1. SELMA DUKAS
(VERSALLES-VIENA, JUNIO DE 1919)
Esther Dukas nació el veintiocho de junio de 1919, el mismo día y casi a la misma hora en que se estaba firmando el Tratado de Versalles. Su madre notó los primeros síntomas del parto cuando ya se estaba preparando para salir de la casa en la que residía aquellos meses en Ville d’Avray, un pequeño pueblo muy cercano a Versalles, y dirigirse como todos los días en el único taxi del lugar al Palacio del Trianón. Allí debía asistir como traductora personal al primer ministro de Grecia, Eleftherios Venizelos, en aquellas transcendentales horas finales de la larga y compleja conferencia que culminaba los acuerdos exigidos por los países vencedores sobre los vencidos en la Gran Guerra.
Selma Dukas rompió aguas mientras aguardaba en la puerta a monsieur Goujón, el taxista, a las siete de la mañana como todos los días laborables. La imprevista situación la cogió por sorpresa, ya que el parto tendría que haber tenido lugar a finales de agosto, cuando se cumplirían los nueve meses naturales. A pesar de su avanzado embarazo tenía planeado asistir a la última ceremonia, despedirse de todos y tres días más tarde abandonar Ville d’Avray, para dirigirse a la Gare de Lyon, en París, y viajar a Viena en el «Orient Express». Una vez allí pensaba aguardar tranquilamente en su hogar a que llegase el momento, tras culminar aquellos ajetreados meses durante los que había conocido a los más importantes hombres de estado, y vivido una emocionante e intensa experiencia humana.
Era lo que había pactado seis meses antes con el jefe de gabinete de Venizelos, cuando resultó elegida como su traductora personal durante el tiempo que durase la conferencia. Se había comprometido a permanecer en Versalles hasta que le faltasen dos meses para dar a luz, ya que de acuerdo a las previsiones, aquella fecha coincidiría muy aproximadamente con el final de la conferencia. La decisión de aceptar aquel particular trabajo provenía de las fuertes diferencias conyugales de los últimos tiempos con su marido, Paul Dukas.
Desde que era una niña, Selma había tenido gran facilidad para los idiomas. Hablaba el griego, su idioma natal en el que se dirigía a su madre, el alemán por su padre, el turco, el sefardí y algo de yiddish, idiomas locales en Tesalónica entre la importante comunidad judía que residía en aquella ciudad, además del inglés, el francés y el ruso, estos últimos por exigencia familiar. Selma había permanecido un año en París y dos en Viena, en ambas ciudades en casa de parientes de su padre. Aquel bagaje la había convertido en una persona abierta, dispuesta a todo, con ganas de seguir aprendiendo y conocer el mundo. Sus ojos claros y su cabello castaño claro, herencia de su padre, la ayudaron a integrarse.
Sin embargo aunque hacia unas semanas que sentía molestias, no podría marcharse de un día para otro y abandonar la escena como si nada. A lo largo de aquellos largos y ajetreados días en Versalles, el primer ministro Venizelos, que se sentía responsable de su traductora, se dio cuenta de su enorme voluntad y su tesón por hacer las cosas lo mejor que podía, lo que le agradecía otorgándole un trato muy cercano y cordial. No solamente él, pues Selma intervino en la mayoría de las conversaciones oficiales y privadas que tuvieron lugar entre el ministro griego y el presidente americano Woodrow Wilson, también en las que ambos mantuvieron en conjunto con George Clemenceau, el jefe de gobierno francés.
Poco a poco, Selma Dukas fue destacando entre el resto de los traductores, su carácter conciliador que parecía facilitar siempre las cosas, además de la forma en que se expresaba quitando hierro a los más complejos asuntos. Se convirtió muy pronto en alguien indispensable y en la traductora favorita; al menos para aquellos tres relevantes personajes, que consideraban imposible que ningún otro traductor la sustituyera en unos días tan tensos y complicados.
Llegó a pensar que, si la conferencia se alargaba más de la cuenta, le resultaría imposible decirles que se volvía a casa en Viena para tener a su hija, ya que Selma estaba convencida de que sería una niña. Jacques, el primogénito, había quedado al cuidado de sus abuelos maternos, mientras ella decidía lo que iba a hacer con su matrimonio.
