6. LOS GESSNER
(KIEL, 1910-VIENA, 1920)
Eva Gessner pertenecía a una familia prusiana que se había asentado en Viena una década antes al heredar importantes posesiones al este del país, algunas de ellas en la región del lago Neusiedl en Hungría, colindante a la frontera austríaca, donde iban a cazar sus parientes. Eva había estudiado en un internado de monjas en los Alpes austríacos, y su interés era dedicarse a promocionar artistas noveles, sobre todo pintores centroeuropeos. Culturalmente los Gessner seguían considerándose más que alemanes, prusianos, y mantenía su nacionalidad a pesar de residir en Austria. En su interior consideraban a los austríacos como germanos de segunda clase, gentes que habían permitido una absurda mezcolanza de razas y culturas en su imperio.
Aunque Eva no hizo la menor alusión acerca de los orígenes semitas del hombre con el que acababa de casarse por lo civil, para algunas cosas Viena podría ser la más provinciana de las metrópolis europeas, y aquello supuso un escándalo en una familia cuya historia familiar por parte del cabeza de familia, Friedrich Gessner, aseguraba remontarse a la época de Federico Barbarroja.
El hecho de que Paul Dukas se tratase de alguien bien situado en la sociedad vienesa, un famoso psiquiatra, protestante desde hacía algunos años, no le libró de la maledicencia. Muy al contrario. Ninguno de los hermanos de Eva asistió al enlace, salvo María, su hermana menor con la que Eva mantenía relación. María le dijo a Eva que si amaba a aquel hombre se casara con él y se olvidara de todo lo demás, lo cual entre los Gessner resultaba inaceptable.
Los Gessner se habían asentado en Viena, a principios de 1910, procedentes de Kiel en el Báltico, según se decía a causa de la importante herencia materna, que les obligaba a administrar grandes posesiones en Austria y el oeste de Hungría, ya que la condición «sine qua non» de la herencia era no poder vender la tierra, sino mantener las propiedades durante unos determinados años. Nadie debía saber en Viena que el fondo de la cuestión no era sólo la jugosa herencia, si no el que Friedrich Gessner tuviera que abandonar Kiel tras el escándalo sobre el que se había intentado echar tierra encima al ser acusado de bígamo, lo que resultó ser cierto. Gessner mantenía que salió de allí con la cabeza bien alta, y que no se arrepentía de nada de lo que había hecho. Lo cierto era que no había vuelto a pisar Prusia, temiendo tal vez ser procesado. A pesar de ello los Gessner eran ya una familia conocida y envidiada en Viena. Friedrich Gessner residía en un hermoso palacete, parte de la herencia de la madre de su esposa, en el barrio residencial más exquisito de la ciudad, al norte del Belvedere.
De Friedrich Gessner, que en 1920 había cumplido los sesenta y cinco, viudo desde hacía cuatro años, se decían muchas cosas, como que a pesar de su edad se trataba de un obseso sexual, que recibía prostitutas de lujo en uno de los pisos de su propiedad, que era un apasionado del juego, que tenía caros caprichos, como adquirir los automóviles más caros del mercado. Todo ello le había obligado a solicitar importantes créditos, aunque él aseguraba que podía permitirse aquella vida de lujo y ostentación respaldado por el enorme patrimonio familiar.
Hasta aquel momento todo aquello lo señalaba como alguien que pretendía agotar su vida pendiente sólo de sí mismo, aunque su familia no estuviera de acuerdo con su tren de vida, ni con el hecho de que su nombre saliese a relucir en todas las comidillas de Viena. Su pasado, que no había podido ocultar, lo marcaba y, por tanto, aun teniendo en consideración su fortuna y posición, no era alguien bien recibido en los numerosos eventos sociales de una ciudad tan puritana como hipócrita.
Su matrimonio con la condesa Hilda Horvath le proporcionó cinco hijos: Joachim, Markus, Stefan, Eva, y María. Poco tiempo después de llegar a Viena su mujer tomó la decisión de separarse, harta de sus infidelidades, aunque no llegó a divorciarse ya que falleció de un cáncer en 1916.
El primogénito, Joachim Gessner, lo era ya que había llegado al mundo un cuarto de hora antes que su gemelo Markus. Funcionario de carrera del ministerio de asuntos exteriores, diplomático por oposición, residía en Berlín desde que se independizó, y desde hacía unos meses ocupaba el cargo de canciller en la embajada de la República Alemana en Varsovia. Un difícil puesto en aquellos tiempos y más para un prusiano. En cualquier caso aquel hombre daba la impresión de no desear mantener relación alguna con el resto de la familia, salvo con su hermano Stefan.
