Capítulo VII
Mitología de la memoria y del olvido

CUANDO UN YOGUI SE ENAMORA DE UNA REINA…

Matsyendranâth y Gorakhnâth se cuentan entre los maestros yoguis más populares de la Edad Media india. Sus proezas mágicas dieron origen a una riquísima literatura épica. Uno de los episodios centrales de este folklore mitológico está constituido por la amnesia de Matsyendranâth. Según una de las versiones más conocidas, este maestro yogui, cuando se encontraba en Ceilán, se enamoró de la reina y se instaló en su palacio, olvidando por completo su identidad. Según una variante nepalesa, Matsyendranâth sucumbió a la tentación en las siguientes condiciones: quedando su cuerpo a cuidado de su discípulo, su espíritu penetró en el cadáver de un rey que acababa de morir, y le reanimó. Es el milagro yóguico tan conocido del «paso de un cuerpo a otro»; los santos han recurrido a veces a él para conocer la voluptuosidad sin mancharse. Al fin, según el poema Gorakshavijaya, Matsyendranâth cayó prisionero de las mujeres en el país de Kadalî.

Al enterarse de la cautividad de Matsyendranâth, Gorakhnâth comprendió que su señor estaba destinado a morir. Entonces descendió al reino de Iama, examinó el libro de las suertes, encontró la hoja relativa al destino de su guru, la retocó y borró su nombre de la lista de los muertos. «A continuación se presentó delante de Matsyendranâth, en Kadalî, bajo la forma de una danzarina, y se puso a bailar entonando canciones enigmáticas. Poco a poco, Matsyendranâth se acordó de su verdadera identidad: comprendió que la ‘vía carnal’ conduce a la muerte, que su ‘olvido’ estaba en el fondo de su naturaleza verdadera e inmortal y que los ‘encantos de Kadalî’ representaban los espejismos de la vida profana»[1]. Gorakhnâth le apremió a reintegrarse a la vida del yogui y a hacer su cuerpo «perfecto». Le explicó que era Durgâ quien había provocado el «olvido» que había estado a punto de costarle la inmortalidad. Este sortilegio, añade Gorakhnâth, simboliza la eterna maldición de la ignorancia lanzada por la «Naturaleza» (i. e., Durgâ) sobre el ser humano[2].

Este tema mítico puede analizarse en los siguientes elementos: 1.°, un Maestro espiritual se enamora de una reina o es hecho prisionero por las mujeres; 2.°, en ambos casos, un amor físico produce inmediatamente la amnesia del Maestro; 3.°, su discípulo le encuentra y por medio de diversos símbolos (danzas, signos secretos, lenguaje enigmático) le ayuda a recobrar la memoria (i. e., la conciencia de su identidad); 4.°, el «olvido» del Maestro se asimila a la muerte e, inversamente, el «despertar», la anamnesis, aparece como una condición de la inmortalidad.

El motivo central —la amnesia, cautividad provocada por una inmersión en la Vida, y la anamnesis, operada por signos y palabras enigmáticas de un discípulo— recuerda en cierta medida el célebre mito gnóstico del «Salvador salvado» tal como nos lo presenta el Himno de la Perla. Como veremos más adelante, existen otras analogías entre ciertos aspectos del pensamiento indio y el gnosticismo. Pero no es necesario suponer, en el caso presente, una influencia gnóstica. La cautividad y el olvido de Matsyendranâth constituyen un motivo panindio. Las dos desventuras expresan plásticamente la caída del espíritu (el Yo, âtman, purusha) en el circuito de las existencias y, por consiguiente, la pérdida de la conciencia del Yo. La literatura india utiliza indiferentemente las imágenes de ligadura, encadenamiento, cautividad o de olvido, desconocimiento, sueño, para significar la condición humana; y, por el contrario, las imágenes de liberación de los lazos y de ruptura de velo (o de arrancar una venda que cubría los ojos), o de memoria, rememoración, despertar, ser despertado para expresar la abolición (o la trascendencia) de la condición humana, la libertad, la liberación (moksa, mukti, nirvâna, etc.).

SIMBOLISMO INDIO DEL OLVIDO Y DE LA RESURRECCIÓN

El Dîghanikaya (I, 19-22) afirma que los Dioses caen del Cielo cuando «les falla la memoria y su memoria se embrolla»; por el contrario, aquellos de los Dioses que no olvidan son inmutables, eternos, de una naturaleza que no conoce el cambio. El «olvido» equivale al «sueño», pero también a la pérdida de sí mismo, es decir, a la desorientación, a la «ceguera» (la venda sobre los ojos). El Chandogya-Upanishad (VI, 14, 1-2) habla de un hombre llevado por unos bandoleros lejos de su ciudad, con los ojos vendados y abandonado en un lugar solitario. El hombre se pone a gritar: «¡He sido conducido aquí con los ojos vendados; he sido abandonado aquí con los ojos vendados!» Alguien le quita entonces la venda y le indica la dirección de la ciudad. Preguntando el camino de pueblo en pueblo, el hombre logra regresar a casa. Del mismo modo, añade el texto, el que tiene un Maestro competente logra liberarse de las vendas de la ignorancia y alcanza por fin la perfección.

