redacción del «Völkischer» en Múnich, le estaba aguardando uno de los redactores al que habían asignado para acompañarlo. Un joven de menos de treinta años, alto con el cabello oscuro y ojos muy negros.
—¡Así que tú eres Kurt Eckart! Yo soy Julian Kosche, redactor. ¡Tenemos que ir a la Bürgerbräukeller ahora mismo! ¡Adolf Hitler debe estar a punto de llegar para dar un mitin sobre sus pautas y estrategia! ¡Tengo mi moto abajo! ¡Deja ahí tu maleta, que luego volveremos! ¡Bienvenido al purgatorio!
Kurt se subió al sidecar y Kosche arrancó para dirigirse a toda velocidad a la reunión. Unos minutos más tarde entraron en la cervecería repleta de gente y se dirigieron a una larga mesa. Kosche le presentó a varios miembros del periódico. Kurt les estrechó la mano y tomó asiento junto a su compañero, en el mismo momento que sonaron unos silbatos anunciando a Adolf Hitler, que penetró en el local mientras los presentes se ponían en pie y comenzaban a cantar el himno del partido.
El líder pasó tan cerca de él que pudo ver su rostro apenas a unos centímetros. Aquel hombre parecía agotado, pálido, con profundas ojeras, sin embargo pudo notar que sus ojos azules brillaban. Se dirigió directamente al fondo, donde habían improvisado un pequeño estrado a modo de escenario. Subió de un salto y todos los presentes le ovacionaron. Hitler se despojó de su abrigo de cuero. Iba trajeado al modo tradicional bávaro, con pantalones cortos de cuero y calcetines largos hasta la rodilla. Se quedó allí en pie mientras en la gran sala se hacía un profundo silencio.
—¡Ya me tenéis aquí! ¿Lo habíais dudado? ¡Ahora es cuando comienza todo!
Una nueva ovación resonó haciendo vibrar los cristales emplomados que decoraban las ventanas. Hitler hizo un gesto con las manos para que se tranquilizaran.
—¿Creíais que ibais a libraros de mí? ¡Os lo repetiré! ¡Hoy comenzamos de nuevo! ¡A partir de ahora vamos a hacer política! ¡Verdadera política! ¡No esa absurda porquería a la que algunos judeo-bolcheviques llaman democracia!
Hitler comenzó un largo discurso sin interrupciones que duró más de dos horas. Kurt estaba asombrado de la demagógica construcción verbal y de la falta de consistencia de los argumentos, en los que el orador saltaba de unos a otros enlazándolos sin pausa. A pesar de ello los presentes parecían absortos, bebiendo literalmente sus palabras. Controlaba su voz a la perfección, utilizaba en cada momento la palabra adecuada, y acompañaba su discurso gesticulando para enfatizar sus frases. Kurt había escuchado a Lenin, también a Trotsky y podía establecer comparaciones. Cuando Hitler mencionó que el marxismo podía ser derrotado por una doctrina más veraz, pero al tiempo más brutal, todos aplaudieron a rabiar y él los imitó, mientras él pensaba que probablemente ninguno de los que aplaudían habría leído a Marx en toda su vida. Cuando volvieron a ovacionar a Hitler, él lo hizo con fuerza mientras sonreía. Era cierto lo que opinaba Iván. Se encontraba en el mismo ojo del huracán.