5. LOS WILHELM, LOS LAMBERG Y LOS EDELBERG
(BERLÍN, 1890-1920)
El 15 de noviembre de 1890, Charlotte Wilhelm había cumplido dieciocho años. No era una belleza, pero su juventud, su cabello rubio cogido con el típico moño, sus grandes e ingenuos ojos azules, le proporcionaban un atractivo mezcla de ingenuidad y frescura. El mismo día conoció casualmente a David Goldman, casi diez años mayor que ella. Se quedó prendada de aquel apuesto joven. Charlotte procedía de una familia humilde, su padre había muerto en un infortunado accidente en los astilleros en Hamburgo, y tuvieron que volver a Berlín donde su madre se ganaba la vida como podía, hasta que conoció a Matthias Lamberg, un sargento de ferrocarriles con el que contrajo matrimonio.
Charlotte llevaba apenas una semana trabajando en una cervecería, cuando derramó parte de una jarra que llevaba a las mesas sobre la chaqueta de David Goldman. Él no sólo no se enfadó, sino que le pidió disculpas, asegurándole que la culpa era suya ya que se estaba levantando en aquel momento. Ella azorada se llevó la chaqueta a los servicios e intentó secarla como pudo. Al devolvérsela, impulsivamente el joven le preguntó a qué hora terminaba su jornada laboral. Ella sonrió y no contestó. Sin embargo cuando terminó la jornada, él la aguardaba en la puerta. La acompañó hasta su casa, explicándole que estudiaba en la universidad. Así fue como comenzaron su relación.
Charlotte se dio cuenta de que él era un caballero por la elegancia de su traje, la calidad de su camisa, sus zapatos, su particular manera de expresarse con un marcado acento austríaco que denotaba su educación. Él le contó que estaba terminando un doctorado en la universidad de Berlín, y Charlotte Wilhelm comprendió de inmediato con amargura que les separaban demasiadas cosas y que aquel hombre no era para ella. A pesar de todo él volvió a buscarla todos los días y ella creyó enamorarse. Él le decía piropos, la obsequiaba continuamente, aguardaba a que ella terminase su jornada. A su manera, Charlotte era una joven atractiva y sonriente, y se dejó engatusar por alguien que no era de su clase social, aun sabiendo que aquello no podría ser más que un espejismo.
David Goldman se encontraba sólo desde hacía demasiados meses en Berlín, entregado en cuerpo y alma a sus estudios. Encontrar una bella joven con un hermoso talle y que le sonreía continuamente le hechizó. Apenas unos días más tarde ella le permitió subir a su pequeño ático y allí hicieron el amor apasionadamente.
Cuando meses más tarde, a finales de 1891, David presentó su tesis en la facultad y se doctoró «cum laude», le explicó que debía volver a Viena para resolver una serie de cosas, y le prometió que volvería para buscarla. Ella no creyó sus promesas y lloró de pena y frustración. David Goldman le dijo que no debía dudar de él y le aseguró que volvería pronto. Le dejó su dirección en Viena y le pidió que mientras tanto le escribiera.
Apenas dos semanas más tarde Charlotte comprendió que estaba embarazada. Se encontraba escribiéndole una larga carta a David explicándole la situación, cuando inesperadamente llegaron su madre y su padrastro que volvían a Berlín tras pasar dos meses en Hamburgo, donde se habían desplazado para intentar resolver lo del accidente de su anterior marido, Hans Wilhelm. Su madre notó sus ojos enrojecidos y le preguntó qué le sucedía. Charlotte intentó disimular, pero al final se derrumbó y no fue capaz de ocultarle que se hallaba embarazada. Para intentar calmar a su madre le explicó que no debía preocuparse, ya que pensaba casarse inmediatamente con el que la había dejado embarazada.
—¿Se puede saber quién es ese hombre? —inquirió su madre muy nerviosa. Charlotte le explicó sollozando que se trataba de un joven universitario de muy buena familia de Viena, y añadió que había prometido volver.
