Capítulo VIII
Grandeza y decadencia de los mitos

LA ABERTURA DEL MUNDO

En los niveles arcaicos de cultura, la religión mantiene la «abertura» hacia un Mundo sobrehumano, el mundo de los valores axiológicos. Estos son «trascendentes» al ser revelados por Seres divinos o Antepasados míticos. Constituyen, por consiguiente, valores absolutos, paradigmas de todas las actividades humanas. Como hemos visto, estos modelos se transmiten por los mitos, a los que está especialmente encomendado despertar y mantener la conciencia de otro mundo, de un más allá, de un mundo divino o mundo de los Antepasados. Este «otro mundo» representa un plano sobrehumano, «trascendente», el de las realidades absolutas. En la experiencia de lo sagrado, en el encuentro con una realidad transhumana, es donde nace la idea de que algo existe realmente, que existen valores absolutos, susceptibles de guiar al hombre y de conferir una significación a la existencia humana. Es, pues, a través de la experiencia de lo sagrado como se abren paso las ideas de realidad, verdad, significación, que serán ulteriormente elaboradas y sistematizadas por las especulaciones metafísicas.

El valor apodíctico del mito se reconfirma periódicamente por los rituales. La rememoración y la reactualización del acontecimiento primordial ayudan al hombre «primitivo» a distinguir y a retener lo real. Gracias a la continua repetición de un gesto paradigmático, algo se revela como fijo y duradero en el flujo universal. Por la reiteración periódica de lo que se hizo in illo tempore se impone la certidumbre de que algo existe de una manera absoluta. Este «algo» es «sagrado», es decir, transhumano y transmundano, pero accesible a la experiencia humana. La «realidad» se desvela y se deja construir a partir de un nivel «trascendente», pero de un «trascendente» susceptible de ser vivido ritualmente y que acaba por formar parte integrante de la vida humana.

Este mundo «trascendente» de los Dioses, de los Héroes y de los Antepasados míticos es accesible porque el hombre arcaico no acepta la irreversibilidad del Tiempo. Lo hemos comprobado a menudo: el ritual consigue abolir el Tiempo profano, cronológico, y recuperar el Tiempo sagrado del mito. El hombre se hace contemporáneo de las hazañas que los Dioses llevaron a cabo in illo tempore. La rebelión contra la irreversibilidad del Tiempo ayuda al hombre a «construir la realidad» y, por otra parte, le libera del peso del Tiempo muerto, le da la seguridad de que es capaz de abolir el pasado, de recomenzar su vida y de recrear su mundo.

La imitación de los gestos paradigmáticos de los Dioses, Héroes y Antepasados míticos no se traduce en una «eterna repetición de lo mismo», en una inmovilidad cultural completa. La etnología no conoce un solo pueblo que no haya cambiado en el curso del tiempo, que no haya tenido una «historia». A primera vista, el hombre de las sociedades arcaicas no hace más que repetir indefinidamente el mismo gesto arquetípico. En realidad, conquista infatigablemente el Mundo, organiza, transforma el paisaje natural en medio cultural. Gracias al modelo ejemplar revelado por el mito cosmogónico, el hombre se hace, a su vez, creador. Cuando parecen destinados a paralizar la iniciativa humana, presentándose como modelos intangibles, los mitos incitan en realidad al hombre a crear, abren continuamente nuevas perspectivas a su espíritu de inventiva.

El mito garantiza al hombre que lo que se dispone a hacer ha sido ya hecho, le ayuda a borrar las dudas que pudiera concebir sobre el resultado de su empresa. ¿Por qué vacilar ante una expedición marítima, puesto que el Héroe mítico la efectuó en un tiempo fabuloso? No hay sino que seguir su ejemplo. Asimismo, ¿por qué tener miedo a instalarse en un territorio desconocido y salvaje cuando se sabe lo que se debe hacer? Basta simplemente con repetir el ritual cosmogónico, y el territorio desconocido (= el «Caos») se transforma en «Cosmos», se hace un imago mundi, una «habitación legitimada ritualmente». La existencia de un modelo ejemplar no dificulta en modo alguno la marcha creadora. El modelo mítico es susceptible de ilimitadas aplicaciones.

El hombre de las sociedades en que el mito es algo vivo vive en un mundo «abierto», aunque «cifrado» y misterioso. El Mundo «habla» al hombre y, para comprender este lenguaje, basta conocer los mitos y descifrar los símbolos. A través de los mitos y los símbolos de la Luna, el hombre capta la misteriosa solidaridad entre temporalidad, nacimiento, muerte y resurrección, sexualidad, fertilidad, lluvia, vegetación, y así sucesivamente. El Mundo no es ya una masa opaca de objetos amontonados arbitrariamente, sino un cosmos viviente, articulado y significativo. En última instancia, el Mundo se revela como lenguaje. Habla al hombre por su propio modo de ser, por sus estructuras y sus ritmos.