Çankara ha comentado este pasaje de la Chandogya-Upanishad en unas páginas célebres. Así es como suceden las cosas, explica Çankara, con el hombre llevado por unos ladrones lejos del Ser (lejos del âtman-Brahman) y capturado en la trampa de este cuerpo. Los ladrones son las ideas falsas de «mérito, demérito» y otras. Sus ojos están cubiertos con la venda de la ilusión y el hombre está encadenado por el deseo que siente por su mujer, su hijo, su amigo, sus rebaños, etc. «Soy el hijo de fulano, soy feliz o desgraciado, soy inteligente o tonto, soy piadoso, etc. ¿Cómo debo vivir? ¿Existe un camino para la evasión? ¿Dónde está mi salvación?» Así es como razona, cogido en una monstruosa red, hasta el momento en que vuelve a encontrar a aquel que está consciente del verdadero Ser (Brahman-âtman), que liberado de la esclavitud es feliz y está lleno de compasión hacia los demás. Aprende de él la vía del conocimiento y la vanidad del Mundo. De esta manera, el hombre, que estaba prisionero de sus propias ilusiones, se libera de su dependencia de las cosas mundanas, reconoce entonces su verdadero ser, comprende que no es el vagabundo desorientado que creía ser. Por el contrario, se da cuenta de lo que es el Ser y de que es eso lo que él es también. De este modo, sus ojos se liberan de la venda de ilusión creada por la ignorancia (avidyâ), y así es como el hombre de Gandhâra vuelve a su casa, es decir, reencuentra el âtman, lleno de alegría y de serenidad[3].

Se reconocen los «clisés» por medio de los cuales la especulación india trata de hacer comprehensible la situación paradójica del Yo: ofuscado por las ilusiones creadas y alimentadas por su existencia temporal, el Yo (âtman) sufre las consecuencias de esta «ignorancia» hasta el día en que descubre que no está más que aparentemente comprometido en el Mundo. El Sâmkhya y el Yoga presentan una interpretación parecida: el Yo (purusha) no está más que aparentemente esclavizado, y la liberación (mukti) no es más que una toma de conciencia de su eterna libertad. «Creo sufrir, estar esclavizado, deseo la liberación. En el momento en que comprendo —por haberme ‘despertado’— que este ‘yo’ es un producto de la materia (prakrti), comprendo al mismo tiempo que la existencia toda no ha sido sino una cadena de momentos dolorosos y que el verdadero espíritu ‘contemplaba impasiblemente’ el drama de la ‘personalidad’»[4].

Interesa subrayar que para el Sâmkhya-Yoga como para el Vedânta la liberación puede equipararse a un «despertar» o a la toma de conciencia de una Situación que existía desde el principio, pero que no se llegaba a realizar. En ciertos aspectos se puede comparar la «ignorancia» —que es, en última instancia, una ignorancia de sí mismo— con un «olvido» del verdadero Yo (âtman, purusha). La «sabiduría» (jñâna, vidyâ, etc.), que, al romper el velo de la mâyâ o al suprimir la ignorancia, hace posible la liberación, es un «despertar». El despierto por excelencia, el Buddha, posee la absoluta omnisciencia. Ya lo hemos visto en un capítulo precedente. Al igual que otros sabios y yoguis, Buddha se acordaba de sus existencias anteriores. Pero, precisan los textos búdicos, mientras que los sabios y los yoguis llegan a conocer un número, a veces considerable, de existencias, el Buddha es el único que las conoce todas. Es una manera de decir que sólo Buddha es omnisciente.

«OLVIDO» Y «MEMORIA» EN LA GRECIA ANTIGUA

«El recuerdo es para los que han olvidado», escribía Plotino (Enneadas, 4, 6, 7). La doctrina es platónica. «Para aquellos que han olvidado, la rememoración es una virtud; pero los perfectos no pierden jamás la visión de la verdad y no tienen necesidad de recordarla» (Fedón, 249, c, d). Hay, pues, una diferencia entre la memoria (mneme) y el recuerdo (anamnesis). Los dioses de que hablaba Buddha en el Dîghanikaya, y que cayeron de los cielos cuando se nubló su memoria, reencarnaron en hombres. Algunos de ellos practicaron la ascesis y la meditación y, gracias a su disciplina yóguica, lograron acordarse de sus existencias anteriores. Una memoria perfecta es, por tanto, superior a la facultad de recordar. De una manera o de otra, el recuerdo implica un «olvido», y éste, acabamos de verlo, equivale, en la India, a la ignorancia, a la esclavitud (= cautividad) y a la muerte.

Se encuentra una situación parecida en Grecia. No vamos a presentar aquí todos los hechos que tienen relación con el «olvido» y la anamnesis en las creencias y especulaciones griegas. No nos proponemos seguir las diferentes modificaciones de la «mitología de la memoria y del olvido», cuyo papel capital en las sociedades protoagrícolas lo hemos visto ya en el capítulo precedente. En la India como en Grecia, creencias más o menos análogas a las de los protoagricultores fueron analizadas, reinterpretadas y revalorizadas por los poetas, los contemplativos y los primeros filósofos. Es decir, en la India y en Grecia no nos encontramos ya tan sólo con comportamientos religiosos y expresiones mitológicas, sino, sobre todo, con rudimentos de psicología y de metafísica. No obstante, hay continuidad entre las creencias «populares» y las especulaciones «filosóficas». Es ante todo esta continuidad la que nos interesa.