Markus Gessner era el gemelo de Joachim, idénticos físicamente, no podían ser dos personalidades más diferentes. Licenciado en Bellas Artes por la universidad de Viena, se dedicaba a vivir sin trabajar, llevando a cabo una eterna tesis doctoral acerca del renacimiento en Austria, lo que le proporcionaba la excusa para viajar con cierta frecuencia al norte de Italia, donde las malas lenguas comentaban que tenía un amante homosexual.
Stefan Gessner, dos años menor y superviviente de la Gran Guerra, en el transcurso de la cual había ascendido de teniente a comandante de submarinos, aunque últimamente, comentaba con acritud, que el Tratado de Versalles le había dejado sin trabajo y sin futuro.
Eva Gessner era dos años menor que Stefan. Le encantaba dar la nota y aparecer en las notas de prensa por cualquier motivo, todo el mundo la tenía por una persona superficial, muy pendiente de la moda y del arte moderno, de la que era una apasionada seguidora.
María Gessner se había doctorado en historia moderna, lo que consiguió con gran facilidad a pesar de que su sexo no le facilitó las cosas, ya que fue la única mujer de su promoción. Se dedicaba a dar clases como adjunta en la universidad de Viena. Intentaba pasar desapercibida, aunque sus tendencias izquierdistas y socialistas la habían indispuesto con su familia, y alejado por su propia voluntad de los eventos sociales.
La familia Gessner disponía de dinero y un gran patrimonio. Las malas lenguas aseguraban que aquellos eran los verdaderos encantos que el doctor Dukas había encontrado en Eva Gessner, aunque se tratara de una mujer muy atractiva y elegante por naturaleza.
El único que no le recriminaba nada al viejo Friedrich era su hijo Markus. Podía comprender a su padre, probablemente mejor que ninguno de sus otros hermanos, ya que él también desaparecía de tanto en tanto durante largas temporadas de Viena, sin dar razón ni explicación alguna de lo que hacía con su importante asignación anual, procedente de su parte en la herencia. Markus era un hombre atractivo, elegante, con pocos amigos o al menos no se le conocían muchos, amante de la noche y de levantarse tarde, callado, ajeno al mundo que le rodeaba, que intentaba sin éxito mantener la discreción sobre su doble vida. Viajaba a Italia con frecuencia, y aunque nadie en Viena sabía lo que allí hacía, no había podido evitar los comentarios, ya que al contrario que su padre, jamás se le veía con mujeres, y sí con jóvenes efebos que le acompañaban en sus correrías nocturnas. Pero era un hombre generoso con los que se acercaban a pedirle algo, por lo que no se le conocían enemigos declarados.
Eva Gessner tenía su particular concepto de la libertad. Desde que era una niña y más tarde en una larga y difícil adolescencia, Eva había hecho siempre su voluntad. Su madre apenas la pudo controlar ya que enfermó cuando Eva cumplió dieciséis años y a partir de entonces, a falta de la autoridad materna, ya nadie pudo frenarla. Sin embargo, su profundo amor por el arte y el diseño la rescataron como persona. Eva tenía una gran afición, le apasionaba la pintura moderna, y asistía a todas las inauguraciones de las galerías más importantes, por supuesto de Viena, pero también de Budapest, Praga, Múnich, Berlín, Zúrich, incluso se desplazaba con frecuencia a París, ya que era en aquella ciudad donde solían surgir los nuevos artistas de moda. Una cara obsesión, ya que siempre estaba pendiente de las subastas, y prácticamente se gastaba gran parte de su fortuna personal —proveniente de la parte de la herencia de su madre que había quedado fuera del fideicomiso que controlaba el albacea designado por su madre, Frank Winter, un banquero de Zúrich— en cuadros de pintores jóvenes que luego tenía que almacenar en su mayoría, ya que le hubiese resultado imposible colgarlos todos en su piso.
Naturalmente aquella cara afición preocupaba a Paul Dukas, su marido desde principios de 1920, tras su divorcio de Selma. A él también le interesaba el arte moderno, pero una cosa era disfrutar contemplándolo, y otra bien distinta desear adquirir todo lo que le gustaba. Llegaron a un acuerdo tácito cuando contrajeron matrimonio por separación de bienes. Antes de adquirir nuevas obras, Eva lo comentaría con él. No era tanto la necesidad de obtener su permiso, como que al menos él pudiera expresar su opinión. Paul le explicó que aquello se podría transformar en una obsesión compulsiva, sin límites ni criterios, y aunque creía estar profundamente enamorado, no iba a permitir que su mujer dilapidara su fortuna sólo para guardar unos cuadros de dudoso valor artístico en el almacén.