Mantenía una cercana y cálida relación con Venizelos. Al inicio de la conferencia nadie había concedido un papel importante a aquel hombre que poco a poco se fue ganando el respeto de los demás participantes, al mostrar un carácter coherente y cordial con sus colegas, sin ningún complejo cuando tenía que discutir con el abierto y dialogante presidente Woodrow de los Estados Unidos o con el duro y obstinado Clemenceau, el jefe de gobierno francés.
Selma notó enseguida que cuando ella llegaba los tres grandes hombres se incorporaban, como si se tratase de alguien mucho más importante que una traductora. Selma poseía unos bellos ojos, vestía con sencilla elegancia y tenía un impecable acento fuera el que fuese el idioma en que se dirigiese a su interlocutor. Con Wilson era capaz de pasar sin esfuerzo aparente desde el inglés académico de Oxford, en que ella se expresaba, al acento sureño de Virginia de donde él procedía. Lo hacía con tanta gracia y tal facilidad que desde el primer día aquel hombre se sentía como atendido por alguien de su propio equipo, como si ella lo hubiese acompañado desde Staunton, su ciudad natal, a Versalles. Cuando Selma escuchaba hablar un rato a alguien, era capaz de imitar su acento sin esfuerzo alguno, sabiendo que aquello la acercaba más aun a la realidad de lo que aquel pretendía expresar.
Los tres políticos que llevaban el peso de la larga conferencia la echaron de menos en el momento culminante, cuando se estaba procediendo a la firma del tratado en el Salón de los Espejos de Versalles, a última hora de la mañana del 28 de junio de 1919, mientras ella, agotada por el parto y asistida por la comadrona del pueblo, observaba a su preciosa hija recién nacida en el dormitorio de la vieja casa de Ville d’Avray, donde había alquilado dos habitaciones para su estancia durante aquellos meses, y que se había convertido en un hogar.
Cuando unas horas más tarde Venizelos se enteró de lo sucedido —ya que ella envió al taxista para que avisara—, le mandó un ramo de flores y una nota agradeciéndole todo lo que había aportado a lo largo de aquellos meses. Después Venizelos lo comentó con el que ya consideraba su amigo, Woodrow Wilson, quien tomó la decisión de tener un detalle con aquella gentil dama que tanto había colaborado, y le pidió a su secretario que redactara un acuerdo presidencial para conceder la ciudadanía norteamericana al recién nacido. Tuvieron que averiguar las circunstancias enviando a Ville d’Avray a un oficial de la marina que servía de enlace, para que se enterara del nombre y demás datos necesarios. Esther Dukas fue inscrita como ciudadana americana en la embajada de los Estados Unidos en París. George Clemenceau, al enterarse, no quiso ser menos, ya que a fin de cuentas aquella niña había nacido en Francia y, tras consultarlo con uno de los abogados del estado que le asesoraban durante la conferencia, también le otorgó la nacionalidad francesa. La niña poseería la triple nacionalidad, austríaca, norteamericana y francesa, que no eran incompatibles. En aquel momento no parecía más que una anécdota, un cariñoso detalle con Selma Dukas. Nadie podía imaginar que, muchos años más tarde, aquello influiría de manera decisiva en la vida de Esther Dukas. Selma transmitió a su familia en Viena el nacimiento de Esther por telegrama. Aunque la guerra había interrumpido por algún tiempo las transmisiones, para mediados de 1919 el cuerpo de correos y telégrafos volvía a funcionar con normalidad en Europa central.
El padre de la niña y esposo de Selma, el doctor Paul Dukas, recibió el telegrama sin demasiado entusiasmo, ya que aquella noticia le obligaba a viajar a París, salvo que tomara la decisión de separarse definitivamente de su mujer. Ambos llevaban meses intentando mantener la situación, aunque en aquellos momentos eran conscientes de que todo había terminado entre ellos. Paul estaba conviviendo los últimos meses con Eva Gessner, una atrevida dama alemana que residía en Viena, de la que creía estar profundamente enamorado; y en los últimos tiempos no hacía demasiados esfuerzos por ocultar el escándalo. Aquel era el motivo principal por el que el niño permanecía en casa de sus abuelos maternos.
