19. ADIÓS A UNA ÉPOCA

(BERLÍN, NOVIEMBRE DE 1923)

Matthias Lamberg pensaba que aquel frío y gris día de noviembre había sido muy duro para un ferroviario jubilado. Desde primera hora de la mañana, cuando decidió acercarse al ayuntamiento para solicitar un certificado de empadronamiento y poder trasladar su pensión a Berlín, todo se había complicado. Tras una larga espera salió de allí enfadado, sin haber conseguido arreglar nada, pensando que cada vez había más burocracia y menos eficiencia en aquel país. Más tarde a mediodía, en la taberna en la que solía comer desde que su esposa había fallecido meses atrás, tuvo una fuerte discusión con el amigo con el que solía compartir aquel rato, cuando tuvo que escuchar que aquellos nacionalistas no arreglarían nada, sino que muy al contrario terminarían por llevar al país a un profundo hoyo. Eso fue demasiado para él, tanto que todo comenzó a darle vueltas y muy ofendido, cogió su plato y sus cubiertos y se fue a acabar de comer en otra mesa.

Por la tarde, tras sentarse en un banco en un parque para hacer tiempo, y releer las páginas del «Berliner Tageblatt», asistió a la conferencia que tantos días llevaba aguardando. Aquel fue el único rato que se sintió bien, escuchando a un intelectual que parecía saber lo que decía. El título de la conferencia era explícito: «Nacionalismo». El conferenciante era un tal Joseph Goebbels, desconocido para los asistentes, un hombre bajo, tal vez demasiado joven, que cojeaba levemente. Lamberg pudo darse cuenta de que el conferenciante calzaba un zapato ortopédico en su pie derecho compensando la diferencia de longitud entre sus piernas. Un hombre muy delgado y pálido, de aspecto casi enfermizo, apasionado en su exposición, que abogó durante las dos horas que duró su conferencia por un estado nacional fuerte que suprimiese la lucha de clases mediante un socialismo nacional y anticapitalista. Habló de un líder carismático. Un tal Gregor Strasser. El hombre empleaba una ardorosa retórica que redundaba sus palabras. Su idea era la preservación de la pureza racial, sin andarse por las ramas. Habló con claridad de la eliminación de los enemigos de Alemania: los socialistas, demócratas, bolcheviques y judíos. Cuando alguien levantó la mano para intentar aclarar lo que quería decir con aquello de eliminar, el joven conferenciante con aplomo aseguró que eliminar y liquidar eran sinónimos.

—¿Quiere decir liquidar físicamente? ¿Acabar con ellos? —insistió agresivamente el que había levantado la mano mientras se escuchaban murmullos de desaprobación en la sala por aquella interrupción.

—¡Naturalmente que quiero decir eso! ¿Es que no lo he dejado suficientemente claro? ¿O qué cree usted que habría que hacer con los enemigos de Alemania? ¡Se lo expresaré en sentido contrario! ¿Qué cree usted que harían con nosotros los comunistas si consiguieran llegar al poder aquí en Alemania?

—¿Y los judíos? —insistió el que interpelaba—. ¿Qué habría que hacer con los judíos según usted? ¿También habría que liquidarlos?

El hombre no se conformaba con la respuesta. Lamberg pensó que debería ser un periodista ya que portaba un bloc de notas en la mano y un lápiz.

—¡Ya me ha escuchado! ¡He dicho lo que creo que habría que hacer con los enemigos de Alemania! ¡Eliminarlos de la vida de este país!

El que preguntaba se incorporó gesticulando. Tenía el rostro congestionado.

—¡Pertenezco a la Agencia Telegráfica Judía aquí en Berlín y quiero que sepa que estoy en total desacuerdo con sus palabras! ¡Es usted un miserable!

Sin más caminó hacia la salida. Se volvió un par de veces como si fuera a decir algo más pero desistió y abandonó la sala. El conferenciante se encogió de hombros. Debía estar acostumbrado a aquel tipo de interrupciones.