Paul no podía dejar de comparar a su primera esposa, Selma Goldman, con su nueva mujer. Eran tan diferentes en todo que resultaba imposible cualquier conexión. Selma era mucho más reflexiva, tal vez menos brillante pero más pragmática y realista. Eva parecía ir por delante de su tiempo, viviendo en un mundo de ficción que ella misma iba creando, surgiendo de su propia personalidad a medida que transcurría su vida, como de un inagotable manantial. Selma era una mujer clásica, como de vuelta de muchas cosas. Ambas eran hermosas pero con distinto concepto de la elegancia. Selma poseía una discreta compostura y una gran naturalidad, aunque no pasaba desapercibida, mientras que Eva pretendía romper con los conceptos y, al igual que el arte que adquiría, vestía a la moda, con atrevidos colores y diseños, sin respetar ningún concepto preestablecido. Selma hablaba en un tono de voz apenas audible, y sin embargo enérgico. Eva era estridente y excesiva en todo. Selma pretendía entender los conceptos, mientras que Eva daba la impresión de conformarse con las formas. Sin embargo, paradójicamente, tenía un amigo en la universidad, Christian von Ehrenfels, un profesor de filosofía de unos sesenta años, que le había hablado de una nueva y revolucionaria teoría, «la Gestalt»; y Eva iba a cambiar impresiones con él de vez en cuando. Aquel hombre había publicado «Conceptos fundamentales de ética» en 1907, y tenía varios discípulos, como un tal Max Wertheimer que tenía fama de ser muy profundo. Entre otras paradojas filosóficas, mantenía que el todo era más que la suma de sus partes.
Para Paul el cambio significó una especie de liberación. Su vida cambió radicalmente. En el fondo tenía la certeza de que Selma podía leer sus pensamientos, como si supiera todo lo que le ocultaba sin necesidad de preguntárselo. Eso le preocupaba, ya que supuestamente era él quien debía ser capaz de escrutar el alma humana. El paradójico síndrome del psiquiatra. Temía ser analizado, y sin embargo mientras vivieron juntos, Selma parecía poder leer en él como en un libro abierto.
Muy diferente era su nueva vida con Eva. Se sentía libre de hacer y deshacer, no tanto porque tuviera interés alguno en conocer su intimidad, como porque no le interesara. Eva tenía bastante con vivir su intensa vida, y no le contaba casi nunca lo que hacía o dejaba de hacer, por lo que tampoco esperaba que él lo hiciese. Paul salía en su coche por la mañana temprano de su casa en Grinzing, y se dirigía al hospital psiquiátrico Steinhof de Viena, donde pasaba consulta y atendía a los enfermos. A mediodía solía comer con sus amigos en alguno de los elegantes restaurantes del centro, aunque en ocasiones quedaba con Eva para comer juntos, y por la tarde a partir de las cuatro pasaba consulta privada en su elegante consultorio en el Ring.
A pesar de todo, su vida era bastante monótona. Por la mañana a primera hora veía a los enfermos mentales públicos, a los llamados «locos», y por la tarde a una exquisita clientela, gente bien situada, que pertenecían a otra clase de enfermos. Obsesiones, trastornos mentales, fobias y cosas por el estilo. Por las mañanas le tocaba visitar el infierno, y por la tarde el purgatorio venía a verlo a él. Diferenciaba claramente entre psicosis y neurosis, como mañanas y tardes. Unos no tendrían solución jamás, pero le servían de referencia, para comprobar hasta dónde podía llegar la mente humana. En cuanto a los otros, los pacientes privados, cada caso era un mundo aparte, pero naturalmente siempre existía una esperanza. Los locos podían ser peligrosos, por ello en muchas ocasiones los mantenían maniatados, se les daban baños de agua helada, descargas eléctricas o se les encerraba durante días en total oscuridad. En ocasiones los enfermeros llegaban a golpearlos hasta que entraban en razón. Admiraba a Wagner-Jauregg y sus teorías radicales, como generar fuertes procesos febriles para buscar la curación o al menos paliar las crisis.