Matthias Lamberg, el marido de su madre, un hombre cercano a jubilarse, de humor impredecible por culpa del alcohol, tenía sus opiniones sobre muchas cosas, pero sobre todo acerca de la política, los judíos y los bolcheviques. A su manera se consideraba un hombre culto, hasta un filósofo, lo cierto era que siempre tenía un libro en las manos. Su problema era que casi siempre leía el mismo.
Cuando su hijastra Charlotte, con la que se llevaba mal desde el primer día, les contó que el hombre que la había dejado embarazada se llamaba David Goldman, notó que le subía la sangre a la cabeza.
—¡Un judío! ¡Estás embarazada de un maldito judío! ¡Tu madre tiene razón, eres una desgraciada! ¡Maldito cabrón, ese tipo me las pagará! ¡Y ya puedes ver cómo te deshaces cuanto antes de eso que llevas en el vientre, pues no pretenderás que carguemos nosotros con el hijo de un judío!
El hombre tenía un fuerte carácter y llegó a amenazarla levantando la mano, aunque prefirió marcharse dando un portazo, mientras su mujer murmuraba una sarta de improperios, desesperada al comprobar lo que acababan de hacerle a la ingenua de su hija.
—¡Te lo mereces por tonta! ¡Fíjate el disgusto que le acabas de dar a mi marido! ¡Un judío te ha engañado, ha abusado de ti! ¡Ah, qué desgracia de hija!
A Charlotte el cielo se le derrumbó sobre su cabeza. ¡Cómo iba a saber ella que se trataba de un judío! David no le había dicho nada, siempre con sus buenas palabras y sus elegantes modales, la había preñado, dejándola en una situación muy complicada. En aquel momento tomó la decisión de romper la carta que estaba terminando y escribirle otra en un tono muy distinto. La había engañado miserablemente. Ella tampoco quería tener nada que ver con un judío, y menos aún tener que convivir con él. Había sido educada en el tradicional odio a aquella gente que llegaba de no se sabía dónde para quitarles el trabajo y para robar al pueblo alemán. Era lo que le habían enseñado desde que tenía uso de razón.
Cuando unos días más tarde David Goldman leyó la carta en la que Charlotte le insultaba no sólo a él, sino a todos los judíos, expresando su odio en un tono inesperado, comprendió que lo mejor sería olvidarla, y más cuando ella escribía cosas tan terribles como aquel increíble párrafo: «Que tuviera muy claro que pensaba abortar para no tener un hijo que no deseaba, un ser con sangre contaminada». Terminaba su carta diciendo «que no deseaba volver a verlo jamás». David no era capaz de entender aquel profundo y absurdo odio racial, aunque a lo largo de su vida había tenido más de una demostración de aquel camino. Comprendió que se había equivocado, rompió la misiva y decidió olvidar él también. Pasó el tiempo y a pesar de sus intenciones no era capaz de olvidar lo sucedido. Nunca hubiera creído que se pudiera pasar del amor al odio tan rápidamente. Sin embargo debía intentar pasar página y superarlo, ya que a fin de cuentas ella le había asegurado que pensaba abortar, luego allí terminaba toda posibilidad de arreglo. Aquella no era la mujer que él soñaba para compartir su vida.
Tres años más tarde, en febrero de 1894, en su primer viaje a Tesalónica, David Goldman conoció a la que sería su mujer, Rachel Safartí. Pretendía llevar a cabo un trabajo sobre la cultura de los judíos procedentes de Sefarad, de España, expulsados por los Reyes Católicos. Estaba informado de que en los antiquísimos archivos de la sinagoga, donde residía el gran rabino de Tesalónica, podría encontrar una enorme cantidad de información sobre todo ello. La familia Safartí pertenecía a la aristocracia de la comunidad sefardita, emparentados con el gran rabino, gentes acomodadas, cultas y refinadas, que seguían manteniendo un gran orgullo de sus orígenes. El primer día que fue a visitar el archivo coincidió casualmente con Rachel en la puerta de la sinagoga, y cuando habló cuatro palabras con ella supo que aquella sí sería la mujer de su vida. Para él fue como si la hubiera conocido desde siempre.