—¡Otro judío más! ¿Se dan cuenta de lo que quería exponerles? ¡Lo que les he dicho! ¡Lo mejor que podemos hacer es aniquilarlos! ¿Qué es eso de la Agencia Telegráfica Judía? ¡Bah! ¡No merece la pena seguir con el tema!

Prosiguió sin inmutarse, rechazando de plano el tratado de Versalles, exigiendo la unión de todos los alemanes en una gran Alemania. También mencionó a Herder, asegurando que su movimiento «Tormenta e impulso», basado en la obra de Klinger, era el modelo a seguir. La fuente de inspiración debería ser el sentimiento en vez de la razón. ¿No había utilizado Shakespeare los temas nacionales? Del mismo modo los alemanes habían de recordar su propia historia.

Cuando terminó su vibrante exposición, Matthias Lamberg, entusiasmado por la claridad de la exposición y la pasión que el hombre había puesto en ella, se acercó a saludarlo. Se presentó diciendo que pertenecía al cuerpo de ferroviarios de Prusia, y que estaba muy de acuerdo con lo que había dicho. Le preguntó a Goebbels si había leído los «Discursos a la nación alemana» de Fichte. Añadió que tenía esperanza en las generaciones futuras que habrían de llevar a Alemania a altas cotas en el mundo. El conferenciante levantó los ojos hacia él y lo miró con cierta sorpresa al tiempo que le preguntaba su nombre.

—Matthias Lamberg, para servirle, sargento retirado del cuerpo ferroviario. Yo ya soy viejo, pero tengo la convicción de que ustedes llevarán a Alemania al lugar que se merece. ¡Por encima de todos, sobre todo el mundo!

Al contestar intentó entonar la música del himno, mientras le estrechaba con fuerza la mano. En aquel mismo momento Matthias notó un extraño y sordo dolor en el pecho, mientras pensaba que las piernas le pesaban más de lo habitual y que no se sentía bien del todo. Se apartó de allí confuso, y ya en la calle decidió tomar el tranvía 19 hacia Alexander Platz, en lugar de volver caminando como solía hacer.

Fue lo último que Matthias Lamberg hizo en su vida. Sentado en el tranvía que recorría la Unter den Linden hacia el este, se dirigía a su casa después de aquella apasionada conferencia del enviado del NSDAP, dándole vueltas a todo lo que había oído, enfadado con un mundo tan apático, en el que apenas dos docenas de personas habían asistido a la que consideraba una magnífica disertación sobre algo tan esencial para el futuro de la nación, cuando sintió un agudo dolor en el pecho. Intentó incorporarse buscando inútilmente aire. Un instante después cayó fulminado en el asiento de madera con los ojos muy abiertos. Había muerto apretando entre sus dedos rígidos la hoja que anunciaba la conferencia.

El revisor encontró en su cartera un carnet que lo identificaba. Lo llevaron en un coche al dispensario más próximo donde sólo pudieron certificar su muerte. Cuarenta minutos más tarde una ambulancia condujo el cuerpo al instituto forense. A pesar de los muchos problemas, en Berlín las instituciones funcionaban eficientemente. Al menos de ello, Matthias Lamberg se hubiera sentido satisfecho.

Charlotte Wilhelm se enteró de lo sucedido dos horas más tarde por una llamada telefónica. Avisó a su hija y ambas sumidas en la aflicción y sin terminar de creérselo se dirigieron al Instituto Forense para saber qué había ocurrido, pensando en todo lo que tendrían que hacer. Para cuando llegaron ya habían comenzado la autopsia. Un funcionario les explicó que cuando la terminaran podrían disponer del cuerpo. Podrían llevárselo al día siguiente a la iglesia y desde allí al cementerio. Luego tendrían que llevar a cabo los trámites con el certificado. Nada de particular. Les recordó que tal vez deberían encargar una esquela aquella misma tarde, para que sus amigos y conocidos pudieran asistir a la ceremonia religiosa y al entierro.

