16. MARÍA GESSNER Y KURT ECKART

(VIENA, MAYO DE 1923)

María Gessner era una mujer retraída, que vestía casi siempre en tonos grises, sin concesiones, nunca llevaba joyas ni pendientes, ni tan siquiera un simple anillo. Casi siempre caminaba deprisa, sin apenas mirar los escaparates que no le interesaban. Su pequeño y delgado cuerpo y su tez muy pálida le proporcionaban un aspecto de eterna convaleciente. Hubiera pasado desapercibida si no fuese por sus ojos verdosos que en ocasiones destelleaban, y por un bello rostro ovalado, enmarcado por un cuidado cabello castaño que le proporcionaba un aire de «madonna» italiana. Sin embargo María se consideraba una persona fuerte y creía tener las ideas muy claras. Desde hacía años colaboraba discretamente con los comunistas, ya que le avergonzaba reconocer que sentía temor a las posibles represalias. Ni Austria ni Alemania estaban aún maduras para la revolución proletaria. Allí en Viena, una ciudad tan conservadora, considerada el paradigma de la burguesía, se sentía en territorio hostil. La aborrecía.

María no comprendía a ninguno de sus hermanos, y recíprocamente era consciente de que ellos tampoco la entendían. Ni siquiera Eva, la más cercana, no sólo por ser mujer, sino porque supuestamente tenían muchas cosas en común, ya que solo se llevaban un año y siempre habían estado muy unidas, desde que eran muy pequeñas hasta hacía pocos años. Últimamente habían ido cambiando, separándose. Ella quiso entrar en la universidad, cuando apenas una mujer de cada mil lo intentaba, y en aquel ambiente tan masculino y prepotente se interesó por la filosofía y la política. A medida que iba ampliando sus conocimientos se fue haciendo marxista. Su heroína era Rosa Luxemburgo a la que había saludado en una ocasión a la salida de una conferencia.

Eva estaba más interesada por la forma, la moda, la estética, el arte, yendo de flor en flor, sin profundizar en nada, mientras ella se doctoró en filosofía. En octubre de 1917 observó entusiasmada como la revolución bolchevique cambiaba la historia del mundo. No tenía la menor duda de que cuando se consolidase en Rusia se extendería a toda Europa, y que la siguiente nación donde las ideas marxistas triunfarían sería Alemania, donde después de todo tanto ella como sus hermanos habían nacido, y seguían manteniendo la nacionalidad aunque durante los últimos diez años la familia tuviese su residencia en Viena.

Para ella, que había tenido la oportunidad de conocer personalmente a Trotsky en Viena, la revolución proletaria sólo era cuestión de tiempo. La humillante derrota de Alemania en la Gran Guerra era el primer paso. Colaboró, eso sí, bajo seudónimo, en el periódico de los espartaquistas «Bandera Roja», y asistió a varios actos comunistas sin hacerse notar, sabiendo que la sociedad a la que pertenecía no le perdonaría lo que para ellos era una traición. Tenía los libros de Rosa Luxemburgo subrayados y anotados, los había leído tanto que podía recitar párrafos completos. Incluso se había atrevido a escribir un ensayo acerca de cómo debería llevarse a cabo la revolución en Austria y Alemania para alcanzar el poder.

Cuando, en el revuelto enero de 1919, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron asesinados en Berlín por ser comunistas, el cielo se le cayó encima.

En una de las cada vez más escasas reuniones familiares, que eran más un consejo de administración que otra cosa, donde siempre terminaban discutiendo agriamente y tirándose los trastos a la cabeza, pudo escuchar sin dar crédito a sus oídos como su hermano Stefan explicaba a la familia, muy satisfecho de sí mismo, su participación en la detención y asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht. Tuvo que abandonar precipitadamente el comedor, a punto de vomitar. Stefan lo contaba como si volviera de una partida de caza, cuando iban a los pantanos de Hungría con los amigos. María tomó aquel día, en aquel preciso instante, la decisión de apartarse de la familia y no volver a dirigir la palabra a sus hermanos Stefan y Joachim, encantados de lo sucedido.

