CRISTIANISMO Y MITOLOGÍA
Es difícil presentar en unas pocas páginas las relaciones entre el cristianismo y el pensamiento mítico. Estas relaciones plantean varios problemas bien distintos. Ante todo, el equívoco ligado al uso del término «mito». Los primeros teólogos cristianos tomaban este vocablo en el sentido que se había impuesto desde hacía siglos en el mundo grecorromano: el de «fábula, ficción, mentira». En consecuencia, se negaban a ver en la persona de Jesús un personaje «mítico» y en el drama cristológico un «mito». Desde el siglo II, la teología cristiana se vio precisada a defender la historicidad de Jesús a la vez frente a los docetistas y a los gnósticos y frente a los filósofos paganos. Veremos en seguida los argumentos que utilizó para defender su tesis y las dificultades que tuvo que vencer.
El segundo problema es solidario del primero: ya no concierne a la historicidad de Jesús, sino al valor de los testimonios literarios que fundamentan esta historicidad. Orígenes ya se dio cuenta de la dificultad de apoyar sobre documentos incontestables un acontecimiento histórico. En nuestros días, un Rudolf Bultmann afirma que no puede conocerse nada de la vida y de la persona de Jesús, a pesar de que no duda de su existencia histórica. Esta posición metodológica supone que los Evangelios y otros testimonios primitivos están impregnados de «elementos mitológicos» (entendiendo el término en el sentido de «lo que no puede existir»). Que abundan «elementos mitológicos» en los Evangelios es algo evidente. Por otra parte, el cristianismo asimiló pronto símbolos, figuras y rituales de origen judío o mediterráneo. Veremos más adelante la significación de este doble proceso de «judaización» y de «paganización» del cristianismo primitivo.
Añadamos que la presencia masiva de símbolos y elementos cultuales solares o de estructura mistérica en el cristianismo ha animado a algunos eruditos a rechazar la historicidad de Jesús. Han invertido la posición de Bultmann, por ejemplo. En vez de postular, a principios del cristianismo, un personaje histórico del que nada se puede saber, a consecuencia de la «mitología», de la que se le recargó muy pronto, estos sabios postularon, por el contrario, un «mito» que fue «historizado» imperfectamente por las primeras generaciones de cristianos. Para no citar más que los modernos, desde Arthur Drews (1909) y Peter Jensen (1906-1909) a P.-L. Couchoud (1924), eruditos de diferente orientación y competencia han tratado laboriosamente de reconstruir el «mito originario» que habría dado nacimiento a la figura de Cristo y finalmente al cristianismo. Este «mito originario» varía, por lo demás, de un autor a otro. Merecería consagrar un estudio apasionante a estas reconstrucciones tan inteligentes como aventuradas. Traicionan una cierta nostalgia del hombre moderno hacia lo «mítico primordial». (En el caso de P.-L. Couchoud esta exaltación de la no historicidad del mito a expensas de la pobreza del concretismo histórico es evidente.) Pero ninguna de estas hipótesis no historicistas ha sido aceptada por los especialistas.
Finalmente, un tercer problema se plantea cuando se estudian las relaciones entre el pensamiento mítico y el cristianismo. Se puede formular de la siguiente manera: si los cristianos se han negado a ver en su religión el mythos desacralizado de la época helenística, ¿cuál es la situación del cristianismo frente al mito vivo, tal como se ha conocido en las sociedades arcaicas y tradicionales? Veremos cómo el cristianismo, tal como ha sido comprendido y vivido en los casi dos milenios de su historia, no puede des-solidarizarse por completo del pensamiento mítico.
HISTORIA Y «ENIGMAS» EN LOS EVANGELIOS
Veamos ahora cómo se las han arreglado los Padres para defender la historicidad de Jesús, tanto frente a los incrédulos paganos como frente a los «heréticos». Cuando se planteó el problema de presentar la vida auténtica de Jesús, es decir, tal como fue conocida y transmitida oralmente por los apóstoles, los teólogos de la Iglesia primitiva se encontraron frente a un cierto número de textos y de tradiciones orales que circulaban en los diferentes medios: Los Padres dieron prueba de espíritu crítico y de orientación «historicista», antes de que se forjara el término, al tener el acierto de negarse a considerar los Evangelios apócrifos y las logia agrapha como documentos auténticos. Sin embargo, abrieron la puerta a largas controversias en el seno de la Iglesia y facilitaron la ofensiva de los no cristianos al aceptar no uno sólo, sino cuatro Evangelios. Y como había diferencias entre los Evangelios sinópticos y el Evangelio de Juan, había que explicarlas y justificarlas por la exégesis.
La crisis exegética se desencadenó por Marción en 137. Este proclamaba que existía un único Evangelio auténtico, al principio transmitido oralmente, después redactado y pacientemente interpolado por partidarios entusiastas del judaísmo. Este Evangelio que declaraba como único válido era el de Lucas, reducido por Marción a lo que él consideraba su auténtico núcleo.[1] Marción aplicó el método de los gramáticos grecorromanos, que se veían obligados a distinguir las excrecencias mitológicas de los textos teológicos antiguos. En su réplica a Marción y a los otros gnósticos, los ortodoxos se vieron obligados a utilizar el mismo método.
A principios del siglo II, Elio Theon demostraba en su tratado Progymnasmata la diferencia entre mito y narración: el mito es «una exposición falsa que describe algo verdadero», mientras que la narración es «una exposición que describe acontecimientos que tuvieron lugar o pudieron haberlo tenido»[2]. Los teólogos cristianos negaban, evidentemente, que los Evangelios fuesen «mitos» o «historias maravillosas». Justino, por ejemplo, no podía admitir la existencia de riesgo alguno de confundir los Evangelios con las «historias maravillosas». La vida de Jesús era el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, y en cuanto a forma literaria, la de los Evangelios no era la del mito. Más aún: Justino estimaba que se podían ofrecer al lector no cristiano pruebas materiales de la veracidad histórica de los Evangelios. La natividad, por ejemplo, podía demostrarse por «declaraciones de impuestos presentados bajo el procurador Quirino (ex hypothesi?), accesibles en Roma un siglo y medio más tarde»[3]. De modo similar, un Taciano o un Clemente de Alejandría consideraban los Evangelios como documentos históricos.
