22. LA HERENCIA HORVATH
(VIENA, JUNIO-JULIO DE 1924)
Friedrich Gessner, patriarca de la familia Gessner, no sabía cómo contarles a sus hijos la delicada situación económica en que se encontraban. Le habían citado en el banco para comunicarle sin más que pensaban subastar las enormes propiedades que la familia poseía en Hungría, y que eso ya no tenía vuelta atrás. Llevaba tiempo aguardando aquella infausta noticia, aunque no podía entender como aquella fortuna se había podido volatilizar en apenas los diez años que llevaba al frente de su administración. Un consorcio de bancos encabezados por el Wiener Bankverein y el Union Bank querían recuperar las hipotecas que pesaban sobre las grandes fincas húngaras. Al aceptar la herencia también habían aceptado las cargas, sólo que entonces no quiso pensar en ello. Luego la hiperinflación de los últimos años había hecho lo demás, ya que los créditos estaban referenciados a otras monedas fuertes como el franco. Cuando el consejero del consorcio financiero le explicó la situación, Gessner se lo quedó mirando fríamente al tiempo que le preguntaba.
—¿Entonces quiere decir que estamos arruinados?
El consejero Schmidt, un hombre que media la vida en activos y pasivos, miró al techo entornando los ojos. Estaba acostumbrado a aquellos tragos en los últimos tiempos, ya que era el encargado de liquidar los créditos del consorcio, y parte de sus obligaciones era dar las malas noticias a los acreedores.
—Bueno, querido amigo. Todo es relativo en la vida. Según nuestra información, a pesar de ello aún les quedarán otros importantes bienes que no estaban sujetos a cargas hipotecarias, además de los jugosos bienes de la herencia de su esposa, la «Herencia Horvath», que asimismo pertenece a sus hijos. Sólo la venta de este edificio les proporcionaría una jugosa suma, mucho más de lo que una persona normal consideraría una fortuna. Las otras propiedades de la herencia serán subastadas. Pero no se preocupe, usted, como administrador no tendrá responsabilidad penal. El consorcio ha entendido la situación al tratarse de una herencia.
Pero Friedrich sí se preocupaba. No pensaba decirle a aquel tipo que el palacete ya no les pertenecía, y que gracias al dinero obtenido de su hipoteca habían podido vivir durante los tres últimos años. Los otros bienes apenas si tenían valor, o al menos él no los conocía, y luego estaban los que su mujer se había reservado como privativos. Esos irían directamente a sus hijos, aunque no antes de que él falleciera, palpable demostración de la poca confianza que su difunta esposa, que se había separado unos meses antes de morir, tenía en él. No pensaba dar ninguna explicación a sus hijos, pero temía que ellos se la pidieran, ya que supuestamente se trataba del administrador único hasta su fallecimiento. ¿Cómo podría explicarles que ya no quedaba apenas nada de la en apariencia inmensa fortuna? Aquello desencadenaría de inmediato la ejecución de la hipoteca sobre el palacete.
Gessner creía en el antiguo dicho: «A grandes males grandes remedios». Eso de alguna manera lo tranquilizaba, ya que tenía muy claro lo que tendría que hacer para evitar enfrentarse con todos ellos. En cuanto al desgraciado «secreto de familia», estaba convencido de que se lo llevaría con él. Era lo mejor que podría hacer por sus desagradecidos hijos, por muy malas que hubieran sido las relaciones en los últimos años.
La mañana del quince de junio de 1924, su asistente personal, Julius Frank, un hombre metódico y silencioso, que llevaba con él toda la vida, tras llamar a la puerta del dormitorio insistentemente hasta cerca de mediodía, al final tomó la decisión de forzarla, encontrando el cuerpo yerto de Friedrich Gessner sobre la cama. La policía judicial dictaminó que la causa de muerte había sido el suicidio por ingestión de cianuro, cuyos restos se encontraron en un vaso en la mesita de noche. Una carta firmada en el escritorio del despacho explicaba los motivos y rogaba que no se buscaran otras responsabilidades. Para algunos aquel final no significó ninguna sorpresa.