La existencia del Mundo es el resultado de un acto divino de creación, sus estructuras y sus ritmos son el producto de los acontecimientos que tuvieron lugar en el comienzo del Tiempo. La Luna tiene su historia mítica, pero también la tienen el Sol y las Aguas, las plantas y los animales. Todo objeto cósmico tiene una «historia». Esto quiere decir que es capaz de «hablar al hombre». Y puesto que «habla» de sí mismo, en primer lugar de su «origen», del acontecimiento primordial a consecuencia del cual ha venido al ser, el objeto se hace real y significativo. No es ya algo «desconocido», un objeto opaco, inaprehensible y desprovisto de significación, en una palabra, «irreal». Comparte el mismo «Mundo» del hombre.

Tal coparticipación no sólo hace al Mundo «familiar» e inteligible, sino transparente. A través de los objetos de este Mundo, se perciben las huellas de los Seres y potencias del otro mundo. Por esta razón decíamos anteriormente que, para el hombre arcaico, el Mundo es a la vez «abierto» y misterioso. Al hablar de sí mismo, el Mundo remite a sus autores y protectores, y cuenta su «historia». El hombre no se encuentra en un mundo inerte y opaco, y, por otra parte, al descifrar el lenguaje del Mundo, se enfrenta al misterio. Pues la «Naturaleza» desvela y enmascara a la vez lo «sobrenatural», y en ello reside para el hombre arcaico el misterio fundamental e irreductible del Mundo. Los mitos revelan todo lo que ha sucedido, desde la cosmogonía hasta la fundación de las instituciones socioculturales. Pero estas revelaciones no constituyen un «conocimiento» en el sentido estricto del término, no agotan en absoluto el misterio de las realidades cósmicas y humanas. No es que al aprender el mito de origen se llegue a dominar diversas realidades cósmicas (el fuego, las cosechas, las serpientes, etc.), se las transforme en «objetos de conocimiento». Dichas realidades no pierden por ello su densidad ontológica original.

EL HOMBRE Y EL MUNDO

En un Mundo semejante, el hombre no se siente encastillado en su propio modo de existir. También él está «abierto». Comunica con el Mundo porque utiliza el mismo lenguaje: el símbolo. Si el Mundo le habla a través de sus astros, sus plantas y sus animales, sus ríos y sus rocas, sus estaciones y sus noches, el hombre le responde con sus sueños y su vida imaginaria, sus Antepasados y sus totems —a la vez «Naturaleza», sobrenaturaleza y seres humanos—, con su capacidad de morir y resucitar ritualmente en las ceremonias de iniciación (ni más ni menos que la Luna y la vegetación), por su poder de encarnar un espíritu revistiéndose de una máscara, etc. Si el Mundo es transparente para el hombre arcaico, éste siente también que el Mundo le «mira» y le comprende. La caza le mira y le comprende (a menudo el animal se deja capturar porque sabe que el hombre tiene hambre), pero también la roca, el árbol o el río. Cada uno tiene su «historia» que contarle, un consejo que darle.

Al saberse ser humano, y considerándose como tal, el hombre de las sociedades arcaicas sabe que es también algo más. Y, por ejemplo, que su Antepasado ha sido un animal, o que puede morir y volver a la vida (iniciación, trance chamánico), que puede influir en las cosechas con sus orgías (que es capaz de comportarse con su esposa como el Cielo con la Tierra, o que puede desempeñar el papel de la azada y ella el del surco). En las culturas más complejas, el hombre sabe que sus soplos son Vientos, sus huesos son como montañas, que un fuego arde en su estómago, que su ombligo es susceptible de convertirse en un «Centro del Mundo», etc.

No hay que pensar que esta «abertura» hacia el Mundo se traduzca en una concepción bucólica de la existencia. Los mitos de los «primitivos» y los rituales que dependen de él no nos revelan una Arcadia arcaica. Como vimos, los paleocultivadores, al asumir la responsabilidad de hacer prosperar el mundo vegetal, aceptaron asimismo la tortura de las víctimas en beneficio de las cosechas, la orgía sexual, el canibalismo, la caza de cabezas. Hay en ello una concepción trágica de la existencia, resultado de la valoración religiosa de la tortura y de la muerte violenta. Un mito como el de Hainuwele, y todo el complejo socio-religioso que articula y justifica, fuerza al hombre a asumir su condición de ser mortal y sexuado, condenado a matar y a trabajar para poderse alimentar. El mundo vegetal y el animal le «habla» de su origen, es decir, en última instancia, de Hainuwele; el paleocultivador entiende este lenguaje, y al entenderlo descubre una significación religiosa en todo lo que le rodea y en todo lo que hace. Pero esto le obliga a aceptar la crueldad y el asesinato como parte integrante de su modo de ser. Cierto es que la crueldad, la tortura, el asesinato no son conductas específicas y exclusivas de los «primitivos». Se las reencuentra a lo largo de la Historia, a veces con un paroxismo desconocido en las sociedades arcaicas. La diferencia consiste sobre todo en el hecho de que, para los primitivos, esta conducta violenta tiene un valor religioso y está calcada sobre modelos transhumanos. Esta concepción se prolonga largo tiempo en la Historia; las exterminaciones masivas de un Gengis-Khan, por ejemplo, encontraban aún una justificación religiosa.