Pero el más importante para nuestro propósito es Orígenes. Este estaba demasiado convencido del valor espiritual de las historias conservadas por los Evangelios para admitir que pudiera entendérselas de una manera groseramente literal, como los simples creyentes y los heréticos —y eso preconizaba la exégesis alegórica—. Pero, obligado a defender al cristianismo frente a Celso, insistió en la historicidad de la vida de Jesús y se esforzó en dar validez a todos los testimonios históricos. Orígenes critica y rechaza la historicidad del episodio de los mercaderes expulsados del templo.
«En la parte de su tratado en que se ocupa de la inspiración y de la exégesis, Orígenes nos dice que allí donde la realidad histórica no concordaba con la verdad espiritual las Escrituras introducían en sus relatos ciertos acontecimientos, unos enteramente irreales, otros susceptibles de producirse, pero que de hecho no se produjeron»[4]. En lugar de «mito» y «ficción», utiliza «enigma» y «parábola»; pero no hay duda de que para él estos términos son equivalentes[5].
Orígenes reconoce, pues, que los Evangelios presentan episodios que no son históricamente «auténticos», a pesar de ser «verdaderos» en el plano espiritual. Pero, respondiendo a las críticas de Celso, reconoce asimismo la dificultad de probar la historicidad de un acontecimiento histórico. «Tratar de establecer la verdad de cualquier historia como hecho histórico, incluso cuando la historia es verdadera, es una de las tareas más difíciles, y a veces una tarea imposible»[6].
Orígenes cree, no obstante, que ciertos acontecimientos de la vida de Jesús están suficientemente confirmados por testimonios históricos. Por ejemplo, Jesús fue crucificado delante de un gran número de personas. El temblor de tierra y las tinieblas podían ser confirmadas por la relación histórica de Flegón de Tralles[7]. La Cena es un acontecimiento histórico que puede fecharse con precisión[8]. Asimismo, la prueba de Getsemaní, a pesar de que el Evangelio de Juan no hable de ella (Orígenes explica la razón de este silencio: Juan se interesa más por la divinidad de Jesús, y sabe que Dios el Logos no puede ser tentado). La resurrección es «verdadera» en el sentido histórico del término, porque es un acontecimiento, a pesar de que el cuerpo resucitado no pertenezca ya al mundo físico (el cuerpo resucitado era un cuerpo aéreo, espiritual)[9].
Orígenes, si bien no duda de la historicidad de la vida, de la pasión y resurrección de Jesucristo, se interesa más por el sentido espiritual, no histórico, del texto evangélico. El verdadero sentido se encuentra «más allá de la historia»[10]. La exégesis debe ser capaz de «desembarazarse de los materiales históricos», pues estos últimos no son sino un «trampolín». Insistir demasiado en la historicidad de Jesús, desatender el sentido profundo de su vida y su mensaje es mutilar el cristianismo. «Los hombres —escribe en su Comentario al Evangelio de Jesús— se maravillan cuando consideran los acontecimientos de la vida de Jesús, pero se muestran escépticos cuando se les revela la significación profunda, que se niegan a aceptar como verdadera»[11].
TIEMPO HISTÓRICO Y TIEMPO LITÚRGICO
Orígenes captó muy bien que la originalidad del cristianismo se debe en primer lugar al hecho de que la Encarnación se efectuó en un Tiempo histórico y no en un Tiempo cósmico. Pero no olvida que el Misterio de la Encarnación no puede reducirse a su historicidad. Por otra parte, al proclamar «a las naciones» la divinidad de Jesucristo, las primeras generaciones de cristianos proclamaban implícitamente su transhistoricidad. No es que se considerara a Jesús como un personaje histórico, sino que se subrayaba ante todo que era Hijo de Dios, el Salvador Universal que había redimido no sólo al hombre, sino también a la Naturaleza. Más aún: la historicidad de Jesús quedó ya transcendida por su ascensión al Cielo y por su reintegración a la Gloria divina.
Al proclamar la Encarnación, la Resurrección y la Ascensión del Verbo, los cristianos estaban convencidos de que no presentaban un nuevo mito. En realidad, utilizaban las categorías del pensamiento mítico. Sin duda, no podían reconocer este pensamiento mítico en las mitologías desacralizadas de sus contemporáneos paganos cultos. Pero es evidente que, para los paleocristianos de todas las confesiones, el centro de toda la vida religiosa lo constituía el drama de Jesucristo. Aunque cumplido en la Historia, este drama hizo posible la salvación; por consiguiente, no existe más que un solo medio de obtener la salvación: reiterar ritualmente este drama ejemplar e imitar el modelo supremo, revelado por la vida y las enseñanzas de Jesús. Por lo demás, este comportamiento religioso es solidario del pensamiento mítico auténtico.
Hay que añadir inmediatamente que, por el hecho mismo de ser una religión, el cristianismo ha debido conservar al menos un comportamiento mítico: el tiempo litúrgico, es decir, la recuperación periódica del illud tempus de los «comienzos». «La experiencia religiosa del cristiano se apoya en la imitación de Cristo como modelo ejemplar, en la repetición litúrgica de la vida, de la muerte y de la resurrección del Señor y en la contemporaneidad del cristiano con el illud tempus que se abre con la Natividad en Belén y se acaba provisionalmente con la Ascensión.» Por lo demás, como hemos visto, «la imitación de un modelo transhumano, la repetición de un escenario ejemplar y la ruptura del tiempo profano por una abertura que desemboca en el Gran Tiempo, constituyen las notas esenciales del ‘comportamiento mítico’, es decir, del hombre de las sociedades arcaicas, que encuentra en el mito el origen mismo de su existencia»[12].
Aunque el Tiempo litúrgico sea un tiempo circular, el cristianismo, fiel heredero del judaísmo, acepta, sin embargo, el tiempo lineal de la Historia: el Mundo fue creado de una vez para siempre y tendrá un solo fin; la Encarnación tuvo lugar una sola vez, en el Tiempo histórico, y habrá un solo Juicio. Desde el principio, el cristianismo ha sufrido influencias múltiples y contradictorias, especialmente las del gnosticismo, judaísmo y «paganismo». La reacción de la Iglesia no fue uniforme. Los Padres sostuvieron una lucha sin descanso frente al acosmismo y esoterismo de la gnosis; sin embargo, conservaron los elementos gnósticos presentes en el Evangelio de Juan, en las Epístolas paulinas y en algunos escritos primitivos. Pero, a pesar de las persecuciones, el gnosticismo no fue nunca extirpado radicalmente, y ciertos mitos gnósticos, más o menos enmascarados, resurgieron en las literaturas escritas y orales de la Edad Media.
