4. EL LEGADO SEFARDÍ
(TESALÓNICA, 1917-VIENA, JUNIO DE 1919)
El mismo día en que nació su nieta, Rachel Goldman cumplió cincuenta años. ¡Medio siglo! Desde siempre le gustaban los números y aquello la hizo comprender lo relativo que era todo. La familia de su padre, los Safartí llevaban en Tesalónica desde diciembre de 1492. Rachel hizo la cuenta de que su nieta Esther había nacido exactamente cuatrocientos veintisiete años después de que los sefardíes expulsados de España por los Reyes Católicos se instalaran en aquella ciudad, lo que era menos de nueve veces su edad, y aquello le pareció algo sorprendente. Para ella Tesalónica era su tierra a todos los efectos, a pesar del traumático cambio que supuso el pasar del imperio otomano a la soberanía griega en septiembre de 1912.
Desde hacía dos años vivían en Viena, y la causa había sido el pavoroso incendio que se llevó casi todo el barrio judío. El 18 de agosto de 1917 comenzó a arder un almacén y a causa del fuerte viento de levante se extendió imparable a gran parte de Tesalónica. A muchos aquello les pareció una maldición divina, y con las ruinas aún humeantes muchos judíos optaron por marcharse. Ellos también perdieron gran parte de sus bienes y decidieron reanudar su vida en Viena, donde seguían teniendo el piso de soltero de su marido. Además allí vivía su hija Selma desde 1915, cuando con apenas veinte años había contraído matrimonio con Paul Dukas. Como David Goldman poseía la nacionalidad austríaca no tuvieron ningún problema, era un hombre muy previsor y cuando nació su hija Selma en Tesalónica se había ocupado de inscribirla en el consulado austríaco.
Durante los últimos años David había estado trabajando en Tesalónica, en una larga investigación sobre la historia de los judíos procedentes de España, rebuscando en los antiguos y valiosos archivos de la comunidad judía, que el incendio transformó en pavesas durante la noche del gran incendio, además de consumir la sede del gran rabino, once de las treinta y tres sinagogas de la ciudad y la mayor parte del hermoso, único y antiguo barrio sefardí de la ciudad.
Dos días más tarde David asistió a una reunión con el rabino y los otros líderes de la comunidad. Como David le contó más tarde, absolutamente desolado al comprobar que toda la extraordinaria historia de los judíos de Tesalónica había desaparecido por aquel pavoroso incendio, empujado por un viento que parecía empeñado en llegar hasta las casas judías y que se había llevado todo por delante, ya no tendría la posibilidad de poder referenciar sus investigaciones, pues los originales sólo eran pavesas. En la dramática reunión, en una de las pocas sinagogas que se habían salvado de la quema, uno de los rabinos aseguró que había soñado con aquello, y que no se trataba de una maldición divina, sino de una clara advertencia, que él entendía como una señal divina para que los judíos sefardíes abandonaran Tesalónica. Añadió que no deberían quedarse, ya que los que permanecieran sufrirían una terrible catástrofe. Cuando le preguntó alguien qué podría ocurrirles peor que aquello, el rabino palideció y no quiso responder. Por lo que dijo el rabino o por su propio criterio, muchos judíos de Tesalónica decidieron marcharse a Francia, otros a los Estados Unidos, y algunos, los menos, a Palestina, siguiendo las ideas sionistas.
Rachel Goldman deseaba que Selma volviera de París cuanto antes, trayendo a su hija recién nacida, ya que no tenía ninguna excusa para seguir allí, la firma del Tratado de Versalles ponía punto y final al asunto. David era mucho más escéptico y afirmó seriamente que aquel tratado era una bomba de relojería, y que cuando se acostaba podía escuchar como un tic-tac que se esparcía desde Versalles a toda Europa, como una cuenta atrás que finalmente los llevaría a todos a la ruina. Ella le replicó enfadada que siempre pensaba lo peor, mientras recordaba que él llevaba años diciendo que debían marcharse de Tesalónica, que tenía malos presagios. Había llegado allí para llevar a cabo su investigación, y mientras eran novios aseguraba que siempre se quedarían allí, que estaba harto de Viena. Pero no era cierto, ella le achacaba que había aprovechado el incendio para volver a la ciudad donde le gustaba vivir. Viena.