El mito no es, en sí mismo, una garantía de «bondad» ni de moral. Su función es revelar modelos, proporcionar así una significación al Mundo y a la existencia humana. Por ello, su papel en la constitución del hombre es inmenso. Gracias al mito, como dijimos, las ideas de realidad, de valor, de transcendencia, se abren paso lentamente. Gracias al mito, el Mundo se deja aprehender en cuanto Cosmos perfectamente articulado, inteligible y significativo. Al contar cómo fueron hechas las cosas, los mitos revelan por quién y por qué lo fueron y en qué circunstancias. Todas estas «revelaciones» comprometen más o menos directamente al hombre, puesto que constituyen una «historia sagrada».

IMAGINACIÓN Y CREATIVIDAD

En suma, los mitos recuerdan que en la Tierra se produjeron constantemente acontecimientos grandiosos y que este «pasado glorioso» es en parte recuperable. La imitación de los gestos paradigmáticos tiene asimismo un aspecto positivo: el rito fuerza al hombre a trascender sus límites, le obliga a situarse junto a los Dioses y los Héroes míticos para poder llevar a cabo sus actos. Directa o indirectamente el mito opera una «elevación» del hombre. Esto se pone de relieve más netamente si se tiene en cuenta que, en las sociedades arcaicas, la recitación de las tradiciones mitológicas es patrimonio de unos cuantos individuos. En ciertas sociedades, los recitadores se recluían entre los chamanes y los medicine-men o entre los miembros de las cofradías secretas. En cualquier caso, el que recita los mitos ha tenido que someter a prueba su vocación y ser instruido por viejos maestros. El elegido se distingue siempre, ya sea por su capacidad memorística, ya por su imaginación o talento literario.

La recitación no está necesariamente estereotipada. A veces las variantes se apartan sensiblemente del prototipo. Sin duda, las encuestas efectuadas en nuestros días por los etnólogos y folkloristas no pueden vanagloriarse de haber desvelado el proceso de la creación mítica. Se han podido registrar las variantes de un mito o de un tema folklórico, pero no se ha registrado la invención de un nuevo mito. Se trata siempre de modificaciones más o menos sensibles de un texto preexistente.

Al menos, estas investigaciones han puesto en claro el papel de los individuos creadores en la elaboración y la transmisión de los mitos. Con mucha probabilidad, este papel era aún más importante en el pasado, cuando la «creatividad poética», como se diría hoy día, era solidaria y tributaria de una experiencia estática. Ahora bien: se pueden adivinar las «fuentes de inspiración» de una personalidad creadora semejante en el seno de una sociedad arcaica: son «crisis», «encuentros», «revelaciones»; en resumen, experiencias religiosas privilegiadas, acompañadas y enriquecidas por un enjambre de imágenes y de escenarios especialmente vivos y dramáticos. Son los especialistas del éxtasis, los familiares de los universos fantásticos, los que nutren, acrecen y elaboran los motivos mitológicos tradicionales.

A fin de cuentas, es una creatividad en el plano de la imaginación religiosa lo que renueva la materia mitológica tradicional. Despréndese de aquí que el papel de las personalidades creadoras debió de ser mayor de lo que se sospecha. Los diferentes especialistas de lo sagrado, desde los chamanes hasta los bardos, acabaron por imponer en las colectividades respectivas al menos algunas de sus visiones imaginarias. Cierto es que el «éxito» de tales visiones dependía de esquemas ya existentes: una visión que contrastase radicalmente con las imágenes y escenarios tradicionales corría el riesgo de no ser fácilmente aceptada. Pero se conoce ya el papel de los medicine-men, de los chamanes y de los viejos maestros en la vida religiosa de las sociedades arcaicas. Todos ellos son individuos especializados de modos diferentes en las experiencias extáticas. Las relaciones entre los esquemas tradicionales y las valoraciones individuales innovadoras no son rígidas: ante el impacto de una fuerte personalidad religiosa, el esquema tradicional acaba por modificarse.

