18. EL PUTSCH DE MÚNICH

(MÚNICH, 8 Y 9 DE NOVIEMBRE DE 1923)

Stefan Gessner creyó hasta el último momento que lo que se estaba preparando sería otro mitin más en la cervecería Bürgerbräukeller, en el que se atacaría con saña al gobierno. Quizás hicieran una pequeña demostración de fuerza saliendo a cantar a la calle o algo parecido. Se mantuvo todo el día muy cercano al grupo de los líderes y nadie reparó en él. Se sentía bien allí, respirando el poder, sintiéndose uno más, pudiendo observar como actuaban en la intimidad. Adolf Hitler estaba algo apartado, tomando continuas notas y dictando a su hombre de confianza, Rudolf Hess. Los otros iban y venían. Así estuvieron toda la mañana, hasta que a las doce y media se fueron a comer algo a un restaurante cercano sin pretensiones, comida típica bávara: cerdo asado y café. Sólo estaban ellos. Unos vigilantes de las SA controlaban la entrada para que nadie los molestara. Ninguno de los presentes probó la cerveza ni el alcohol. Alguien le comentó que Hitler había prohibido beber aquel día, para que todos tuvieran la mente lista. Apenas hubo sobremesa y volvieron andando al cercano cuartel general de la NSDAP, bajo la vivienda que ocupaba Hitler. Luego Hess, Goering, Röhm, y Rosenberg, se encerraron con Hitler en la sala de recibir. Comenzó a comprender que estaba preparándose algo importante, pero nadie le comentaba nada ni tampoco le invitaban a participar. Era como si no le diesen importancia, aunque al tiempo demostraban una gran confianza en él.

Como a las seis, ya oscurecido, apareció el general Erich Ludendorff, al que reconoció por la prensa, acompañado de otros dos militares. Los tres vestían el uniforme de la Reichswehr, y cruzaron delante de él para unirse a los que se hallaban en la sala. Unos cuantos minutos más tarde volvieron a salir, subieron a un vehículo que los aguardaba en la calle y desaparecieron. En aquel momento entró un hombre joven aún, con traje de chaqueta. Se dirigió a él y se presentó haciendo una leve inclinación de cabeza y chocando los tacones al estilo prusiano.

—Doctor Max Erwin Scheubner-Richter, ingeniero.

Stefan le devolvió el saludo, al tiempo que le daba su graduación de capitán de submarinos.

—¡Ah! ¡Qué lástima no haber contado con tres veces más submarinos! ¡Habríamos ganado la guerra y no nos encontraríamos en esta penosa situación! ¿No le parece?

Stefan asintió.

—¡Por supuesto! ¡Siempre he tenido ese criterio! ¡Seguro que se las habríamos hecho pasar canutas!

Luego ambos tomaron asiento. Scheubner-Richter le preguntó que como iban los preparativos. No supo que contestar, lo cierto era que no tenía ni idea, sólo murmuró:

—¡Ah, sí, bien, bien! ¡Todo está en orden!

Su interlocutor debió darse cuenta de que no estaba hablando con la persona adecuada, se levantó sin responder y se dirigió a Hess que salía en aquellos momentos de la sala.

Stefan estaba comprendiendo que se trataba de algo mucho más relevante que el mitin del día anterior, al que había asistido acompañado de Karl Edelberg, que le había defraudado. ¡Marcharse de aquella manera! ¡Imperdonable! No sabía cómo se lo tomarían todos ellos, pero la verdad se sentía algo avergonzado de haberlo invitado a ir hasta Múnich para después salir corriendo. ¡Hacer de padrino de alguien tan tibio y ambiguo! ¡Él se lo iba a perder!

A las siete y media salieron los que estaban reunidos. Mientras había ido llegando gente y allí ya no cabía un alma.

Se asomó a la puerta de la calle y se quedó asombrado al ver la multitud de SA que aguardaba. ¡Cientos de miembros de las SA desbordaban las avenidas colindantes! Tragó saliva. Aquello era otra cosa. No sentía miedo, sólo una sensación mezcla de euforia y excitación. Estaba justo en mitad de una situación incontrolable. Volvió a entrar. Casualmente su mirada se cruzó un instante con la de Adolf Hitler. Se dio cuenta de que aquel hombre no le había visto, pero pudo notar en sus ojos un brillo especial, su rostro mostraba las señales inequívocas de fatiga, al tiempo sus rasgos se habían endurecido, como si estuviera convencido de que nadie podría detenerle en la misión que la providencia le había encomendado.

