8. LAS SA (SECCIONES DE ASALTO)
(KAULSDORF, 1921-BERLÍN, NOVIEMBRE DE 1922)
En Kaulsdorf, Karl Edelberg estaba demostrando su enorme valía como ingeniero en la empresa de óptica. A los pocos meses propuso al consejo de administración desarrollar el nuevo sistema catadióptrico sobre el que había realizado su doctorado en Gotinga. Al principio le dijeron que se centrara en los proyectos que ya tenían en marcha. ¿Por qué iban a necesitar ellos algo así? Sin embargo debieron reflexionar, ya que meses después el propietario de la empresa lo hizo llamar para que explicara a los consejeros lo que proponía. Se trataba de un nuevo concepto útil para muchas funciones, pero sobre todo para los sistemas ópticos indirectos, como los telescopios, los periscopios. Notó como los consejeros se miraban con cierto escepticismo. ¿Telescopios? ¿Periscopios? ¡Pero si el Tratado de Versalles prohibía construir submarinos y armamento, prácticamente de cualquier tipo! Karl, intentando salvar su proyecto alegó que una función muy concreta serían los objetivos para las máquinas fotográficas. Finalmente se aprobó que continuara con la investigación aunque no como prioritaria. Karl se sintió aliviado, ya que si se hubiesen opuesto estaba decidido a abandonar la empresa y establecerse por su cuenta, aunque prefería seguir allí, ya que en caso contrario tendría que haber invertido todo lo que tenía, incluso haberse empeñado para conseguir un laboratorio como el que en aquellos momentos tenía a su disposición.
Karl era un hombre constante que no se arredraba ante las dificultades y por tanto pensó en emplear todo el tiempo que pudiera fuera de sus obligaciones en progresar en su investigación, convencido de que se hallaba en el camino correcto. Su compañero de laboratorio, Jacob Meyer, un ingeniero de sistemas, era algo mayor que él, alguien que ya tendría que haber ascendido a director. El hombre lo achacaba al hecho de ser judío, ya que si trabajaba allí se debía exclusivamente a su capacidad profesional.
Karl, sin motivo alguno para ello, sentía cierta prevención hacia los judíos, durante toda su vida había escuchado que se trataba de apátridas que llegaban a Alemania para hacerse con los puestos clave en todas las disciplinas, que abusaban de los que no eran judíos, que manipulaban la historia y la información, que no serían nunca verdaderos patriotas, ya que nada tenían que ver con ninguna patria, y que lo único que les importaba era el dinero, para cuyo manejo tenían gran habilidad. Además estaba la gran masa de judíos pobres, los que llegaban en oleadas desde Bukovina, la Besarabia, Ucrania, el interior de Rusia, Polonia. Muchos llegaban de lugares remotos, en ocasiones gentes primitivas, parecidos a los gitanos, vistiendo exóticos ropajes, que actuaban al margen de la sociedad alemana, como buhoneros, sastres de baratillo, zapateros remendones, y otras profesiones marginales, dando la impresión de ser una tribu ajena a la sociedad civilizada, incapaces de integrarse, con sus extraños ritos, erigiendo sus sinagogas en cualquier parte. Desde que tenía uso de razón Karl había escuchado a sus padres, a sus tíos, a sus profesores, a tantos buenos alemanes, quejarse de como aquellas gentes de origen semita iban a destruir las raíces, costumbres y tradiciones de la patria alemana, salvo que se le pusiera freno. Cierto que podría haber personas como aquel Jacob Meyer, en apariencia integrados, pero no terminaba de confiar en ellos. Intentaba mantener la distancia, y tampoco estaba muy de acuerdo en compartir con él sus investigaciones.
Berlín no era Gotinga, ni Kassel, y Karl comenzó a asistir a reuniones y alguna conferencia en la que se hablaba de la penosa situación en que había quedado Alemania tras el Tratado de Versalles. Al principio se celebraban casi de incógnito, como si el gobierno de la República de Weimar estuviese en contra de los intereses de su propio pueblo, un gobierno, lo sabía todo el mundo, vasallo de Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, con gobiernos dominados por judíos, y por tanto las naciones culpables de lo ocurrido. En aquellas reuniones pudo escuchar que las cosas podrían ser de otra manera para Alemania, si se plantara cara a unas cláusulas económicas y políticas que no permitirían el desarrollo del país.