En lo que se refiere al judaísmo, proporcionó a la Iglesia un método alegórico de interpretación de las Escrituras y, sobre todo, el modelo por excelencia de la «historización» de las fiestas y los símbolos de la religión cósmica. La «judaización» del cristianismo primitivo equivale a su «historización», a la decisión de los primeros teólogos de unir la historia de la predicación de Jesús y de la naciente Iglesia a la Historia Sagrada del pueblo de Israel. Pero el judaísmo había «historizado» un cierto número de fiestas periódicas y de símbolos cósmicos relacionándolos con acontecimientos importantes de la historia de Israel (cf. la fiesta de los Tabernáculos, la Pascua, la fiesta de las luces de Hanuca, etc.). Los Padres de la Iglesia siguieron por el mismo camino: «cristianizaron» los símbolos, los ritos y los mitos asiáticos y mediterráneos vinculándolos a una «historia santa». Esta «historia santa» se salía, naturalmente, del marco del Antiguo Testamento y englobaba ahora el Nuevo Testamento, la predicación de los apóstoles y, más tarde, la historia de los santos. Un cierto número de símbolos cósmicos —el Agua, el Árbol y la Viña, el arado y el hacha, el barco, el carro, etc.— habían sido ya asimilados por el judaísmo[13] y pudieron integrarse con harta facilidad en la doctrina y la práctica de la Iglesia al recibir un sentido sacramental o eclesiológico.
«CRISTIANISMO CÓSMICO»
Las verdaderas dificultades surgieron más tarde, cuando los misioneros cristianos se enfrentaron, sobre todo en Europa central y occidental, con religiones populares vivas. De buen o mal grado se acabó por «cristianizar» a las Figuras divinas y a los mitos «paganos» que no se dejaban extirpar. Un gran número de dioses o de héroes matadores de dragones se convirtieron en San Jorges; los dioses de la tormenta se transformaron en San Elías; las innumerables diosas de la fertilidad se asimilaron a la Virgen o a las santas. Incluso podría decirse que parte de la religión popular de la Europa precristiana ha sobrevivido, disfrazada o transformada, en las fiestas del calendario o en el culto de los santos. La Iglesia ha debido luchar durante más de diez siglos contra el continuo aflujo de elementos «paganos» (entiéndase: pertenecientes a la religión cósmica) en las prácticas y las leyendas cristianas. El resultado de esta lucha encarnizada ha sido más bien modesto, especialmente en el sur y sudeste de Europa, donde el folklore y las prácticas religiosas de las poblaciones rurales presentaban aún, a fines del siglo XIX, figuras, mitos y rituales de la más remota antigüedad, es decir, de la proto-historia[14].
Se ha reprochado a las Iglesias católica-romana y ortodoxa el haber aceptado tan gran número de elementos paganos. ¿Estaban siempre justificadas estas críticas? Por una parte, el «paganismo» no ha podido sobrevivir más que cristianizado, aunque no fuera más que superficialmente. Esta política de asimilación de un «paganismo» que no se podía aniquilar no constituía una innovación; ya la Iglesia primitiva había aceptado y asimilado una gran parte del calendario sagrado precristiano. Por otra parte, los campesinos, por su propio modo de existir en el Cosmos, no se sentían atraídos por un cristianismo «histórico» y moral. La experiencia religiosa específica de las poblaciones rurales se nutría de lo que podría llamarse un «cristianismo cósmico». Los campesinos de Europa comprendían el cristianismo como una liturgia cósmica. El misterio cristológico implicaba asimismo el destino del Cosmos. «Toda la Naturaleza suspira en la espera de la Resurrección»; es un motivo central tanto de la liturgia pascual como del folklore religioso de la cristiandad oriental. La solidaridad mística con los ritmos cósmicos, violentamente atacada por los profetas del Antiguo Testamento y apenas tolerada por la Iglesia, está en el fondo de la vida religiosa de las poblaciones rurales, especialmente de la Europa del sudeste. Para esta parte de la cristiandad, la «Naturaleza» no es el mundo del pecado, sino la obra de Dios. Después de la Encarnación, el Mundo se restableció en su gloria primera; por esta razón a Cristo y a la Iglesia se les cargó de tantos símbolos cósmicos. En el folklore religioso del sudeste europeo, los sacramentos santifican asimismo la Naturaleza.
Para los campesinos de la Europa oriental, esta actitud, lejos de implicar una «paganización» del cristianismo, era, por el contrario, una «cristianización» de la religión de sus antepasados. Cuando se escriba la historia de esta «teología popular», tal como se puede percibir especialmente en las fiestas periódicas y los folklores religiosos, se dará uno cuenta que el «cristianismo cósmico» no es una nueva forma de paganismo ni un sincretismo pagano-cristiano. Es una creación religiosa original, en la que la escatología y la soteriología adquieren dimensiones cósmicas; el Ser Supremo, Cristo, sin dejar de ser el Pantocrator, desciende sobre la Tierra y visita a los campesinos, como lo hacía, en los mitos de las poblaciones arcaicas, el Ser Supremo antes de transformarse en deus otiosus; este Cristo no es «histórico», ya que la conciencia popular no se interesa por la cronología ni la exactitud de los acontecimientos ni la autenticidad de los personajes históricos. Guardémonos de concluir que para las poblaciones rurales Cristo no sea más que un «dios» heredado de los antiguos politeísmos. No existe contradicción entre la imagen del Cristo de los Evangelios y de la Iglesia y la del folklore religioso: la Natividad, las enseñanzas de Jesús y sus milagros, la crucifixión y la resurrección constituyen los temas esenciales de este cristianismo popular. Por otra parte, es un espíritu cristiano y no «pagano» el que impregna todas estas creaciones folklóricas: todo gira alrededor de la salvación del hombre por Cristo; de la fe, de la esperanza y de la caridad; de un Mundo que es «bueno» porque ha sido creado por Dios Padre y ha sido redimido por el Hijo; de una existencia humana que no se repetirá y que no está desprovista de significación; el hombre es libre de escoger el bien o el mal, pero no será juzgado únicamente por esta elección.