Al improvisado entierro sólo asistieron Eva y Markus. Había resultado imposible dar con el paradero de María, aunque suponían que estaba en Múnich. En cuanto a Joachim y Stefan a los que se avisó por telegrama ni siquiera contestaron. El juez cerró el caso unos días más tarde. Otro más de la infinidad de suicidios que se sucedían en Viena. En la ciudad no se habló de otra cosa durante aquellos días. El Banco de Viena, que poseía la hipoteca sobre las propiedades, había designado a tres conocidos personajes de la ciudad como albaceas sobre sus intereses en la herencia. Uno de ellos era David Goldman.
Un mes más tarde los hermanos Gessner se reunieron por última vez en el palacete. Para entonces ya eran conscientes de la penosa situación financiera en que los había dejado su padre y solo confiaban en la herencia de su madre. Joachim Gessner como hermano mayor era el designado, y aunque sus relaciones con el resto de la familia eran bastante precarias, tomó la decisión de explicarles personalmente lo ocurrido. En el salón se encontraban Stefan, Markus, Eva, y María, todos con cara de circunstancias. Se había acordado que ni los cónyuges ni amigos íntimos estuvieran presentes. Era un asunto que concernía exclusivamente a los hermanos Gessner.
—No os voy a explicar la clase de persona que era nuestro padre. Lo conocíais muy bien y sobran las palabras. Todos somos conscientes de lo ocurrido, aunque ninguno pudiéramos imaginar lo que iba a hacer con nuestro patrimonio. Supuestamente sólo era usufructuario. Ahora nos queda una miseria comparado con lo que antes poseíamos. Es cierto que la hiperinflación multiplicó exponencialmente las deudas y no nos proporcionó ninguna renta. No hay más explicaciones. Como sabéis el banco ha designado a tres albaceas, uno de ellos ese David Goldman, con el que existe una lejana relación indirecta, ya que su hija estuvo casada con el actual marido de Eva. ¿No es así, querida hermana? Debido a ello podríamos impugnar la herencia, pero hace unos días el administrador judicial me entregó esta lista de bienes libres procedentes de la herencia de nuestra madre, que se hallaban en régimen de administración fiduciaria hasta el fallecimiento de nuestro padre, y el reparto de los mismos que se le encargó al bufete de abogados. Creo que no merece la pena impugnarla, sólo conseguiríamos más gastos y retrasarlo todo. Pero estáis en vuestro derecho de hacerlo en caso de disconformidad, aunque os advierto de antemano que no será tarea fácil, por lo que lo más pragmático sería aceptarla. Si estáis de acuerdo proseguimos con la lectura de la herencia. ¿De acuerdo? Bien. Si es así comenzaré por María. Para ti será un edificio en la avenida Unter den Linden en Berlín, donde se encuentra el piso que había sido de nuestra abuela materna. Además unos antiguos almacenes sin inquilinos situados en las afueras de Berlín. He sabido que te vas a vivir a Alemania, así que ahí tienes para comenzar una nueva vida. En cuanto a Eva le corresponderá el edificio donde tiene el piso que ya utiliza desde hace años, además del local donde tiene la galería de arte y una finca en las afueras, hacia el norte, todo ello aquí en Viena. Otra cosa hubiera sido absurda. A Markus se le adjudica la finca en Linz de veinte hectáreas, y por coherencia el palacete en el centro de Linz. ¿No decías que siempre te había gustado? Ahí lo tienes hermano, que te aproveche. En cuanto a Stefan, el edificio donde vivimos nuestra infancia en Kiel, frente al puerto con cuatro plantas y los bajos, en total veinticuatro viviendas, y unos terrenos cercanos a la ciudad. Tú eres marino y siempre has dicho que esa ciudad era tu verdadero hogar. En cuanto a mí, me quedo con la finca en Berchtesgaden y las acciones de la mina de sal que hay en ella, además de la casa en Wannsee, en Berlín. No es lo que yo hubiera elegido, pero es lo que hay. La distribución es justa, no la he hecho yo, aunque no negaré que he colaborado con el bufete en buscar la mejor solución. Lo que se ha perdido equivalía a más de treinta veces lo que ha quedado, y eso porque, gracias al cielo, nuestro padre no tenía capacidad para manipular estos bienes, ya que en otro caso los habría dilapidado. La información confidencial que me ha proporcionado la agencia de investigación contratada es que el hombre tuvo cuatro amantes en los cuatro últimos años. Cada una de ellas se ha llevado lo mismo que todos nosotros en conjunto, y lo peor es que, según los abogados, eso es imposible de revertir. David Goldman pretendía que se compensara al banco con parte de estos bienes, lo que hubiera sido catastrófico. No lo ha conseguido.