En una palabra: las experiencias religiosas privilegiadas, cuando se comunican por medio de una escenografía fantástica e impresionante, logran imponer a toda la comunidad modelos o fuentes de inspiración. En las sociedades arcaicas como en cualquier otro lugar, la cultura se constituye y se renueva gracias a las experiencias creadoras de algunos individuos. Pero por gravitar la cultura arcaica en torno a los mitos, y porque en ellos ahondan continuamente los especialistas de lo sagrado, dándoles interpretaciones nuevas, la sociedad entera se ve arrastrada hacia los valores y los significados descubiertos y transmitidos por ese puñado de individuos. En este sentido, el mito ayuda al hombre a superar sus propios límites y condicionamientos, le incita a elevarse «junto a los más grandes».

HOMERO

Se podría hacer un estudio sobre las relaciones entre las grandes personalidades religiosas, especialmente los reformadores y los profetas y los esquemas mitológicos tradicionales. Los movimientos mesiánicos y milenaristas de los pueblos de las antiguas colonias constituyen un campo de investigación casi ilimitado. Se puede reconstruir, al menos en parte, la impronta de Zaratustra en la mitología irania o la de Buddha en las mitologías tradicionales indias. En cuanto al judaísmo, se conoce desde hace tiempo la fuerte «desmitificación» operada por los profetas.

La economía de este librito no nos permite discutir estos problemas con la atención que merecen. Preferimos insistir un poco en la mitología griega; menos sobre lo que representa en sí misma que sobre algunas de sus relaciones con el cristianismo.

Es imposible abordar sin titubeos el problema del mito griego. Tan sólo en Grecia el mito inspiró y guió tanto la poesía épica, la tragedia y la comedia como las artes plásticas; pero asimismo es la cultura griega la única en la que se sometió al mito a un largo y penetrante análisis, del cual salió radicalmente «desmitificado». El nacimiento del racionalismo jónico coincide con una crítica cada vez más corrosiva de la mitología «clásica», tal como se encontraba expresada en las obras de Homero y de Hesiodo. Si en todas las lenguas indoeuropeas el vocablo «mito» denota una «ficción», es porque los griegos lo proclamaron así hace ya veinticinco siglos.

Se quiera o no, cualquier ensayo de interpretación del mito griego, al menos en el seno de una cultura de tipo occidental, está en mayor o menor grado condicionado por la crítica de los racionalistas griegos. Como va a verse, esta crítica no fue dirigida más que en contadas ocasiones contra lo que podría llamarse el «pensamiento mítico» o el comportamiento que de él resulta. Los críticos consideraban especialmente los actos de los dioses tal como los narraban Homero y Hesiodo. Puede uno preguntarse qué habría pensado un Jenófanes del mito cosmogónico polinesio o de un mito especulativo védico como el del Rig Veda, X, 129. Pero ¿cómo saberlo? Interesa subrayar que son especialmente las aventuras y las decisiones arbitrarias de los dioses, su conducta caprichosa e injusta, su «inmoralidad», las que han constituido el blanco de los ataques racionalistas. Y la crítica principal se hacía en nombre de una idea de Dios cada vez más elevada: un verdadero Dios no podía ser injusto, inmoral, vengativo, celoso, etc. La misma crítica la prosiguieron y la acentuaron los apologistas cristianos. Estas tesis, a saber: que los mitos divinos presentados por los poetas no pueden ser verdaderos, prevaleció al principio entre las élites intelectuales griegas y, finalmente, después de la victoria del cristianismo, en todo el mundo grecorromano.

Pero es conveniente recordar que Homero no era ni un teólogo ni un mitógrafo. No pretendía presentar de una manera sistemática y exhaustiva el conjunto de la religión y de la mitología griegas. Si bien es cierto, como dice Platón, que Homero educó a toda Grecia, destinaba sus poemas a un auditorio específico: los miembros de una aristocracia militar y feudal. Su genio literario ejerció una fascinación jamás igualada; asimismo sus obras contribuyeron enormemente a unificar y articular la cultura griega. Pero al no escribir un tratado de mitología, no registró todos los temas míticos que circulaban por el mundo griego. No tenía gran interés en evocar concepciones religiosas y mitológicas extranjeras o de escaso interés para su auditorio, por excelencia patriarcal y guerrero. De todo lo que podría llamarse el elemento nocturno, ctónico, funerario de la religión y la mitología griegas, Homero apenas dice nada. La importancia de las ideas religiosas de sexualidad y fecundidad, de muerte, de vida de ultratumba, nos han sido reveladas por autores tardíos y por las excavaciones arqueológicas. Esta concepción homérica de los dioses y sus mitos es, pues, la que se impuso por todas partes en el mundo y la que quedó definitivamente establecida, como en un universo atemporal de arquetipos, por los grandes artistas de la época clásica. Sería inútil detenernos sobre su grandeza, su nobleza y su papel en la formación del espíritu occidental. No tenemos sino que releer Die Götter Griechenlands, de Walter Otto, para ponernos en contacto con este mundo luminoso de las «formas perfectas».

