20. EVA GESSNER
(VIENA, NAVIDAD, 1923)
Eva Gessner acababa de regresar a Viena desde Zúrich, donde había permanecido dos semanas, visitando la nueva exposición de la más importante galería de arte de Suiza. Estaba entrando en la casa de Grinzing cuando sonó el teléfono. Era su hermana María, lo que la intrigó ya que en los últimos tiempos apenas si hablaban. Las circunstancias las habían ido separando y alguna vez que se habían visto la situación fue tirante entre ambas. Tantos años juntas, una educación muy similar, y sin embargo ya pensaba en María como en una extraña. Y más desde que estaba viviendo con aquel impresor al que probablemente lo único que le interesaba era el dinero de la familia. Aunque si estaba con ella sería también comunista.
A pesar de todo quedó en que iría a verla aquella misma tarde. Intuyó que María necesitaba ayuda, y después de todo eran hermanas. Además aquellas fechas de Navidad la hacían ver las cosas de otra manera. Era consciente de que a Paul, no le caía muy bien. Su marido mantenía sus propias tesis sobre las personas que empleaban la cultura como un medio para marcar las distancias. María era sin duda alguna una mujer culta, pero muchos amigos creían que su simpatía por los bolcheviques demostraba su radicalismo y su subjetividad al analizar el mundo que la rodeaba. Paul estaba entre ellos. Habían discutido alguna vez, a pesar de que María y Markus eran los únicos que habían aceptado su relación con Eva. Tal vez por ello. Paul era un discutidor nato, alguien que siempre quería llevar la razón, que no aceptaba fácilmente que no se sometieran a sus tesis. Mientras llevaba la voz cantante podía ser encantador, pero si se le contradecía entonces aparecía una personalidad dura y compleja. María lo había comprendido desde el primer día y desde entonces se creó una clara hostilidad entre ellos.
Eva decidió no decirle a su marido que su hermana María había llamado. Simplemente cogió el coche y se dirigió a su antiguo piso en el Ring, donde había quedado con ella. Mientras María llegaba aprovechó para recoger algunas cosas. Una caja de libros, objetos personales, algo de ropa. Se encontraba enfrascada en ello cuando sonó el timbre. Abrió la puerta y vio a María con aspecto serio.
—¡María! ¡Pasa, pasa! ¡Qué alegría que hayas venido! La verdad, te noto fatigada. ¿Todo va bien? Acabo de volver de Zúrich, y me puedes creer si te digo que pensé en ti, ya que allí he visto una exposición de esos rusos que se definen ellos mismos como «la vanguardia». La verdad, iba con cierta prevención, pero me han gustado. He comprado varias láminas y un cuadrito.
María conocía demasiado bien a su hermana. Entró en silencio y se quitó el sombrero y el abrigo. Luego se dirigió a la cocina a preparar un té, mientras Eva seguía hablando de lo que había visto. Después se dirigió al salón y sirvió dos tazas de té. Frente a ella, su hermana Eva la miraba expectante.
—Te preguntarás para qué te he llamado. Hace años que no hablamos más que de nimiedades y cosas sin importancia. Bueno, seguimos siendo hermanas, y a alguien tenía que contárselo. Quería que lo supieses. Mi compañero y yo nos vamos a Alemania… ¡aguarda un momento! Tengo que explicártelo. ¡He tomado la decisión de abandonar el marxismo! ¡No pongas esa cara de sorpresa! La verdad que llevo tiempo pensándolo. Estoy desencantada. No es lo que pensaba. Una cosa es la teoría, Hegel, Engels, Marx… y otra muy diferente la realidad. No me gusta nada lo que está pasando en Rusia, desde hace tiempo crítico a los dirigentes bolcheviques, las cosas podrían haberse hecho de otra manera, y creo que el camino está en un socialismo diferente. Lo voy a dejar. Sinceramente estoy harta de luchar por algo que no tiene nada que ver con lo que creí en su día. Por eso nos vamos de Viena, aquí los que se decían nuestros camaradas no nos comprenderían. Tú sabes que para algunas cosas esta ciudad es muy provinciana. Así que quiero comenzar de nuevo, intentar otra vía. A principios de este año próximo me marcharé de Viena y quería que fueses la primera en saberlo.
