10. LA AMBICIÓN DE STEFAN GESSNER
(BERLÍN 1918-1922)
El capitán de la marina Stefan Gessner era un hombre totalmente diferente, como si hubiese sido engendrado por otro padre. Para él, la República de Weimar y su gobierno no representaban a Alemania. Durante la guerra había servido en la flotilla de submarinos como primer teniente. Durante los días de la insurrección en la base naval, residía en la casa familiar en Kiel. Al comprobar que aquel consejo de trabajadores, marinos y soldados estaba decidido a la revolución, dio por sentado que habría una guerra civil en Alemania. Después, el 9 de noviembre el Reich acabó sus días. El káiser Guillermo II abdicó, y ante el estupor general de la derecha, el canciller von Baden cedió su puesto a Friedrich Ebert, el socialdemócrata.
Stefan estaba convencido de que los militares con experiencia, como él, tendrían mucho que decir para evitar que ocurriese algo similar a lo sucedido en Rusia. Si no, la revolución soviética se extendería inevitablemente por toda Alemania.
Salvo a Joachim a quien admiraba profundamente, no quería saber nada del resto de la familia, incluyendo a su padre, al que no soportaba. Para él, aquel hombre de vida disoluta, era el único culpable de la deplorable situación familiar, con el degenerado de Markus viviendo su vida, la excéntrica de Eva que había llevado su snob atrevimiento a contraer matrimonio civil con un judío, y al final estaba María, la discreta y callada María, de la que estaba seguro que pertenecía a la Liga Espartaquista, el ala radical del partido comunista. Lo sentía por ella, ya que no tenía la menor duda de que podría terminar como Rosa Luxemburgo.
A finales de 1918 se había alistado en los Freikorps, harto de una situación que iba a peor en todo el país. Uno de sus compañeros, otro oficial de la marina con el que se llevaba muy bien, le contó que se había alistado en aquel cuerpo, y le pidió que se uniera a ellos. No lo dudó un instante, y se afilió. Aquella misma noche fueron trasladados a Berlín donde tomaron posiciones para intentar detener la revolución que Liebknecht y Rosa Luxemburgo estaban patrocinando con los partidos USPD y el KPD. Durante el viaje desde Kiel les explicaron que la revolución de los comunistas se había extendido por las principales ciudades. En Magdeburgo, en Hamburgo, en Bremen, por Baviera, por Sajonia. Sólo ellos podrían evitar que los comunistas se apoderasen del país.
En Berlín se le encomendó realizar un informe acompañando a una sección de los Freikorps. Fueron a uno de los barrios donde se creía que se escondía Liebknecht. La orden era capturarlo vivo para intentar sacarle la máxima información. La dirección donde se creía se encontraban era Manheimer Strasser. Un vecino que simpatizaba con los Freikorps aseguró que allí también se encontraban Rosa Luxemburgo y Wilhelm Pieck. El hombre tenía razón. Al anochecer acordonaron el barrio y, tras eliminar a unos francotiradores de los revolucionarios, entraron en tromba en el edificio. Pudieron capturar a los tres, aunque tuvieron que entrar a la fuerza, ya que en el pasillo hubo un fuerte intercambio de disparos. Liebknecht intentó huir por la ventana pero fue detenido en la calle.
Stefan a pesar de su graduación en la armada, no estaba al mando de la operación. Los Freikorps era una organización paramilitar que funcionaba según otro esquema jerárquico. Un empresario hotelero, Mehring, dirigía la operación en nombre del Consejo de Ciudadanos, seguido del teniente Lindner. Los miembros del grupo de asalto golpearon a los prisioneros. Se sorprendió al comprobar que la famosa Rosa Luxemburgo se trataba de una mujer prematuramente envejecida, de cabellos grises, despeinada por las circunstancias, casi una anciana, aunque no estaba asustada. Él evitó que golpearan a la mujer, no porque quisiera protegerla. Necesitaban que siguiera con vida para interrogarla. Se sabía que era ella la que controlaba al partido comunista alemán. La sacaron de allí con malas maneras, sin atender a su edad y condición, aunque la situación no parecía amedrentarla. Cuando cruzó su mirada con la de ella, Stefan tuvo que desviarla. Tal vez fuese una mujer mayor y gastada por la vida, pero dentro de ella se adivinaba un espíritu combativo que no se rendiría jamás. En el vestíbulo se escucharon insultos. Los Freikorps habían conseguido la pieza mayor en aquella cacería. «¡Puta judía! ¡Vieja puta comunista! ¡Ahora las vas a pagar todas juntas!». Para ellos Rosa Luxemburgo representaba todo lo que odiaban. Aquella mujer se había opuesto a la guerra desde el principio, era socialista radical, comunista, una bolchevique que pretendía la revolución proletaria en Alemania. ¡Alguien satisfecho de que el Reich alemán hubiera perdido la guerra!
Ella había escrito un artículo pocos días antes: «¡El orden reina en Berlín! ¡Ah! ¡Estúpidos e insensatos verdugos! No os dais cuenta de que vuestro orden está levantado sobre arena. La revolución se erguirá mañana con su victoria y el terror asomará en vuestros rostros al oírle anunciar con todas sus trompetas: ¡Yo fui, yo soy, yo seré!».
Stefan salió tras los que la llevaban casi en volandas hacia el coche que aguardaba. Uno de los Freikorps la golpeó en la frente con su culata al pasar, y la sangre cubrió el rostro de la mujer. Antes de alcanzar la puerta del automóvil otro volvió a golpearla. Vio como la introducían en el vehículo. Otros llevaban arrastrando a Karl Liebknecht al que introdujeron en otro coche. Stefan no pudo entrar. Los dos automóviles partieron hacia el Hotel Eden, el centro de coordinación de los Freikorps en Berlín en aquella operación.
Al día siguiente los bomberos extrajeron el cuerpo de Rosa Luxemburgo de uno de los canales. También apareció cerca el de Liebknecht. Cuando lo leyó en la prensa, Stefan sólo pensó que la misión había sido un completo éxito.