La diosa Mnemosyne, personificación de la «Memoria», hermana de Kronos y de Okeanos, es la madre de las Musas. Es omnisciente: según Hesiodo (Teogonía, 32, 38), sabe «todo lo que ha sido, es y será». Cuando el poeta está poseído por las Musas, bebe directamente en la ciencia de Mnemosyne, es decir, ante todo, en el conocimiento de los «orígenes», de los «comienzos», de las genealogías. «Las Musas cantan, en efecto, empezando por el principio —ex arches (Teogonía, 45, 155)—, la aparición del mundo, la génesis de los dioses, el nacimiento de la humanidad. El pasado así desvelado es algo más que el antecedente del presente: es su fuente. Remontando hasta aquí, la reminiscencia trata no de situar los acontecimientos en un marco temporal, sino de alcanzar el fondo del ser, de descubrir lo originario, la realidad primordial de la que ha surgido el cosmos y que permite comprender el devenir en su conjunto»[5].

Gracias a la memoria primordial que puede recuperar, el poeta, inspirado por las Musas, accede a las realidades originarias. Estas realidades se manifestaron en los tiempos míticos del comienzo y constituyen el fundamento de este Mundo. Pero precisárseme porque han aparecido ab origine, estas realidades no se pueden percibir en la experiencia diaria. A justo título, J.-P. Vernant compara la inspiración del poeta con la «evocación» de un muerto del mundo infernal o con un descensus ad inferos emprendido por un mortal para aprender lo que desea conocer. «El privilegio que Mnemosyne confiere al aedo es el de un contrato con el otro mundo, la posibilidad de entrar y regresar libremente. El pasado aparece como una dimensión del más allá»[6].

Por esa razón, en la medida en que el «pasado» —histórico o primordial— se «olvida», se le equipara a la muerte. La fuente Lethe, «olvido», forma parte integrante del dominio de la Muerte. Los difuntos son aquellos que han perdido la memoria. Por el contrario, ciertos privilegiados, como Tiresias o Anfiarao, conservan la memoria después del óbito. Para hacer inmortal a su hijo Etalida, Hermes le concede «una memoria inalterable». Como escribe Apolonio de Rodas, «incluso cuando atravesó el Aqueronte, el olvido no se apoderó de su alma; y ya habite en el reino de las sombras, ya lo haga en el de la luz del sol, guarda siempre el recuerdo de lo que ha visto»[7].

Pero la «mitología de la Memoria y del Olvido» se modifica, enriqueciéndose con la significación escatológica, cuando se perfila una doctrina de la transmigración. Ya no es el pasado primordial lo que importa conocer, sino la serie de existencias anteriores personales. La función de Lethe se trastoca: sus aguas no acogen ya al alma que acaba de abandonar el cuerpo para hacerle olvidar la existencia terrestre. Por el contrario, Lethe borra el recuerdo del mundo celeste en el alma que retorna a la tierra para reencarnarse. El «Olvido» no simboliza ya la muerte, sino el retorno a la vida. El alma que cometió la imprudencia de beber en la fuente de Lethe («ahíta de olvido y maldad», como la describe Platón, Fedro, 248 c) reencarna y queda arrojada de nuevo en el ciclo del devenir. En las laminillas de oro que llevaban los iniciados de la cofradía órfico-pitagórica, se prescribe al alma que no se acerque a la fuente Lethe por el camino de la izquierda, sino que tome, por la derecha, el camino donde encontrará la fuente nacida del lago Mnemosyne. Se aconseja al alma que implore así a los guardianes de la fuente: «Dadme pronto agua fresca de la que sale del lago de la Memoria.» «Y ellos mismos te darán a beber de la fuente santa, y después de esto, entre los demás héroes tú serás el amo»[8].

Pitágoras, Empédocles y otros aún creían en la metempsicosis y pretendían acordarse de sus existencias anteriores. Como «Vagabundo exiliado de la divina mansión» se presentaba Empédocles. «He sido ya en otro tiempo un muchacho y una muchacha, un matorral y un pájaro, un mudo pez en el mar» (Purificaciones, fr. 117). Decía, además: «Estoy liberado para siempre de la muerte» (Ibíd., fr. 112). Hablando de Pitágoras, Empédocles le describía como «un hombre de una ciencia extraordinaria», pues «allí donde se extendía con toda la potencia de su espíritu, con toda facilidad veía lo que había sido en diez, veinte existencias humanas» (Ibíd., fr. 129). Por otra parte, el ejercicio y el cultivo de la memoria desempeñaban un importante papel en las cofradías pitagóricas (Diodoro, X, 5; Jámblico, Vita Pyth., 78 ss.). Este entrenamiento recuerda la técnica yóguica de «retorno hacia atrás» que hemos estudiado en el capítulo quinto. Añadamos que los chamanes pretenden acordarse de sus existencias anteriores[9], lo que indica el arcaísmo de la práctica.