Eva Gessner no podía creer lo que estaba escuchando. ¡María abandonaba el marxismo! Bebió un largo sorbo de té que ya se había quedado frío. Al menos alguien de la familia parecía entrar en razón, aunque le hubiera gustado más si la idea fuese abandonar también a aquel Kurt Eckart. ¡La vida era una caja de sorpresas! Se sentía satisfecha por aquella decisión y por el hecho de que se fuesen de Viena. María volvía a Alemania, donde ya estaban Joachim y Stefan. Ellos también estarían contentos de ver volver al redil a aquella oveja descarriada, la más pequeña, y también la más tozuda desde que estudió la carrera. Su padre se quitaría un peso de encima. Bueno, al menos era un primer paso. Confiaba en que cualquier día la llamase para decirle que también había dejado al tal Kurt.
Se abrazaron al despedirse. Cuando le preguntó que cuándo volverían a verse, María se encogió de hombros. No podía decírselo, pero le prometió que le escribiría, que la mantendría al corriente. Ambas eran conscientes de que no eran más que palabras. María se volvió exclamando «¡Feliz 1924!». Cuando cerró la puerta, Eva sollozó sin poder contenerse. Siempre había tenido una debilidad por María, tan frágil, tan sensible. La vida era más dura de lo que había pensado. Hasta hacía poco había creído que su posición social, su estatus económico, su privilegiada educación mantendrían a los hermanos Gessner a salvo de las inclemencias de la vida. Ella misma llevaba apenas unos meses casada con Paul Dukas y algo comenzaba a fallar en su matrimonio. Descubría que para aquel hombre la única persona del mundo por la que sentía interés era por él mismo. Un carácter dominante, egocéntrico y difícil. Su familia le reprochó que se casara con un judío, pero eso nada tenía que ver con lo que estaba encontrando.
Volvió a Grinzing tarde. Paul siguiendo su costumbre estaba leyendo en la biblioteca, con la chimenea encendida, aunque había instalado un moderno sistema de calefacción central. Estuvo muy cariñoso con ella y le preguntó por su viaje a Zúrich. Ella le habló de sus adquisiciones, incluso las desembaló para que las viera y él se mostró sorprendido al verlas y cordial. Le dijo que como psiquiatra, en aquellas obras percibía un drama humano, un cambio de época, algo transcendente. Eva asintió, mientras pensaba que tal vez estaba siendo demasiado quisquillosa con él, y que a fin de cuentas el matrimonio también significaba aceptación y concesión, que no siempre se podía ganar. No le dijo nada de lo de María. Prefería aguardar un poco, y ver lo que ocurría.
Por la mañana pensó en llamar a su amigo Andreas Neuer para quedar con él y comer por el centro, pero decidió decírselo personalmente. Andreas era además su abogado y su confidente, alguien al que conocía desde hacía años, en el que podía confiar. Paul se había ido muy temprano al hospital mental, como casi todos los días, excepto los viernes. Desayunó en el comedor que daba a la cocina y desde donde se veían los viñedos bajando hacia el valle. Aquel lugar le gustaba cada día más, y le hubiera encantado que las cosas fuesen de otra manera, poder invitar a sus hermanos a una cena, incluso a su excéntrico padre. Pero sabía que nunca podría hacerlo, ya que, salvo Markus y María, ninguno aceptaba que se hubiera casado con un judío, y eso no iba a arreglarlo el tiempo. Pensaba que si tuviera hijos también los rechazarían por llevar aquella sangre. No podía comprenderlos. Sobre todo a Joachim y a Stefan, dos personas anacrónicas, que parecían seguir viviendo en la época del imperio, incapaces de entender aquel nuevo mundo.