En cuanto a nuestro padre, la verdad que el hombre no lo podía haber hecho peor. Que en paz descanse. Alemania y Austria tienen una inmensa deuda con los vencedores, según Versalles, existe una enorme especulación monetaria, una importante carencia de productos básicos y un gran desequilibrio en la balanza de pagos. Austria se encuentra en una pésima situación económica, en Alemania la situación social es aún peor que aquí. El desempleo, la excesiva población extranjera, sobre todo judíos y eslavos, son sin duda una rémora para Alemania. Así que no os hagáis ilusiones sobre el futuro. ¡Ah! ¡Algo importante! Como habéis comprobado al entrar, casi todos los muebles, cuadros y objetos de valor tienen etiquetas. Eso significa que están embargados, y que los administradores judiciales tienen una lista. No podemos llevarnos más que los objetos personales o las pocas cosas que no están etiquetadas. Por deferencia nos han permitido reunirnos aquí, en un alarde de confianza, y sólo para que podamos recoger algún objeto personal. Ningún cuadro, ni obra de arte, que como habéis podido comprobar están numeradas. Os advierto que no volveremos a entrar en este lugar, así que si queréis llevaros lo poco que pertenezca a cada uno es vuestra última oportunidad.
Ninguno de los presentes protestó por lo que se le había adjudicado. Después de todo aún podían rescatar un aceptable patrimonio y la distribución parecía justa. Firmaron apresuradamente un acuerdo privado, y de inmediato Joachim y Stefan lo llevaron a la notaria para poder firmar la escritura pública de adjudicación de la herencia, alegando que tenían prisa por volver a Alemania. Markus quería llevarse algunos de los libros y objetos personales que no figuraban entre los embargados, mientras María subió a las que habían sido sus habitaciones hasta hacía poco tiempo. No quería olvidar allí ninguna carta, ni nada que la relacionara con el partido comunista. Se lo había advertido Kurt y creía que tenía razón. Iban a comenzar una nueva vida.
Eva también quería buscar algunas cosas. No eran objetos personales, sino algo bien diferente. A los pocos días de la muerte de su padre había recibido del notario de la familia un sobre sellado que contenía una carta lacrada de su madre. Al abrirla tuvo la sorpresa de encontrar una carta explicándole donde se encontraban escondidas algunas de las joyas que habían pertenecido a su abuela materna. Eran joyas valiosas y el motivo de esconderlas había sido evitar que cayeran en manos de su marido, Friedrich Gessner, ya que en tal caso estaba convencida de que las habría entregado como obsequios a sus sucesivas amantes. Eva recordó que su madre había fallecido de un colapso cardíaco apenas dos meses después de separarse de su marido, y no tuvo tiempo ni oportunidad para volver allí y recuperarlas, aunque sí de entregar al notario una carta manuscrita lacrada, conteniendo las instrucciones precisas para que sólo fuera enviada a su hija Eva Gessner, una vez que Friedrich Gessner hubiera fallecido. Tan poco confiaba en aquel hombre. En ella le pedía que, de lo que encontrara, entregara la mitad a su hermana, y le hacía la extraña advertencia de que no se sorprendiera cuando fuese partícipe del secreto de familia. Pensó que al final iba a saber de qué se trataba tras tantos años de elucubraciones.