No vamos a presentar aquí las principales directrices de esta «teología popular». Pero hay que constatar que el cristianismo cósmico de las poblaciones rurales está dominado por la nostalgia de una Naturaleza santificada por la presencia de Jesús. Nostalgia del Paraíso, deseo de recobrar una Naturaleza transfigurada e invulnerable, al abrigo de los estragos consecutivos a las guerras, a las devastaciones y a las conquistas. Es asimismo la expresión del «ideal» de las sociedades agrícolas, aterrorizadas continuamente por hordas guerreras alógenas y explotadas por las diferentes clases de «señores» más o menos autóctonos. Es una rebelión pasiva contra la tragedia y la injusticia de la Historia; en suma, contra el hecho de que el mal no se revele tan sólo como decisión individual, sino sobre todo como una estructura transpersonal del mundo histórico.
Resumiendo, para volver a nuestro propósito, este cristianismo popular ha prolongado manifiestamente hasta nuestros días ciertas categorías del pensamiento mítico.
MITOLOGÍA ESCATOLÓGICA DE LA EDAD MEDIA
En la Edad Media asistimos a un sobresalto del pensamiento mítico. Todas las clases sociales se atribuyen tradiciones mitológicas propias. La caballería, los oficios, los clérigos, los campesinos adoptan un «mito de origen» de su condición o de su vocación y se esfuerzan por imitar un modelo ejemplar. El origen de estas mitologías es múltiple. El ciclo de Arturo y el tema del Graal integran, bajo un barniz cristiano, numerosas creencias célticas, sobre todo en relación con el Otro Mundo. Los caballeros quieren rivalizar con Lancelote o Parsifal. Los trovadores elaboran una mitología de la Mujer y del Amor mediante elementos cristianos, pero sobrepasando o contradiciendo las doctrinas de la Iglesia.
Ciertos movimientos históricos de la Edad Media ilustran de manera particularmente chocante las manifestaciones más típicas del pensamiento mítico. Nos referimos a las exaltaciones milenarias y a los mitos escatológicos que se abrieron paso en las Cruzadas, en los movimientos de un Tanchelm y Eudes de l’Etoile, en la elevación de Federico II al rango de Mesías, en tantos otros fenómenos mesiánicos colectivos, utópicos y prerrevolucionarios brillantemente estudiados por Norman Cohn en su libro The Pursuif of the Millenium. Detengámonos un instante en la aureola mitológica de Federico II: el canciller imperial, Pietro della Vigna, presenta a su señor como un Salvador cósmico: el Mundo entero esperaba un cosmocrator semejante, y ahora se han extinguido las llamas del mal, las espadas se han transformado en arados, la paz, la justicia y la seguridad se han instalado sólidamente. «Más aún: Federico posee el poder incomparable de unir los elementos del universo, reconciliando lo caliente con lo frío, lo sólido con lo líquido, todos los contrarios entre sí. Es un mesías cósmico que la tierra, el mar y el aire adoran al unísono. Su advenimiento es obra de una providencia divina; pues el mundo iba a zozobrar, el juicio final era inminente, cuando Dios, en su gran misericordia, nos ha concedido una tregua y ha enviado a este soberano puro para instaurar una edad de paz y de orden y de armonía en los Últimos Días. Que estas expresiones reflejan fielmente el pensamiento personal de Federico, se ve por la carta que dirigió a su pueblo natal, Jesi, cerca de Ancona; muestra en ella claramente que considera su nacimiento como un acontecimiento que tiene para la humanidad el mismo alcance que el nacimiento de Cristo y a Jesi como un nuevo Belén. Federico es, sin duda, el único de los monarcas de la Edad Media que se creyó divino, en virtud no de su cargo, sino de su misma naturaleza, ni más ni menos que un Dios encarnado»[15].
La mitología de Federico II no desapareció con su muerte por la simple razón de que no se podía admitir esa muerte: el emperador, se creía, se había retirado a un país lejano o, según la leyenda más popular, dormía bajo el monte Etna. Pero un día se despertaría y vendría a reivindicar su trono. Y, de hecho, treinta y cuatro años después de su muerte, un impostor logró hacerse pasar, en la ciudad de Neuss, por Federico redivivas. Incluso después de la ejecución de este seudo Federico en Wetzlar, el mito no perdió su virulencia. En el siglo XV se creía aún que Federico estaba vivo y que viviría hasta el fin del Mundo, que era, en definitiva, el único emperador legítimo y que no habría ningún otro.
El mito de Federico II no es más que un ejemplo ilustre de un fenómeno más difundido y preexistente. El prestigio religioso y la función escatológica de los reyes se han mantenido en Europa hasta el siglo XVII. La secularización del concepto de Rey escatológico no ha abolido la esperanza, metida en lo más hondo del alma colectiva, de una renovación universal operada por el Héroe ejemplar bajo una de sus nuevas formas: el Reformador, el Revolucionario, el Mártir (en nombre de la libertad de los pueblos), el Jefe de Partido. El papel y la misión de los Fundadores y de los Jefes de los movimientos totalitarios modernos comportan un número considerable de elementos escatológicos y soteriológicos. El pensamiento mítico puede sobrepasar y rechazar algunas de sus expresiones anteriores (caídas en desuso por la Historia), adaptarse a las nuevas condiciones sociales y a las nuevas modas culturales, pero no logra extirparse. En cuanto al fenómeno de la Cruzada, Alphonse Dupront ha dejado en claro sus estructuras míticas y su orientación escatológica. «En el centro de una conciencia de Cruzada, tanto en los clérigos como en los no clérigos, está el deber de liberar Jerusalén (…). Lo que con más vigor se expresa en la Cruzada es la doble plenitud de una culminación de los tiempos y de una culminación del espacio humano. En el sentido de que, en el espacio, el signo de la culminación de los tiempos es la reunión de las naciones alrededor de la ciudad sagrada y madre, centro del mundo, Jerusalén»[16].