Desde entonces se había dedicado a estudiar la situación política en Europa Central, sobre todo en Austria y en Alemania. Los imperios habían dado paso a las repúblicas democráticas en la mayoría de los países, aunque Gran Bretaña, por sus especiales circunstancias seguía yendo contra el mundo. Un día, a principios de 1920, su padre habló muy seriamente con ella, lo que no había sucedido nunca antes. Aquel hombre, con el que no coincidía en nada, le manifestó con acritud que no podrían seguir viviendo bajo el mismo techo, y mucho menos cuando el resto de la familia tenía unas ideas frontalmente distintas a las suyas.

María sentía un profundo desprecio hacia su padre, alguien que había dilapidado su vida en francachelas y caprichos, y que había logrado que su propia esposa lo abandonase y más tarde se divorciara. Pensó que no tenía nada que hablar con él, y que a fin de cuentas era algo que ella tendría que haber hecho mucho tiempo antes. Aquella misma tarde alquiló un piso cerca de la universidad y se llevó todas sus cosas. No tenía ninguna intención de volver a pisar la casa de su padre.

Unas semanas después, buscando donde encargar unos folletos para una manifestación de estudiantes, conoció a Kurt Eckart, un joven que tenía su pequeña imprenta en un callejón cercano al edificio donde ella vivía. Al explicarle lo que pretendía, él mostró gran interés. Le habían dicho que aquel impresor era de confianza, cuestión importante ya que la policía había prohibido que los estudiantes se manifestaran. Al principio Eckart la observó con sorpresa, hasta que finalmente asintió asegurándole que estaba dispuesto a hacer lo que le pedía. Luego la acompañó de vuelta a su casa y por el camino la invitó a un café. Descubrió que aquel hombre aparentaba una cierta rudeza, pero que debajo escondía una gran sensibilidad. Él le contó que su madre era rusa, en realidad polaca, pero que él era alemán por parte de padre. Ambos habían fallecido y él había tenido que comenzar a ganarse la vida con apenas catorce años. En aquel momento tenía treinta y cuatro. Llevaba veinte años viviendo sólo, aparentando ser lo que no era, y que todo ello le había endurecido.

Kurt le confesó que era la primera vez que le contaba todo aquello a alguien. Comenzaron a salir juntos. Eran dos almas solitarias que las circunstancias habían unido. Después, como si fuera algo concertado, él la llevó a su piso, destartalado y desordenado, donde hicieron el amor por primera vez. Desnudos sobre la cama, le confesó que nunca antes se había enamorado y que sólo había tenido relaciones esporádicas con algunas mujeres para desahogarse. María, que después de tantos años acababa de perder la virginidad, comprendió que bajo aquel aparente desorden vital se ocultaba un alma que merecía la pena.

Kurt, algo mayor que ella, tampoco era lo que parecía a primera vista. Aquel cuerpo grande y fuerte escondía en su interior un alma sensible, alguien con un complejo universo interior que coincidía con el de María en muchas cosas. También él era marxista por convicción y miembro del partido comunista ruso, lo que le advirtió que mantuviera en absoluto secreto. Más adelante le daría una explicación sobre su situación. Sin embargo nada le dijo acerca de su madre, Sarah Zhitlovsky, una mujer judía que ocultaba su verdadera personalidad. Ella le había dicho que olvidara aquel nombre judío, debía ser solo Kurt Eckart, un alemán nacido en el este de Polonia.

María le confesó sollozando que por primera vez en su vida se sentía enamorada. A partir de entonces él fue a buscarla todos los días. Un par de meses más tarde, Kurt cerró su pequeño apartamento y le dijo que quería compartir su vida con ella. No hubo mucho más que hablar, Kurt se fue a vivir a su piso llevando con él una pequeña maleta de cuero y varias cajas de libros.