MEMORIA «PRIMORDIAL» Y MEMORIA «HISTÓRICA»

Hay, por tanto, en Grecia dos valoraciones de la memoria: 1.a, aquella que se refiere a los acontecimientos primordiales (cosmogonía, teogonía, genealogía), y 2.a, la memoria de existencias anteriores, es decir, de acontecimientos históricos y personales. Lethe «Olvido» se opone con igual eficacia a estas dos clases de memoria. Pero Lethe es impotente para algunos privilegiados: 1.°, aquellos que, inspirados por las Musas, o gracias a un «profetismo a la inversa», logran recobrar la memoria de las acontecimientos primordiales; 2.°, aquellos que, como Pitágoras o Empédocles, logran acordarse de sus existencias anteriores. Estas dos categorías de privilegiados vencen al «Olvido» y, por tanto, en cierto modo, a la muerte. Los unos acceden al conocimiento de los «orígenes» (origen del Cosmos, de los dioses, de los pueblos, de las dinastías). Los otros se acuerdan de su «historia», es decir, de sus transfiguraciones. Para los primeros, lo importante es lo que ha sucedido ab origine. Son acontecimientos primordiales en los que no se han implicado personalmente. Pero estos acontecimientos —la cosmogonía, la teogonía, la genealogía— los han constituido en cierto, modo: son lo que son porque estos acontecimientos han tenido lugar. Sería superfluo el mostrar cómo esta actitud recuerda la del hombre de las sociedades arcaicas que se reconoce constituido por una serie de acontecimientos primordiales debidamente relatados en los mitos.

Por el contrario, aquellos que logran acordarse de sus existencias anteriores se preocupan en primer lugar de descubrir su propia «historia», dispersa a lo largo de sus innumerables encarnaciones. Se esfuerzan por unificar estos fragmentos aislados, por integrarlos en una sola trama a fin de descubrir el sentido de su destino. Pues la unificación por la anamnesis de los fragmentos de la historia sin ninguna relación entre sí equivalía igualmente a «unir el comienzo con el fin»; dicho de otro modo: era importante descubrir cómo la primera existencia terrestre había desencadenado el proceso de la transmigración. Una preocupación y una disciplina semejantes recuerdan las técnicas indias de «retorno hacia atrás» y de rememoración de existencias anteriores. Platón conoce y utiliza estas dos tradiciones concernientes al olvido y a la memoria. Pero las transforma y reinterpreta para articularlas en su sistema filosófico. Para Platón, aprender equivale, a fin de cuentas, a recordar (cf. especialmente Menon, 81, c, d). Entre dos existencias terrestres, el alma contempla las Ideas: comparte el conocimiento puro y perfecto. Pero, al reencarnar, el alma bebe en la fuente Lethe y olvida el conocimiento conseguido por la contemplación directa de las Ideas. Con todo, este conocimiento está latente en el hombre encarnado y, gracias al trabajo filosófico, es susceptible de actualizarse. Los objetos físicos ayudan al alma a replegarse sobre sí misma y, por una especie de «retorno hacia atrás», a reencontrar y recuperar el conocimiento originario que poseía en su condición extraterrena. La muerte es, por consiguiente, el retorno a un estado primordial y perfecto, perdido periódicamente por la reencarnación del alma.

Hemos tenido ocasión de encontrar semejanzas entre la filosofía de Platón y lo que podríamos llamar la «ontología arcaica»[10]. Ahora nos interesa mostrar en qué sentido la teoría de las Ideas y la anamnesis platónica son susceptibles de compararse con el comportamiento del hombre de las sociedades arcaicas y tradicionales. Este encuentra en los mitos los modelos ejemplares de todos sus actos. Los mitos le afirman que todo lo que hace, o trata de hacer, ha sido ya hecho al principio del Tiempo, in illo tempore. Los mitos constituyen, pues, la suma del saber útil. Una existencia individual se hace y se mantiene como existencia plenamente humana, responsable y significativa, en la medida en que se inspira en ese acervo de actos ya efectuados y de pensamientos ya formulados. Ignorar u olvidar el contenido de esta «memoria colectiva» constituida por la tradición equivale a una regresión al estado «natural» (la condición acultural del niño) o a un «pecado», a un desastre.

Para Platón, vivir inteligentemente, es decir, aprender y comprender lo verdadero, lo bello y lo bueno, es ante todo volverse a acordar de una existencia desencarnada, puramente espiritual. El «olvido» de esta condición pleromática no es necesariamente un «pecado», sino una consecuencia del proceso de reencarnación. Es de notar que, también para Platón, el «olvido» no es parte integrante del hecho de la muerte, sino, por el contrario, se relaciona con la vida y la reencarnación. Es al retornar a la vida terrestre cuando el alma «olvida» las Ideas. No se trata de un olvido de las existencias anteriores —es decir, de la suma de experiencias personales, de la «historia»—, sino del olvido de las verdades transpersonales y eternas que son las Ideas. La anamnesis filosófica no recupera el recuerdo de los acontecimientos que forman parte de las existencias precedentes, sino de las verdades, de las estructuras de lo real. Se puede comparar esta posición filosófica con la de las sociedades tradicionales: los mitos representan modelos paradigmáticos fundados por Seres Sobrenaturales y no una serie de experiencias personales de tal o cual individuo[11].