De que se trata de un fenómeno espiritual colectivo, de un impulso irracional, se tiene la prueba, entre otras, en las Cruzadas de niños que surgieron de repente en 1212 en Francia del Norte y Alemania. La espontaneidad de estos movimientos parece fuera de dudas: «Nadie las incitaba ni del extranjero ni del país», afirma un testigo contemporáneo[17]. Niños «caracterizados a la vez —rasgos propios de lo extraordinario— por su extrema juventud y su pobreza, especialmente pastorcillos»[18], se ponen en marcha, y los pobres se unen a ellos. Llegan quizá a treinta mil y avanzan procesionalmente, cantando. Cuando se les preguntaba adonde iban, respondían: «A Dios». Según un cronista contemporáneo, «su intención era atravesar el mar y, lo que los poderosos y reyes no habían hecho, rescatar el sepulcro de Cristo»[19]. El clero se había opuesto a esta leva de niños. La cruzada francesa acaba en catástrofe: llegados a Marsella, se embarcan en siete grandes barcos, pero dos de éstos naufragan a consecuencia de una tempestad a la altura de Cerdeña y todos los pasajeros desaparecen. En cuanto a los cinco navíos restantes, sus dos pérfidos armadores los condujeron hasta Alejandría y allí vendieron a los niños a los jefes sarracenos y a los mercaderes de esclavos.
La Cruzada alemana presenta el mismo esquema. Una crónica contemporánea cuenta que en 1212 «apareció un niño llamado Nicolás, que agrupó en torno suyo una multitud de niños y de mujeres. Afirmaba que, por mandato de un ángel, debía dirigirse con ellos a Jerusalén para liberar la cruz del Señor, y que el mar, como antiguamente al pueblo israelita, les dejaría pasar andando»[20]. Además, no iban armados. Partiendo de la región de Colonia, descendieron el Rin, atravesaron los Alpes y alcanzaron Italia del Norte. Algunos llegaron a Génova y a Pisa, pero fueron rechazados. A los que lograron llegar a Roma se les obligó a reconocer que ninguna autoridad les respaldaba. El Papa desaprobaba su proyecto y los jóvenes cruzados tuvieron que desandar el camino recorrido. Como expresa el cronista en los Annales Carbacenses, «regresaron hambrientos y descalzos, uno a uno y en silencio». Nadie les ayudó. Otro testigo escribe: «Gran parte de ellos yacían muertos de hambre en las ciudades, en las plazas públicas, y nadie les daba sepultura»[21].
A justo título, P. Alphandéry y A. Dupront reconocieron en estos movimientos la elección del niño en la piedad popular. Se trata a la vez del mito de los Inocentes, la exaltación del niño por Jesús y la reacción popular contra la cruzada de los Barones, la misma reacción que se abrió paso en las leyendas cristalizadas en torno a los «Tafures» de las primeras Cruzadas[22]. «La reconquista de los Santos Lugares no puede esperarse más que del milagro, y el milagro no puede ya producirse más que a favor de los más puros: de los niños y de los pobres»[23].
SUPERVIVENCIAS DEL MITO ESCATOLÓGICO
El fracaso de las Cruzadas no destruyó las esperanzas escatológicas. En su De monarchia Hispanica (1600), Tommaso Campanella suplicaba al Rey de España que financiara una nueva Cruzada contra el Imperio turco y fundara, después de la victoria, la Monarquía Universal. Treinta años más tarde, en la Ecloga dedicada a Luis XIII y Ana de Austria para celebrar el nacimiento del futuro Luis XIV, Tommaso Campanella profetiza a la vez la recuperado Terrae Sanctae y la renovatio saeculi. El joven Rey va a conquistar toda la Tierra en mil días, derribando a los monstruos, es decir, sometiendo a los reinos de infieles y liberando a Grecia. Mahoma será expulsado fuera de Europa; Egipto y Etiopía volverán a ser cristianas, los tártaros, los persas, los chinos y todo el Oriente se convertirán. Todos los pueblos formarán una sola cristiandad y este Universo regenerado tendrá un solo centro: Jerusalén. «La Iglesia —escribe Campanella— comenzó en Jerusalén y a Jerusalén volverá después de haber dado la vuelta al mundo»[24]. En su tratado La prima e la seconda resurrezione, Tommaso Campanella no considera ya, como San Bernardo, la conquista de Jerusalén como una etapa hacia la Jerusalén celeste, sino como la instauración del reino mesiánico25[25].
Sería inútil multiplicar los ejemplos. Pero conviene subrayar la continuidad entre las concepciones escatológicas medievales y las diferentes «filosofías de la Historia» del Iluminismo y del siglo XIX. Desde hace una treintena de años se empieza a medir el papel excepcional de las «profecías» de Joaquín de Fiore en el nacimiento y la estructura de todos estos movimientos mesiánicos, surgidos en el siglo XIII y que se prolongan, bajo formas más o menos secularizadas, hasta el siglo XIX[26]. La idea central de Joaquín, la entrada inminente del mundo en la tercera época de la Historia, que será la época de la libertad, ya que se realizará bajo el signo del Espíritu Santo, tuvo una repercusión considerable. Esta idea contradecía la teología de la Historia aceptada por la Iglesia desde San Agustín. Según la doctrina corriente, al haber alcanzado la perfección la Iglesia sobre la Tierra, ya no hay lugar para una renovatio en el porvenir. El único acontecimiento decisivo será la segunda venida de Cristo y el Juicio Final. Joaquín de Fiore reintroduce en el cristianismo el mito arcaico de la regeneración universal. Cierto es que no se trata ya de una regeneración periódica y repetible indefinidamente. Y no es menos cierto que Joaquín concibe la tercera época como el reino de la libertad, bajo la dirección del Espíritu Santo, lo que implica una superación del cristianismo histórico y, como última consecuencia, la abolición de las reglas y las instituciones existentes.
No hay espacio aquí para presentar los diferentes movimientos escatológicos de inspiración joaquinita. Pero vale la pena el evocar ciertas prolongaciones inesperadas de las ideas del profeta calabrés. Entre ellas, la tesis que desarrolla Lessing, en su Educación de la raza humana, de una revelación continua y progresiva que acaba en una tercera época. Lessing concebía, es cierto, esta tercera edad como el triunfo de la razón por medio de la educación; pero no entraba en ella menos, según su opinión, el cumplimiento de la revelación cristiana, y se refiere con simpatía y admiración a «ciertos entusiastas de los siglos XIII y XIV», cuyo único error fue proclamar demasiado pronto el «nuevo evangelio eterno»[27]. La resonancia de las ideas de Lessing fue considerable, y a través de los sansimonianos influyó probablemente en Augusto Comte y su doctrina de los tres estados. Fichte, Hegel, Schelling están influidos, aunque por razones diferentes, por el mito joaquinita de una tercera época inminente que renovará y completará la historia. Por su conducto, este mito escatológico ha influido en algunos escritores rusos, especialmente en Krasinsky, con su Tercer reino del Espíritu, y Merejkowsky, autor del Cristianismo del Tercer Testamento[28]. Bien es verdad que de ahora en adelante lo que nos encontramos son ideologías y fantasías semifilosóficas y ya no la espera escatológica del reino del Espíritu Santo. Pero el mito de la renovación universal, en plazo más o menos próximo, se puede discernir aún en todas estas teorías y fantasías.