En otra gran ciudad como Londres o París, algo así habría pasado desapercibido, pero no en Viena. Naturalmente aquello significó la ruptura total con la familia Gessner. Hasta la propia Eva se lo recriminó un día que la encontró en la calle. ¿Pero es que se había vuelto loca? ¿Un impresor? ¿Cómo podía estar viviendo con aquel desconocido, alguien que no pertenecía a su clase? Añadió que era algo indigno de la familia, y que debería recapacitar. María no se molestó en contestar a su hermana. Para ella era Eva la que parecía algo desequilibrada. Simplemente siguió su camino dejándola con los reproches en la boca.

Desde hacía algún tiempo, María Gessner sentía que bajo la aparente placidez cotidiana se estaba gestando una gran tormenta en Europa. Viena tenía muchas similitudes con Leningrado, e imaginó que probablemente sería allí donde comenzaría todo. ¿Qué importancia podría tener lo que su familia pensara de ella? No tenía la menor duda de que llegaría el día en que tendrían que pedirle que les ayudase, cosa que por supuesto no pensaba hacer. Tal vez a Eva no le tendría en consideración sus reproches. Sentía por ella una cierta ternura, a pesar de su apariencia y su forma de ir por la vida era débil.

Para ella, aquel enorme patrimonio familiar debería retornar al pueblo y cada uno vivir de su trabajo. En el futuro, las fronteras desaparecerían, al igual que los nacionalismos. Se implantaría la dictadura del proletariado en todo el mundo, y entonces las cosas serían lo que siempre tendrían que haber sido.

Kurt, aunque mantenía una imagen sin tendencias, era en el fondo aún más radical. Para él, antes que nada sería preciso hacer justicia. Ocultaba dentro de sí un jacobino, y una tarde caminando por el centro le confesó que si por él fuera se implantaría un tribunal popular y una guillotina en la Plaza de San Stefan. En su momento debería correr la sangre de los parásitos, como llamaba a los burgueses, cuyo mayor esfuerzo era caminar hasta el Café Demel para tomar un cappuccino con pasteles mientras se despellejaban los unos a los otros. Le aseguró que la compasión y la pena eran sentimientos reaccionarios que no llevaban a ninguna parte.

Kurt Eckart había nacido en 1892. Ni siquiera a María le había contado toda la verdad. Ocultaba bajo su piel a Israel Zhitlovsky. Nunca tuvo padre, solo un hombre alemán que dejó preñada a su madre judía polaca que se hacía pasar por cristiana bajo el nombre de Anna Salhiskaya. Lo único que aquel hombre hizo por él fue reconocer ante un notario de Varsovia que era su hijo. Aquello le proporcionó la posibilidad de obtener el pasaporte alemán. A su padre nunca lo conoció personalmente, y por lo que ella le había contado, habría muerto en la Gran Guerra.

Tenía catorce años cuando su madre murió de tuberculosis y tuvo que buscarse la vida. En aquellos tiempos Polonia formaba parte de Rusia, y sin saber muy bien lo que debía hacer se dirigió a la capital como tantos otros, hacia San Petersburgo, donde entró a trabajar como ayudante en un taller de impresión. Tres años más tarde se hizo miembro del partido socialista, y le encargaron que colaborase en dibujar e imprimir folletos para el partido bolchevique y que ayudara a distribuirlos. En 1915 trabajaba ya en la edición del «Pravda». En 1916 se había alistado en el partido bolchevique.

Un día de finales de 1917, cuando la revolución bolchevique parecía haber tomado el poder, uno de los hombres de Trotsky le dijo que por su nacionalidad podría ayudar mejor a la revolución desde Viena, ya que Kurt poseía el pasaporte alemán que había obtenido en Berlín por su ascendencia paterna. No puso objeción y se dirigió allí. Además de seguir imprimiendo llevaba a cabo labores de coordinación y de apoyo al partido bolchevique de una manera encubierta.

