3. SALOMÓN DUKAS

(BESARABIA, FINALES DEL XIX-VIENA, MEDIADOS DE 1919)

Salomón Dukas, hombre tranquilo, de aspecto apocado, de profesión médico rural ya jubilado, tenía la conciencia muy tranquila cuando creía estar afrontando los últimos pasos de su trayectoria vital. No se consideraba un triunfador, no había conseguido fama ni dinero, sólo el justo para sacar adelante a la familia, con muchas penurias y equilibrios, aunque tampoco le debía nada a nadie. Eso se lo había enseñado su padre, un médico de pueblo que había pasado desapercibido por la vida, que no había hecho otra cosa que trabajar para intentar sobrevivir, ayudando a los demás.

En cuanto a alcanzar la fama, en ello ya estaba empeñado su hijo, pues esa parecía ser la máxima preocupación de Paul Dukas. Salomón creía que el matiz era que en la vida se podía tener ambición, pero no se podía ser ambicioso. Y el verdadero problema de Paul era su exceso de ambición, su enorme ego, su convicción de que casi siempre estaba por delante de los demás.

Sin embargo, a pesar de todo, Salomón consideraba que había acertado. La vida proporcionaba a cada uno las cartas con las que debía jugar, y de esa larga o corta y, casi siempre dramática partida, surgía lo que se conocía como destino. Y él creía haber sabido jugar sus cartas, al conducir a su familia desde la remota, pequeña y pobre Dubossati —no quería calificarla de miserable— en la Besarabia, a pocos kilómetros de Kishinev, un lugar hermoso, casi mágico, pero donde la comunidad judía apenas podía salir adelante.

Dubossati era el lugar donde volvió a comenzar su abuelo, aquel humilde sastrecillo que provenía de una olvidada aldea de Ucrania, en una interminable huida de la miseria, pero sobre todo de los sangrientos pogromos que de tanto en tanto llevaban a cabo los cosacos y los «Centenas Negros». Lo único que Salomón guardaba de Dubossati era una piedra blanca, casi una esfera, que había cogido en la orilla del río el mismo día que se declaró a su novia. Había advertido a Sarah que quería que cuando falleciera depositaran la piedra sobre su tumba, aunque él mismo reconocía que se trataba de una extraña petición.

Paso a paso, luchando contra las adversidades que iban surgiendo en el camino, a lo largo de muchos años sin perder jamás la esperanza, había conseguido llegar al mismo centro de Viena, el lugar que los judíos askenazis consideraban el corazón del mundo occidental, el lugar donde la elegancia, la riqueza, la belleza, eran parte de la cosmopolita ciudad donde su ambicioso y capaz hijo triunfaba en una disciplina tan compleja como la psiquiatría, plantándole cara al mismísimo doctor Freud.

Él, Salomón Dukas, licenciado en medicina general por la universidad de Varsovia, había conducido a su familia desde aquella casucha, en una apartada y miserable aldea judía, a uno de los lugares más sofisticados, ricos y avanzados de Europa. Aunque nunca quiso contarle a Sarah que de tanto en tanto soñaba con la aldea en la que ambos habían vivido, y de la que habían partido definitivamente el mismo día que contrajeron matrimonio y marcharon a Varsovia para que él pudiera terminar la carrera de medicina, mientras trabajaban. De aquella época recordaba algunos momentos de plena felicidad, cierto que sólo escasos momentos, tal vez demasiado fugaces aunque inolvidables, como aquel cálido anochecer el quince de Av, en pleno mes de julio, cuando él y Sarah se amaron intensamente en un pajar por primera vez durante la fiesta del día del amor. Entonces eran pobres, aún no conocían el mundo, y él sólo tenía la ilusión de estudiar medicina, aunque aquello era en aquellos días más una ilusión que una certeza, de lo que ambos eran conscientes sin reconocerlo.

Había conocido al prestigioso doctor Freud en el Hospital General al poco de llegar a Viena desde Leonding. Pudo hablar con él una mañana. Lo recordaba como un hombre esbelto, elegante y muy engreído, alguien que parecía conocer bien su propia valía, precedido por su enorme fama, señalado siempre por la gente cuando enfrascado en sus propias disquisiciones paseaba por el Ring. Tendría sólo cinco o seis años menos que él, aunque aparentaba diez o quince menos. Freud iba peinado y minuciosamente afeitado, trajeado impecablemente como si cada día fuera el de su boda. No podía olvidar que se notó sucio y desaliñado al estar junto a él, no podría decir que Freud estuvo antipático, aunque tampoco lo notó cercano ni cordial, sólo correcto.