«LOS MITOS DEL MUNDO MODERNO»
Ciertos «comportamientos míticos» perduran aún ante nuestros ojos. No se trata de «supervivencias» de una mentalidad arcaica, sino que ciertos aspectos y funciones del pensamiento mítico son constitutivos del ser humano. Hemos discutido, en otra ocasión, algunos «mitos del mundo moderno»[29]. El problema es complejo y atrayente; no se puede pretender resumir en unas páginas la materia de un volumen. Nos limitaremos a un resumen de algunos aspectos de las «mitologías modernas».
Se ha visto la importancia, en las sociedades arcaicas, del «retorno a los orígenes», efectuado, por otra parte, por múltiples vías. Este prestigio del «origen» ha perdurado en las sociedades europeas. Cuando se emprendía una innovación, ésta se concebía o se presentaba como un retorno al origen. La Reforma inauguró el retorno a la Biblia y ambicionó revivir la experiencia de la Iglesia primitiva, es decir, de las primeras comunidades cristianas. La Revolución francesa tomó como paradigmas a los romanos y a los espartanos. Los inspiradores y los jefes de la primera revolución europea radical y victoriosa, que marcaba, más que el fin de un régimen, el fin de un ciclo histórico, se consideraban los restauradores de las antiguas virtudes exaltadas por Tito Livio y Plutarco.
En los albores del mundo moderno, el «origen» gozaba de un prestigio casi mágico. Tener un «origen» bien establecido significaba, en definitiva, prevalerse de un noble origen. «¡Nuestro origen está en Roma!», repetían con orgullo los intelectuales rumanos de los siglos XVIII y XIX. La conciencia de la descendencia latina se acompañaba, en ellos, de una especie de participación mística de la grandeza de Roma. La intelligentsia húngara encontraba la justificación de la antigüedad, de la nobleza y la misión histórica de los magiares en el mito de origen de Hunor y Magor y en la saga heroica de Arpad. A principios del siglo XIX, el espejismo del «origen noble» incita, en toda la Europa central y sudoriental, una verdadera pasión por la historia nacional, especialmente por las fases más antiguas de esta historia. «¡Un pueblo sin historia (leed: sin ‘documentos históricos’ o sin historiografía) es como si no existiera!» Se reconoce esta ansiedad en todas las historiografías nacionales de Europa central y oriental. Una pasión tal era, ciertamente, consecuencia del despertar de las nacionalidades en esta parte de Europa y se transformó muy pronto en un instrumento de propaganda y de lucha política. Pero el deseo de probar el «origen noble» y la «antigüedad» de su pueblo dominaba hasta tal punto el sudeste europeo que, salvo algunas excepciones, todas las historiografías respectivas se han confinado en la historia nacional y han desembocado finalmente en un provincialismo cultural.
La pasión por el «origen noble» explica asimismo el mito racista de los «arios», periódicamente revalorizado en Occidente, sobre todo en Alemania. Los contextos sociopolíticos de este mito son demasiado conocidos para que se insista en ello. Lo que nos interesa aquí es que el «ario» representaba a la vez al antepasado «primordial» y al «héroe» noble revestido de todas las virtudes que obsesionaban aún a aquellos que no lograban reconciliarse con el ideal de las sociedades surgidas de las revoluciones de 1789 y 1848. El «ario» era el modelo ejemplar a imitar para recuperar la «pureza» racial, la fuerza física, la nobleza, la moral heroica de los «comienzos» gloriosos y creadores.
En cuanto al comunismo marxista, no se han dejado de poner de relieve sus estructuras escatológicas y milenaristas. Hemos señalado hace poco que Marx había vuelto a tomar uno de los grandes mitos escatológicos del mundo asiático-mediterráneo, es decir, el papel redentor del Justo (en nuestros días, el proletariado), cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el estatuto ontológico del mundo. «En efecto, la sociedad sin clases de Marx y la consiguiente desaparición de las tensiones históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro, que, de acuerdo con tradiciones múltiples, caracteriza el comienzo y el fin de la Historia. Marx ha enriquecido este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeocristiana: por una parte, el papel profético y la función soteriológica que concede al proletariado; por otra, la lucha final entre el Bien y el Mal, que puede fácilmente ponerse en relación con el conflicto apocalíptico entre Cristo y el Anticristo, seguido de la definitiva victoria del primero. Incluso es significativo que Marx recoja en su doctrina la esperanza escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia; en esto se separa de otros filósofos historicistas (por ejemplo, Croce u Ortega y Gasset), para los que las tensiones de la Historia son consustanciales a la condición humana y, por tanto, no pueden ser abolidas jamás totalmente»[30].
MITOS Y «MASS-MEDIA»
Recientes investigaciones han puesto en claro las estructuras míticas de las imágenes y de los comportamientos impuestos a las colectividades por la vía de los mass-media. Este fenómeno se da, sobre todo, en los Estados Unidos[31]. Los personajes de los comics strips (historietas ilustradas) presentan la versión moderna de los héroes mitológicos o folklóricos. Encarnan hasta tal punto el ideal de una gran parte de la sociedad, que los eventuales retoques impuestos a su conducta o, aún peor, a su muerte provocan verdaderas crisis entre los lectores; éstos reaccionan violentamente y protestan, enviando millares de telegramas a los autores de los comics strips y a los directores de los periódicos. Un personaje fantástico, Superman, se ha hecho extraordinariamente popular gracias, sobre todo, a su doble identidad: descendido de un planeta desaparecido a consecuencia de una catástrofe, y dotado de poderes prodigiosos, Superman vive en la Tierra con la apariencia modesta de un periodista, Clark Kent; se muestra tímido, eclipsado, dominado por su colega Lois Lane. Este disfraz humillante de un héroe cuyos poderes son literalmente ilimitados repite un tema mítico bien conocido. Si se va al fondo de las cosas, el mito de Superman satisface las nostalgias secretas del hombre moderno que, sabiéndose frustrado y limitado, sueña con revelarse un día como un «personaje excepcional», como un «héroe».