Nadie tenía que convencer a Kurt Eckart que el futuro de la clase obrera era la revolución bolchevique mundial. Eso se lo había oído al propio Trotsky, y él sabía que su misión sería luchar por ese objetivo durante su vida.

Un día de mayo de 1923 un hombre entró en el taller de impresión. Parecía ruso y en ese idioma se dirigió a él. Le dijo que debería ir aquella tarde con su compañera, María Gessner, a una determinada dirección en uno de los barrios de obreros de Viena. Así lo hicieron y llegaron a un piso en planta baja en un edificio del barrio obrero en las afueras. Allí les aguardaba un tal Anatoli Sajarov, deberían referirse a él como «Iván». Un miembro del partido bolchevique, al que Kurt reconoció que ya pertenecía al partido cuando él residía en San Petersburgo. Ya entonces parecía muy cercano a las tesis de Stalin. Iván les explicó que se les iba a designar para una misión especial. Sólo se la podían encargar a determinados miembros de absoluta confianza. El hombre tenía un dossier sobre ambos, y se lo mostró para que pudieran valorar hasta donde llegaba la confianza del partido. Hablaba en ruso, que María había aprendido por su interés en la revolución bolchevique, y que desde que conoció a Kurt lo hablaba siempre con él, intentando mejorarlo. Previamente les hizo una pregunta y les rogó que la meditaran, ya que aquello podría afectar a sus vidas.

—¿Estarían dispuestos a colaborar en las condiciones que se les exigiese, por duras y difíciles que fueran?

Ambos se miraron un instante. Aceptaron de inmediato, aunque Sajarov añadió que no se precipitaran, ya que primero tendría que explicarles lo que pretendían de ellos. Aseguró que no iba a resultarles fácil lo que les propondría, pero insistió de nuevo que sería muy importante para el partido. Necesitaba una absoluta fe, la certeza de que llevarían a cabo la labor que se les encomendase, aunque pudiera resultarles chocante, ingrata, incluso en apariencia contra sus propios principios.

Ambos se hallaban en ascuas. Kurt tampoco sabía lo que se les iba a exigir, aunque era consciente de que no tenían alternativa. El dirigente bolchevique que los había señalado no aceptaría un no como respuesta. Si los habían elegido a ellos habría sido tras una larga selección. Kurt tenía la sensación de que Iván estaba empleando una vieja táctica para comprometerlos poco a poco, de tal manera que en un momento dado ya no podrían volverse atrás. Replicó con cierto orgullo que no aceptaba que dudasen de él. María asintió, ya que en lo esencial pensaba lo mismo que su compañero.

Iván permaneció unos momentos en silencio. Los dos notaban la tensión en el ambiente. Entonces les dijo que iba a explicarles lo que se pretendía de ellos. En lo concerniente a María, se trataba de aparentar un radical cambio de vida. Apartarse de los antiguos compañeros, manifestar donde y cuando fuera procedente su desencanto con los bolcheviques. Después de un cierto tiempo ambos deberían iniciar un movimiento de acercamiento muy paulatino hacia los nacionalsocialistas, concretamente hacia el NSDAP, y, en su momento, cuando se hubieran ganado la confianza, afiliarse a dicho partido para poder llevar a cabo lo que a partir de entonces se les fuese encargando. Se trataba de una misión a largo plazo. Les dijo que la revolución sólo podría triunfar si conocía las debilidades de sus enemigos. Según le había dicho Stalin, al que se podía considerar el líder del partido, lo que ocurriera en Alemania afectaría muy directamente a Rusia. De aquel movimiento nacionalista, empujado por el NSDAP, se decía que probablemente no llegaría a ninguna parte, pero en cualquier caso, por algún motivo desconocido, Stalin estaba muy interesado por tener información de primera mano acerca de él.