Aquel hombre se dio cuenta de inmediato de que él también era judío, y eso le hizo mostrarse frío y algo lejano, con la misma prevención que si tuviera frente a él a un pariente pobre con la mano extendida. Notó que la situación incomodaba al sabio profesor. Sin embargo le preguntó que de dónde venía y cuál era su especialidad. Recordaba que le contestó sin tapujos que ejercía medicina general. «¡Ah, ya, entiendo —comentó Freud—, habrá sido usted el típico médico de pueblo!». No percibió que lo dijera con acritud, ni menosprecio. Era lo que era y había hecho un diagnostico frío y exacto. Al menos eso se había considerado él toda la vida y a mucha honra. Un médico de pueblo. Aquel célebre doctor tenía ojo clínico, aunque a él tal vez se le notaba demasiado quién era y de dónde venía, con aquel traje anticuado que se le había quedado algo estrecho, brillante de lo gastado, a juego con los polvorientos zapatos hartos de caminar. Su aspecto vulgar y su traje excesivamente usado nada tenían que ver con el elegante y planchado terno o aquellos botines de última moda que calzaba el doctor Freud. Aquel hombre sabía bien quién era y lo que pretendía de la vida.

Más tarde, cuando llegó otro doctor más joven, Freud se lo presentó sin recordar su nombre. De inmediato ambos prescindieron de él. No volvieron a mirarlo. Permaneció unos instantes junto a ellos, observando como sus compañeros de profesión hablaban de sus cosas, utilizando un lenguaje extraño y excesivamente sofisticado para él, hasta que se despidió sin que se apercibieran, dejándoles enfrascados en una elevada conversación sobre la hipnosis y el psicoanálisis, mediante el cual Freud aseguraba ser capaz de penetrar en el más recóndito inconsciente, para averiguar las causas de la enfermedad mental que aquejaba a sus pacientes.

Salomón, mientras volvía a su casa en el tranvía para evitar empaparse por la intensa lluvia que caía inclemente sobre Viena, pensó que el sólo hecho de que aquel doctor hubiera podido convencer a tanta gente ya merecía un aplauso.

Pero todo aquello eran sólo minucias para él. No sólo había acertado en su camino, sino en la suerte que tuvo cuando el casamentero de la comunidad judía de Dubossati propuso a su madre a aquella tímida y delgaducha muchacha llamada Sarah, hija de Jacob Rosenthal y nieta de Nathan Rosenthal, aquel lutier que construía los mejores violines de toda la Besarabia, para que él se casara con ella. Todo el mundo sabía que los instrumentos del viejo Nathan estaban vivos. Aquel hombre decía que en cada violín ponía un trocito de su alma, y que por eso se fatigaba tanto, hasta que falleció al terminar el último y la familia se arruinó.

El «shadchan», Jacob Steinlowski, acertó de lleno. Le explicó a su madre que aquella muchacha tenía todo lo que le faltaba a su hijo. «Todo menos dinero» puntualizó escéptica ella. «Bueno mujer, eso vendrá cuando tenga que venir, pero te aseguro que si aceptas, ambos serán felices, y sabes bien que la felicidad no se puede comprar con dinero». Al final su madre aceptó el trato del casamentero. Y allí seguían, sin dinero pero felices, al menos todo lo felices que la vida les había permitido ser.

Salomón Dukas pensaba con temor que la mansión que su hijo se estaba construyendo en Grinzing era una provocación, muchos se preguntarían que quién se estaría haciendo aquella hermosa casa, rodeada además de hermosos viñedos que proporcionaban un magnífico vino. Algunos mal intencionados contestarían que otro judío rico, y otra vez la rueda de la envidia y la maledicencia volvería a girar, pero eso era inevitable y su hijo tendría que apechugar con ello. El verdadero resquemor era comprobar cómo Paul no había tenido tanta suerte en su matrimonio, que estaba naufragando por días a pesar de su improvisado viaje a París. Sabía que lo único que su hijo quería comprobar, aunque no lo confesaría nunca, era si aquella niña, a la que por lo visto iban a bautizar como Esther Rachel, era o no hija suya. Selma habría pagado a su marido con la misma moneda. La infidelidad, harta de incomprensión, que los hacía incompatibles.