Apesadumbradas, Charlotte e Ilse se dirigieron a la redacción del “Berliner Tageblatt”, ya que sabían que era el diario que leían los amigos de Matthias para encargar la esquela.

Mientras, Joseph Goebbels, ajeno a todo ello, había salido de la sala tras la conferencia, meditando que intentar convencer a todos los alemanes, o al menos a un número suficiente para hacerse con el poder, era una tarea prácticamente imposible. En cuanto a aquellos desgraciados judíos ya les llegaría su hora, por el momento tenía cosas más importantes en que pensar. Estaba informado de que Adolf Hitler, Ludendorff y su grupo más cercano pensaban intentar un golpe de estado en cualquier momento. Él había advertido a Gregor Strasser que aquello sería un grave error, aunque era muy consciente de que aún no tenía ningún peso específico en el partido, y menos en el grupo de Baviera. Strasser le había invitado a desplazarse a Múnich, pero declinó la oferta, no por temor, sino intentando ser pragmático. Mientras cenaba solo en un restaurante barato cercano a la pensión en la que residía, tenía una sensación morbosa, sabiendo que era de los pocos que sabían en Berlín lo que iba a suceder.

Luego recordó aquel jubilado que se había acercado al terminar su exposición. Goebbels presumía de una excelente memoria. ¿Matthias Lamberg? Era curioso que un viejo ferroviario jubilado leyera a Fichte. Él también lo había leído y releído en Heidelberg, cuando preparó su tesis. Pero aquello demostraba que las nuevas ideas estaban calando incluso entre las viejas generaciones, que por muchos motivos deberían ser más conservadoras. ¿Qué le había dicho el viejo antes de apartarse de repente? «¡Ustedes llevarán a Alemania al lugar que se merece! ¡Por encima de todos, por sobre todo el mundo!». Asintió. Era exactamente lo que intentaba transmitir, y aquello demostraba que lo estaba consiguiendo.

La mañana siguiente Joseph Goebbels desayunó un mal café y un croissant en una cafetería junto a su pensión. Le pidió el periódico al camarero. Le trajo el «Berliner Tageblatt» arrugado por el uso y mal doblado. El diario traía en portada la noticia del putsch de los nacionalistas en Múnich. Lo leyó ávidamente. Según el periódico, el intento de golpe de los nacionalistas encabezados por Ludendorff y Adolf Hitler había fracasado. Aquello era de esperar. Él sólo confiaba en Gregor Strasser al que le debía todo. Buscando más información en una de las páginas encontró una pequeña reseña de su conferencia. Alguien había tomado notas, pero por lo que decía, evidentemente, no había entendido nada. No era más que un descarado ataque a los nacionalistas, ya que hablaba de la absurda retórica de los enviados desde Múnich para intentar convencer a los berlineses. Tenía interés en saber lo que habría dicho el periodista judío de la Agencia Telegráfica Judía. Iba a cerrar el diario cuando le pareció leer de pasada un nombre que le resultó conocido. Traía una pequeña fotografía del hombre que se había acercado a hablar con él al terminar la conferencia, con el nombre debajo. ¡Matthias Lamberg! ¡Sí, era él! ¡Vaya por Dios! No podía creer lo que estaba leyendo. Aquel hombre desconocido y tan amable con él, había muerto unos minutos más tarde en el tranvía al volver a su casa. Al lado estaba la esquela en la que se mencionaba a su querida hijastra, Charlotte Wilhelm, a su nieta, Ilse Edelberg y esposo, Karl Edelberg. ¡Qué trágica casualidad! La esquela mencionaba que se celebraría un funeral en la iglesia evangélica Friedrichstand a las diez de la mañana, previo a su entierro en el cementerio Friedhöfe am Halleschen Tor.