David Goldman y su esposa Rachel, judíos practicantes, se consideraban austríacos a todos los efectos aunque seguían manteniendo sus principios como integrantes de la comunidad judía de Viena. Ambos intentaron oponerse sin éxito al matrimonio de su hija Selma con Paul Dukas, al que ya no podían considerar miembro de la comunidad judía a causa de la conversión al cristianismo de la familia Dukas. Habían advertido a su hija de las dificultades a las que se enfrentaría. Las circunstancias parecían darles finalmente la razón.
David Goldman, vienés de tercera generación, de familia culta y bien situada, hombre observador, doctor en filosofía e investigador de la cultura hebrea en Europa, a sus cincuenta y cuatro años estaba de vuelta de la soberbia humana. Pensaba con cierta amargura que a su yerno se le había subido el éxito a la cabeza, y que como otros matrimonios, el de su hija Selma con aquel reputado psiquiatra, estaba atravesando una seria crisis que probablemente terminaría en ruptura matrimonial. Cuando Selma se presentó a la selección para traductores de la comitiva griega durante la Conferencia de Versalles, donde se iban a dilucidar las responsabilidades y el futuro de los contendientes en la Gran Guerra, supo que su hija aprovecharía aquella oportunidad para demostrar su independencia, y que su marido no se atrevería a impedírselo, sabiendo que tal decisión le costaría el divorcio.
Goldman consideraba a su yerno un hombre inteligente y capaz, también alguien extremadamente ambicioso. La familia Dukas había abandonado la religión judía, convencida de que la conversión era el único camino para la total integración y poder así conseguir el éxito económico y social. Él sabía muy bien que la mayoría de las veces aquella decisión no era más que un falso espejismo. De todo lo que poseía, su mayor tesoro era un ejemplar del Talmud Bavli Maseket Shabat, editado en Viena en 1830 por Schmid. A él acudía de tanto en tanto cuando tenía cualquier duda, aquel Talmud de Viena contenía la filosofía que había impartido a su familia. Incluso Rachel se sabía trozos de memoria.
Paul Dukas se consideraba un hombre adelantado a su época, con sólo treinta y nueve años, su fama de inteligente y excéntrico psiquiatra le precedía. Su elegancia natural y su indudable éxito profesional le habían creado una aureola de la que no iba a desprenderse por una rabieta. Goldman supo que su yerno, prudentemente, no hizo ningún comentario a la decisión de su mujer de marcharse a París una temporada, ni al hecho de que su hijo tuviera que permanecer durante aquellos meses con ellos. Jacques, con apenas dos años, estaba acostumbrado a pasar los fines de semana con sus abuelos y la situación no le supuso ningún trauma. No pudo evitar pensar con cierta amargura que tampoco para su padre, ya que en todo caso a Paul Dukas la situación le proporcionaba una total libertad, con Eva Gessner entrando y saliendo a su antojo de su piso, sin tener que ocultarse ni necesidad de dar explicaciones.
David Goldman pensaba con frecuencia en la historia de su familia, asentada en Viena desde principios del siglo pasado. Habían ido ascendiendo con rapidez en la escala social y estaban colaborando de manera muy directa en transformar la ciudad en una moderna urbe como correspondía al nuevo siglo. Sus primos hermanos, por la rama Goldman, habían edificado el más influyente centro de moda en la ciudad, un importante y polémico edificio en el mismo corazón de Viena. La mayoría de los miembros de su familia eran unos privilegiados, no tenían motivo de queja. Aunque en determinados momentos los miembros de la comunidad hebrea tuvieran que tragar algún sapo, no iba a amargarles la existencia. David creía estar de vuelta de muchas cosas, consciente de que la envidia era muy mala consejera, y también de la cantidad de miembros de la comunidad hebrea que sobresalían intelectualmente. Comprendía que no resultaba fácil para una sociedad acostumbrada a dirigir el mundo, como la vienesa, que los judíos se abrieran paso con tanta facilidad en cualquier profesión, ya fuera como comerciantes, financieros, abogados, profesores universitarios, médicos, científicos, marchantes de arte, artistas o músicos. ¡Ah, y qué músicos! Ahí estaba sin más la brillante dinastía de los Strauss, ya austríacos de honor sin discusión, pero de incuestionable origen hebreo, estigma que los vieneses pretendían ocultar. Por no hablar de Mendelssohn, de Gustav Mahler y tantos otros.