Salomón Dukas estaba cada día más convencido de que el momento en que decidió convertirse para dejar de ser un judío creyente y convertirse en un cristiano, con la certeza de que a partir de ese instante el muro de la intransigencia caería y ya no existirían diferencias, había sido la mayor equivocación de su vida. Intentaba disculparse pensando que sólo había sido una decisión pragmática, y que si se hubiera dejado llevar por los sentimientos todo hubiera podido ser muy diferente.

Recordaba cuando en 1896 leyó «Selbstemanzipation» de León Pinsker, el folleto editado por Nathan Birnbaum. En aquellas páginas encontró por primera vez la definición de sionismo, en referencia a la mítica fortaleza situada en la colina de Sion, cerca de Jerusalén, y después devoró literalmente el opúsculo de Theodor Herzl «El Estado Judío». Aquel estado que según Herzl era una necesidad universal y que por tanto debía nacer. Le había marcado una frase:

«Con tal fin, hay que hacer, ante todo, tabla rasa con muchos conceptos viejos, anticuados, confusos y estrechos. Así por ejemplo, los cerebros poco esclarecidos creerán que la migración tiene que salir de la civilización para internarse en el desierto. ¡No, en absoluto! La migración se realiza en medio de la cultura. No se baja a un grado inferior, sino que se sube a otro superior, no nos instalamos en chozas de barro sino en casas más hermosas y más modernas que construiremos nosotros mismos y que poseeremos sin correr ningún riesgo. No se pierden los bienes adquiridos, sino que se los utiliza. No se renuncia a un derecho sino a cambio de otro más amplio…»[1].

A pesar de ello, años más tarde tomó la decisión opuesta. El sionismo le parecía una idea excesivamente arriesgada, una utopía irrealizable. Los judíos podrían llegar a ser alguna vez verdaderos europeos. En su caso tal vez con un remoto origen familiar como judíos rusos, después moldavos, más tarde austríacos, finalmente vieneses, y en el caso de Paul, un verdadero aristócrata del Ring, no sólo con iguales derechos y obligaciones. Otro ciudadano más sin diferencia alguna. ¡No podía ser de otra manera! ¡La única vía posible no era la que proponían los sionistas, si no la total asimilación!

Para conseguir aquel sueño, unos meses más tarde, se bautizó en la iglesia de Leonding, junto a su mujer y su hijo. Paul, desde que tuvo uso de razón, no creía nada más que en sí mismo. Algunos de los parroquianos cristianos de la iglesia evangélica luterana a los que atendía como médico lo apadrinaron. Recordaba que con ciertas reticencias. Sarah no puso ningún impedimento, ni siquiera tuvo que cambiar de nombre, pues Sarah era también un nombre cristiano con el que podía ser bautizada. En cuanto a su hijo Saúl, desde aquel día eligió llamarse Paul, con gran alivio, ya que el joven estaba harto de que otros muchachos se metiesen con él por el solo hecho de ser judío. En cuanto a él, tomó por nombre cristiano Tomás, pero apenas abandonó la iglesia, recién bautizado, se echó para atrás y le pidió a Sarah que siguiera llamándole Salomón. Tampoco cambió de nombre en sus tarjetas de visita, ni en sus documentos. Sentía vergüenza por la decisión que acababa de tomar. Cuando recapacitó que ya no tendría que cumplir el sabbat, ni volver a entrar en una sinagoga, ni mantener ninguna costumbre ni tradición judía, aquella misma noche desvelado le dijo a su mujer que sólo serían cristianos a efectos legales, pero que de puertas para adentro seguirían siendo judíos. Eso sí, tuvieron que dejar de serlo oficialmente en aquella vorágine de razas, costumbres, tradiciones y voluntades, para inscribirse como austríacos acogiéndose a lo que la legislación permitía, ya que en aquellos momentos el imperio austrohúngaro acababa de desaparecer, y mucha gente no sabía o no quería recordar cuál era su verdadera nacionalidad. Sólo era preciso ir al registro civil y cambiar allí los nombres y la religión.