Unos meses más tarde, tras un corto noviazgo para el que habían obtenido el visto bueno de los padres de Rachel, contrajeron matrimonio; por expreso deseo de Rachel y su familia lo hicieron según el rito y la tradición sefardí. Ella se sentía profundamente sefardí y por tanto no podía ser de otra manera. Durante la ceremonia, el gran rabino, que era tío abuelo de la novia, mencionó el Talmud: «Aquel que pasa sus días sin una esposa, no tiene felicidad, ni bendición, ni bien». Luego David colocó el anillo en el dedo anular de la mano derecha de la novia diciendo «Por este anillo eres mía según la ley y la doctrina de Israel», mientras el rabino leía el ketubbah —el contrato matrimonial por el que se sellaba la ceremonia judía—. Y él tuvo que declarar que cumpliría con sus obligaciones como marido, alimentarla, vestirla, cuidarla, amarla y protegerla, según la ley y la tradición judías, mientras Rachel lo observaba con una gran sonrisa. El rabino recitó las siete bendiciones «Sheva Brachos», una alabanza a Dios creador del mundo, que también expresaba el anhelo de que ambos se regocijaran juntos para siempre, además de un ruego para que Jerusalén fuera reconstruido y restaurado con el Templo. Para terminar, él rompió una copa con su pie derecho, queriendo expresar que, aún en los momentos más felices, los judíos no podían olvidar la destrucción de Jerusalén y del Templo. Después los recién casados tuvieron la oportunidad de estar unos momentos a solas siguiendo el ritual conocido como yihud, en el cual se dirigieron a una estancia privada y probaron una sopa, como símbolo de que comenzaban a compartir su vida. Luego volvieron con los invitados y comenzó el banquete con la bendición del challah, el pan que simbolizaba la unión de las familias durante la celebración. Al final, siguiendo la tradición, los invitados bailaron en círculo alrededor de ellos.
Recordaba que más tarde, en la suave penumbra del lecho conyugal, tras amarse tiernamente, Rachel murmuró que nunca hubiera creído poder llegar a sentirse tan feliz. Entonces fue cuando David Goldman, que se había educado en una familia vienesa, moderna, pragmática y racional, comprendió que las antiguas tradiciones eran mucho más que meras formas. Bajo ellas existía toda una historia, una forma de entender la existencia, una manera de mostrar respeto por las generaciones que les habían precedido. Aquella noche tomó la decisión de educar a sus hijos en el mismo criterio.
En 1895 nació Selma. Desde que tuvo uso de razón, y lo tuvo muy pronto, se mostró como una niña juiciosa y simpática, aunque no aceptaba los falsos halagos ni las mentiras. Ya en el colegio destacaba por su inteligencia y por su capacidad para liderar a sus compañeros. Su facilidad para imitar un acento y para recordar las palabras en otros idiomas hizo que todos se admiraran de ella. Su abuela le hablaba en sefardí, como la habían educado a ella, y aquella mujer no deseaba que su precioso idioma se olvidase. El turco era obligatorio en la escuela, aunque en Tesalónica casi todo el mundo hablaba en griego por la calle. Su padre insistió en hablarle en alemán desde que ella era un bebé, y su madre en francés que era un idioma que le encantaba. En cuanto al inglés, lo aportaba míster Stanley, que vivía de sus clases particulares y como consignatario de los buques ingleses que hasta allí llegaban, contratado por David Goldman para que le diese una hora diaria de clase a él. No podía ser de otra manera. Selma estaba predestinada a ser políglota.