Pero el hecho de que el genio de Homero y el arte clásico hayan dado un esplendor sin igual a este mundo divino no implica que todo lo que ha sido despreciado fuera tenebroso, oscuro, inferior o mediocre. Había un Dioniso, por ejemplo, sin el cual no se puede concebir a Grecia, con respecto al cual Homero se contenta con una alusión a un incidente de su infancia. Por otra parte, los fragmentos mitológicos conservados por historiadores y eruditos nos introducen en un mundo espiritual que no carece de grandeza. Estas mitologías no homéricas y, en general, no «clásicas» eran más bien «populares». No han sufrido la erosión de las críticas racionalistas y, muy probablemente, sobrevivieron al margen de la cultura de los letrados durante muchos siglos. No se excluye que restos de estas mitologías populares subsistan aún, enmascarados, «cristianizados», en las creencias griegas y mediterráneas de nuestros días. Volveremos sobre este problema.

TEOGONÍA Y GENEALOGÍA

Hesiodo buscaba otro auditorio. Narra mitos ignorados o apenas esbozados en los poemas homéricos. Es el primero en hablar de Prometeo. Pero no podía darse cuenta de que el mito central de Prometeo se fundaba en un malentendido, más exactamente en el «olvido» de la significación religiosa primordial. En efecto, Zeus se venga de Prometeo porque éste, llamado a arbitrar en la repartición de la víctima del primer sacrificio, había recubierto los huesos de una capa de grasa, cubriendo con el estómago la carne y las entrañas. Atraído por la grasa, Zeus había escogido para los dioses la porción más pobre, dejando para los hombres la carne y las entrañas (Teogonía, 534 ss.). Ahora bien: Karl Meuli[1] ha puesto en relación este sacrificio olímpico con los rituales de los cazadores arcaicos del Asia septentrional; éstos veneran a sus Seres Supremos celestiales ofreciéndoles los huesos y la cabeza del animal. La misma costumbre ritual se conserva entre los pueblos pastores del Asia Central. Lo que en un estadio arcaico de cultura se consideraba el homenaje por excelencia a un Dios celeste, se había convertido en Grecia en la picardía ejemplar, en el crimen de lesa majestad contra Zeus, el dios supremo. Ignoramos en qué momento se produjo este falseamiento del sentido ritual originario y por qué rodeos Prometeo fue acusado de este crimen. Si hemos citado este ejemplo es únicamente para mostrar que Hesiodo da cuenta de mitos muy arcaicos, cuyas raíces se hunden en la prehistoria; pero estos mitos habían sufrido ya un largo proceso de transformación y de modificación antes de ser registrados por el poeta.

Hesiodo no se contenta con registrar los mitos. Los sistematiza y, al hacerlo así, introduce ya un principio racional en estas creaciones del pensamiento mítico. Comprende la genealogía de los Dioses como una serie sucesiva de procreaciones. La procreación es, para él, la forma ideal de entrada en la existencia. W. Jaeger ha puesto de relieve, con razón, el carácter racional de esta concepción, donde el pensamiento mítico se deja articular por el pensamiento causal[2]. La idea de Hesiodo de que Eros fue el primer dios que hizo su aparición después del Caos y de la Tierra (Teogonía, 116 ss.) fue ulteriormente desarrollada por Parménides y Empédocles[3]. Platón subrayó en el Banquete (178 b) la importancia de esta concepción para la filosofía griega.

LOS RACIONALISTAS Y EL MITO

No es cuestión de resumir aquí el largo proceso de erosión que acabó por despojar a los mitos y a los dioses homéricos de su significado original. De creer a Heródoto (I, 32), ya Solón había afirmado que la «deidad está llena de envidia y de instabilidad». De todos modos, los primeros filósofos milesios se negaban a ver en las descripciones homéricas la Figura de la verdadera divinidad. Cuando Tales afirmaba que «todo está lleno de dioses» (A 22), se sublevaba contra la concepción homérica, que confinaba a los dioses a ciertas regiones cósmicas. Anaximandro propone una concepción total del Universo, sin dioses ni mitos. En cuanto a Jenófanes (nacido hacia 565), no duda en atacar abiertamente al panteón homérico. Se niega a creer que Dios se agite y se mueva como cuenta Homero (B 26). Rechaza la inmortalidad de los Dioses tal como se desprende de las descripciones de Homero y de Hesiodo: «Según Homero y Hesiodo, los dioses hacen toda clase de cosas que los hombres considerarían vergonzosas: adulterio, robo, engaño mutuo» (B 11, B 12)[4]. No acepta tampoco la idea de la procreación divina: «Pero los mortales consideran que los dioses han nacido, que llevan vestidos, que tienen un lenguaje y un cuerpo suyo» (B 14)[5]. Especialmente critica el antropomorfismo de los dioses: «Si los bueyes y los caballos y los leones tuvieran manos y pudieran, con sus manos, pintar y producir obras como los hombres, los caballos pintarían figuras de dioses parecidas a caballos, y los bueyes parecidas a bueyes, y les prestarían el cuerpo que ellos mismos tienen» (B 15)[6]. Para Jenófanes «hay un dios por encima de todos los dioses y los hombres; ni su forma ni su pensamiento tienen nada en común con los mortales» (B 23).