Paul Dukas estaba valorando dejar el hospital, y dedicarse sólo a su consulta privada. A nivel de honorarios no había comparación, ya que lo que le pagaba el hospital mensualmente equivalía a lo que cobraba por una sola tarde en su consulta privada. Luego estaba el trato. Los verdaderos locos eran recluidos como bestias salvajes y en muchas ocasiones se comportaban como tales. Debía ponerse una bata sobre otra ya que vomitaban, escupían, en ocasiones intentaban morderle o arañarle. La respuesta de los enfermeros del hospital a la agresividad solía ser violenta, y el edificio dedicado a los enfermos mentales era un lugar desagradable y sucio. Allí se asomaba a un profundísimo pozo en el que apenas percibía el reflejo en el que podía ver la dura realidad de las enfermedades mentales. Para él, aquel reflejo era la conciencia que ondulaba según el estado de ánimo y las circunstancias. Por la tarde en la consulta, se encontraba, en su mayoría con mujeres histéricas, algunas insatisfechas sexualmente, también trastornos obsesivos, insomnios, adicciones, y por supuesto fobias y compulsiones de todo tipo. En general nada que no se pudiera curar con dinero. Eran además pacientes recurrentes, que se sentían aliviados al contarle sus casos y que no miraban el costo de la consulta, sino que se sentían agradecidos de tenerle allí, oyéndoles en la elegante penumbra de su consulta, mientras tomaba notas, proporcionándoles un gran bienestar el solo hecho de ser escuchados, aguardando que les recetara algo de láudano, u opio puro en los casos más reticentes.
Paul Dukas estaba convencido de que, tras el divorcio, su calidad de vida había mejorado. Desde su enlace civil con Eva Gessner ya nadie le pedía cuentas y el único que podía hacerlo, su padre, el viejo Salomón Dukas, prefería mantenerse al margen. Le seguía preocupando que también aquel viejo médico de pueblo pudiera leer lo que pasaba por su mente. Se enervaba en su presencia, no podía olvidar que fue él quien lo había guiado hasta allí, alguien que lo conocía como la palma de su mano, y seguía viendo al ambicioso muchacho judío que pretendía llegar a la cumbre a costa de lo que fuera.
Un día recibió una llamada telefónica de Adolf Loos. Quedaron para comer. No se habían visto desde su encuentro en el tren. De nuevo coincidieron en muchas cosas, tanto que volvieron a quedar para el mismo día de la siguiente semana. Comenzó un pequeño ritual. Ambos se sentían a gusto charlando un rato. Para Paul, aquel hombre tenía una nueva visión del mundo, y le estaba descubriendo otra manera de entender no sólo Viena, sino el sofisticado mundo que hasta entonces le había pasado desapercibido. En una de las ocasiones, Loos apareció en el restaurante acompañado de Schönberg, el compositor, un hombre cercano a los cincuenta, de ojos profundos y mirada inteligente, que les contó que al acabar la guerra había fundado en Viena la «Sociedad para Interpretaciones Musicales Privadas», y que en aquellos momentos estaba trabajando en una sinfonía y en varios temas de música de cámara.
Loos que parecía tener mucha confianza con él, en un momento dado se refirió a los orígenes judíos de su amigo Schönberg sin tapujos.
—¿Qué le parece? ¡El hijo de un zapatero judío húngaro, uno de los mejores compositores de Viena! ¡Para que luego digan! ¡Algunos murmuran que Viena está sufriendo una invasión de judíos, eslavos, y mediterráneos, pero yo estoy convencido de que eso es lo que nos hace una ciudad cosmopolita y más culta! ¿Te acuerdas Arnold, cuando el «Concierto de la bofetada» hace casi ocho años? La verdad es que entre tu música y mi arquitectura existe un paralelismo. Ahora me estás hablando de la música dodecafónica. ¡Yo también estoy construyendo arquitectura dodecafónica! ¡Lo que no sabe nuestro sofisticado psiquiatra es que nuestro amigo además de un brillantísimo compositor es un magnífico pintor! Díselo Arnold, dile eso que me repites constantemente: «La música no debe adornar, sino ser verdadera». ¡Eso es lo que yo pretendo con mi arquitectura!
En aquel distendido almuerzo, Paul no hizo mención a sus orígenes. ¿Cómo iba a decirle a Schönberg, que él podía comprender muchas cosas, ya que también era judío? ¡Un pariente semita! Probablemente ambos conocerían dicha circunstancia, pero él no iba a sacarla a relucir. Tenía la secreta esperanza de que la gente fuese olvidándolo poco a poco. Para él todo estaba marchando por el camino correcto, y aunque no quería reconocer que de tanto en tanto echaba de menos a Selma, empezaba a creer que su nueva vida reflejaba mucho mejor su verdadera personalidad.