Kurt y María permanecían estupefactos, sin saber que contestar. Iván los observaba en silencio, sabiendo que aquella era una propuesta extraña y llena de dificultades. María se atrevió a preguntar con la voz ronca por la emoción.

—¿Entonces será algo así como si fuésemos espías? ¿Es eso lo que pretenden de nosotros?

Iván emitió un leve suspiro y miró al techo antes de contestar.

—¡No! ¡No exactamente! No queremos cometer el grave error de menospreciar a los posibles enemigos. Por otra parte, hay que reconocerlo, el partido bolchevique es aún muy frágil, tiene muchos frentes abiertos, entre la guerra civil, las asechanzas de los capitalistas, la situación mundial. Tenemos que saber lo que piensan nuestros enemigos, y los líderes de ese movimiento, tipos como los Strasser, Streicher, Röhm, Amann, y ese tal Adolf Hitler, han manifestado en reiteradas ocasiones en sus mítines que los bolcheviques somos los enemigos de occidente, y muy concretamente del pueblo alemán. Constantemente nos amenazan con todos los males del infierno. Sabemos que usted, María, ha demostrado a lo largo de los últimos años cuál es su pensamiento. En cuanto a Kurt, no tenemos ninguna duda. Lo que queremos es tener dos personas de confianza dentro de ese partido. Nadie debe sospechar de ustedes. Eso significará que no volverán a tener relaciones con ningún miembro del partido bolchevique, excepto conmigo, o con aquel que viniera en mi nombre o sustituyéndome por causa de fuerza mayor. Y algo muy importante. Tengo que advertirles que no seguirán en Viena, aquí la gente los conoce, sobre todo a usted, María, ya que pertenece a una gran familia muy vinculada a la alta sociedad burguesa. Dentro de poco irán a vivir a Múnich, después les daremos instrucciones más concretas de lo que deberán hacer. Por supuesto, no mencionarán esto a nadie, ni escribirán nada referente a ello, ya que iniciarán una nueva vida, digamos que a los efectos será como si ese nuevo partido, el NSDAP, los hubiera convencido, por otra parte, como a tanta gente en Alemania. Estamos hablando de algo que puede durar años, aunque tal vez el globo se desinfle en poco tiempo. Pero si realmente creemos en lo que estamos haciendo lo demás será accesorio. Lo importante es lo que ustedes podrán hacer por la causa. Lo demás no importará. ¿Están de acuerdo?

Kurt y María se miraron. Para él no significaba nada nuevo, ya lo habían enviado allí con una misión concreta. A partir de aquel momento sería algo más complejo, aunque él nunca había pensado en sí mismo. En cuanto a María, era una persona muy formada, capaz, dispuesta a todo, y bolchevique por convicción. Si aquello era lo que necesitaban para colaborar en conseguir sus objetivos, ella no pondría ninguna objeción. Asintieron al unísono, mientras pensaban en lo mucho que aquella extraña decisión iba a cambiar su vida. No hubo más. Iván les estrechó la mano, y quedaron para verse al día siguiente, cuando una vez que lo hubieran meditado les explicaría los detalles.

Abandonaron el piso y se dirigieron caminando en silencio hacia el tranvía. Comenzaban a asimilar lo que acababan de aceptar. Aquello supondría prácticamente llevar a cabo un cambio de personalidad, dejar de ser quienes eran.

María tomó la mano a Kurt cuando descendieron del tranvía.

—¿Y ahora qué? Tengo miedo, vértigo.

Él intentó sonreír. Había vivido antes cosas extrañas, pero aquello le había cogido desprevenido.

—No te preocupes, María. Él lo ha dicho claramente, para nosotros será como empezar de nuevo. Para mí esta será la tercera vez que comienzo desde cero, sin contar cuando vine al mundo. No pasa nada, por otra parte si con ello realmente podemos colaborar con lo que creemos… estoy un poco harto de Viena. Así que vete pensando en todo lo que tienes que hacer antes de irnos.