2. EL MUNDO DE PAUL DUKAS
(VIENA-PARÍS, JUNIO DE 1919)
El doctor Paul Dukas tomó el expreso a París la misma tarde en que recibió el telegrama de Selma, en el que le comunicaba que había dado a luz a una niña. Ante aquella circunstancia, comprendió que no tenía otra opción, salvo que tomase la decisión de romper su matrimonio definitivamente. Le explicó a Eva Gessner lo sucedido y le dijo que intentaría estar de vuelta lo antes posible. Cuando ella le preguntó con cierta ironía si después de aquello pensaba divorciarse, tal y como le prometía a cada instante, él asintió levemente, consciente de que los gestos comprometían menos que las palabras.
Sentado en su departamento privado en el expreso, Paul pensó en todo lo que le estaba sucediendo, en el inesperado giro que estaba dando su vida, precisamente cuando había creído entrar en una etapa de estabilidad y sosiego familiar. Por ello estaba construyendo en Grinzing una hermosa mansión. Hasta que apareció Eva, pretendía crear un hogar del que sentirse orgulloso, ya que aquello significaba mucho para él, pues no podía olvidar su niñez, cuando aún se llamaba Saúl y sólo era un niño judío en Dubossati, una aldea muy cercana al río Dniéster, en la Besarabia, y su padre, Salomón Dukas, era el médico de la comunidad judía, que apenas ganaba lo suficiente para devolver la deuda que tenía. Su padre decidió emigrar a Leonding, en Austria, ya que allí vivían algunos de sus parientes lejanos con los que se carteaba. Leonding era un pueblo colindante a Linz, tanto que casi se consideraba un barrio de aquella ciudad en el que vivieron tres años. Después se trasladaron definitivamente a Viena.
Admiraba a su padre por haber sabido desprenderse de todo e intentar conseguir lo mejor para su familia, para él. En ocasiones pensaba cómo se sacrificó aquel hombre para lograr que él pudiera estudiar en la universidad, gastando lo que no tenía, endeudándose para que no le faltase de nada, incluyendo la cara especialidad de neurología y psiquiatría, sin oponerse jamás a sus deseos; aquel muchacho merecía cualquier esfuerzo para que pudiera llegar a lo más alto.
Él le estaba agradeciendo todo aquello, devolviéndoles la fe que habían tenido en él, para que pudieran gozar de los mejores años de su vida en un confortable piso en el centro de Viena, algo que con la jubilación que le hubiera correspondido a su padre como médico rural no habría podido costearse. Sus padres lo tenían por un buen hijo y se lo agradecían de mil maneras. Un día su padre le dijo que había soñado siempre con una casa como la que él se estaba construyendo, un lujo imposible. Que su hijo lo hubiera conseguido era el cumplimiento de su propio sueño.
Cuando a las siete treinta Paul se dirigió al exclusivo vagón restaurante de los Wagon Lits, de primera clase, pensaba en la privilegiada posición social que había alcanzado. Debería ser muy cuidadoso si no quería tener un serio problema en la conservadora sociedad de Viena, en la que se aceptaban los divorcios, a pesar de la frontal oposición de la iglesia. Era algo inherente a la nueva época. Pero no podía dejar de pensar que a pesar de todo, de su éxito profesional, de su nueva posición económica, de su aspecto de triunfador, en el fondo para todos ellos, al menos para la clase de gente que en realidad le importaba y con los que se codeaba cotidianamente, los acomodados burgueses de los barrios residenciales del centro de Viena, solo seguía siendo un judío más. Por mucho que se hubieran convertido al cristianismo, y que nada tuviera que ver con los que seguían asistiendo a la sinagoga, ni con aquellos judíos pobres que malvivían en los barrios periféricos, gentes que caminaban por la ciudad con sus particulares vestimentas y su aspecto exótico que los delataba a distancia. Le ponía nervioso sólo el pensarlo. Él se consideraba el prototipo europeo, con su piel blanca, ojos grises muy claros, cabello castaño cuidadosamente peinado con fijador, manos de largos dedos, y por supuesto los elegantes trajes que vestía siempre, los mejores zapatos, los más caros sombreros a juego. Creía que nada en todo ello hacía pensar en un judío. ¿O sí? Aquella duda permanente le preocupaba. Hubiera querido que nadie conociera a sus padres en Viena. Y menos aún que lo relacionaran con sus suegros. Le ponía nervioso pensar que en aquellos momentos su hijo Jacques se encontrara en casa de los Goldman. No lo llevarían a la sinagoga, estaba seguro, ya que había sido condición «si ne qua non» para permitirles tener al niño algunos fines de semana, pero no era menos cierto que durante los últimos meses el niño estaba viviendo con dos personas que se consideraban verdaderos judíos, como el ambiente del «shabat» que comenzaría al atardecer del día siguiente. No le hacía ninguna gracia todo aquel asunto, y tampoco quería que el niño repitiese más tarde alguna palabra en yiddish, que su suegro utilizaba de tanto en tanto como gracia. Él lo entendía sin esfuerzo, reminiscencia de su niñez judía en Dubossati.