Se nota en estas críticas de la mitología «clásica» el esfuerzo desarrollado para separar el concepto de divinidad de las expresiones antropomórficas de los poetas. Un autor tan profundamente religioso como Píndaro recusa los mitos «increíbles» (I Olímpica, 28 ss.). La concepción de Dios de Eurípides estuvo completamente influida por la crítica de Jenófanes. En tiempos de Tucídides, el adjetivo mythodes significaba «fabuloso» y «sin pruebas», en oposición a cualquier verdad o realidad[7]. Cuando Platón (República, 378 ss.) acusa a los poetas por la manera que han tenido de presentar a los dioses, se dirige seguramente a un auditorio convencido de antemano.

La crítica de las tradiciones mitológicas la exageraron hasta la pedantería los retores alejandrinos. Como veremos, los apologistas cristianos se inspiraron en estos autores cuando se trató de distinguir los elementos históricos de los Evangelios. El alejandrino Elio Theon (siglo II a. d. C., aproximadamente) discute ampliamente los argumentos con que puede demostrarse la imposibilidad de un mito o de una narración histórica e ilustra su método con el análisis crítico del mito de Medea. Theon estima que una madre no podía matar a sus propios hijos. La acción es ya «increíble» porque Medea no habría podido inmolar a sus hijos en la ciudad misma (Corinto) en que vivía su padre, Jasón. Además, la manera misma en que el crimen fue cometido es improbable: Medea hubiera tratado de ocultar su crimen y, siendo hechicera, habría utilizado el veneno en vez de la espada. Finalmente, la justificación de su gesto es sumamente improbable: la cólera contra su marido no hubiera podido impulsarle a degollar a los hijos de éste, que a la vez eran suyos; por este acto se hubiera hecho más daño a sí misma, puesto que las mujeres son más sensibles a las emociones que los hombres[8].

ALEGORISMOS Y EVHEMERISMO

Más que una crítica devastadora del mito, es una crítica de todo mundo imaginario, emprendida en nombre de una psicología simplista y de un racionalismo elemental. Sin embargo, la mitología de Homero y de Hesiodo continuaba interesando a las élites de todo el mundo helenístico. Pero a los mitos ya no se les interpretaba literalmente: se les buscaba ahora «significaciones ocultas», «sobrentendidos» (hyponoiai; el término alegoría se empleó más tarde). Ya Teágenes de Rhegium (Floruit, c. 525) había sugerido que, en Homero, los nombres de los dioses representan ya facultades humanas, ya elementos de la naturaleza. Pero son sobre todo los estoicos los que han desarrollado la interpretación alegórica de la mitología homérica y, en general, de todas las tradiciones religiosas. Crisipo reducía los dioses griegos a principios físicos o éticos. En las Quaestiones Homericae de Heráclito (siglo I a. d. C.) se encuentra toda una colección de interpretaciones alegóricas: por ejemplo, el episodio mítico en el que se ve a Zeus yacer con Hera significa en realidad que el éter es el límite del aire, etc. El método alegórico se extendió con Filón al desciframiento y la ilustración de los «enigmas» del Antiguo Testamento. Como se verá más adelante, un cierto alegorismo, a saber: la tipología, la correspondencia entre los dos Testamentos, fue utilizada ampliamente por los Padres, especialmente por Orígenes.

