13. «EL ESTADO JUDÍO»

(TESALÓNICA, DICIEMBRE DE 1922-ENERO DE 1923)

A finales de 1922, la obsesión de Selma Goldman tras su fracasado matrimonio era recuperar el tiempo perdido. Pensaba que, después de haber tenido la oportunidad de haber presenciado los continuos chalaneos de Versalles, estaba de vuelta de todo. Había visto a los hombres más poderosos del mundo regatear, humillarse, vanagloriarse. ¿Aquello era el poder? No merecía la pena tanto para nada. Tampoco le interesaba Viena, con su vida social de pacotilla, sus envidias, rumores, falsas apariencias. Quería quedarse en Tesalónica con la abuela Esther, una mujer llena de sabiduría, que seguía igual que siempre, inmutable, como si el imperio otomano no hubiera desaparecido, y aguardase a que su marido, Efraím Safartí, volviera al atardecer con su sonrisa burlona. ¡Qué diferencia entre el matrimonio de sus abuelos y el suyo con Paul Dukas! No podía comprender lo que había podido ver en aquel hombre ambicioso, lo que la hizo casarse en contra del criterio de su madre. Lo único bueno era que ahora tenía a Jacques y a Esther. Se dio cuenta de que a la bisabuela Esther no le gustaban muchas cosas que la rodeaban, que eran incomprensibles para ella.

Se propuso escribir un libro sobre todo lo que había visto y oído en la conferencia de paz. Aquellos meses habían sido una verdadera oportunidad, no sólo para conocer gente interesante, también para saber cómo se llevaba a cabo la alta política. Allí en Tesalónica tendría el tiempo y la paz para poder hacerlo. La abuela Esther la ayudaba lo que podía con los niños, y además contrató a una chica turca. Quería repetir su experiencia y que los pequeños se acostumbrasen a escuchar con naturalidad diferentes idiomas. Se sentía bien allí, llevando una vida menos ajetreada y mucho más natural que en Viena. Muchas tardes bajaban hasta la playa dando un largo paseo. Una de ellas volvió a encontrar a Stanley. Tras saludarlo afectuosamente, Selma quedó con él en que fuera una hora cada día por la mañana para comenzar las clases con sus hijos. No podía olvidar que ella también había aprendido con aquel hombre, y podía recordar la felicitación del propio Woodrow Wilson a su pronunciación en inglés.

John Stanley vivía en Tesalónica desde que tenía treinta años. Había nacido en Liverpool en 1870, por lo que acababa de cumplir cincuenta y dos y había tomado la decisión de permanecer allí. En su segunda vida, que era como llamaba a aquellos años en Tesalónica, se había transformado en otra persona. Tuvo que marcharse de Liverpool según contaba, y nadie lo había puesto en duda, por razones de salud, buscando el sol mediterráneo llegó hasta aquella ciudad entonces bajo la dominación otomana. Pudo salir adelante dando clases de inglés, ya que esa era su profesión en Inglaterra, y para cuando se dio cuenta del tiempo que le quedaba, comprendió que volver a su antigua vida no le reportaría nada positivo. En Tesalónica conocía a mucha gente y se había convertido en un personaje popular, una verdadera institución. Su pasión eran los pájaros y todo el tiempo que podía lo dedicaba a catalogarlos, medirlos, pesarlos y anillarlos, a comprobar las numerosas especies que migraban a África a través de Grecia desde Europa continental y desde Rusia. Cuando llegaba un barco inglés al puerto de Tesalónica, allí estaba siempre el señor Stanley para lo que hiciera falta. A pesar de su edad seguía teniendo la cabeza muy clara y dando clases a los niños.

Nadie en la ciudad habría imaginado que John Stanley pertenecía al SIS desde 1912, el servicio secreto británico para el extranjero, y que llevaba a cabo labores de información que habían sido muy útiles para la «Royal Navy» durante la Gran Guerra. Habría sido una enorme sorpresa para todos lo que lo conocían como «el teacher», un hombre callado con el rostro quemado por el sol, siempre con su mochila al hombro y sus prismáticos, observando el cielo o el mar.

Paradójicamente, al menos para los que desconocieran el fondo de la cuestión, el profesor Stanley tenía una profunda relación con los sionistas. El primer contacto le llegó a través del SIS, que le ordenó colaborar con ellos. Más tarde se encargó de coordinar los viajes desde Tesalónica a Palestina de muchos judíos europeos que querían viajar allí, no sólo porque formaba parte de su trabajo en el SIS, sino porque sentía una gran empatía hacia los sefardíes de Tesalónica a los que conocía muy bien, como era el caso de los Safartí, y muy especialmente de Esther Safartí, la abuela de Selma. Su amistad con muchas de las principales familias le había hecho cambiar su punto de vista sobre los judíos, ya que antes de conocerlos personalmente creía que Shakespeare los había descrito muy bien con el personaje de Shylock de «El mercader de Venecia». El contacto cotidiano le demostró que la realidad era muy diferente a los estereotipos. Aquellos sefardíes eran inteligentes y sagaces mercaderes, pero sobre todo personas con un gran sentido humano, cargadas de nostalgia histórica por lo que consideraban una injusta expulsión de Sefarad, gentes que al menos con él se habían comportado siempre generosamente.