Mientras entraba en el vagón restaurante pensaba en todo ello como una mácula en su impecable esmoquin. El maître le condujo a una mesa para dos, ya que obligatoriamente se compartían, en la que otro hombre, igualmente trajeado con otro esmoquin, aguardaba a que le llevaran la carta. Hizo una leve inclinación de cabeza y se sentó esbozando una sonrisa de complicidad. No le sonaba aquel rostro. Cuando al presentarse, ambos inclinaron al tiempo la cabeza, escuchó su nombre, Adolf Loos. Se trataba de uno de los más afamados arquitectos de Viena.
Cenaron hablando de los nuevos tiempos y, cómo no, del Tratado de Versalles que acababa de firmarse. Ambos coincidieron en que el resultado era un verdadero desastre para Austria y aún más para Alemania. Loos comentó que la época imperial, ya anacrónica, había acabado. Añadió que él también iba a París para un posible encargo profesional, y cuando Paul le explicó que su viaje se debía a que acababa de ser padre y que iba a Versalles a conocer a su nueva hija. Tras felicitarlo, Loos se mostró sorprendido y muy interesado del papel como traductora de Selma Dukas, ya que tuvo que explicarle los motivos por los que su esposa estaba tan lejos de Viena en el momento del parto. Pareció muy de acuerdo en que el progreso estaba vinculado a la nueva posición que deberían ocupar las mujeres en la vida. Loos era un hombre muy avanzado y coincidieron en muchas cosas. Le habló de su concepto del «raumplan», de la distinta importancia de los diferentes espacios y usos en los edificios. Luego, le preguntó que le parecía el edificio de la Sastrería Goldman and Salatsch. Paul pudo salir airoso contestando.
—¡Ah! ¡Se refiere usted a la casa Loos! ¡Un verdadero homenaje a su creador! ¡Su casa en Michaelerplatz!
Loos tuvo que aceptar la acertada, punzante y culta respuesta y sonrió. Un rato más tarde ambos se retiraron ya que debían dejar lugar al siguiente turno de cena, el vagón restaurante no permitía más que una corta sobremesa. Intercambiaron tarjetas, y quedaron en llamarse cuando volvieran a Viena.
Mientras Paul se dirigía a su compartimento, pensó que tal vez habría tenido que hablar con aquel arquitecto antes de encargar el proyecto de su nueva casa, aunque estaba realmente satisfecho del resultado.
Ya en pijama, tumbado en la litera, con el monótono traqueteo que paradójicamente le impedía dormir, pensaba que no había sido capaz de decirle que su suegro era David Goldman, pariente cercano de los promotores de aquel polémico edificio, y uno de los accionistas, ya que ello hubiera sido como mencionar que efectivamente estaba emparentado con auténticos judíos, y que por tanto él también era otro judío más de cualquiera de las otras tribus de Israel. ¿No había diseñado también Loos el edificio de la Sastrería Ebenstein? Otro sastre judío que había sabido triunfar. Los astutos judíos también habían traído la moda a Viena. De hecho habían fundado «La corporación de sastres vieneses», y ellos eran los que traían la última moda de Londres y de París, los que organizaban los pases de modelos, los que imprimían las revistas de moda, y los que dictaban lo que las damas y caballeros de la elegante y sofisticada Viena vestirían y calzarían la próxima temporada.
Paul Dukas sabía que tendría que convivir con ello toda su vida, aunque no terminaba de aceptarlo. En Viena, donde habitaban judíos de todas las clases sociales, los austríacos de sangre germana aceptaban a regañadientes la situación, aunque era cierto que sabían distinguir entre unos y otros. Cuando se cruzaba por la calle con verdaderos judíos, vestidos como tales, no quería emplear el término «disfrazados de judíos,» ni siquiera volvía la cabeza, sólo miraba fijamente al frente y seguía su camino. El tema de sus suegros era algo que no terminaba de aceptar, y por supuesto una de las causas de la incómoda situación con Selma, harta de que se refiriera a ellos empleando lo que ella definía como un tono de superioridad.
No paraba de darle vueltas a la cabeza a su relación con Sigmund Freud, con el que mantenía un absoluto enfrentamiento intelectual. Desde que leyó sus primeros textos, Paul tenía la certeza de que aquel famoso médico psiquiatra estaba totalmente equivocado, y que por tanto su legado sería nefasto para la credibilidad de la psiquiatría. No quería decir «psiquiatría judía», aunque no podía evitar pensarlo. Él no creía en el exótico diván cubierto de alfombras turcas y persas del que tanto se hablaba en toda Viena, del ambiente cargado de simbología africana y arte oriental. Tampoco en el psicoanálisis, los complejos infantiles, y menos aún en el sexo como centro del mundo onírico y real. Algunas damas vienesas, cargadas de manías y dinero, iban a conocer al famoso psiquiatra que centraba su diagnóstico en curiosas historias, todas ellas centradas en el sexo. Un sexo explícito que dejaba de ser secreto de alcoba para convertirse en protagonista de la vida y de la mente. Viena era el lugar adecuado para exponer aquellas innovadoras teorías, a las que se había dado una gran acogida cuando el conocido psiquiatra Krafft-Ebing editó en 1886 sus atrevidas tesis en el libro «Psicopatología sexual», un volumen que revolucionaba las ideas adquiridas, o cuando el joven y brillante filósofo Otto Weininger editó «Sexo y carácter», en 1903, otro libro que tuvo una inmediata difusión en la ciudad.