Según ciertos sabios, la alegoría no fue jamás muy popular en Grecia; tuvo más éxito en Alejandría y en Roma. Gracias a las diferentes interpretaciones alegóricas, Homero y Hesiodo se «salvaron» a los ojos de las élites griegas y los dioses homéricos lograron conservar un alto valor cultural. El salvamento del panteón y de la mitología homéricas no es obra exclusiva del método alegórico. A principios del siglo III a. d. C., Evhemero publicó una novela en forma de viaje filosófico, su Historia sagrada (Hiera anagraphé), cuyo éxito fue inmediato y considerable. Ennio la tradujo al latín; fue, por otra parte, el primer texto griego traducido en esta lengua. Evhemero creía haber descubierto el origen de los dioses; éstos eran antiguos reyes divinizados. Era todavía una posibilidad «racional» de conservar los dioses de Homero. Estos dioses tenían entonces una «realidad»; era de orden histórico (más exactamente, prehistórico); sus mitos representaban el recuerdo confuso, o transfigurado por la imaginación, de las gestas de los reyes primitivos.

Este alegorismo a la inversa ha tenido repercusiones considerables, insospechadas, para Evhemero y Ennio, e incluso para Lactancio y otros apologistas cristianos, cuando aquéllos se apoyaban en Evhemero para demostrar la humanidad y, por tanto, la irrealidad de los dioses griegos. Gracias al alegorismo y al evhemerismo, gracias especialmente al hecho de que toda la literatura y todo el arte plástico se desarrollaron en torno a los mitos divinos y heroicos, estos dioses y héroes griegos no han caído en el olvido a consecuencia del largo proceso de desmitificación ni después del triunfo del cristianismo.

Por el contrario, como ha demostrado Jean Seznec en su bello libro The Survival of the Pagan Gods, los dioses griegos, evhemerizados, han sobrevivido durante toda la Edad Media, si bien perdieron sus formas clásicas y se enmascararon bajo los disfraces más insospechados. El «redescubrimiento» del Renacimiento consiste especialmente en la restauración de las formas puras «clásicas»[9]. Y, por lo demás, fue a finales del Renacimiento cuando el mundo occidental se dio cuenta de que no existía ya posibilidad de reconciliar el «paganismo» grecolatino con el cristianismo; mientras que la Edad Media no consideraba la antigüedad como un medio histórico distinto, como un período periclitado[10].

De este modo, sucede que una mitología secularizada y un panteón evhemerizado sobrevivieron y se han convertido, desde el Renacimiento, en objeto de investigaciones científicas, y esto porque la antigüedad moribunda no creía ya en los dioses de Homero ni en el sentido original de sus mitos. Esta herencia mitológica ha podido ser aceptada y asimilada por el cristianismo porque estaba ya desprovista de valores religiosos vivos. Se había convertido en un «tesoro cultural». A fin de cuentas, la herencia clásica se ha «salvado» gracias a los poetas, los artistas y los filósofos. Los dioses y sus mitos han sido transmitidos desde el fin de la antigüedad —cuando ninguna persona cultivada los tomaba ya al pie de la letra— hasta el Renacimiento y el siglo XVII por las obras, por las creaciones literarias y artísticas.

DOCUMENTOS ESCRITOS Y TRADICIONES ORALES

Gracias a la cultura, un universo religioso desacralizado y una mitología desmitificada han formado y nutrido la civilización occidental, la única civilización que ha llegado a convertirse en ejemplar. Y en ello hay algo más que el triunfo del logos frente al mythos. Se trata de la victoria del libro sobre la tradición oral, del documento —sobre todo del documento escrito— sobre una experiencia vivida que no disponía más que de los medios de la expresión preliteraria. Un número considerable de textos escritos y de obras de arte antiguas se han perdido. Pero quedan las suficientes para reconstruir en sus líneas principales la admirable civilización mediterránea. Este no es el caso de las formas preliterarias de cultura, tanto en Grecia como en la Europa antigua. Sabemos muy poco sobre las religiones y las mitologías populares del Mediterráneo, y este poco se lo debemos a los monumentos y algunos documentos escritos. A veces —para los misterios de Eleusis, por ejemplo— la pobreza de nuestra información se explica por un secreto iniciático muy bien guardado. En otros casos tenemos informes de cultos y creencias populares por una feliz casualidad. De este modo, si Pausanias no hubiera contado su experiencia personal en el oráculo de Trofonio de Lebadea (IX, 39), tendríamos que habernos contentado con algunas vagas alusiones de Hesiodo, de Eurípides y de Aristófanes. Ni siquiera habríamos sospechado la significación y la importancia de este centro religioso.

Los mitos griegos «clásicos» representan ya el triunfo de la obra literaria sobre la creencia religiosa. No disponemos de ningún mito griego transmitido con su contexto cultural. Conocemos los mitos en el estado de «documentos» literarios y artísticos, y no en cuanto fuentes o expresiones, de una experiencia religiosa solidaría de un rito. Toda una región, viva, popular, de la religión griega se nos escapa, y precisamente porque no se ha descrito de una manera sistemática por escrito.