Durante unos días no pudo dejar de pensar en Pinsker y en Theodor Herzl, en su libro «Alt-Neuland», y en que ya nunca más tendría que escuchar aquella vieja frase «El año que viene en Jerusalén». En el Salmo 137:5-6 se expresaba la esperanza: «Si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare; si no enalteciere a Jerusalén como preferente asunto de mi alegría». Él había cambiado la frase por «El año que viene en Viena». Estaba dispuesto a soportar lo que hiciera falta para que su hijo triunfara en la vida, eso lo había pensado detenidamente y estaba de acuerdo con Sarah. A fin de cuentas, lo había escrito Herzl con amargura. «¿Qué es el honor? ¿Para qué sirve el honor? Si los negocios van bien y se sigue con salud, se puede soportar todo lo demás».

Sarah Dukas seguía firmando sus cartas y sus poemas con el apellido de su padre, como Sarah Rosenthal, ya que no deseaba perder también aquella parcela de su identidad. Su abuelo Nathan Rosenthal escribió durante toda su vida preciosos poemas y canciones y le debía ese mínimo homenaje. Su marido estaba convencido de que ella nunca se oponía a sus deseos, que lo aceptaba todo, pero en el fondo Sarah estaba segura de que habían cogido el camino equivocado, aunque no sería capaz de echárselo en cara. Sabía que Salomón lo hacía por el bien de ellos y sobre todo por el de su hijo. Aquel hombre no podía dejar de pensar en sus padres, que procedían de la región en la que se encontraba la indeterminada y cambiante frontera entre Rumanía y Rusia. Ambos habían fallecido ya pero seguía echándolos de menos. Recordaba cuando tuvieron que abandonar Dubossati en la Besarabia, para asentarse en Leonding.

Ambos sabían que a pesar de todo, jamás en su vida podrían olvidar Dubossati, pues fue allí donde se conocieron. Aún sonreía al recordar que la noche de bodas Salomón le confesó que había tenido que comprar la voluntad del casamentero. Cuando le propuso que fuera a ver a la madre de aquella muchacha que quería como mujer, el «shadchan» le contestó que nunca había tenido un caso semejante, y él le replicó que no había nada malo en ello. Tuvo que pagarle por adelantado para que el casamentero fuese a ver a su madre, y así comenzó todo.

Salomón Dukas siempre le decía a su esposa con una amarga sonrisa, que él era el judío errante, que toda su vida era un largo y duro camino sin fin, y que ella no se hiciera muchas ilusiones, pero que el secreto estaba en adaptarse en cada momento a las circunstancias. Por ello, mucho tiempo después, cuando un día su marido le dijo que se marchaban, ella no preguntó nada, sólo hizo las maletas y preparó la mudanza. Así fue como de la primitiva Dubossati, en el corazón de la Besarabia, se dirigieron a un lugar muy distinto en todo, Leonding en Austria, un arrabal de la culta y exquisita Linz. Tres años y medio más tarde, ya convertidos a la iglesia luterana, decidió dar el salto definitivo y se instalaron en Viena. En el fondo de su corazón eran los mismos, pero adaptándose a las circunstancias. Alguna vez había reflexionado sobre cuál era la principal diferencia entre los judíos y los demás. Sarah lo tenía muy claro, la capacidad de adaptación a lo que fuera.

El abuelo Nathan Rosenthal había nacido en 1820 en Dubossati, una pequeña aldea a orillas del Dniéster, cerca de Kishinev, en la profunda y ancestral Besarabia, la hermosa y atrasada región que separaba dos mundos radicalmente distintos. Nada tendría que ver Nathan con esta historia si no fuera por las canciones que escribió mientras construía violines. Muchos años más tarde su nieta Sarah intentaba recordarlas para enseñárselas alguna vez a sus nietos, Jacques y Esther Dukas. Para cuando la abuela Sarah las tarareaba, el tiempo había pasado con furia, devastándolo todo, y ya había transcurrido más de un cuarto del siglo desde aquel memorable uno de enero de 1900, el mismo día en que Nathan, el lutier poeta cumplió ochenta años, cuando, al escuchar las campanadas que anunciaban el nuevo siglo, salió corriendo todo lo que sus delgadas piernas le permitían por las heladas calles de Dubossati, mientras exclamaba aterrorizado «¡Ha entrado el siglo veinte y con él llega el apocalipsis!». Cuando enajenado llegó al río, se tiró de cabeza al agua helada aunque unos campesinos que escucharon sus gritos pudieron rescatarlo aún con vida. Sus amigos pensaron que había previsto su muerte, ya que falleció de pulmonía una semana más tarde sin decir una palabra más.