EL SUEÑO Y LA MUERTE

En la mitología griega, Sueño y Muerte, Hypnos y Thanatos, son dos hermanos gemelos. Recordemos que también para los judíos, al menos a partir de los tiempos posteriores al exilio, la muerte era comparable al sueño. Sueño en la tumba (Job, III, 13-15; III, 17), en el Sheol (Ecles., IX, 3; IX, 10) o en los dos lugares a la vez (Salmo LXXXVIII, 87). Los cristianos han aceptado y elaborado la equiparación muerte-sueño: in pace bene dormit, dormit in somno pacis, in pace somni, in pace Domini dormias, figuran entre las fórmulas más populares de la epigrafía funeraria[12].

Desde el momento que Hypnos es el hermano de Thanatos, se comprende por qué, tanto en Grecia como en la India y en el gnosticismo, la acción de «despertarse» tenía una significación «soteriológica» (en el sentido amplio del término). Sócrates despierta a sus interlocutores a veces mal de su grado. «¡Qué violento eres, Sócrates!», exclama Calicles (Gorgias, 508 d). Pero Sócrates está perfectamente consciente de que su misión de despertar a las gentes es de origen divino. No deja de recordar que está «al servicio» de Dios (Apología, 23, c; cf. también 30 e; 31 a; 33 c). «Uno semejante a mí, atenienses, no le encontraréis fácilmente, como gentes adormiladas a las que se despierta; quizá me golpearéis, dando oídos a Anyto, y me condenaréis a muerte irreflexivamente; y a continuación dormiréis toda la vida, a menos que Dios no os envíe a otro, por amor a vosotros» (Apol., 30 e).

Anotemos esta idea de que es Dios el que, por amor a los hombres, les envía un Maestro para «despertarlos» de su sueño, que es a la vez ignorancia, olvido y «muerte». Se encuentra este motivo en el gnosticismo, pero, bien entendido, considerablemente elaborado y reinterpretado. El mito gnóstico central, tal como nos lo presenta el Himno de la Perla conservado en las Actas de Tomás, se articula en torno del tema de la amnesia y la anamnesis. Un príncipe llega al Oriente para buscar en Egipto «la perla única que se encuentra en medio del mar rodeada por la serpiente del silbido sonoro». En Egipto fue capturado por los hombres del país. Le dieron a comer de sus comidas y el príncipe olvidó su identidad. «Olvidé que era hijo de rey y servía a su rey y olvidé la perla por la cual mis parientes me habían enviado, y por el peso de su comida caí en un profundo sueño.» Pero los parientes se enteraron de lo que le había sucedido y le escribieron una carta. «De tu padre, el rey de reyes, y de tu madre, soberana del Oriente, y de tu hermano, nuestro segundo hijo, ¡salud! Despiértate y levántate de tu sueño, y escucha las palabras de nuestra carta. Recuerda que eres hijo de rey. Considera en qué esclavitud has caído. Acuérdate de la perla por la cual fuiste enviado a Egipto.» La carta voló como un águila, descendió sobre él y se hizo palabra. «Con su voz y su zumbido me desperté y salí de mi sueño. La recogí, la besé, rompí el sello, la leí y las palabras de la carta concordaban con lo que estaba grabado en mi corazón. Me acordé de que era hijo de padres reales y de que mi alta alcurnia afirmaba su naturaleza. Me acordé de la perla por la que había sido yo enviado a Egipto y me puse a encantar a la serpiente del silbido sonoro. La dormí con encantamientos, después pronuncié sobre ella el nombre de mi padre, me traje la perla y me impuse el deber de volver a la casa de mi padre»[13].

El Himno de la Perla tiene una continuación (el «vestido luminoso de que el Príncipe se despojó antes de su marcha, y que encuentra al volver») que no concierne directamente a nuestro propósito. Añadamos que los temas del exilio, la cautividad en un país extranjero, el mensajero que despierta al prisionero y le invita a ponerse en camino, se vuelven a encontrar en un opúsculo de Sohrawardî, Relato del exilio occidental[14]. Cualquiera que sea el origen del mito, probablemente iranio, el mérito del Himno de la Perla es el de presentar bajo una forma dramática algunos de los motivos gnósticos más populares. Analizando, en un libro reciente, los símbolos y las imágenes específicamente gnósticas, Hans Jonas ha insistido sobre la importancia de los motivos de «caída, captura, abandono, enfermedad del país, adormecimiento, sueño, embriaguez»[15]. No es éste el momento de considerar de nuevo este considerable acervo de símbolos. Sin embargo, citemos algunos ejemplos particularmente sugestivos.