No hay que juzgar de la vitalidad de la religiosidad griega únicamente por el grado de adhesión a los mitos y cultos olímpicos. La crítica de los mitos homéricos no implicaba necesariamente el racionalismo o el ateísmo. Que las formas clásicas del pensamiento mítico se hayan visto «comprometidas» por la crítica racionalista no quiere decir que esta forma de pensar haya sido abolida definitivamente. Las élites intelectuales habían descubierto otras mitologías susceptibles de justificar y de articular nuevas concepciones religiosas. Para eso estaban las religiones de misterios de Eleusis y las cofradías órfico-pitagóricas en los Misterios greco-orientales, tan populares en la Roma imperial y en las provincias. Estaban, además, lo que podrían llamarse las mitologías del alma, las soteriologías elaboradas por los neopitagóricos, los neoplatónicos y los gnósticos. Hay que añadir la expansión de los cultos y mitologías solares, las mitologías astrales y funerarias y, asimismo, toda clase de «supersticiones» y «baja mitología» populares.

Hemos recordado estos hechos para que no se piense que la desmitificación de Homero y de la religión clásica había provocado en el mundo mediterráneo un vacío religioso, en que el cristianismo se habría instalado casi sin resistencia. En realidad, el cristianismo chocó con varios tipos de religiosidad. La verdadera resistencia no procedía de la religión y de la mitología «clásicas», alegorizadas y evhemerizadas; su fuerza era ante todo de orden político y cultural; la Ciudad, el Estado, el Imperio, el prestigio de la incomparable cultura grecorromana, constituían un edificio considerable. Pero desde el punto de vista de la religión viva, este edificio era precario, dispuesto a desmoronarse bajo la expresión de una experiencia religiosa auténtica.

La verdadera resistencia la encontró el cristianismo en las religiones de Misterios y en las soteriologías (que perseguían la salvación del individuo e ignoraban o despreciaban las formas de la religión civil), y, sobre todo, en las religiones y mitologías populares vivas del Imperio. Acerca de estas religiones estamos todavía peor informados que sobre la religión popular griega y mediterránea. Sabemos algo de Zalmoxis, de los getas, porque Heródoto ha transmitido sobre él algunas informaciones tomadas de los griegos del Helesponto. Sin este testimonio nos hubiéramos tenido que conformar con alusiones, como para otras divinidades tracias de los Balcanes: Darzales, Bendis, Kotys, etc. Cuando se dispone de informaciones un poco menos sumarias sobre las religiones precristianas de Europa, se da uno cuenta de su complejidad y de su riqueza. Pero como estos pueblos, en tiempos de su paganismo, no produjeron libros, no podremos conocer jamás a fondo sus religiones y mitologías originarias.

Y, sin embargo, se trataba de una vida religiosa y de una mitología suficientemente poderosas para resistir a diez siglos de cristianismo y a innumerables ofensivas de las autoridades eclesiásticas. Esta religión tenía una estructura cósmica, y veremos que acabó por ser tolerada y asimilada por la Iglesia. En efecto, el cristianismo rural, especialmente en la Europa meridional y del sudeste, está afectado de una dimensión cósmica.

Para terminar: si la religión y la mitología griegas, radicalmente secularizadas y desmitificadas, han sobrevivido en la cultura europea, se debe precisamente al hecho de que se habían expresado mediante obras maestras literarias y artísticas. Por el contrario, las religiones y las mitologías populares, las únicas formas paganas vivas en el momento del triunfo del cristianismo (pero de las que no sabemos apenas nada, ya que no tuvieron expresión escrita) han sobrevivido, cristianizadas, en las tradiciones de las poblaciones rurales. Como se trataba esencialmente de una religión de estructura agrícola, cuyas raíces se hunden en el Neolítico, es probable que el folklore europeo conserve aún una herencia prehistórica.

Pero estas supervivencias de los mitos y comportamientos religiosos arcaicos, a pesar de constituir un fenómeno espiritual importante, no tuvieron en el plano cultural más que modestas consecuencias. La revolución operada por la escritura fue irreversible. A partir de entonces, la historia de la cultura no tomará en consideración sino los documentos arqueológicos y los textos escritos. Un pueblo desprovisto de esta clase de documentos es tenido como un pueblo sin historia. Las creaciones populares y las tradiciones orales no se valorizarán hasta más tarde, en la época del romanticismo alemán; se trata ya de un interés de anticuario. Las creaciones populares, en que sobreviven aún el comportamiento y el universo míticos, proporcionaron a veces una fuente de inspiración a algunos grandes artistas europeos. Pero tales creaciones populares no desempeñaron jamás un papel importante en la cultura. Han acabado por ser tratadas como «documentos», y, en cuanto tales, solicitan la curiosidad de ciertos especialistas. Para interesar a un hombre moderno, esta herencia tradicional oral ha de presentarse bajo la forma de libro…