Rachel había nacido en Tesalónica y allí seguía viviendo su madre, Esther Safartí, de la estirpe de los Toledano, y en aquella ciudad estaban enterradas generaciones y generaciones de sefardíes que llevaban orgullosamente apellidos como Safartí, Toledano, Péres, Raphael, Vidal, y tantos otros que con el paso de los siglos iban virando al turco. Sus barrios, sus sinagogas, su idioma, dejaban bien claro cuál era su origen: Palma, Siçilia, Kal de Kastiya, Evora, Kal Portugal, Kal Aragon, Otranto, Kasseres, Kuriat, Albukerk, y tantos otros. Por supuesto la abuela Esther seguía viviendo en Tesalónica, asegurando al que quisiera oírla que todas aquellas historias de las visiones del rabino no eran más que tonterías, y que no existía otro lugar en la tierra como aquella ciudad mediterránea. Siempre que iba a visitarla, ella le preguntaba que dónde se podría vivir mejor que allí, en Tesalónica. ¿Tal vez en la añorada España, la mítica Sefarad de la que habían sido expulsados? ¡Bah! ¡Eso ya sólo era historia! De toda la vecindad Esther Safartí fue la única que se quedó, y allí seguía, a sus ochenta años, en la única casa que no ardió en todo el barrio. El fuego se detuvo justo a tiempo, por un cambio en el viento que impidió que se propagara hasta la Torre Blanca, el límite de la ciudad por el sureste. Les replicó que si hacían caso a los oscuros presagios del rabino. ¿No era también aquello una señal divina para quedarse? ¿Qué iba a hacer ella en un lugar como Viena? Nunca había estado allí ni falta que le hacía. Ella sólo necesitaba sentarse al sol de cada día, pasear al borde de la playa, ir a comprar pescado fresco recién traído a la lonja, la tranquilidad pueblerina de aquel hermoso y silencioso lugar, y sobre todo seguir viviendo su vida como había hecho desde que nació. «¡Los alemanes no nos quieren!», gritaba a causa de su sordera, ya que para ella los austríacos no eran otra cosa que alemanes del sur. «¡Si queréis sacarme de Tesalónica llevadme a Jerusalén, y si no a Toledo, que aquí está la llave de nuestra casa, que en esa Viena no tengo nada que hacer!». Y no es que la abuela Esther fuese sionista, sólo repetía lo que Jacob Toledano, su padre, le había cantado tantas y tantas veces. «La yave, mi alma, mi alma, la yave ke no se pierda. Muestra kaza en Toledo mos esta asperando. Vamos a tornar».
Por supuesto seguían teniendo la viejísima llave de hierro forjado; su padre le contó que ya su abuelo juraba que aquella llave era la de su casa en Toledo, y que, mientras la mantuvieran, algún día podrían demostrar que procedían de aquella ciudad mítica, en el corazón de Sefarad. Ella la manoseaba un rato todos los días para que no se oxidara.
La abuela Esther, ya bisabuela, aunque no sabía que Selma tenía una hija, ni siquiera que llevaba varios meses en París, sólo se quejaba amargamente de que hacía mucho tiempo que no iba a verla nadie de la familia. Recordaba a su nieta Selma como una muchacha lista y ardilosa, que aprendió de ella aquellas viejas canciones sefardíes. La última vez que la vio fue cuando Selma llevó a Tesalónica a Jacques, el hijo que había tenido con aquel estirado médico austríaco que se avergonzaba de ser judío. «¡Algo inexplicable! ¡Qué tiempos tan extraños! ¡Cuántas guerras y catástrofes! ¡Cuánta estupidez humana!». La abuela Esther recordaba con nostalgia los días pasados bajo los turcos otomanos como muy tranquilos comparados con aquellos, aunque sabía bien que ya sólo eran agua pasada y que no volverían más. Ya no le quedaba mucho para irse con el viejo Efraím Safartí, su marido, que se le aparecía algunas noches para preguntarle que por qué le hacía esperar tanto. Ella iba con frecuencia a limpiar la tumba al cementerio sefardí y aprovechaba para contarle algunas cosas, pero Safartí siempre había sido muy suyo y muy celoso, y no parecía muy satisfecho de su soledad.