O el mismo Sigmund Freud, en aquellos momentos el más afamado y brillante médico psiquiatra de Europa, por mucho que ello disgustara a su yerno, o a él mismo que tampoco estaba de acuerdo con sus complejas teorías. El Dr. Freud sólo debía ser cinco o seis años menor que él. Pretendía haber descubierto que el mundo giraba alrededor del sexo, como si aquello fuese algo nuevo y no lo hubiera dejado muy claro el propio Talmud. Aunque para él, que otro judío moravo viniese de nuevo con aquella historia del sexo no tenía nada de particular.
Entre sus pecados de juventud, David escondía su afición al sexo, lo que ya a las puertas de la vejez le parecía algo incomprensible. Siempre pensaba en aquellos lejanos días, cuando estudió la carrera de filosofía en Berlín, en los que, además de muchas aventuras de las que prefería olvidarse, sin desearlo había tenido una hija con una joven alemana. El nombre de su hija natural, con la que nunca había mantenido la más mínima relación, era Ilse Wilhelm, ya que llevaba el apellido de su madre, Charlotte Wilhelm.
Después de tanto tiempo intentando ocultárselo a su hija aquello ocasionó una crisis familiar, cuando un día, Selma, que tenía entonces diecinueve años, encontró en el buró en el que él guardaba sus papeles la dirección de Charlotte Wilhelm y unas viejas cartas. Aquello la dejó sin saber qué pensar, pero no comentó nada. Unos meses después, aprovechando un viaje universitario a Berlín, sin advertírselo, Selma fue a intentar dar con la que según aquellas cartas debía ser su hermanastra. La joven Ilse era unos cinco años mayor y cuando Selma la abordó en la calle y le dijo que tenía que hablar con ella de algo muy importante, Ilse Wilhelm se quedó tan sorprendida que no supo reaccionar. Se sentaron en un banco en Unter den Linden. Selma le explicó quién era y cómo había descubierto que ella era su hermanastra. Ilse Wilhelm se quedó mirándola muy nerviosa y solo acertó a replicar.
—¿Tú padre es el judío Goldman? ¡De qué me estás hablando, yo no tengo nada que ver con ese hombre! ¡Mi madre me explicó que cuando era joven estuvo saliendo con un judío con ese nombre sin saber entonces que lo era! ¡Para que te quede claro, debes saber que mi padre, ya fallecido, era un prusiano de Hamburgo!
Sin más explicaciones, la muchacha se levantó aparentemente muy ofendida y se alejó, dejando a Selma sin comprender nada. Cuando Selma volvió a Viena no quiso ocultárselo a su padre y le contó lo que había pasado. David, un tanto avergonzado, tuvo que aceptar que era cierto, y le confesó que efectivamente tenía la convicción de que aquella muchacha, Ilse Wilhelm, era hija suya, en realidad fruto de una aventura juvenil a la que entonces no dio mayor importancia, aunque cuando la mujer con la que había salido, Charlotte Wilhelm, supo que estaba embarazada se puso en contacto inmediatamente con él. Cuando se enteró que él era judío cortó la relación en seco.
Rachel, su esposa, una inteligente sefardí nacida en Tesalónica, entendía la existencia como un proceso inevitable en el que las cosas simplemente sucedían y oponerse a ellas solía complicarlas. Aquella pragmática forma de entender la vida venía desde hacía siglos transmitiéndose a lo largo de generaciones en las familias de sus ancestros, los Safartí, Toledano, y Péres, gentes que sobre todas las cosas valoraban el sentido común. Rachel compartía su opinión en relación con Paul Dukas, aunque era más precavida y prudente que él.
Cuando Selma le contó que se había enamorado de un médico llamado Paul Dukas, ni siquiera hizo el más mínimo comentario sobre lo que pensaba. Selma le explicó entonces que el problema era que Paul no era judío. Rachel no pudo evitar pensar que con aquel apellido, Dukas, indudablemente se trataba de un judío. Asintió sonriendo y le aseguró que se alegraba mucho por ella. Rachel sabía que si en aquel momento le hubiera dicho a Selma lo que en realidad pensaba, se habría expuesto a perder a su hija para siempre.