17. UN VIAJE A MÚNICH
(MÚNICH, NOVIEMBRE DE 1923)
Stefan Gessner y Karl Edelberg se conocieron en una cervecería de Kaulsdorf, en la que solían celebrarse eventos del NSDAP. Aquel encuentro no fue realmente fruto de la casualidad, a pesar de que Karl pensaba que sí. Stefan había sido trasladado de los Freikorps a las SA, las «Sturmabteilung» o tropas de asalto, a petición de uno de sus jefes. No tuvo inconveniente en ello, ya que creía que los Freikorps habían cumplido con su papel histórico, y que deberían ser sustituidos por un cuerpo más organizado y eficiente. Fue nombrado SA-Sturmbannführer, y se le designó a uno de los estandartes de Berlín como hombre de confianza de los mandos superiores en la capital. Su misión era el control interno. Evitar que se infiltrasen los enemigos, como la policía secreta del gobierno, o los servicios de inteligencia del ejército. Para la Reichswehr, y sobre todo para los oficiales del ejército, las SA sólo eran tipos de segunda clase, «la escoria parda», como los llamaban despectivamente. Los ministerios del interior y del ejército querían estar bien informados de lo que se estaba preparando. También el partido comunista tenía interés en todo el asunto.
El puesto al que le habían asignado era de una gran responsabilidad y Stefan lo sabía. El lugar donde iba a celebrarse cada mitin, desfile, evento o conferencia en cualquier barrio de Berlín, debía ser supervisado previamente por el equipo que había formado para ello.
Para entonces Karl Edelberg llevaba ya casi diez meses en el partido, aunque sólo le dedicaba los ratos libres. Alguien con su capacidad intelectual y personal no podía pasar desapercibido para sus superiores. Una cosa era ser simpatizante y otra cosa muy diferente estar metido en el asunto hasta las cejas. Su jefe inmediato le dijo que querían promoverlo, aunque para ello debería ir pensando en abandonar su puesto de trabajo, o darse de baja.
Pero Karl no pensaba en abandonar su laboratorio de ingeniería óptica por mucho que coincidiera con los ideales del NSDAP, y contestó que podían contar con él pero que no le pidieran que abandonara su profesión. Era alguien valioso, mucho más que la media de los que se inscribían y podía ser útil también desde fuera. Fue entonces cuando designaron a Stefan para que entrara en contacto con él, como por azar. En una de las reuniones del partido, a finales del verano de 1923, ambos coincidieron en la principal cervecería de Kaulsdorf. Stefan sabía que Karl Edelberg asistiría y forzó la situación con una pelea simulada entre dos supuestos miembros de su grupo, aparentemente bebidos, que interpelaron a Karl en el exterior del local. En aquel momento, Stefan apareció «por casualidad» y se interpuso, librando a Karl de una paliza. Luego invitó a una cerveza a su nuevo amigo mientras le sonreía con simpatía.
Entre otras cosas tenían en común, aunque no eran conscientes en aquel momento ninguno de los dos, que Karl era el marido de Ilse, la hija natural de David Goldman. Stefan Gessner era hermano de Eva, y por tanto, le gustase o no, cuñado de Paul Dukas, yerno de David Goldman mientras estuvo casado con Selma Goldman.
Stefan le contó que había pertenecido a la flotilla de submarinos que tanto había hecho por Alemania durante la Gran Guerra. Había patrullado por el Atlántico Norte, y seguía pensando que si todos los militares y políticos alemanes se hubieran comportado como sus camaradas de submarinos otro muy distinto hubiera sido el desenlace. Karl se mostró muy interesado y le preguntó por el funcionamiento de los periscopios. Si creía que una mejora en la calidad óptica sería importante. Stefan le contestó sin vacilar que los submarinos y su eficiencia dependían de ello. Ya tenían algo en común, y Karl le pidió que visitara la empresa en la que trabajaba. Cuando se despidieron Stefan le prometió que iría a verlo en unos días.
Tanto Stefan como Karl tenían además en común una educación burguesa y su origen en familias acomodadas. La atracción fue recíproca. A Stefan le habían encargado un informe sobre Edelberg. Redactó uno manifestando que no debían dejar escapar a aquel hombre cuya preparación científica y cultural podía enriquecer al partido. Añadió que Karl Edelberg era alguien destinado a liderar a otros. También hizo mención a la investigación que estaba llevando a cabo acerca de la mejora de la óptica de los periscopios, lo que bajo su punto de vista podía ser de interés para Alemania en un futuro.
El informe de Stefan fue remitido al Comité Ejecutivo de la NSDAP. Allí se decidió que Karl Edelberg, al igual que otros en similar situación, pasara a formar parte del comité ejecutivo de Berlín. Seguiría en su trabajo y en su vida familiar, pero estaría a las órdenes de sus superiores cuando fuera preciso. Se designó como coordinador a Stefan Gessner, quien sería uno de los responsables en el norte de Alemania. El NSDAP estaba creciendo rápidamente, y unas determinadas personas tendrían que empezar a controlarlo.