Sin embargo algo estaba afectándole y no era capaz de valorar hasta donde. Su madre había querido volver a la casa de Grinzing desde la separación de Selma, pues ambas habían mantenido una gran complicidad. La mujer no entendía aquella situación, ni tampoco el alarmante cambio que estaba sufriendo su hijo. Paul no podía imaginar que cuando su madre lo comentó con su padre, este le respondió que no se trataba de un cambio, sino de una evolución favorecida por las circunstancias. El problema estaba bien diagnosticado. A Paul se le había subido el éxito a la cabeza.
Eva Gessner se sentía satisfecha. Hasta entonces había hecho durante toda su vida lo que quería en cada instante, y no pensaba cambiar. Su libertad ganada a pulso era su bien más preciado. Era la imagen que pretendía dar, y no iba a reconocer que algo la preocupaba, a pesar de que casi todo estaba sucediendo como ella había programado. El día que lo conoció se propuso separar a Paul de su mujer para ocupar ella su lugar. Y no era porque no hubiera tenido otras oportunidades, que le sobraban, ni tampoco sentía ningún odio particular hacia Selma. Sólo eran las tozudas circunstancias que al final siempre se salían con la suya. Se sabía hermosa, afortunada, rica y más de uno se le había declarado, pero siempre, desde que era muy joven, creyó saber lo que quería en la vida. Cuando conoció a Paul Dukas pensó que aquel era el hombre que ella deseaba. Alguien que lo tenía todo o casi todo, y que cumplía sus expectativas: Atractivo, apuesto, elegante, inteligente, famoso, con éxito demostrado. El único «pero» era su herencia judía a pesar de que aquel hombre, que por otra parte aparentaba ser un austríaco de sangre, hacía lo imposible por olvidar sus raíces.
Cuando comentó en su casa que iba a casarse con aquel psiquiatra, como su padre no era alguien que se fuera por las ramas, le dio su opinión sin ambages, con toda claridad, como acostumbraba a hacerlo.
—Eva, querida, perdona que sea tan directo. ¿Pero cómo vas a casarte con un judío? Si lo haces, antes o después te arrepentirás. Aquí en Viena te perdonarían muchas cosas, pero eso es cruzar la línea roja. Si quieres vive con él hasta que te hartes, pero no te cases, entre otras cosas eso va a molestar mucho a tus hermanos y al resto de tus parientes.
Naturalmente no le hizo caso. Su padre no estaba en disposición de dar consejos a nadie, bastante tenía con sus propios pecados. Así que a los pocos días se casó con Paul Dukas por lo civil en el juzgado. Ambos eran luteranos y no hubo ningún problema. En el minucioso censo municipal de Viena, a efectos prácticos figuraba:
Nombre: Paul Dukas.
Religión: Iglesia Evangélica.
Profesión: Doctor en Medicina y Psiquiatría.
Nacionalidad: Súbdito del Imperio Austro-Húngaro.
Lugar de nacimiento: Dubossati (Moldavia-Imperio Austríaco).
Curiosamente ni una sola palabra sobre su origen judío. Desde el reciente Tratado de Versalles al que todo el mundo tendría que acostumbrarse, el gran Imperio Austrohúngaro se había transformado, o como escribían algunos críticos en la prensa «descompuesto» en varios estados independientes, o en regiones dependientes de otros países, un puzzle roto para siempre: Austria, Hungría, Checoslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia Herzegovina y las regiones de Voivodina en Serbia, las Bocas de Kotor en Montenegro, el Trentino-Alto, Trieste en Italia, Transilvania, una región del Bánato en Rumanía, la Besarabia en Moldavia, Galicia en Polonia y Rutenia en Ucrania. Estaban cambiando el censo y colocando a cada uno en su lugar. Pero ya no importaba tanto el lugar del nacimiento de cada uno, como dónde estaba ubicado cuando se firmó el tratado.