Todos salieron a la calle tras el «Führer», que era como le llamaban sus más cercanos. El jefe supremo. Cruzó por delante de él enfundado en su abrigo negro, con la Cruz de Hierro de primera Clase en el pecho. Comprendió que era cierto lo que se decía de él. Sería imposible detener a aquel hombre.

No podía hacer otra cosa que seguirlos, salió y miró un instante hacia atrás. No había nadie más. Sin saber bien lo que debía hacer tiró de la puerta para cerrarla. Con dificultades pudo seguirlos, ya que la masa de SA le impedía llegar hasta los jefes. Los SA comenzaron a cantar himnos patrióticos y sonaron algunos pitos de alarma. Luego se hizo el silencio, ya que desde la cabeza se pidió que no se cantara. Sólo se escuchaba el sonido sordo y amenazador de centenares de botas sonando contra el empedrado rítmicamente. Otros se dirigían en camiones repletos de más SA, incluso pudo ver el automóvil Mercedes descapotable de Hitler rodeado de guardaespaldas. Se dio cuenta de que la vecindad, temerosa ante aquella demostración de fuerza bruta, había cerrado los postigos de sus ventanas. Iba al final, siguiendo a los últimos SA, las farolas de gas eran la única iluminación de aquella multitud parda. De pronto se imaginó un enorme animal antediluviano que se dirigía hacia su destino.

Estaban ya cerca de la cervecería cuando Goering, que se había retrasado para controlar la situación, se colocó a su lado y sin mirarle comentó jovialmente a lo que iban. ¡Un golpe de estado! Tuvo que repetírselo, porque al principio creyó que se trataba de una broma. Pero aquello podía ser cualquier cosa menos una broma, cuando vio como las SA rodeaban la «Bürgerbräukeller» mientras ellos entraban en el enorme salón por la puerta principal, como si los estuvieran aguardando para comenzar la fiesta. El lugar se encontraba cargado de humo, lleno de gente a rebosar, con las mesas repletas de jarras de cerveza. A lo lejos, en el escenario, alguien estaba dando un mitin. En aquel momento se hizo un abrumador silencio.

Goering que no se separaba de él, murmuró que el conferenciante era el comisario de Baviera, Gustav von Kahr, acompañado de sus dos ayudantes, von Lossow y von Seisser. Pudo escuchar las últimas palabras de von Kahr contra la tiranía. Luego los acontecimientos se precipitaron. Vio como Hitler corría, se subía de un salto a una mesa empuñando su pistola y disparaba al techo mientras gritaba.

—¡La revolución nacional ha comenzado!

Stefan tuvo que tragar saliva, mientras veía como los SA corrían entre las mesas tomando posiciones. Vio como detenían a von Kahr. Nadie aplaudió, era una ominosa sensación, en la que los presentes preferían no destacarse, mientras Hitler vociferaba consignas y comenzaba un discurso algo incoherente. La tensión era enorme, pero ellos, los que estaban dando el golpe, tampoco esperaban la fría reacción del público. Algo no estaba saliendo como habían planeado. Él era tal vez el único observador, aunque de corazón estaba con los golpistas. Aquello no iba a quedar allí. Hitler, que seguía subido en la mesa parecía haber cogido el hilo, y comenzaba un discurso repleto de lugares comunes, en el que repetía los párrafos en un «in crescendo» que era como el redoble de un tambor, cada vez más alto, más violento, más agresivo. Algunos de los presentes le aplaudían, atemorizados ante la presencia de los numerosos guardias de corps del NSDAP, y no menos de cien SA que vigilaban las puertas controlando la situación.

Se encontraba algo confuso sin saber bien cuál debía ser su postura, sabiendo que de momento sólo era un invitado, a pesar de pertenecer también al partido. Notó como Goering le lanzaba miradas de vez en cuando queriendo animarle. Le habrían dicho que se encargara de él, ya que ambos eran oficiales del Reichswehr y podían entenderse, ver las cosas con cierta perspectiva. Para entonces, Adolf Hitler y sus hombres de confianza se hallaban totalmente eufóricos, después de tanta lucha estaba llegando su momento.

Hitler saltó de la mesa donde se había subido y corrió hacia el estrado. Llevaba la pistola en la mano. Se dirigió a los presentes gritando.