Desde el día siguiente al encuentro, el señor Stanley comenzó a ir a la casa de Esther Safartí. Llegaba a las diez en punto, la abuela le preparaba un café turco, tal y como le gustaba. Volvía a ser exactamente el mismo ritual, lo mismo que veintitantos años antes, cuando le daba clase a Selma, su alumna preferida, y siempre pensaba que no volvería a tener otra como ella. Pero el tiempo había pasado y ahora le tocaba a la siguiente generación. Jacques tenía casi cuatro años y la pequeña Esther dos. Stanley tenía la teoría de que era bueno que escucharan hablar en buen inglés desde que eran muy pequeños. De hecho sólo hacía eso, hablarles con naturalidad mientras les contaba cuentos, sorbiendo lentamente su café. Así habían aprendido Selma y muchos otros niños de Tesalónica a hablar un excelente inglés.

Una mañana trajo un librito para ella. «El estado judío» de Theodor Herzl. Un curioso regalo viniendo de un inglés. Sólo le dijo «Léelo. Te interesará».

Durante aquellos meses Selma intentaba escribir en el porche que daba al este. Había optado por hacerlo precisamente en inglés y buscaba la inspiración mirando hacia donde salía el sol, hacia levante. Fue allí donde comenzó a pensar en Palestina. Mirando el libro que el señor Stanley le había traído, recordó que el abuelo Efraím Safartí había asistido al primer congreso sionista en Basilea. Según le contaba la abuela Esther, su marido no creía en el sionismo, pero cuando volvió del congreso lo hizo transformado en un apóstol de Theodor Herzl. Ella le contó que si no hubiera muerto tan joven, probablemente habrían terminado por emigrar a Palestina. Efraím era desde siempre un hombre inquieto, que no aceptaba la situación de los suyos. Como un nuevo Don Quijote que no quisiera aceptar la realidad, mantenía que sus ancestrales posesiones en España seguían siendo propiedad de los sefardíes expulsados de una manera injusta e ilegal, por lo que a todos los efectos ellos seguían manteniendo también la nacionalidad española, y el estado español les debería indemnizar aunque hubieran pasado más de cuatro siglos. Muchos lo tomaban por un idealista anacrónico, alejado de la vida real, pero otros estaban de acuerdo con él. Su súbita muerte le impidió seguir con sus reclamaciones.

Hasta entonces Selma no había pensado nunca en serio sobre el sionismo. Más bien había tenido hasta aquel momento la opinión contraria: Siempre había creído que ellos eran griegos, austríacos, o alemanes, antes que judíos. Pero el tiempo que había vivido en Viena y lo que había presenciado en Versalles, mientras ejercía como traductora, le habían hecho pensar si Herzl no tendría razón en sus tesis. En aquellos momentos podía ver las cosas con una cierta perspectiva. Allí tenía el ejemplo de su exmarido. Paul Dukas se creía un austríaco de clase alta, estaba convencido de ser uno más entre los vieneses. Convencido de que nada lo diferenciaba de ellos, mientras paseaba con su magnífico automóvil, residiendo en su nueva mansión en Grinzing, manteniendo su buena vida entre los privilegiados, con su cuidado acento alemán y sus exclusivas tertulias en el café Griensteild.

Pero todo aquello no era más que una puesta en escena. No era algo real. Ella lo había podido analizar desde la primera fila. Para sus pacientes, para los que ellos consideraban sus amigos austríacos, para los vecinos, los conocidos, Paul Dukas era ante todo un judío más. Por mucho que se esforzase, a pesar de las buenas propinas, las conferencias, los libros publicados, la exclusiva consulta, sus éxitos profesionales, sus elegantes maneras, su exquisita dicción. Ella se había dado cuenta de que todo aquello, por encima de cualquier otro sentimiento, generaba envidia.

Y no era sólo Paul Dukas. Lo mismo sucedía con muchos otros, desde el internacionalmente famoso doctor Sigmund Freud, hasta una lista interminable de artistas, médicos, científicos, músicos, intelectuales. Theodor Herzl, Arthur Schnitzler, Arnold Schönberg, David Beer-Hoffman, Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Karl Kraus, Stefan Zweig, y tantos y tantos otros. Cuando Paul quiso entrar en el exclusivo movimiento «Jung Wienu», comprendió que a pesar de todo seguía siendo un judío.

Siguiendo un poderoso impulso interior, Selma abandonó la escritura de su libro y de un tirón leyó «El estado judío». Después siguió con Moses Hess, que en 1860 había escrito «Roma y Jerusalén», y que consiguió en la biblioteca de la gran sinagoga. Apenas lo terminó comenzó «Autoemancipación» del médico judío ruso Leo Pinsker. Una de aquellas mañanas, mientras hipnotizada miraba el azulado mar, comprendió su lema: «Ayudaos, que Dios os ayudará».

No podía dejar de pensar en lo que llevó a Herzl a escribir aquel libro, lo que pasó por su mente aquel día de 1895, cuando en París degradaron al capitán Dreyfus. «¡A mort les juifs, a mort les juifs!», repetía enardecida la muchedumbre, en un país moderno y avanzado como la Francia republicana. Herzl comprendió que no se estaba juzgando a un hombre por lo que hubiera hecho, sino a todo un pueblo por lo que hubiera podido hacer aquel hombre. En un instante el corazón comenzó a latirle con fuerza, y comprendió lo que tenía que hacer.

Fue aquella soleada y calma mañana de enero de 1923 en Tesalónica, mientras «el teacher» contaba otro cuento en inglés a sus hijos, cuando Selma Goldman se convirtió al sionismo.