A principios de noviembre Stefan Gessner fue citado en Múnich. Se le ordenó que fuese acompañado de Karl Edelberg, ya que el informe que había redactado sobre él, causó la curiosidad de la cúpula del partido. Cuando Stefan llamó por teléfono a Karl, este le contestó que para ello tendría que pedir permiso a sus jefes. Stefan le replicó que no se preocupase, que de eso se encargaba él. Después llamó al propietario de la empresa y, tras hablar con él unos minutos, el hombre dijo que por su parte no habría ningún problema. Habían comprobado la valía de Edelberg y no deseaban prescindir de él.
El siete de noviembre cogieron el tren a Múnich. Ambos estaban satisfechos aunque algo preocupados, sin saber bien para que los habrían citado. Durante el trayecto charlaron amistosamente, y descubrieron que tenían aficiones parecidas. Karl le contó que siempre había soñado con entrar en un submarino. Stefan le contestó con cierta amargura que en aquellos momentos toda la flota de «U-Boots» estaba totalmente desmantelada y desguazada por causa del Tratado de Versalles, y que no sabía el tiempo que podría transcurrir hasta que Alemania volviese a tener una flota activa de submarinos. En cualquier caso haría gestiones para que pudiesen ir a ver el único que seguía atracado y a flote en el puerto de Kiel, aunque desarmado. También intentaría hacerse con uno de los periscopios, que ya eran poco más que chatarra y se lo enviaría a la empresa. Karl se lo agradeció, ya que hasta entonces sólo había podido trabajar con un periscopio durante su estancia en la casa Zeiss.
En Múnich se dirigieron a la sede del NSDAP. Los recibió el líder de las SA, Hermann Goering, uno de los héroes del escuadrón Richthofen, que saludó con una amplia sonrisa a Stefan. Ambos eran veteranos de la Gran Guerra, militares laureados y se reconocían entre ellos. Luego dio la mano a Karl Edelberg mientras mencionaba que tenía muy buenas referencias suyas, y que estaban formando un consejo de científicos para asesorar al partido, por lo que iban a integrarlo. Karl se sintió halagado, sabía que su nuevo amigo Stefan Gessner era el responsable de aquel informe. Contestó que no creía tener méritos para ello. Goering, consciente de que estaban sembrando las semillas de la nueva historia que ellos escribirían, les observaba con benevolencia. Añadió que les invitaba a compartir la cena con el líder del partido nacional, Adolf Hitler. Era un gran honor y ambos aceptaron. Karl sentía una gran curiosidad por saber cómo era aquel personaje, al que unos alababan como al superhombre que salvaría a Alemania, mientras sus enemigos lo tildaban de no ser más que un austríaco que no tenía donde caerse muerto, un extranjero molesto del que nadie sabía de dónde había salido, un tipo excéntrico y teatral que desafiaba permanentemente al poder desde su reducto en Baviera, con un discurso que oscilaba entre ambiguas promesas y amenazas mesiánicas.
Una hora después llegó Adolf Hitler acompañado de su hombre de confianza, un joven de mirada obsesiva de nombre Rudolf Hess, y del nuevo editor del «Völkischer Beobachter», Alfred Rosenberg, que los observó fríamente con lo que a Karl le pareció menosprecio.
Casi sin darse cuenta se encontraron cenando en una cervecería cercana con los jerarcas del NSDAP, a los que comenzaban a llamar en los periódicos «los nazis», una abreviatura de «nacionalsocialista». Al lugar seguían llegando otros que sin más se sentaban en la larga mesa del reservado cargado de humo, pues con excepción de Hitler y de Karl, todos los demás fumaban. El líder Adolf Hitler hablaba en un aparte animadamente con Hess y Rosenberg. Todo sucedía de la manera más natural, como si ellos también pertenecieran al grupo. Les presentaron a Theodor von der Pforten, que era secretario del Tribunal Regional Superior, a un excapitán de caballería, Johann Rickmers, y a un joven ingeniero de mirada profunda, Lorenz Ritter von Stransky. El local colindante se encontraba muy animado, y los asistentes debían saber quién ocupaba el reservado, ya que de tanto en tanto se escuchaban canciones bávaras y el inevitable «Deutschland über alles», y otras conocidas canciones militares, acompañadas de sordo ruido de fondo, ya que no habría menos de doscientas personas en el local. Karl tuvo la impresión de que los líderes nazis frecuentaban la cervecería. Varias veces entraron algunos y dieron la mano a Hitler, que los saludaba efusivamente e inmediatamente seguía en lo suyo, mientras Hess y Rosenberg cuchicheaban con él y reían a carcajadas, con excepción del propio Hitler, que mantenía el ceño fruncido como si algo le preocupase.