—¡La revolución nacional ha comenzado! ¡El gobierno de la nación ha sido destituido! ¡También el gobierno bávaro! ¡No se muevan de su sitio! ¡La policía y la Reichswehr se dirigen hacia este lugar!

Se volvió para decir algo a von Kahr y a los otros dos que de inmediato caminaron tras él hacia uno de los reservados. En aquel momento Stefan vio entrar a Ludendorff, con su casco plateado con un remate puntiagudo y a otros militares. Todos ellos mostraban el gesto crispado, como si no estuvieran allí por su gusto, sino forzados por las circunstancias. Entraron en el reservado en el que se encontraba Hitler con von Kahr y los otros.

Mientras en la sala la gente murmuraba, algunos parecían preocupados, otros molestos, los más expectantes, aguardando a ver lo que sucedía finalmente. Se sabían partícipes de un drama, y nadie hizo el gesto de levantarse. Tal vez la presencia de las SA les impedía mostrar sus afinidades.

Transcurrió un largo rato. Cuando aparecieron de nuevo en el escenario, Hitler seguido de Ludendorff, von Kahr, von Lossow, y von Seisser, los presentes con algunas excepciones prorrumpieron en una larga ovación. Hitler, exultante, estrechó la mano de todos ellos, intentando esbozar una media sonrisa, como si quisiera demostrar a la audiencia que los había ganado para su causa. Stefan notó como Goering que se encontraba junto a él no podía controlarse, daba pequeños saltitos y apretaba compulsivamente los puños. En el estrado Hess se hizo cargo de von Kahr y los otros para evitar que se echaran atrás. De improviso muchos de los presentes entonaron el himno nacional. Otros gritaban consignas.

Transcurrieron las horas. Stefan había conseguido una salchicha y una jarra de cerveza. Más que apetito lo que pretendía calmar eran sus propios nervios.

Goering se había acercado a dialogar con Hitler, también con Streicher que acababa de llegar y con los otros jefes. Nadie le hacía caso y se sentó en un lateral desde el que dominaba la sala. La gente permanecía sentada, algunos iban de mesa en mesa, otros llamaban a las camareras reclamándoles inútilmente cerveza. Debían estar sucediendo cosas afuera, ya que entraban y salían mensajeros. Alguien le contó que Ludendorff había tomado la decisión de liberar a von Kahr y los otros dirigentes bávaros, y que eso había sido un grave error.

Cuando llegó la madrugada se supo que Röhm había conseguido tomar el ministerio del interior bávaro. Cerca de las ocho Ludendorff debió convencer a Hitler para dirigirse al centro de Múnich. Aquel militar estaba convencido de que las tropas que se les interpusieran en el camino no se atreverían a disparar contra él. Finalmente abandonaron la cervecería y se dirigieron hacia el ayuntamiento, en la Marienplatz, con el general al frente, acompañado de Hitler, Goering, Hess y todos los mandos, seguidos de más de dos mil hombres.

Stefan no se consideraba cobarde, pero en aquellos momentos no las tenía todas consigo, con la certeza de que en cualquier momento aparecería el ejército y tendrían que disolverse y probablemente echar a correr. Tenía la desagradable sensación de que el asunto no estaba maduro, de que Hitler y los suyos habían intentado tomar un peligroso atajo para hacerse con el poder. La idea era llegar a unirse con Röhm y evitar que la policía y el ejército pudieran desalojarlos. Algo más tarde Stefan comenzaba a creer que los nacionalistas iban a salirse con la suya, ya que mucha gente se unía espontáneamente a ellos.

Estaban entrando a la Odeonplatz, frente al monumento a los generales alemanes, el Feldherrnhalle, cuando se encontraron frente a frente con un batallón de la policía que había tomado posiciones para cortarles el paso. Stefan se hallaba en el lateral de la segunda fila, y desde allí podía divisar con claridad lo que estaba sucediendo. Ludendorff y Hitler se detuvieron, así como todos los que los seguían. Una enorme tensión flotaba en la plaza que se había sumido en absoluto silencio. De pronto se escuchó una detonación, como si se hubiera roto una compuerta, y el caos lo invadió todo, de un lado y otro se escuchaban disparos, hasta que se transformó en un tiroteo continuo. Levantó la vista y vio a Goering desplomarse, un segundo más tarde tuvo la impresión de que alcanzaban a Hitler. Dos SA cayeron junto a su lado y él también podría morir si no escapaba de aquella ratonera cuanto antes. Corrió con los demás hacia atrás y se refugió en un portal. Subió por la escalera detrás de dos hombres que ascendían un piso por delante de él. Uno de ellos al menos iba herido ya que iba dejando un rastro de gotas de sangre. Debieron entrar en alguno de los pisos pues los perdió de vista. Volvió a bajar la escalera, salió a la calle, muy cerca de donde se hallaba la policía corría detrás de algunos SA. No se atrevió a salir y se ocultó en la parte de atrás, donde la escalera descendía al sótano. Escuchó como algunos policías entraban y subían hacia las plantas superiores buscando fugitivos. Durante un rato pensó que lo atraparían sin remedio, pero pasó cerca de una hora y las cosas se fueron calmando.