Al volverse hacia la Materia, «quemando el deseo de conocer el cuerpo», el alma olvida su propia identidad. «Olvidó su morada original, su verdadero centro, su ser eterno.» Con estos términos El Châtîbî presenta la creencia central de los Harranitas[16]. Según los gnósticos, los hombres no sólo duermen, sino que les gusta dormir. «¿Por qué os gusta siempre el sueño y tropezáis con los que tropiezan?», pregunta Gînza[17]. «Que aquel que oiga se despierte de su pesado sueño», se escribe en el Apócrifo de Juan[18]. El mismo motivo se vuelve a encontrar en la cosmogonía maniquea, tal como nos la conserva Teodoro Bar Chonai: «Jesús el Luminoso descendió hasta el inocente Adán y le despertó de un sueño de muerte para que fuera liberado…»[19]. La ignorancia y el sueño se expresan asimismo en términos de «embriaguez». El Evangelio de Verdad comparaba aquel «que posee la Gnosis» con «una persona que, después de haberse embriagado, recupera la sobriedad y, vuelta en sí misma, afirma de nuevo lo que es esencialmente suyo»[20]. Y Gînza cuenta cómo Adán «se despertó de su sueño y levantó los ojos hacia el lugar de la luz»[21].

A justo título, Jonas observa que, por una parte, la existencia terrestre se define como «abandono», «temor», «enfermedad del país», y por otra, se la describe como «sueño», «embriaguez» y «olvido»: «es decir, ha revestido (si exceptuamos a la embriaguez) todos los caracteres que en una época anterior se atribuían a la condición de los muertos en el mundo subterráneo»[22]. El «mensajero» que «despierta» al hombre de su sueño trae a la vez la «Vida» y la «salvación». «Soy la voz que despierta del sueño en el Eón de la noche», así empieza un fragmento gnóstico conservado por Hipólito (Refut., V, 14, 1). El «despertar» implica la anamnesis, el reconocimiento de la verdadera identidad del alma, es decir, el reconocimiento de su origen celeste. Sólo después de haberle despertado revela el «mensajero» al hombre la promesa de la redención y finalmente le enseña cómo debe comportarse en el Mundo[23]. «Sacude la embriaguez en la que te has dormido, ¡despiértate y contémplame!», está escrito en un texto maniqueo de Turfan[24]. Y en otro: «Despiértate, alma de esplendor, del sueño de embriaguez en que estás sumido (…), sígueme al lugar elevado donde morabas en el comienzo»[25]. Un texto mandeo cuenta cómo el Mensajero celeste despertó a Adán, y continúa en estos términos: «He venido para instruirte, Adán, y liberarte de este mundo de aquí. Presta oídos, escucha e instrúyete, y elévate victorioso al lugar de la luz»[26]. La instrucción comprende asimismo la prescripción de no dejarse ya más vencer por el sueño. «No te adormiles ni te duermas, no te olvides de lo que te ha encargado el Señor»[27] Ciertamente, estas fórmulas no son un monopolio de los gnósticos. La Epístola a los Efesios, V, 14, contiene esta cita anónima: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos y sobre ti brillará Cristo.» El motivo del sueño y del despertar se vuelve a encontrar en la literatura hermética. Se lee en el Poimandres: «Oh vosotros, nacidos de la tierra, que os habéis abandonado a la embriaguez y al sueño y a la ignorancia de Dios, ¡retornad a la sobriedad!, renunciad a vuestra embriaguez, al encanto de vuestro sueño insensato»[28].

Recordemos que la victoria sobre el sueño y la vigilia prolongada constituyen una prueba iniciática bastante extendida. Se encuentra ya en los estadios arcaicos de cultura. Entre ciertas tribus australianas, los novicios en vías de iniciación no deben dormir en tres días, o incluso se les prohibe acostarse antes del alba[29]. Habiendo marchado en búsqueda de la inmortalidad, el héroe mesopotamio Gilgamest llega a la isla del Antepasado mítico Ut-napishtin. Allí debe velar seis días y seis noches, pero no logra pasar esta prueba iniciática y pierde la oportunidad de adquirir la inmortalidad. En un mito norteamericano del tipo de Orfeo y Eurídice, un hombre que acaba de perder a su mujer logra descender a los infiernos y volverla a encontrar. El Señor del Infierno le promete que podrá llevarse a su mujer a la Tierra si es capaz de velar toda la noche. Pero el hombre se duerme precisamente antes del alba. El Señor del Infierno le da una nueva oportunidad, y para no estar cansado la noche siguiente, el hombre duerme durante el día. Con todo, no logra velar hasta el alba, y se ve obligado a retornar sólo a la Tierra[30].

Se ve, pues, que no dormir no es únicamente triunfar de la fatiga física, sino, ante todo, dar prueba de fuerza espiritual. Permanecer «despierto», estar plenamente consciente, estar presente en el mundo del espíritu. Jesús no cesaba de exhortar a sus discípulos para que velasen (cf., por ejemplo, Mat., XXIV, 42). Y la noche de Getsemaní se hizo particularmente trágica por la incapacidad de sus discípulos de velar con Jesús. «Mi alma está triste hasta morir, permaneced aquí y velad conmigo» (Mateo, XXVI, 38). Pero cuando volvió, los encontró durmiendo. Dijo a Pedro: «Así, no habéis tenido fuerzas para velar una hora conmigo» (XXVI, 40). «Velad y rezad», les recomienda de nuevo. Todo en vano; al volver los «encontró de nuevo durmiendo, pues sus ojos estaban pesados» (XXVI, 41-43; cf. Marcos, XIV, 34 ss.; Lucas, XXII, 46). También esta vez se comprobó que la «vigilia iniciática» era superior a las fuerzas humanas.