En un momento dado Hess se acercó a ellos, cuando ya habían dado buena cuenta de un par de jarras de cerveza y unas salchichas exquisitas.
—Acompáñenme un momento por favor. El señor Hitler quiere hablar un momento con ustedes. Síganme. Fueron tras él a la otra esquina de la larga mesa. Adolf Hitler los observó con benevolencia mientras se dirigía a ellos.
—Tomen asiento, se lo ruego. Usted es el capitán de submarinos, Stefan Gessner, de Kiel, y usted es Karl Edelberg, de Kassel, ingeniero civil por la universidad de Gotinga. ¿Es así? Bien Hess, hágales esa pregunta y veamos lo que opinan sobre el tema.
El que parecía el secretario de Hitler, Rudolf Hess, los observó en silencio.
—Apreciados camaradas. Tenemos interés en saber lo que ustedes piensan acerca de los judíos alemanes. ¿Les importaría darnos su opinión lo más sintética posible? Naturalmente les ruego que sean sinceros. No se preocupen, es sólo porque tenemos interés en saber lo que piensan los patriotas alemanes que se afilian a nuestro partido en relación con esa cuestión.
Stefan asintió.
—Bueno, si me lo permiten contestaré yo primero. Usted ha dicho los judíos alemanes. ¿No es eso una contradicción? ¡Para mí no hay judíos alemanes! Hay judíos y hay alemanes. Lo cierto es que nunca me han caído bien. Es algo familiar.
Por un instante no pudo dejar de pensar en su hermana Eva.
—Bien, capitán Gessner. Gracias por su contundente opinión. ¿Y usted Edelberg? ¿Qué opinión tiene? Le insisto. Sea sincero y no se preocupe. Queda entre nosotros.
Karl no sabía mentir. Hasta aquel momento nunca había hecho política.
—Que quede claro que a mí los judíos no me caen bien. Pero ya que desean que sea sincero, les diré que en la universidad de Gotinga los mejores profesores eran judíos. Eran los que mejor daban sus clases y los que estaban más preparados. Eso es lo que creo.
Hitler asintió en apariencia impertérrito. Carraspeó.
—Bien. Bien. La sinceridad es la mejor virtud de nuestro pueblo. Gracias, capitán Gessner, gracias ingeniero Edelberg. Estábamos hablando de lo que piensan los alemanes acerca de los judíos. ¿Tienen relación familiar con judíos? ¿Alguna vez han tenido un problema directamente con algún judío? ¿Del tipo que sea?
Stefan tragó saliva, mientras pensaba que aquel hombre le imponía.
—No. Directamente no. Pero conozco casos… entre gente muy cercana.
—¿Y usted, ingeniero Edelberg?
Hitler llevaba la voz cantante. En la mesa todos los observaban en silencio. Afuera en el gran salón se escuchaba cantar a coro una canción bávara, mientras las camareras seguían trayendo cervezas y platos con salchichas. Karl quería seguir siendo sincero, y le devolvió la mirada sin bajar los ojos.
—Ya le dicho que no me caen bien, quiero que quede claro. Pero recuerdo que un profesor judío me aprobó una vez después de haberme suspendido. Digamos que me dio una segunda oportunidad y no tenía por qué haberlo hecho. Aunque eso no me hizo cambiar de opinión con respecto a ellos.
Hitler volvió a asentir secamente.
—Bien. Les agradezco su sinceridad. ¡Esa virtud forma parte del carácter alemán! Y ahora sigan con lo suyo. Gracias, muchas gracias.
Ambos volvieron a sus sitios. Les acababan de traer unas grandes jarras de cerveza espumosa. Bebieron un largo trago mientras entre ambos se creaba un incómodo silencio.
—Karl Edelberg. ¡Eres un tipo muy arriesgado! ¡Decirle eso nada menos que al líder! ¿Pero es que no sabes lo que piensa sobre los judíos?
—¡Claro que lo sé! ¡Pero si él mismo nos ha pedido que le contestásemos con sinceridad! ¿Qué querías? ¿Qué mintiese? ¡Pero si es cierto! ¡De todas maneras le he dicho por dos veces que no me caen bien! Aunque si de verdad queremos ser sinceros… Si me pongo a pensar seriamente, no sabría decirte cual es el motivo de esa enemistad. La verdad es que no me han hecho nada que lo justifique. Lo cierto es que desde que era muy pequeño mi padre me explicó que no debía fiarme de ellos, y así lo hice. Tal vez tendría que haberlo cuestionado.
Stefan no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¡Precisamente allí! Era como si estuviese hablando con otra persona.