De hecho allí estaban «los parientes» como le comentó mordaz el viejo Gessner un día que lo encontró en la calle, mientras señalaba un numeroso grupo de judíos que cruzaba con rapidez el Ring, como si alguien les estuviera aguardando, y que probablemente venían de la Judengasse en dirección a la principal sinagoga de la ciudad, la Stadttempel. Tenía que reconocer que se trataba de gentes exóticas, con aquellos caftanes negros y sus shtreimel de piel cubriéndoles la cabeza, algunos judíos devotos llevaban su abrigo de oración sobre los trajes, y todos, sin faltar uno, luengas barbas y rizos en la sien. ¡Parientes! Friedrich Gessner, por desgracia su padre, era un prusiano racista y malévolo que pretendía hacerse el gracioso con ella. Lo miró con un gesto de desdén y lo dejó allí plantado, sonriendo. Sabía que si algo molestaba profundamente a Paul era que lo relacionasen con aquella gente. Aunque no era tan ingenuo como para creer que sólo con el agua bendita se había borrado su pasado a todos los efectos.
Tiempo atrás, cuando Friedrich Gessner llegó a Viena, mantuvo una buena relación con el entonces alcalde, Karl Lueger, hasta que aquel hombre falleció en 1910, cuando ella tenía diecisiete años. Recordaba que había comido más de una vez en su casa, siempre despotricando contra los judíos. Tampoco podía olvidar sus indiscretas miradas, ya que aquel viejo sátiro no apartaba la vista de sus pechos.
Paul le permitía vivir su vida sin pedirle continuas explicaciones. Él pretendía hacer la suya, y parecía no importarle con quien había estado ni con quién no. Ella conocía las apetencias sexuales de su marido, que necesitaba sexo, y que estaba convencido de que todo el mundo actuaba igual, a pesar de que no coincidía con las complicadas elucubraciones de las teorías de Freud, que siempre oscilaba entre lo perverso y lo anormal. En ocasiones ella llegaba muy tarde a su casa en Grinzing en su Audi C, una de las primeras mujeres en conducir su propio automóvil en Viena, y él siempre la recibía sonriente, sin preguntas. Eso para ella era lo más importante.
Fue una noche cuando él llegó bastante tarde, cuando ella se lo echó en cara por primera vez. Él le replicó que sólo estaba tomándose la misma libertad que le concedía a ella. La conversación se enrareció y él por algún motivo le dijo que tal vez prefería a los hombres hipócritas, como tantos otros que se hacían pasar por padres de familia. Ahí tenía a alguien conocido, como el propio David Goldman, el padre de Selma, su exmujer. Paul lo comentó con furia, la primera vez que ella lo veía enfadado.
—¡Ese hombre lleva una doble vida, al igual que muchos otros hipócritas, como tu propio padre, Friedrich Gessner!
Muy molesta por la alusión a su familia, Eva contestó que el hecho de haberse separado de Selma no le daba ningún derecho a desprestigiar a su exfamilia política.
—¡No estoy difamando a nadie! ¡Que sepas que ese Goldman tiene una hija en Berlín, una tal Ilse Wilhelm! ¡Aquí en Viena no hay más que falso puritanismo, y tú me echas en cara que seamos distintos!
Aquella fue la primera noche que durmieron en habitaciones diferentes. Ella reflexionó más tarde que si se hubiera casado o simplemente estuviese comprometida con alguno de aquellos puritanos, tradicionalistas y conservadores austríacos, le resultaría imposible tener la libertad de llevar aquella vida. En cuanto a la relación con los artistas era imprevisible, no se trataba de gente que llevara horarios predeterminados, ni un tipo de vida concreto, muy al contrario, parecían querer vivir por la noche, hacer lo que al resto de la gente no se le ocurría. Ella creía entenderlos y ellos se lo agradecían a su manera. Siempre estaba informada de por dónde iban las nuevas tendencias, lo que se mascaba en el sutil ambiente de los artistas. Ellos le contaban que sus experiencias artísticas eran como caminar en la oscuridad intentando percibir una luz que se encendía de tanto en tanto, como el navegante que de pronto percibía un faro en la noche. Era consciente de que allí se estaba creando la nueva visión del universo y ella quería ser la primera en intuir por donde iban a ir las cosas. El mundo estaba cambiando con rapidez y el centro de todo era Viena.
No le dio más importancia a la discusión con Paul, pero estuvo dándole vueltas a la cabeza sobre lo que le había dicho acerca de David Goldman. Era cierto que aquel profesor tenía un gran prestigio en la ciudad y fama de ser alguien muy a la vieja usanza. ¿Así que tenía en Berlín una hija natural? Nunca lo hubiera pensado de alguien con aquella apariencia tan burguesa y una mirada tan franca y natural. Era cierto lo que decía Paul. No podías fiarte de nadie. Las apariencias engañaban.