GNOSTICISMO Y FILOSOFÍA INDIA

No entra dentro de la economía de este manual discutir el problema del gnosticismo en su conjunto. Nuestro propósito era el seguir el desarrollo de la «mitología del Olvido y del Recuerdo» en algunas culturas superiores. Los textos gnósticos que acabamos de citar insisten, por una parte, en la caída del alma en la materia (la Vida) y el «sueño» mortal que la sigue, y por otra, en el origen extraterreno del alma. La caída del alma en la materia no es el resultado de un pecado anterior, como ese por el que la especulación filosófica griega explicaba a veces la transmigración. Los gnósticos dejan entrever que el pecado pertenece a cualquier otro[31]. Al ser seres espirituales de origen extraterrestre, los gnósticos no se tienen como de «aquí», de este mundo. Como hace notar H. Ch. Puech, la palabra clave del lenguaje técnico de los gnósticos es el «otro», el «extranjero»[32]. La revelación capital es que, «a pesar de que esté en el mundo, él (el gnóstico) no es del mundo, no le pertenece, sino que viene, es de otra parte»[33]. El Gînza mandeano de la Derecha le revela: «Tú no eres de aquí, tu raíz no es del mundo» (XV, 20). Y el Gînza de la Izquierda (III, 4): «No vienes de aquí, tu linaje no es de aquí: tu lugar es el lugar de la Vida.» Y se lee en el Libro de Juan (pág. 67): «Soy un hombre del Otro Mundo»[34].

Como hemos visto, la especulación filosófica india, especialmente la Sâmkhya-Yoga, presenta una postura similar. El Yo (purusha) es por excelencia un «extranjero», no tiene nada que ver con el Mundo (prakrti). Como escribe Isvara Krishna (Sâmkhya-kârikâ, 19), el Yo (el Espíritu) «está aislado, indiferente, como simple espectador inactivo» en el drama de la Vida y de la historia. Más aún: si bien es cierto que el ciclo de la transmigración se prolonga por la ignorancia y los «pecados», la causa de la «caída del Yo» en la vida, el origen de la relación (por otra parte, ilusoria) entre el Yo (purusha) y la Materia (prakrti), son problemas sin solución; más exactamente, sin solución en la actual condición humana. En todo caso, y como para los gnósticos, no es un pecado original (i. e., humano) el que ha precipitado al Yo en el ciclo de las existencias.

Para el propósito de nuestra investigación, tanto la importancia del mito gnóstico como la de la especulación filosófica india deriva sobre todo del hecho de que reinterpretan la relación del hombre con el drama primordial que le ha constituido. Como en las religiones arcaicas estudiadas en los capítulos precedentes, les interesa también a los gnósticos conocer —o más bien rememorar— el drama que tuvo lugar en los Tiempos míticos. Pero, al contrario de un hombre de las sociedades arcaicas, que, al aprender de los mitos, asume las consecuencias que derivan de estos acontecimientos primordiales, el gnóstico aprende el mito para des-solidarizarse de sus resultados. Una vez despierto de su sueño mortal, el gnóstico (como el discípulo de Sâmkhya-Yoga) comprende que no hay ninguna responsabilidad en la catástrofe primordial de que le habla el mito y que, por consiguiente, no hay relación real con la Vida, el Mundo y la Historia.

El gnóstico, como el discípulo de Sâmkhya-Yoga, ha sido ya castigado por el «pecado» de haber olvidado su verdadero Yo. Los sufrimientos que constituyen toda existencia humana desaparecen en el momento del despertar. El despertar, que es al mismo tiempo una anamnesis, se traduce por una indiferencia con respecto a la Historia, sobre todo con respecto a la Historia contemporánea. Lo único importante es el mito primordial. Tan sólo son los acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado fabuloso los que merecen ser conocidos; pues al conocerlos el hombre toma consciencia de su verdadera naturaleza —y se despierta—. Los acontecimientos históricos propiamente dichos (por ejemplo, la guerra de Troya, las campañas de Alejandro Magno, el asesinato de Julio César) carecen de significación, ya que no contienen ningún mensaje soteriológico.

ANAMNESIS E HISTORIOGRAFÍA

Tampoco para los griegos los acontecimientos históricos contenían mensajes soteriológicos. A pesar de ello, la historiografía empieza en Grecia con Heródoto. Heródoto nos explica por qué se tomó el trabajo de escribir sus Historias: para que las hazañas de los hombres no se pierdan con el paso del tiempo. Quiere conservar la memoria de los actos de los griegos y los bárbaros. Otros historiadores de la antigüedad escribieron sus obras por razones diferentes: Tucídides, por ejemplo, para ilustrar la lucha por el poder, rasgo característico, según él, de la naturaleza humana; Polibio, para mostrar que toda la historia del mundo converge hacia el Imperio romano, y también porque la experiencia adquirida estudiando la Historia constituye la mejor introducción a la vida; Tito Livio, para descubrir en la Historia «modelos para nosotros y para nuestro país», y así sucesivamente[35].