Salomón Dukas emigró a Leonding en Austria, a mediados de abril de 1903, inmediatamente después del terrible pogromo en el que muchos miembros de la comunidad judía de Kishinev perdieron su vida. Después de todo el rabino había acertado en su predicción. Para entonces, el padre de Salomón Dukas, que no era médico titulado pero ejercía como si lo fuera, había enviado a su hijo a estudiar medicina a la universidad de Varsovia, siguiendo la estela de sus dos hermanos mayores que también estudiaban para llegar a ser médicos en aquella ciudad. Coincidió el pogromo cuando sus padres los visitaban, y aquella casualidad les salvó de la matanza.

Sarah Rosenthal, por entonces ya su prometida, presenció aterrorizada como unos hombres, hasta aquel día bonachones vecinos, se transformaban en lobos sedientos de sangre que asesinaban a cualquier judío por el sólo hecho de serlo. Pudo esconderse en un almiar, y desde allí vio correr a la gente, algunos miembros de su familia, delante de sus asesinos. Durante unos días permaneció escondida en el bosque sin atreverse a volver a su casa, y sobrevivió como pudo. Cuando sus suegros volvieron de Varsovia, ella llegó una madrugada con la ropa hecha harapos y les explicó sollozando lo que había sucedido. Salomón tomó la decisión de marcharse para siempre de aquel lugar en el que algunos lobos se disfrazaban de seres humanos.

Aquel fue el motivo por el que cuándo Paul llegó un día a la casa de sus padres en Viena asegurando que había conocido a la mujer con la que se quería casar, su madre lo escuchó en silencio y le dijo que se alegraba por él. Aquella generación nada tenía que ver con lo que ellos habían vivido. En Viena nadie necesitaba un casamentero. El día que Paul trajo a su casa a Selma Goldman, Sarah supo que se cerraba el círculo. Desde el primer momento se dio cuenta de que Selma también se adaptaría a las circunstancias para poder casarse con el hombre que había elegido. La diferencia entre uno y otro era que Paul estaba convencido de haber dejado atrás su otro yo, mientras que Selma, aún después de su matrimonio, seguía siendo la misma muchacha judía. David y Rachel Goldman eran judíos creyentes que asistían a la sinagoga, que respetaban el sabbat, que seguían festejando el Purim y la Hanuka, y que no se avergonzaban de ser lo que eran ni pretendían ser otra cosa. Selma le dijo con cierta envidia que sentía admiración por las personas que parecían compatibilizar con toda naturalidad ambas culturas.

Tiempo después se veía que Selma se había desencantado de su matrimonio. A pesar de que acababa de tener una hija concebida por su hijo Paul, Sarah sabía muy bien que los sentimientos que Selma por su hijo se habían extinguido para siempre, y eso la preocupaba, sobre todo por sus nietos, con los que probablemente perdería el contacto. Conocía muy bien el carácter de Paul, su enorme ambición, su necesidad de demostrar que era el primero en todo. También sabía que la relación que mantenía los últimos meses con aquella mujer, Eva Gessner, terminaría por arruinar cualquier posibilidad de arreglo con Selma.

Salomón Dukas pensaba que su hijo era un estúpido al no comprender que estaba perdiendo a alguien que merecía la pena, pero no podía hacer nada por evitarlo. Eran las circunstancias. Recordaba aquel tozudo niño judío que corría por las empinadas callejuelas de Dubossati con las rodillas despellejadas, cuando le decía que deseaba salir de allí con todas sus fuerzas. Aquel niño había conocido la escasez, ya que él tuvo que devolver el crédito más los intereses que había pedido para que estudiara. Con lo que quedaba apenas tenían para comer.

Allí comenzó una nueva época, cuando su hijo decidió que sólo podría llegar a ser alguien si era el número uno. Pensó que no podía quejarse, ya que después de todo ellos habían incentivado la ambición de Paul. Ahora recogerían los frutos.

Sarah se sentía amargada por la situación y preocupada por el futuro. Precisamente cuando Paul estaba triunfando como psiquiatra, con una magnífica clientela, construyéndose una gran mansión, cuando acababa de tener su segundo hijo, una preciosa niña, parecía dispuesto a tirarlo todo por la borda. No podía comprenderlo y menos de alguien tan frío, calculador y ambicioso como Paul, que medía al milímetro todo lo que hacía en su vida, hasta el día que apareció por su consulta la tal Eva Gessner. Paul había perdido la cabeza por aquella mujer, que caminaba por la calle incitando a todos los hombres con los que se cruzaba a volverse a su paso.