Cuando ya habían transcurrido cinco años desde su matrimonio, un día David recibió una carta sin remite. Al comenzar a leerla se quedó sorprendido. Era de Charlotte Wilhelm, que le contaba que al final no había llevado adelante su decisión de abortar, que había tenido una hija, y que necesitaba que le enviara dinero, aun advirtiéndole que no deseaba verlo, pero que la responsabilidad de aquella niña también era de él. Su madre y su padrastro se negaban a pasarle ni un céntimo. David no se atrevió a hablar de ello con Rachel, pero le contestó enviándole dos mil quinientos marcos a la dirección del remite. No tenía nada que hablar con aquella mujer, pero tampoco podía encogerse de hombros como si el asunto no fuera con él. A partir de entonces cada tres meses le enviaba una cantidad. En uno de los envíos le pidió permiso para ver a la que consideraba su hija, pero Charlotte contestó con una negativa rotunda, prohibiéndole que viera a la niña bajo ningún concepto. A pesar de todo no podía inhibirse y siguió enviándole quinientos marcos al mes, cantidad más que suficiente para que ambas, madre e hija, pudieran subsistir holgadamente.
A principios de 1901, David tuvo que realizar un viaje a la universidad de Berlín para asistir a una reunión de especialistas en semíticas. Una vez allí no fue capaz de resistirse, y como tenía la dirección de Charlotte Wilhelm se dirigió allí una mañana, en tranvía desde el centro. Se trataba de un barrio obrero al noroeste de la ciudad, aunque el edificio que coincidía con la dirección era relativamente nuevo. Se introdujo en un café cercano desde donde podía ver quien entraba y salía y se armó de paciencia, dispuesto a saber quién era su hija, ya que en algún momento había llegado a pensar que no era cierto, y que Charlotte sólo le estaba extorsionando para sacarle una renta. Sin embargo apenas media hora más tarde la vio salir llevando a una niña de unos diez años de la mano. La mujer caminó por la acera hasta la parada del tranvía y aguardó allí. David abonó su consumición y esperó a que pasara el tranvía. Ellas subieron y él esperó hasta que el vehículo arrancó para subir corriendo a la plataforma posterior. Notaba como el corazón le golpeaba como si estuviera haciendo algo prohibido. A través del cristal que deformaba algo las imágenes podía ver la espalda de Charlotte y el rostro de la niña sentada frente a su madre. Era graciosa y en aquellos instantes sonreía a algo que le contaba su madre. Supo que lo quisiera o no, aquella era su hija; debía seguir mandando dinero para que su madre pudiera sacar a la niña adelante.
Tal vez fue su mirada fija en ellas lo que hizo que la pequeña se fijara en él. Charlotte volvió el rostro buscando lo que llamaba la atención de su hija, y sus ojos se cruzaron con los suyos. En aquel momento el tranvía se detuvo y ella tomó a su hija de la mano y descendió con rapidez. David hizo lo mismo, y ya en la calle, ella se detuvo y esperó que se acercara, retándole.
—¿Ahora llegas David Goldman? ¡Vete por dónde has venido y déjanos en paz, que esta niña nada tiene que ver contigo!
Después caminó arrastrando a la niña que de tanto en tanto volvía su rostro hacia él entre curiosa y asustada. David pensó que al menos había podido cerciorarse de que era cierto; ella tenía una hija, aunque nada quería saber de él, salvo que le enviara dinero. Sabía que aquella mujer de la que una vez se creyó enamorado, indispondría a la niña en contra suya y que por ello nunca podría hacerla comprender. Charlotte Wilhelm, como tantos otros alemanes, se había educado en el odio a los que no lo eran, y en particular hacia los judíos.
No podía hacer más que marcharse. Aquella mujer era capaz de armar un escándalo en la calle si volvía a intentar acercarse. Desistió y volvió a su hotel. Al día siguiente retornó a Viena sabiendo que tendría que haber sido más sincero con Rachel. Había llegado el momento de confesarle la situación.