Su automóvil que llevaba una semana parado se negó a arrancar y Helmut, el mayordomo, jardinero, chófer eventual, y hombre para todo, tuvo que bajarla a Viena en el coche antiguo de Paul, que se había quedado para servicio de la casa. Cuando se detuvo, Helmut descendió para abrirle la puerta frente al portal del despacho de Andreas, en el Schubert Ring. Andreas se había asociado a una prestigiosa firma de abogados que trabajaban en temas complejos. Subió en al ascensor hasta la tercera planta, y un pasante le abrió la puerta y la condujo hasta el despacho privado de Andreas, que se levantó sorprendido para saludarla.
—¡Eva! ¡Qué gran alegría verte! ¿Qué tal por Zúrich? A mí los suizos me aburren, aunque es cierto que ellos dicen de nosotros que somos unos burgueses insufribles, pero te confesaré que si algún día me retiro lo haré allí. ¿Qué quieres de este humilde abogado? ¿Necesitas algo?
Ella sonrió.
—¡Andreas! ¡Tú de humilde no tienes nada! —se rio abiertamente—. No he venido a verte por nada especial. Sólo para que me invites a comer más tarde. Si te parece quedamos en el Bristol, que tiene un nuevo cocinero. ¿Está bien a la una? Tenía que venir al centro y he pensado en convencerte directamente. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! ¡Pero pienso que tu marido va a terminar por ponerse celoso, y que eres una provocadora a la que le encanta proporcionar comidilla a los buenos burgueses de Viena!
Andreas Neuer era un pragmático. Les decía a todos sus amigos que sólo creía en el dinero y que lo demás casi todo era accesorio. Durante la comida en el Bristol comentaron el último artículo del diario de Viena acerca del imparable avance de los abogados judíos en Austria y en Alemania. Andreas le dijo que en el propio consejo del bufete se hablaba con preocupación acerca de cómo se iban haciendo con los mejores clientes.
—Fíjate que hace pocos años teníamos como clientes a los principales negocios de Viena, por cierto también muchos de ellos judíos. Ahora por supuesto prefieren a los de su raza para que les lleven los asuntos. Algo parecido está pasando en el colegio de abogados, en el de médicos, en cualquier orden de la vida, y eso va a traer problemas… y si no, al tiempo. Pero en fin, no te lo voy a contar a ti. Paul es judío, ciertamente un judío muy especial, algo parecido a lo de Freud. Por cierto, ¿no habrás venido por algún problema?
—¡No! ¡En absoluto! Todos los matrimonios tienen sus más y sus menos… ¡Qué va! Paul es casi perfecto. No se inmiscuye en mi vida, tiene una mente abierta, una mentalidad moderna. Digamos que si tiene un problema es su gran ego, pero eso se le puede perdonar. ¡No! ¡No he venido a verte para preparar el divorcio! Solamente quería hablar un rato contigo. Nada más. La novedad es que mi hermana María me ha dicho que abandona el marxismo. ¡Ha sido una sorpresa! Ya sabes que está viviendo con un tal Kurt Eckart. María me ha confesado que están desencantados, y que se van a vivir a Alemania, yo creo que para no tener problemas con sus compañeros de partido.
—Puede ser —Andreas se mostraba algo escéptico—. Aunque sabes muy bien es difícil salir de ahí, salvando las diferencias, con los comunistas ocurre como con los jesuitas. No conozco a María tanto como a ti, pero me parece una extraña decisión. ¡Pero en fin! Tu hermana, por nacimiento, educación, y posición no estaba en una situación coherente, en cuanto a ese tal Kurt Eckart, recuerdas que te conté que tu padre me pidió que hiciésemos un informe, que yo encargué a un amigo en la policía. Es un don nadie, o sea que si se van a Alemania mejor para todos. Ellos podrán iniciar una nueva vida, y tú, la familia, os quedáis más tranquilos. En cuanto a ti, ya sabes dónde me tienes y si algún día te divorcias, me caso contigo. ¿De acuerdo?