Uno de los conferenciantes lo dejó muy claro una noche de noviembre de 1921. No tenían que buscar mucho: Los verdaderos culpables de la situación eran los judíos. Según él se los podía encontrar en todas partes. En los ministerios de Alemania, en cualquier alto puesto de la administración. ¿No les sonaban los nombres? Schiffer y Benstein, habían controlado las finanzas, Preuss y Freund el ministerio del interior, Haase y Kautsky el de asuntos exteriores, y así en todas partes. ¿No era Walter Rathenau presidente de la AEG desde 1915? Y no era sólo en Alemania, también en Austria, Francia, Gran Bretaña. Estaban por todas partes, aseguró. Por no hablar de Rusia. ¿Quién si no había organizado la revolución soviética? Los financieros y banqueros como los Rothschild, los Warburg, Kuhn, Loeb, Olef Aschberg, Schiff, Lazare, Hirsch, Gunzbourg, Speyer, Wallenberg, Guggenheim, Breitung, y tantos otros. ¿Y quiénes la revolución? En Rusia, Trotsky, Kamenev, Zinoviev, Sverdlov, Ederer, Rosenthal, Goldenrudin, Merzvin, Furstemberg, y muchos más. En Alemania, Karl Liebknecht, Kurt Eisner, Rosa Luxemburgo. Todos ellos judíos. Aseguró que gracias a los verdaderos patriotas alemanes algunos se habían llevado su merecido, pero que aún estaba todo por hacer para librarse de aquella plaga.
Hasta aquel momento Karl nunca había relacionado a los judíos con una plaga. En Berlín la situación era insoportable. El dinero alemán no valía para nada. La increíble inflación había disparado las cifras, y el «goldmark» se había transformado en el «papiermark». Sólo de pensar cómo su patria se estaba deshaciendo por días a causa de la conjura y la traición sentía náuseas.
Una tarde, en uno de los salones del centro, en la Friedrichstrasse, al terminar la vibrante conferencia a la que había asistido, en la que se mencionaron las tesis del Conde de Gobineau, Houston Stewart Chamberlain, Lapouge, Morton, Boulainvilliers, Lombroso, y algunos otros, todos ellos verdaderos intelectuales que coincidían en sus tesis sobre las razas, el conferenciante habló del problema del territorio para Alemania. Karl escuchó por primera vez el concepto del «lebensraum», el espacio vital. Karl tenía una mente científica y práctica y desde aquel momento, cuando enlazó unas ideas con otras, no le cupo la menor duda. En el mundo estaban los arios y los otros. Los verdaderos alemanes, los que pertenecían a la raza germana, eran arios, y por tanto estaban llamados a un destino superior. Las otras razas como los eslavos, incluso los mediterráneos, mestizos de mil culturas y razas, eran prescindibles.
Aquella misma helada noche de noviembre de 1922, eufórico y totalmente convencido, Karl Edelberg se afilió al NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores. Tuvo que hacer cola para dar sus datos y firmar en una pequeña mesita situada a la misma salida su compromiso. Los que firmaban se reunían nerviosos en la calle, y comentaban su decisión como si quisieran justificarse unos con otros. Después acompañó a un grupo de sus nuevos camaradas a tomar unas cervezas para celebrarlo, y cuando tras varias jarras se entonaron, cantaron a todo pulmón «Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt[2]». Aquel coctel tradicionalista, pangermánico, antibolchevique y antijudío, le había hecho comprender que Alemania no podía permanecer inmóvil. Ahora pertenecía a una hermandad que tenía unas miras muy altas, unos grandes ideales. Era evidente para cualquiera. ¿Quién podría negar que los alemanes fueran una raza superior? Por tanto tendrían que buscar su posición en el mundo, por una vía u otra, a cualquier costo. Al precio que fuera, y sin esperar demasiado.
Cuando llegó tarde a su casa Ilse ya se había acostado. Al entrar en el dormitorio ella se despertó y siguiendo los consejos de su madre le reconvino sin acritud.
—¿Qué pasa Karl? ¿Has vuelto a beber demasiada cerveza?
Él se sentó al borde de la cama intentando hablar bajo para no despertar a los niños que dormían en la habitación de al lado.
—¡No querida, no es la cerveza, es otra cosa mucho más importante! ¡Me he afiliado al NSDAP! ¡Estate tranquila, sólo he hecho lo que tenía que hacer! Y ahora duerme tranquila Ilse, todo va a ir mejor en adelante.
Ilse Edelberg no pudo conciliar el sueño, mientras escuchaba los satisfechos ronquidos de su marido. Deseaba olvidar que era hija de un judío vienés llamado Goldman. De hecho esa posible paternidad ya estaba en duda. Su madre le confesó un día que después de pensarlo tampoco podía estar segura. Poco antes de estar con aquel hombre había tenido relaciones con un muchacho de Múnich, y cuando Goldman volvió a Viena ella volvió a su relación anterior. Cuando Ilse nació, durante un tiempo Charlotte estuvo convencida de que aquella niña era hija de Goldman. Pero lo cierto era que ni se parecía en nada a él, ni poseía ningún rasgo judío. Ilse era tan rubia y tan alemana como ella. Muchos años más tarde, el nacimiento de sus nietos la tranquilizó. Había temido casi obsesivamente que sacaran algún rasgo del hombre que era su posible abuelo.
Por todo ello decidieron enterrar aquel absurdo desliz de juventud de Charlotte Wilhelm. Aquella duda sería un secreto que debería morir con ellas. Ese era el motivo por el que Ilse no lo había compartido ni siquiera con su marido, ya que a él no le gustaban los judíos.