Cuando David le explicó lo sucedido, Rachel sufrió un enorme disgusto. Le molestó que su marido, con el que creía tener toda la confianza, no hubiera sido capaz de contárselo antes, y pensó que tal vez si las cosas hubieran sucedido de otra manera ella no se habría enterado. Como amaba a aquel hombre, aceptó la realidad. A fin de cuentas se trataba de algo que había sucedido antes de conocerla a ella, por lo que más que engaño se podía entender como una falta de sinceridad.
David, ya de acuerdo con su mujer, decidió seguir enviando la mensualidad a Charlotte Wilhelm, para su hija biológica, que en aquel momento tenía diez años y ninguna culpa. En definitiva no hacía otra cosa que cumplir con su obligación. Era una carga que se había echado a cuestas, pero no podía hacer otra cosa, aún siendo consciente de que aquella niña no se lo agradecería nunca, ya que su madre se encargaría de crear un estigma en su contra.
Matthias Lamberg, el padrastro de Charlotte Wilhelm, había nacido en Hamburgo en 1859. Apenas un muchacho cuando se creó el imperio alemán, pudo presenciar el empeño de Bismarck en transformar Alemania en una poderosa potencia económica y militar que aspiraba a liderar Europa. Lamberg heredó de su padre un profundo amor por todo lo que rodeaba a los ferrocarriles. Cuando tuvo que alistarse lo destinaron al departamento de ferrocarriles del ejército y ascendió directamente a cabo, con mayor paga que la tropa. En 1896 conoció a Anna Wilhelm, viuda con una hija, Charlotte, y decidieron casarse. La mujer, algo mayor que él, tenía su propio piso en Berlín y una pequeña pensión de su primer marido.
Tiempo después su hijastra, Charlotte Wilhelm, sufrió la enorme desgracia de quedar embarazada de un judío. Él no podía verlo de otra manera, y aunque al principio ella les aseguró que pensaba abortar, no tuvo el valor de hacerlo, y finalmente en noviembre de 1891 dio a luz una niña. De acuerdo con su mujer, tomaron la dura decisión de decirle a Charlotte que debía abandonar la casa, ya que no estaban dispuestos a mantener a una niña cuya sangre era en parte semita. A pesar de ello, Charlotte se las arregló para salir adelante, y se instaló con su hija en un pequeño apartamento no muy distante. Ambos estaban convencidos de que el judío mantenía a Charlotte y a la niña, lo que si bien era un gran oprobio al menos no les costaba el dinero. Eso sí, se negaron a ver a la niña, ya que para Matthias Lamberg los principios eran los principios. Los ferroviarios se consideraban una clase aparte, apegados a las tradiciones, convencidos de que sin ellos el país se detendría.
Aquel hombre había ido reenganchándose en el servicio y durante toda su vida permaneció como militar, llegando a la graduación de sargento mayor en el momento de su pase a retiro definitivo, al cumplir cincuenta y cinco años. A los pocos meses era asesinado el archiduque Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo, y se desató la Gran Guerra. Aunque el suboficial Lamberg pertenecía a una organización nacionalista de defensa de los valores germanos, por razones de edad no le llamaron a filas en aquel momento, lo que su mujer consideró una gran suerte. Él seguía asistiendo a las reuniones y conferencias que se celebraban con la avenencia de los mandos en el cuartel de Hamburgo. La región de Prusia seguía marcando el camino al resto de Alemania. Allí los valores se fundamentaban en el sentido de la autoridad, en las tradiciones románticas y nacionalistas que nada tenían que ver con conceptos ajenos como democracia o liberalismo.
Los pensadores, profesores, y los mandos que compartían aquellas ideas radicales se acercaban hasta allí invitados por algunos oficiales prusianos, para hablar de la importancia de ser alemanes, de la supremacía de aquella nación, del tenaz espíritu del pueblo alemán, el «Wolksgeist», y por todo ello, de la inevitable victoria final de los ejércitos alemanes y sus aliados sobre sus enemigos.