Andreas Neuer quedó con ella para más tarde. Eva estuvo haciendo unas compras por el centro. Después la acompañó a Grinzing en su coche. Encontraron a Paul que acababa de llegar y que parecía de buen humor. Andreas no tuvo otra opción que aceptar quedarse a cenar.
Paul Dukas se sentía orgulloso de su casa. Había invertido en ella gran parte de sus ahorros más una importante hipoteca, pero pensaba que el resultado merecía la pena. Andreas paseó con ellos por la preciosa finca de cerca de veinte hectáreas.
Al acabar la cena, Paul, que había bebido más de la cuenta, comenzó a meterse con Andreas. Eva tuvo la impresión de que había algo más. Una mezcla de pequeños celos y el interés de aclarar algunas cosas.
—Bueno, mi querido Andreas. Seguro que habrás leído el artículo acerca de los abogados judíos de Viena y la situación de tirantez con el resto de compañeros de profesión. Hasta hace muy poco yo creía que los médicos no teníamos ese problema, pero resulta que sí, que los médicos judíos también parecemos ser una importante competencia para los otros. La verdad me he llevado una decepción, creía que estábamos en un país avanzado, y resulta que no. ¡Después de todo, qué es eso de los abogados y los médicos judíos! ¡Imagino que también los sastres, los profesores, los músicos, los científicos! ¿No pone en mi pasaporte que soy austríaco? ¿No soy cristiano? ¡Entonces dónde está la diferencia!
Andreas se sentía violento. Miró a Eva, pensando que precisamente habían estado hablando a mediodía de aquel artículo. Sabía que para muchos era algo que debía ponerse sobre la mesa, no ocultarse. Intentó calmar a Paul.
—Bueno. Digamos que el problema existe, sería absurdo negarlo. Hay una fuerte competencia entre unos y otros…
—¿Qué otros? ¿Los que no llevamos sangre austríaca? ¿Quieres decir los judíos? ¿Por qué no los griegos, los armenios, los eslavos? ¿A quién te refieres? ¿A Freud? ¿Adler? ¿Zweig? ¿A mí? ¿De quién estamos hablando? ¡No! ¡Cuando dices los otros te refieres a los judíos! ¡La verdad que empiezo a estar harto de este asunto!
—¡Tranquilízate, Paul! ¡Yo estoy al margen! ¡No comparto ninguna de esas tesis, y tú lo sabes! —Andreas también estaba comenzando a alterarse.
—¡Lo único que sé es que en Austria, por no decir en Alemania, parecemos gente de segunda clase!
—¡Bueno Paul! ¡Precisamente tú no puedes quejarte! —Eva intervino intentando quitar hierro al asunto—. ¡Eres alguien muy considerado! ¡Un privilegiado!
Paul miró a su esposa con amargura mientras parecía hacer un esfuerzo por controlarse.
—Eva, querida, creo que en esto no tienes razón. Es cierto que me gano bien la vida, pero soy consciente de cómo la gente mantiene las distancias. Os diré algo. Percibo una mezcla de envidia y curiosidad. Me veo observado desde fuera, como deben sentirse las fieras del zoo. Lo he intentado, pero no podría decir que me considero un austríaco más. Mi padre intentó evitarlo y por ello optó por convertirse al cristianismo, pero eso no significó que a partir de ese momento las cosas cambiasen, por mucho que nosotros intentásemos disimular. Para nuestros parientes y amigos judíos creyentes la conversión solo fue un grave error, mientras que los cristianos vieron en ello el intento de unos judíos de pasar desapercibidos. ¡Aunque viviésemos aquí mil años seguiríamos siendo gente diferente! ¡No es nada nuevo, eso ya nos pasó en España, en Sefarad! Llevábamos allí muchos siglos asentados cuando fueron llegando los godos y los visigodos, los bárbaros, luego los árabes, hasta que al final los cristianos nos expulsaron. ¡No querían un país con religiones que les hiciesen competencia! Me encanta Austria, amo este país, ahora es mi patria de adopción… pero con todo esto tendré que preguntarme. ¿Hasta cuándo?