La novela policíaca se prestaría a observaciones análogas: por una parte, se asiste a la lucha ejemplar entre el Bien y el Mal, entre el Héroe (= el detective) y el criminal (encarnación moderna del demonio). Por otra parte, por un proceso inconsciente de proyección y de identificación, el lector participa del misterio y del drama, tiene la sensación de participar personalmente en una acción paradigmática, es decir, peligrosa y heroica.
Se ha demostrado asimismo la mitificación de personalidades por medio de los mass-media, su transformación en imagen ejemplar. «Lloyd Warner nos cuenta, en la primera parte de su libro, The Living and the Dead, la creación de un personaje de este género. Biggy Muldoon, un político de la Yankee City, se convirtió en héroe nacional a causa de su pintoresca oposición a la aristocracia de Hill Street, de tal manera que la prensa y la radio le fabricaron la imagen popular de semidiós. Se mostraba como un cruzado del pueblo lanzado al asalto de la riqueza. Después, al cansarse el público de esta imagen, los mass-media transformaron complacientemente a Biggy en un bribón, político corrompido, que explotaba en provecho suyo la miseria pública. Warner muestra que el verdadero Biggy difería considerablemente de una y otra imagen, pero el hecho es que se vio obligado a modificar su comportamiento para conformarse a una imagen y borrar la otra»[32].
Se descubrirían comportamientos míticos en la obsesión del «éxito», tan característica de la sociedad moderna, y que traduce el oscuro deseo de trascender los limites de la condición humana; en el éxodo hacia «Suburbia», en que puede vislumbrarse la nostalgia de la «perfección primordial»; en el desencadenamiento afectivo de lo que se ha llamado el «culto del coche sagrado». Como hace notar Andrew Greeley, «basta con visitar el salón anual del automóvil para reconocer una manifestación religiosa profundamente ritualizada. Los colores, las luces, la música, la reverencia de los adoradores, la presencia de las sacerdotisas del templo (las maniquíes), la pompa y el lujo, el derroche de dinero, la masa compacta —todo esto constituiría en otra civilización un oficio auténticamente litúrgico— (…). El culto del automóvil sagrado tiene sus fieles y sus iniciados. El gnóstico no esperaba con más impaciencia la revelación oracular que el adorador del automóvil los primeros rumores sobre los nuevos modelos. Es en ese momento del ciclo periódico anual cuando los pontífices del culto —los vendedores de automóviles— cobran una importancia nueva, al mismo tiempo que una multitud ansiosa espera impacientemente el advenimiento de una nueva forma de salvación»[33].
Se ha insistido menos en lo que se llamarían los mitos de la élite, especialmente los que cristalizan en torno a la creación artística y su repercusión cultural y social. Precisemos de antemano que estos mitos han logrado imponerse fuera de los círculos cerrados de los iniciados merced sobre todo al complejo de inferioridad del público y de los procedimientos artísticos oficiales. La incomprensión agresiva del público, de los críticos y de las representaciones oficiales del arte hacia un Rimbaud o un Van Gogh, las consecuencias desastrosas que tuvo, sobre todo para los coleccionistas y los museos, la indiferencia hacia los movimientos innovadores, desde el impresionismo al cubismo y al surrealismo, han constituido duras lecciones tanto para los críticos y el público como para los comerciantes de cuadros, las administraciones de los museos y los coleccionistas. Hoy, su único miedo es no ser lo suficientemente avanzados, el no adivinar a tiempo |el genio en una obra a primera vista ininteligible. Jamás quizá en la historia de un artista ha sido tan cierto como hoy que cuanto más audaz, iconoclasta, absurdo e inaccesible sea, tanto más se reconocerá su valía, se le mimará, se le idolatrará. En algunos países se ha llegado a un academicismo de «vanguardia»; hasta tal punto que toda experiencia artística que no tenga en cuenta este nuevo conformismo corre el riesgo de ser sofocada o de pasar inadvertida.
El mito del artista maldito, que obsesionó al siglo XIX, hoy día ha desaparecido. Especialmente en los Estados Unidos, pero también en Europa occidental, la exageración y la provocación han cesado desde hace tiempo de perjudicar al artista. Se le pide más bien que se conforme con su imagen mítica, que sea extraño, irreductible, y que «haga algo nuevo». Es en el arte el triunfo absoluto de la revolución permanente. Ni siquiera se puede decir que esté todo permitido: toda innovación se la declara de antemano genial por decreto y se iguala a las innovaciones de un Van Gogh o de un Picasso, ya se trate de un anuncio hecho tiras o de una lata de sardinas firmada por el artista.
La significación de este fenómeno cultural es tanto más considerable cuanto que, quizás por primera vez en la historia del arte, no existe tensión entre artistas, críticos, coleccionistas y público. Todos están de acuerdo siempre y mucho antes de la creación de una nueva obra o del descubrimiento de un artista desconocido. Tan sólo importa una cosa: no correr el riesgo de tener que confesar un día que no se ha comprendido la importancia de una nueva experiencia artística.
Acerca de esta mitología de las élites modernas, nos limitaremos a unas observaciones. Señalemos primero la función redentora de la «dificultad», tal como se encuentra especialmente en las obras de arte moderno. Si la élite se apasiona por Finnegan’s Wake, por la música atonal o por la chafarrinada pictórica, es también porque tales obras representan mundos cerrados, universos herméticos donde no se penetra más que al precio de enormes dificultades arcaicas y tradicionales. Se tiene, por una parte, la sensación de una «iniciación», iniciación casi desaparecida del mundo moderno; por otra, se hace gala ante los ojos de los «otros», de la «masa», de pertenecer a una minoría secreta; no ya a una «aristocracia» (las élites modernas se inclinan hacia la izquierda), sino a una gnosis, que tiene el mérito de ser a la vez espiritual y secular, y se opone tanto a los valores oficiales como a las Iglesias tradicionales. Mediante el culto de la originalidad extravagante, de la dificultad, de la incomprensibilidad, las élites señalan su despego del universo banal de sus padres, rebelándose contra ciertas filosofías contemporáneas de la desesperación.