Eva se sintió enormemente intrigada por el contenido de aquella misiva que su madre le hacía llegar cinco años después. Desde que llegó a sus manos unos días antes no había tenido oportunidad de entrar en el palacete, ya que había sido embargado por el consorcio financiero el día anterior al suicidio de su padre. Ella sabía muy bien que aquello fue el detonante que desencadenó la tragedia. También que sólo dispondría de escasos momentos para intentar recuperar las joyas, ya que después no tendrían acceso al interior hasta que el edificio «con todo su contenido inventariado», como expresaba la sentencia judicial, se sellara para su posterior subasta. Se dirigió a la biblioteca que tan bien conocía. Entró en la penumbra, los cortinajes sólo permitían entrar algo de luz. Era una preciosa estancia decorada en estilo barroco, con una galería perimetral en doble altura conteniendo una gran cantidad de libros valiosos. Los huecos en las estanterías mostraban donde se habían extraído los ejemplares de mayor valor. Pero ella sabía dónde tenía que buscar. Encontró la caja de cuero repujado conteniendo el ejemplar de «Viaje a Italia» de Goethe donde debía estar según la carta. Lo abrió levantando su tapa posterior y encontró la pequeña llave en un hueco entre las páginas. Luego subió por la escalera de caracol a la galería superior y la recorrió hasta el final. Allí se encontraban los libros en rústica, sin más valor que su contenido científico o literario. En aquel momento vio entrar en la estancia a su hermano Markus que no se percató de su presencia. Permaneció inmóvil esperando que no la viera. Unos segundos después Markus salió de la biblioteca. Eva extrajo los cuatro últimos libros, levantó el fondo, introdujo la llave y la hizo girar tres vueltas, tiró hacia ella y se abrió una puertecilla de acero. Dentro se hallaba un estuche con unas letras extrañas grabadas en su tapa. Lo introdujo en el gran bolso que en previsión de ello había llevado y volvió a cerrar y colocar los libros. Descendió a la planta inferior y se dirigió al gran vestíbulo donde tropezó con María.
—¿Pero Eva, dónde te habías metido? Tenemos que marcharnos ya. Nos permitían estar hasta las seis y son menos cinco.
María volvía a ser la de siempre. Siempre pendiente de todo. Eva sonrió.
—Verás. He dado una vuelta ya que es la última vez que entramos en esta casa. He querido visitar la biblioteca, pero no he encontrado el libro que buscaba. Aquella edición de «El joven Werther», ¿te acuerdas? La que tenía las láminas dibujadas a mano, coloreadas. Alguien se me adelantó. Bueno, no me importa.
Se despidieron en la calle con un abrazo. Eva caminó por el Ring hasta que encontró un taxi. Le dio la dirección de Grinzing. En aquellos momentos no tenía ganas de ir a la notaría, y decidió que lo dejaría para el día siguiente. Iba pensando en lo relativo que era todo en la vida, y en que su padre temió enfrentarse a la dura realidad que se le echaba encima, prefiriendo la huida. El taxi subió por la cuidada ladera tapizada de viñedos y se detuvo en el interior de la propiedad frente a la casa. La doncella le comentó que el doctor había llamado para decir que no llegaría hasta tarde. Pensó que era mejor así, ya que quería comprobar tranquilamente lo que contenía la caja. Se dirigió al dormitorio y cerró por dentro. Aquello era un secreto que su madre fallecida hacía cinco años compartía con ella. Sintió un escalofrío al colocar la caja sobre la cama: un estuche de seguridad con cuatro combinaciones. En la carta recibida le indicaba como abrirla. Hizo girar las ruedecillas dentadas. Uno-cero-cero-uno. Pulsó el cierre y se abrió con un leve chasquido. Estaba repleta de joyas, anillos, colgantes, broches, collares, una bolsita de seda conteniendo un centenar de brillantes que destellaron sobre la colcha. Tenía que llamar inmediatamente a María para distribuirlas equitativamente entre las dos.
En el fondo de la caja encontró un pequeño estuche cerrado con unas letras que le resultaban extrañamente familiares, pero que no era capaz de leer. Lo abrió y se quedó sorprendida mirando la Estrella de David en platino, enmarcando un óvalo rodeado de pequeños brillantes conteniendo una preciosa miniatura de una desconocida y hermosa joven de apenas veinte años pintada a mano. Una mujer bellísima de cabello oscuro y ojos negros. Con una lupa pudo leer la inscripción grabada en oro bajo el óvalo. «Ada Rothman-1.860».
En aquel momento comprendió lo que su madre había querido decir cuando hablaba de una «gran sorpresa», y sin poderlo evitar se dejó caer hacia atrás en el lecho y comenzó a reír a carcajadas, compulsivamente, hasta que se le saltaron las lágrimas.