7. PARTIR DE CERO
(TESALÓNICA, MEDIADOS DE 1921)
A principios de 1921, tiempo después del divorcio, en un arrebato de querer volver a ser ella misma, Selma Goldman había quemado sus antiguas tarjetas, y cartas y sobres con membrete en las que figuraba su nombre de casada «Selma Dukas». Lo hizo una tarde al acabar de leer la historia de Hernán Cortes, cuando quemó sus naves en la costa de Nueva España. Lo único que la vinculaba a aquel pasado incierto eran sus hijos, Jacques y Esther, que, a su pesar, eran más Dukas que Goldman, al menos en apariencia. Quería partir de cero, volver a ser la de antes, una muchacha sefardí que tal vez hubiera perdido la ingenuidad, pero no la cabeza.
Decidió ir a visitar a la abuela Esther a Tesalónica. La guerra era aún un recuerdo reciente, pero ya se podía viajar con seguridad de un sitio a otro. Se llevó con ella a los niños, sabiendo que a la abuela le encantaría verlos. Temía que la herencia mediterránea, levantina, sefardí, que sentía bajo la piel, quedara anulada por el efecto «vienés». En Viena la gente era cosmopolita, elegante, culta, también egoísta, introvertida, desconfiada y conservadora. Ella quería algo diferente para sus hijos. Cogió el tren en un interminable viaje, seguido más tarde de un pequeño autobús, con incómodos asientos de madera herencia de la guerra, pintado de azul celeste con letras rojas, hasta Tesalónica. Luego tuvo que caminar con Esther atada a la espalda, como una mochila con brazos y piernas, una pesada maleta de cuero y tirando de Jacques que se paraba a cada instante asombrado al ver los asnos, los perros, los gatos callejeros, las gallinas que picoteaban en las ruinas de lo que una vez había sido el barrio judío.
La puerta del pequeño jardín y al tiempo huerto estaba entreabierta, al igual que la de la casa donde no encontró a su abuela. La pequeña Esther, agotada por el viaje, se había dormido y la dejó sobre la cama de la fresca habitación que ella utilizaba cuando era pequeña, mientras Jacques corría tras unos gatitos. Entonces se sentó y lloró sin poder contenerse, había vuelto a su verdadero hogar. Ella había sido alguna vez aquella pequeña Esther, y su madre también habría llorado al volver a casa. La historia se repetía una y otra vez. Su padre le contaba en ocasiones que hacía siglos, aquellos primeros sefardíes que llegaron a Tesalónica, tuvieron que sollozar de desconsuelo, rabia y nostalgia al recordar la infamia, su ignominiosa expulsión de Sefarad, de una tierra que había sido su hogar durante más de mil años.
Más tarde la abuela Esther, que volvió de su habitual paseo y de comprar pescado, encontró a su nieta profundamente dormida, tendida sobre la cama junto a sus hijos, los tres agotados por el largo viaje desde Viena. También a ella, una mujer endurecida por los años y las muchas vicisitudes de una larga y procelosa vida se le llenaron los ojos de lágrimas.
Para ella el tiempo no había transcurrido, pues apenas hacia un instante la que estaba allí tendida era su hija Rachel, y no su nieta y sus bisnietos. Tuvo que sentarse ante el implacable paso del tiempo. ¡Pero si había sido ayer mismo! Miró hacia la puerta aguardando a que entrara su marido, Safartí, como ella lo llamaba, con sus fuertes y nervudas manos, sus ojos oscuros bajo las espesas cejas. Aquel hombre tranquilo que siempre aseguraba que la llevaría un día a conocer su casa de Toledo en Sefarad. ¡Pobre Safartí que se creía eterno! Con aquel ácido, corrosivo humor judío, contando chistes en el ininteligible idioma que se hablaba por algunos barrios de Tesalónica, una extraña jerigonza mezcla de yiddish, turco, y sefardí. A Efraím Safartí lo enterraron hacía veinte años, pero ella lo seguía echando de menos. ¡Cuánto lo necesitaba en aquellos momentos! Pero aquel generoso y egoísta hombre se había ido sin llevarla con él.
Allí afuera sólo quedaban grises cenizas, recuerdo del pavoroso incendio que consumió el precioso barrio judío. Gran parte de su gente se había dispersado por el mundo. Sus vecinos más queridos de toda la vida estaban en Nueva York, la familia Toledano en América del Sur, los Safartí en Francia, los Péres en Palestina, otros en Bélgica tallando diamantes, muchos en Alemania. Su pequeña Selma en Viena. ¡Ah, la diáspora! ¡Al menos Selma había traído a los niños para que pudiera conocerlos!
Selma abrió los ojos en aquel momento y vio junto a ella a su abuela Esther. Se incorporó y la abrazó con fuerza. Ambas volvieron a sollozar. Una mezcla de amor, nostalgia, agradecimiento y tristeza. Luego le explicó que se quedaría allí un tiempo, que necesitaba recapacitar, entender algunas cosas, y que Viena no era el lugar adecuado para ello. La abuela le contestó que aquella era su casa, sí, su casa, ya que se la había legado a ella, también la pequeña finca con los viñedos apenas a unas horas de camino, en Asventojori, en las suaves faldas de las montañas, y por tanto que se quedara el tiempo que quisiera.