En el fondo, la fascinación por la dificultad, es decir, la incomprensibilidad de las obras de arte, traiciona el deseo de descubrir un nuevo sentido, secreto, desconocido hasta ahora, del Mundo y de la existencia humana. Se sueña con ser «iniciado», con llegar a penetrar el sentido oculto de todas estas destrucciones de lenguajes artísticos, de todas estas experiencias «originales» que parecen, a primera vista, no tener nada en común con el arte. Los anuncios rasgados, las telas vacías, quemadas o agujereadas con un cuchillo, los «objetos de arte» que explotan en el barnizado, los espectáculos improvisados en que se sacan a suerte las réplicas de los actores, todo esto debe de tener una significación, al igual que ciertas palabras incomprensibles de Finnegan’s Wake se revelan, para los iniciados, provistas de múltiples valores y de una extraña belleza cuando se descubre que derivan de vocablos neogriegos o svahili, desfigurados por consonantes aberrantes y enriquecidos por alusiones secretas a posibles juegos de palabras cuando se pronuncian rápidamente en voz alta.
Bien es verdad que todas las experiencias revolucionarias auténticas del arte moderno reflejan ciertos aspectos de la crisis espiritual o simplemente de la crisis de conocimiento y de la creación artística. Pero lo que nos interesa aquí es que las élites encuentran en la extravagancia y en la ininteligibilidad de las obras modernas la posibilidad de una gnosis iniciática. Es un «nuevo mundo» lo que se está reconstruyendo sobre las ruinas y los enigmas, un mundo casi privado, que se quería para sí y para un puñado de iniciados. Pero el prestigio de la dificultad y de la incomprensibilidad es tal que, muy pronto, el «público» se ve conquistado a su vez y proclama su adhesión total a los descubrimientos de la élite.
La destrucción de los lenguajes artísticos la llevó a cabo el cubismo, el dadaísmo y el surrealismo, el dodecafonismo y la «música concreta», James Joyce, Becket y Ionesco. A los epígonos no les queda más que encarnizarse en demoler lo que ya está en ruinas. Como recordamos en un capítulo precedente, los creadores auténticos no aceptan instalarse en los escombros. Todo nos lleva a creer que la reducción de los «universos artísticos» al estado primordial de materia prima no es más que un momento en un proceso más complejo; como en las concepciones cíclicas de las sociedades arcaicas y tradicionales, al «caos», a la regresión de todas las formas a lo indistinto de la materia prima, les sigue una nueva creación equiparable a una cosmogonía.
La crisis de las artes modernas no interesa más que subsidiariamente a nuestro propósito. Sin embargo, debemos detenernos un instante en la situación y el papel de la literatura, especialmente de la literatura épica, que no carece de relación con la mitología y los comportamientos míticos. Se sabe que el relato épico y la novela, como los demás géneros literarios, prolongan en otro plano y con otros fines la narración mitológica. En ambos casos se trata de contar una historia significativa, de relatar una serie de acontecimientos dramáticos que tuvieron lugar en un pasado más o menos fabuloso. Sería inútil recordar el largo y complejo proceso que transformó la «materia mitológica» en «tema» de narración épica. Lo que hay que subrayar es que la prosa narrativa, la novela especialmente, ha ocupado, en las sociedades modernas, el lugar que tenía la recitación de los mitos y de los cuentos en las sociedades tradicionales y populares. Aún más: es posible desentrañar la estructura «mítica» de ciertas novelas modernas, se puede demostrar la supervivencia literaria de los grandes temas y de los personajes mitológicos. (Esto se verifica, ante todo, para el tema iniciático, el tema de las pruebas del Héroe-Redentor y sus combates contra los monstruos, las mitologías de la Mujer y de la Riqueza.) En esta perspectiva podría decirse que la pasión moderna por las novelas traiciona el deseo de oír el mayor número posible de «historias mitológicas» desacralizadas o simplemente disfrazadas bajo formas «profanas».
Otro hecho significativo: la necesidad de leer «historias» y narraciones que podrían llamarse paradigmáticas, puesto que se desarrollan según un modelo tradicional. Cualquiera que sea la gravedad de la crisis actual de la novela, es incuestionable que la necesidad de introducirse en universos «extranjeros» y de seguir las peripecias de una «historia» parece consustancial a la condición humana y, por consiguiente, irreductible. Hay en ella una exigencia difícil de definir, a la vez deseo de comunicarse con los «otros», los «desconocidos», y de compartir sus dramas y sus esperanzas, y deseo de enterarse de lo que ha podido pasar. Difícilmente se puede concebir un ser humano que no sienta la fascinación del «relato», de la narración de acontecimientos significativos, de lo que ha sucedido a hombres provistos de la «doble realidad» de los personajes literarios (que a la vez reflejan la realidad histórica y psicológica de los miembros de una sociedad moderna y disponen del poder mágico de una creación imaginaria).
Pero la «salida del Tiempo» operada por la lectura —particularmente la lectura de novelas— es lo que acerca más la función de la literatura a la de las mitologías. El tiempo que se «vive» al leer una novela no es sin duda el que se reintegra, en una sociedad tradicional, al escuchar un mito. Pero, tanto en un caso como en otro, se «sale» del tiempo histórico y personal y se sumerge uno en un tiempo fabuloso, transhistórico. El lector se enfrenta a un tiempo extranjero, imaginario, cuyos ritmos varían indefinidamente, pues cada relato tiene su propio tiempo, específico y exclusivo. La novela no tiene acceso al tiempo primordial de los mitos, pero, en la medida en que narra una historia verosímil, el novelista utiliza un tiempo aparentemente histórico y, sin embargo, condensado o dilatado, un tiempo que dispone de todas las libertades de los mundos imaginarios.
Se adivina en la literatura, de una manera aún más fuerte que en las otras artes, una rebelión contra el tiempo histórico, el deseo de acceder a otros ritmos temporales que no sean aquel en el que se está obligado a vivir y a trabajar. Uno se pregunta si este deseo de trascender su propio tiempo —personal e histórico— y de sumergirse en un tiempo «extranjero», ya sea extático o imaginario, se extirpará alguna vez. Mientras subsista este deseo, puede decirse que el hombre moderno conserva aún al menos ciertos residuos de un «comportamiento mitológico». Las huellas de tal comportamiento mitológico se vislumbran también en el deseo de recobrar la intensidad con la que se ha vivido, o conocido, una cosa por primera vez; de recuperar el pasado lejano, la época beatífica de los «comienzos».
Como sería de esperar, es siempre la misma lucha contra el Tiempo, la misma esperanza de librarse del peso del «Tiempo muerto», del Tiempo que aplasta y que mata.