Por experiencia personal Paul sabía lo importante que podía llegar a ser el sexo, no era preciso que nadie se lo recordara. Todo aquel tiempo, mientras Selma andaba por los recargados salones del Trianón, traduciendo las bromas que se gastarían los unos a los otros, y los jugosos comentarios, para Venizelos, Wilson, Clemenceau, Lloyd George y todos los demás, él había aprovechado bien el tiempo, sobre todo las noches, para volver a recuperar el desenfadado espíritu de la juventud, haciendo el amor en todas las posturas posibles con la atractiva y desinhibida Eva Gessner, que como estudiante en París había aprendido mucho sobre el arte de amar y sus perversas variantes.
Eva le volvía loco. Como psiquiatra era perfectamente consciente de las locuras que un hombre podría llegar a hacer por una mujer, pero Freud había llevado aquel asunto demasiado lejos. La perversa sexualidad infantil. La envidia del pene, el complejo de castración. Para Freud todo se reducía al sexo, y los hipócritas que lo negaban no reconocerían jamás sus propios secretos de alcoba. Temas muy delicados para hablarlos frente a públicos no profesionales, que luego hacían comentarios sobre la procaz sexualidad de los judíos, como había podido escuchar en reuniones en las que no se le tenía por judío, en las que abundaban los chistes fáciles sobre los judíos y el sexo, que pretendían demostrar estereotipos groseros, sabiendo que con ello menospreciaban a un importante grupo de los ciudadanos intelectualmente más señalados de Viena. Tal vez por ello, también él, apurado al entrar en la librería, había comprado y leído en profundidad «La interpretación de los sueños», el consciente, el inconsciente, los traumas, la represión de determinados sentimientos. En algunas cosas estaba de acuerdo, pero no en lo fundamental. Todo aquello de la fase anal, la fase oral, la fase genital era demasiado evidente, aunque para él la teoría fallaba cuando Freud lo vinculaba permanentemente al incesto, la perversión, los trastornos mentales, aquello que había bautizado como los complejos de Edipo, de Electra, y todo lo demás; temas tan procaces como los conflictos sexuales de la niñez como causa de los trastornos posteriores, el odio hacia el padre, la atracción sexual hacia la madre. ¡Bah! Una teoría brillante y hablando claramente muy comercial, pero que no resistiría el paso del tiempo y el progreso de la psiquiatría. Algunos de los pacientes que a él le llegaban después de un frustrado intento con Freud, explicándole que en modo alguno podían aceptar las repugnantes teorías de aquel doctor, al que más de uno tildaba incluso de farsante, o de excesivamente protagonista, haciéndoles a las damas procaces preguntas que les subían los colores, o investigando extrañas y morbosas vinculaciones eróticas como fondo de sus problemas mentales o los de sus familiares. A la vista de ello tomó la decisión de incrementar sus honorarios al mismo nivel que el doctor Freud. No quería ni podía ser menos. Él creía en métodos más tradicionales, pero también más efectivos. Después de todo, no podía quejarse.
Sin embargo allí estaba, intentando conciliar el sueño en el expreso de París para conocer a su nueva hija, sabiendo que su matrimonio estaba acabado. No podría asegurar que aquella niña fuera suya, pues, lo mismo que él vivía su vida, tenía la certeza de que Selma le estaba pagando con la misma moneda, aunque no podría asegurarlo. Pensaba en lo que Selma le había contado una vez sobre aquella secreta hermanastra, que según ella, tenía en Berlín. Una confidencia que se le había escapado. Podría recordar incluso su nombre… ¿Ilse Wilhelm? La joven hija de madre soltera, fruto de una tórrida aventura juvenil de David Goldman con una tal Charlotte Wilhelm. Selma le había hecho prometer que no comentaría jamás aquel asunto. Nadie estaba libre de pecado, ni siquiera su suegro, con su aspecto de profesor que nunca había roto un plato.
Viena, que tanto presumía de cosmopolita, era un enorme patio de vecinos en el que todo el mundo se metía en la vida de los demás. A su suegro le habrían llegado rumores acerca de su vida nocturna y su afición por las mujeres. Bueno, pues después de todo, David Goldman tampoco era nadie para dar lecciones de moral.
Si en lugar de encontrarse camino de París, hubiese tomado la decisión de permanecer en Viena, su situación se habría visto por todo el mundo como la ruptura definitiva, y eso habría podido dañar su imagen y la de su familia. Lo prudente por el momento era lo que estaba haciendo, intentar mantener el tipo a toda costa, no perder la cara y sonreír. Sonreír siempre. Más adelante ya pensaría en frío la mejor salida. Aún mantenía la esperanza de que tal vez el tiempo lo arreglara todo. Por su parte, mientras pudiera seguir así, lo prefería a un escándalo que pudiera perjudicar su carrera. Eso hubiera sido una solemne estupidez.