En un momento dado Hitler y sus acompañantes entraron a la sala grande donde los recibió un alborozado griterío. Stefan y Karl los siguieron. En el gran salón cargado de humo y repleto de hombres, pues se veían escasas mujeres, todos aclamaban a Adolf Hitler. La gente eufórica alzaba sus jarras y coreaba su nombre. Karl se dio cuenta de que aquel hombre era muy popular en Múnich. Cuando le permitieron hacer uso de la palabra, Hitler pareció improvisar un discurso. Tenía una gran facilidad para hablar, aunque se dio cuenta de que acudía a lugares comunes, que gesticulaba mucho para acompañar sus palabras, mientras la gente lo seguía en absoluto silencio, excepto cuando lo aplaudía o lo vitoreaba. Alguien le había contado que Hitler recibía clases de oratoria y comportamiento gestual del profesor Paul Devrient, un antiguo cantante de ópera, y que ensayaba con él todos sus gestos minuciosamente, incluso las expresiones faciales. También le enseñó técnicas para la puesta en escena, y cómo educar su voz. Había salido un alumno aventajado.
Stefan se había separado algo de él. Karl lo miró y se dio cuenta de que su amigo parecía beber las palabras del líder, como si no pudiese apartar la vista de él. En aquel momento Hess se acercó a Stefan y le comentó algo. Stefan asintió. Luego se acercó de nuevo a él, y Karl pudo notar que le brillaban los ojos.
—¡No me cabe la menor duda de que este hombre providencial sacará a Alemania del hoyo en que nos encontramos, te lo garantizo! ¡Sólo él podrá conseguirlo! ¡Ah, qué satisfecho estoy de haber venido! Hace un momento Hess me ha dicho si queremos ir mañana con ellos a la cervecería Bürgerbräukeller, ahora bien, me ha advertido que pretenden manifestarse contra el gobierno. ¡Ese miserable gobierno de la república de Weimar debería irse y dejar paso a los que traen ideas! ¡Por supuesto voy a ir! ¿Y tú?
Karl no estaba por la labor. Por algún motivo no se sentía identificado con aquel ambiente, con aquella gente chillona y radical.
—Mira, Stefan. Te agradezco que me hayas traído y la oportunidad de conocerlo personalmente, pero mañana tengo que volver a Berlín en el primer tren. Eso ya te lo expliqué cuando veníamos. Sintiéndolo mucho no podré estar presente, así que te ruego me disculpes.
—¡Pero hombre, Karl! ¡Ahora me sales con esas! ¡Tú te lo pierdes! No creo que lo tomen a mal, pero deberías pensarlo. ¡No te das cuenta de que en estos días estamos entrando en el futuro! ¿No querrás quedarte fuera, justo en estos momentos, verdad?
—¡No! ¡No! ¡No es lo que piensas, Stefan! ¡Es que tengo que volver a Berlín! Pero ahora no comentes nada, te lo ruego.
Stefan se había quedado estupefacto ante aquella inesperada reacción. No podía comprender a su amigo. ¡Cuando estaban en el lugar adecuado, en el momento culminante, junto al líder! Karl no era más que un pobre hombre atemorizado, un pequeño burgués sin ambiciones, alguien que parecía no comprender que había instantes en la vida en los que era preciso dar un paso adelante, sin temor alguno.
Muy molesto no insistió. Allá cada uno con su decisión. Por supuesto él pensaba quedarse hasta el final. Era un militar, y no entendía la vida de otra manera que arriesgándose permanentemente. Se encogió de hombros. Una sudorosa camarera de voluminosos pechos bamboleantes pasó junto a ellos trayendo más cerveza. A pesar de sus esfuerzos, la gente bebía mucho más rápidamente de lo que las muchachas podían servirla. Cogió dos jarras al vuelo pero Karl se excusó, murmurando que ya había bebido bastante. Por algún motivo no parecía sentirse a gusto. ¡Allá él!
Mientras todos cantaban a pleno pulmón. Hitler se había subido sobre una mesa, también cantaba, aunque con gesto crispado y serio, como si fuese consciente de su responsabilidad histórica. En aquel momento Stefan no tuvo la menor duda de que si alguien podía salvar a Alemania, sería aquel hombre. Era un cálido escenario que definía al país, el cercano ambiente en el que se podía palpar la increíble camaradería, algo que no percibía desde su etapa en la flota de U-Boots. No pudo evitar emocionarse, lo que sólo le había sucedido en raros momentos a lo largo de su vida. Hacía mucho tiempo que no se sentía así, tan hermanado con todos aquellos buenos patriotas que sólo pretendían lo mejor para Alemania. ¡Deutschland! ¡Deutschland! ¡Deutschland! No pudo evitar que una lágrima se deslizase por su mejilla. El tiempo de la verdad estaba llegando, y su vida estaba dando el giro que siempre había soñado.