Eran apenas las nueve treinta y decidió ir. Sólo por respeto al que había pronunciado aquellas palabras: «¡Ustedes llevarán a Alemania al lugar que se merece! ¡Por encima de todos, por sobre todo el mundo!». ¡Pues claro que la llevarían! ¡A pesar del fracaso del golpe en Múnich! Algo que por otra parte era de esperar. ¿Pero quién habría tenido aquella brillante idea? A pesar de que no comulgaba con él creía que no podía haber sido Adolf Hitler. Eso habría sido cosa de Ludendorff y de los militares que le acompañaban. No creía que ni Hermann Goering, ni Alfred Rosenberg, ni mucho menos Rudolf Hess, tuvieran nada que ver en ello. Lo raro era que Gregor Strasser no les hubiera dicho que aquello terminaría mal. En todo caso solo eran meros comparsas.

En un taxi se dirigió a la iglesia que figuraba en la esquela. Desde fuera comprobó que allí se estaba celebrando un funeral. Entró en la iglesia y se colocó unas filas atrás observando. Al acabar la ceremonia se acercó a saludar a la que debía ser la hijastra de aquel Lamberg. Se presentó y le estrechó la mano al tiempo que murmuraba su pésame. Después hizo lo mismo con la joven Ilse Edelberg. Entonces asoció el nombre. ¿No le había hablado alguien del partido de un tal Karl Edelberg de Berlín? Tuvo una intuición y quiso aclararlo.

—Siento lo de su padrastro. La verdad es que sólo tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras ayer por la tarde con él, pero me impresionó lo que me dijo. Perdone. ¿Es usted la esposa de Karl Edelberg? ¿Por casualidad su esposo forma parte del NSDAP? Le explico, yo también pertenezco al partido. Mi nombre es Joseph Goebbels, y estoy dando una serie de conferencias aquí en Berlín.

—Sí. Muy agradecida por su asistencia. Encantada de conocerle. Ahí lo tiene, ese de ahí es mi marido, Karl Edelberg, hablando con aquel hombre. Precisamente acababa de volver de Múnich. Él no pudo quedarse… pero que se lo cuente el mismo. Ahí viene.

Ilse le presentó a su marido, que aseguró que por supuesto había oído hablar de él en el partido. Goebbels tomó la decisión de acompañarlos al cercano cementerio, mientras Karl le contaba la reunión en la cervecería, acompañado de Stefan Gessner, en la que les habían presentado a los miembros del comité ejecutivo, incluyendo a Hitler. No sabía nada más. Le explicó que tuvo que volver por una reunión en la empresa, pero después de enterarse de lo que había sucedido, meditó que tal vez debería haberse quedado. Le confesó que sentía remordimientos. No deseaba que en el partido pensaran de él que era la clase de persona que se escondía. Añadió que allí, entre las lápidas y los cipreses, la vida se veía más relativa.

—¡No se preocupe! ¡Sé muy bien de lo que me está hablando! —Goebbels le quitó importancia a su preocupación—. ¡Yo también podría haber estado allí! Pero mire, si ahora nos metieran a todos en la cárcel. ¿Entonces quien quedaría para seguir adelante? Bueno, Edelberg, me quedo con su dirección y ya tendrá noticias mías. Vamos a ver cómo se desarrollan los acontecimientos en los próximos días. Pero no se preocupe, que saldremos de esta. Mire, el camino hacia el éxito suele ser amargo y duro. Nuestra arma secreta es Gregor Strasser que nos conducirá al triunfo. Me alegro de haberle conocido. Nos veremos.

Karl observó cómo Joseph Goebbels se alejaba caminando lentamente entre las tumbas y mausoleos. Una figura patética con aquella gabardina gris que le venía grande y la leve cojera que el hombre se afanaba en disimular. Sin poder evitarlo notó un fuerte escalofrío, era como si ya hubiera vivido aquella escena.