También se hablaba de otros pensadores que seguían sus ideales y del papel que Alemania tendría que cumplir cuando terminara la guerra. El sargento retirado Lamberg descubrió en aquellos días su ferviente nacionalismo, que entre la gente crecía como la espuma probablemente por causa del conflicto. Poseía una vieja edición de «Discursos a la nación alemana», de Fichte, que solía leer con frecuencia, como si se tratase de su Biblia, y llevaba muy dentro aquellos conceptos patrióticos que sentía como propios. A fin de cuentas eran los mismos enemigos, los mismos problemas. Nada de lo esencial había cambiado. La raza era lo más importante y dentro de los distintos grupos humanos, los germanos, los arios, el pueblo alemán al que pertenecía, era sin duda alguna la raza privilegiada por el destino. No solamente bajo el punto de vista físico, para él era algo obvio, sino por su cultura, su moral, y su forma de entender la existencia.
Después llegó la gran desilusión, el inesperado fracaso. ¿Cómo era posible que Alemania hubiera perdido la guerra? ¡Una nación con el mejor ejército, la más avanzada industrialmente, con un pueblo fuerte y disciplinado! ¡Resultaba imposible de creer! ¡Alguien los había traicionado! Pronto se corrió la voz. Los verdaderos responsables del desastre no habían sido los generales alemanes, ni los políticos alemanes, sino los judíos. Una conspiración de los judíos para acabar con Alemania. Matthias Lamberg no se llevó una sorpresa, lo había sabido siempre.
En julio de 1919, cuando gran parte de Europa, destrozada por la larga y terrible guerra, apenas comenzaba a rehacerse, Ilse Wilhelm cumplió veintiocho años, mientras su no reconocida hermanastra, Selma Goldman, a la que sólo había visto unos instantes en Berlín unos años antes, daba a luz a Esther Dukas en Versalles, el lugar donde para unos se había hecho justicia, mientras para otros acababa de perpetrarse una monumental iniquidad. Aquel ignominioso tratado se había transformado definitivamente en el símbolo de la opresión y la injusticia contra el pueblo alemán.
Ilse Wilhelm estaba saliendo con un joven de su misma edad, Karl Edelberg, que acababa de licenciarse como ingeniero óptico en Gotinga. Karl había encontrado trabajo en una empresa de Kaulsdorf a las afueras de Berlín que fabricaba instrumentos de precisión. Los ingenieros de Gotinga eran muy apreciados a causa del prestigio de la casa Zeiss, y enseguida lo admitieron. Por otra parte las circunstancias económicas eran muy precarias en aquellos días, y Karl Edelberg se habría ido a cualquier lugar donde le hubiesen ofrecido un sueldo, pues, aunque proveniente de una familia adinerada, no deseaba en modo alguno depender de su padre.
Ilse y Karl se conocieron casualmente en la calle cuando él resbaló en el pavimento húmedo, y se le cayeron unos apuntes que la leve brisa esparció por la calzada. Ilse que cruzaba en aquellos momentos le ayudó a recogerlos. Ambos se presentaron y luego caminaron juntos hacia el centro. Desde el primer momento simpatizaron, percibieron una cierta afinidad común y apenas unos días más tarde se habían prometido. A pesar de que Karl daba la impresión de ser un hombre bastante avanzado, Ilse se reservó sus sospechas sobre su origen. Además de sentirse muy atraída por Karl Edelberg, con casi veintinueve años no tenía tiempo que perder. Karl no sólo era ingeniero, sino que le contó que provenía de una familia acomodada y burguesa de Kassel, la rica población al sur de Gotinga, aunque le confesó que se llevaba mal con su padre, y que en parte aquella era la principal causa de haberse marchado de su casa y no desear su ayuda económica.