Se abrió una puerta frente a él, una mujer salió de un piso en el semisótano y lo vio, debió comprender que se trataba de alguien huyendo y se llevó el dedo índice a los labios, al tiempo que le hacía un gesto para que pasara, inmediatamente volvió a cerrar la puerta. Debía tener treinta y tantos, y sin hablar le ofreció un vaso de agua. Se escuchó el timbre de la puerta, y ella le señaló que se dirigiera hacia el pasillo que conducía al interior del piso. Caminó de puntillas y se metió en un dormitorio. Su sorpresa fue mayúscula al encontrar allí a Herman Goering tumbado en la cama. Un hombre le estaba haciendo un vendaje en la parte superior del muslo. Goering estaba muy pálido, aunque con el suficiente estado de ánimo para indicar silencio. Se acercó a los pies de la cama y alzó el brazo derecho. Goering le lanzó una profunda mirada reconociéndolo, y asintió mientras preguntaba con un hilo de voz.

—¡Me alegro de verlo! ¿Está usted herido, Gessner?

—¡No, herr Goering! ¡Aquí me tiene a sus órdenes para lo que disponga!

—¡No olvidaremos quién ha estado con nosotros en estos difíciles momentos!

En aquel momento pudo escuchar como la mujer abría la puerta de la calle y a la policía preguntando. Unos minutos después se marcharon. Media hora más tarde un vehículo accedió por la entrada de carruajes, llamaron al piso y entre todos ayudaron a meter al herido en el automóvil.

Stefan permaneció hasta primera hora de la tarde allí. La mujer, que se presentó como Erika Müller, sólo le dijo que simpatizaba con los nacionalistas, sin darle ninguna explicación acerca de cómo había llegado Goering hasta allí. Más tarde ella lo acompañó cogida del brazo hasta salir del barrio, como si se tratara de una pareja de vecinos. Dos manzanas más adelante ella se despidió deseándole suerte.

Pudo enterarse de lo sucedido en una taberna cercana. Alguien contó que Hitler había podido huir, también Goering, a pesar de que se comentaba que había resultado herido. No hizo ningún comentario y siguió bebiendo su cerveza. El hombre siguió contando que al menos había muerto una docena de manifestantes y que no habría menos de un centenar largo de heridos de bala, además de varios policías muertos y docenas heridos.

—¡Una verdadera batalla campal! —comentó otro hombre delgado que estaba junto a él— ¡Ese Hitler los tiene bien puestos!

Alguien en voz alta al otro lado de la barra replicó con cierta sorna.

—¿Desde cuándo los que llevan a los suyos a una encerrona fatal salen corriendo? ¡Ese Hitler es como todos los demás! ¡Que sepan que el «Völkischer Beobachter» ya ha sido prohibido, y la central del NSDAP clausurada! ¡Esos nacionalistas ya no tienen nada que hacer!

Pudo salir de Múnich aquella misma noche. Un policía de paisano le pidió la documentación en la estación. Las circunstancias le ayudaron, ya que al comprobar que se trataba de un antiguo oficial de la marina, el hombre se la devolvió sin hacer comentario y le dejó pasar a la zona de andenes. Después en el tren volvieron a pedírsela, aunque de nuevo le devolvieron la documentación sin más. Ser un oficial de la armada en excedencia, veterano de la Gran Guerra, tenía sus ventajas.

Mientras el tren nocturno se dirigía a Berlín, con su monótono traqueteo, meditó que, a pesar de todo, el movimiento nacionalista tenía muchos más simpatizantes de los que hubiera creído. Agotado, notó que se le cerraban los ojos.