Mientras, en Ville d’Avray, Selma debió cruzarse con su marido sin saberlo. Ella abandonó la casa cuatro días después del parto, en un automóvil que Venizelos había puesto a su disposición para que se trasladara al hotel en París. Se despidió de la familia que la había hospedado aquellos últimos meses diciéndoles que debía volver a Viena, y aunque intentaron convencerla de que permaneciese allí unos días más, pensó que si su trabajo había terminado prefería estar un par de días en París y después volver a Viena.
Cuando tras un largo y cansado viaje Paul Dukas llegó a Ville d’Avray, se encontró con que su mujer ya se había marchado. Nadie supo darle razón de si ella había vuelto directamente a Viena ni donde podría estar en aquellos momentos. Debía haber avisado a Selma por telegrama que iba a buscarla, había cogido el tren a París sin concertar con ella que iría. Mientras, la casera lo observaba sin saber qué decirle, pensando qué clase de matrimonio sería aquel en que cada uno iba por su lado, con un marido que no sabía dónde estaba su mujer, se sentía ridículo. En otras circunstancias aquello no hubiera tenido mayor importancia, pero se lo tomó como una afrenta personal.
Paul Dukas permaneció dos días en París intentando dar con Selma. Preguntó en varios de los mejores hoteles, indagó. Difícilmente podía saber que el primer ministro Venizelos había ofrecido a Selma la embajada de Grecia en París, y que ella no tuvo otra alternativa que aceptar. Por la mañana del tercer día Paul Dukas, harto de la situación y enfadado consigo mismo, adquirió un billete de vuelta para Viena. Ni uno ni otro sabían que la casualidad los llevaba de vuelta en el mismo tren.
Durante todo el trayecto Paul no hacía otra cosa que darle vueltas a la cabeza pensando que debía divorciarse. Tal vez sin motivos se sentía menospreciado. No quería aceptar que la culpa era suya, su relación con Eva Gessner. Cuando al descender en la estación de Viena tropezó literalmente con su mujer que descendió del siguiente vagón llevando a la niña en brazos, no supo reaccionar. La besó fríamente en la mejilla, y apenas dirigió una leve mirada a su hija. Después subieron a un coche de alquiler y se dirigieron en silencio a su piso en Prinz Eugen Strasser, frente al parque del Belvedere. Era una absurda y violenta situación. Él tendría que haber mostrado su alegría al encontrarlas, expresarle su gran satisfacción por aquella hija, por estar con ellas en casa. Pero su contrariedad por lo sucedido le impedía actuar con naturalidad. Selma comprendió con cierta amargura que su matrimonio se había acabado. No le cogió por sorpresa. Sabía lo de su marido con aquella frívola dama de origen alemán, y aunque en otras circunstancias algo así no habría sido motivo para una separación definitiva, la reacción de Paul le demostraba que era mejor acabar de una vez.
Al llegar al edificio, por unos instantes Paul pareció mostrarse más cercano, mientras el portero los saludaba y recogía el equipaje para subirlo al piso en el ascensor de servicio. Mientras subían en el principal, Paul hizo algunos comentarios como echándole en cara a su mujer lo sucedido, culpándola de que no hubiera podido encontrarla en París. Ella prefirió no replicarle, se sentía cansada del largo viaje y sin ganas de discutir. Sin hacer caso de sus palabras, entró en el piso y llamó por teléfono a su madre para que le llevara al pequeño Jacques. Paul se encogió de hombros, volvió a coger su maleta y se marchó del piso sin despedirse, enfadado consigo mismo, sabiendo que no tenía ninguna razón, era el único responsable de la situación. Selma escuchó cómo se cerraba la puerta y con ella, la de una etapa de su vida.