Pronto Ilse lo llevó a su casa para que conociese a su madre. A Charlotte Wilhelm, aquel muchacho esbelto de cabello oscuro y profundos ojos azules, buena presencia, titulado universitario, hijo de una excelente familia, le pareció un mirlo blanco para su hija. Entre madre e hija se desvivieron para que se sintiera a gusto, dando una impresión de felicidad y alegría, que ni una ni otra sentían por una serie de motivos. A pesar de que se trataba de una joven agraciada y educada, Ilse hasta entonces no había tenido ningún noviazgo serio. En cuanto a Karl, había mantenido algunas relaciones pasajeras en Kassel y en Gotinga, pero nunca pensando en el matrimonio, sino sólo en divertirse. Aquella relación con Ilse era muy distinta, tal vez todo iba demasiado deprisa, pero él se encontraba sólo, y ella estaba ansiosa por aprovechar su oportunidad.
En marzo de 1920 contrajeron matrimonio en Berlín, en la catedral de la iglesia evangélica a la que ambos pertenecían. Ocho meses más tarde, en noviembre, Ilse, como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, dio a luz a una preciosa pareja de mellizos, un niño al que bautizaron como Klaus y una niña, Elisa. Ambos rubios como el oro, de ojos azules, colmaron de felicidad a sus padres.
A finales de ese mismo año, Julius Edelberg, el padre de Karl, falleció arrollado por un tren en la estación de Kassel en un estúpido accidente al caer al andén. Se descartó el suicidio ya que no había motivo alguno. Los testigos aseguraron que debió tratarse de una trágica distracción. La sustanciosa herencia que correspondió a su hijo Karl, la cuarta parte de los cuantiosos bienes de su padre, lo transformaron de la noche a la mañana en un hombre adinerado. Karl e Ilse adquirieron un lujoso piso con vistas al Tiergarten. Karl además compró un automóvil para evitar tener que coger el tranvía para ir a su trabajo. Lo acababan de ascender y se sentía realizado ya que estaba desarrollando un nuevo sistema catadióptrico, por lo que decidió seguir trabajando a pesar de que ya no lo necesitaba.
Para entonces Matthias Lamberg, que acababa de enviudar se había reconciliado con Charlotte y con Ilse, aunque por un lado y otro se mantenían las distancias. Ilse conocía la situación pero prefería no pensar en ella, y aun cuando Matthias hiciera como que lo había olvidado en el fondo seguía pensando lo mismo. Era una situación de compromiso familiar un tanto violenta. La propia Charlotte Wilhelm seguía observando las reacciones de su hija buscando en ellas algo que indicara su herencia judía, pero hasta el momento no había sido capaz de encontrar nada anormal. En ocasiones pensaba que Ilse era muy inteligente y que por tanto podría ser capaz de mostrarle en cada momento la cara que ella quería ver. Luego, al ver a sus nietos, se convenció de que probablemente Ilse había salido a ella, y que no había heredado nada del tal Goldman.
A principios de 1920, Paul Dukas y Selma Goldman llegaron a un acuerdo extrajudicial para su separación. Paul se quedaría con la casa de Grinzing, mientras Selma seguiría en el piso de Viena y percibiría una compensación económica mensual. También dieron los pasos para obtener el divorcio eclesiástico, ya que Eva Gessner no dejaba de exigir a Paul que se casara con ella. La iglesia evangélica lo concedió ante la evidencia de adulterio a finales de 1920.
Después de la separación, Selma decidió recuperar su apellido familiar, mientras Paul intentaba rehacer su vida contrayendo matrimonio civil con Eva Gessner, trasladándose a vivir a la lujosa mansión de Grinzing, lo que le obligaba a cambiar radicalmente de vida. Según el acuerdo de divorcio tenía derecho a visitar a sus hijos un día a la semana, aunque exigió más contactos con ellos, ya que apenas los veía esporádicamente. Le molestaba que Selma hubiera vuelto también a sus tradiciones, así como el protagonismo de la familia de su mujer, los Goldman en todo ello. Temía que sus hijos fueran educados como judíos, él pretendía liberarse de todo aquello que le recordara sus raíces.