Ninguno de estos autores —ni siquiera Heródoto, apasionado por los dioses y las teologías exóticas— escribía su Historia como los autores de las más antiguas narraciones históricas de Israel para probar la existencia de un plan divino y la intervención del Dios Supremo en la vida de un pueblo. Esto no quiere decir que los historiadores griegos y latinos hayan estado necesariamente despojados de sentimientos religiosos. Pero su concepción religiosa no contaba con la intervención de un Dios único y personal en la Historia; no concedían, pues, a los acontecimientos históricos la significación religiosa que estos acontecimientos tenían para los israelitas. Por otra parte, para los griegos, la Historia era sólo un aspecto del proceso cósmico, condicionado por la ley del devenir. Como todo fenómeno cósmico, la Historia mostraba que las sociedades humanas nacen, se desarrollan, degeneran y perecen. Por esta razón, la Historia no podía constituir un objeto de conocimiento. La historiografía no era menos útil, ya que ilustraba el proceso del eterno devenir en la vida de las naciones y, sobre todo, porque conservaba la memoria de las hazañas de los diversos pueblos y los nombres y las aventuras de los personajes excepcionales.

No entra en el propósito de este ensayo examinar las diferentes filosofías de la historia, desde Agustín y Joaquín de Fiore hasta Vico, Hegel, Marx y los historicistas contemporáneos. Todos estos sistemas se proponen encontrar el sentido y la dirección de la Historia universal. No es éste nuestro problema. No es la significación que puede tener la Historia lo que interesa a nuestra investigación, sino la historiografía; dicho de otro modo: el esfuerzo por conservar la memoria de los acontecimientos contemporáneos y el deseo de conocer lo más exactamente posible el pasado de la humanidad.

Una curiosidad parecida se desarrolló progresivamente desde la Edad Media y, sobre todo, desde el Renacimiento. Cierto es que en la época del Renacimiento se buscaba ante todo en la historia antigua modelos para el comportamiento del «hombre perfecto». Podría decirse que Tito Livio y Plutarco, al proporcionar modelos ejemplares para la vida cívica y moral, desempeñaban, en la educación de las élites europeas, el papel de los mitos en las sociedades tradicionales. Pero a partir del siglo XIX se le hizo desempeñar a la historiografía un papel de primer orden. La cultura occidental se despliega como una especie de esfuerzo prodigioso de anamnesis historiográfica. Se esfuerza en descubrir, en «despertar» y recuperar el pasado de las sociedades más exóticas y periféricas, como la prehistoria del Próximo Oriente y las culturas de los «primitivos» a punto de extinguirse. Es el pasado total de la humanidad lo que quiere resucitar. Se asiste a una ampliación vertiginosa del horizonte histórico.

Es uno de los pocos síndromes alentadores del mundo moderno. El provincialismo cultural occidental —que empezaba en la historia con Egipto, la literatura con Homero y la filosofía con Tales— está en vías de ser superado. Y aún hay más: por la anamnesis historiográfica se penetra más hondo en uno mismo. Al lograr comprender a un australiano de nuestros días o a su homólogo, un cazador paleolítico, se logra «despertar» en lo más profundo de uno mismo la situación existencial de una humanidad prehistórica y los comportamientos que se derivan de ella. No se trata de un simple conocimiento «exterior» como el aprender y retener el nombre de la capital de un país o la fecha de la caída de Constantino. Una verdadera anamnesis historiográfica se traduce por el descubrimiento de una solidaridad con pueblos desaparecidos o periféricos. Hay una verdadera recuperación del pasado, incluso del pasado «primordial» revelado por las excavaciones prehistóricas o las investigaciones etnológicas. En estos últimos casos, se pone uno frente a «formas de vida», comportamientos, tipos de cultura; es decir, frente a las estructuras, en suma, de la existencia arcaica.

Durante milenios, el hombre ha trabajado ritualmente y ha pensado míticamente sobre las analogías entre el macrocosmos y el microcosmos. Era una de las posibilidades de «abrirse» al Mundo y, al hacerlo, de participar en la sacralidad del Cosmos. Desde el Renacimiento, desde que el Universo se ha demostrado infinito, esta dimensión cósmica que el hombre añadía ritualmente a su existencia nos está vedada. Era normal que el hombre moderno, caído bajo el dominio del Tiempo y obsesionado por su propia historicidad, se esforzara en «abrirse» hacia el Mundo adquiriendo una nueva dimensión en las profundidades temporales. Inconscientemente, se defiende contra la presión de la Historia contemporánea por una anamnesis historiográfica que le abre perspectivas imposibles de sospechar si, siguiendo el ejemplo de Hegel, se hubiera limitado a «comulgar con el Espíritu Universal» al leer todas las mañanas el periódico.

Bien es verdad que no hay que proclamar esto como un descubrimiento: desde la antigüedad, el hombre se consolaba del terror de la Historia leyendo a los historiadores de los tiempos pasados. Pero en el hombre moderno hay algo más: aun siendo considerable su horizonte historiográfico, a veces le acontece que descubre, por anamnesis, culturas que «a pesar de estar en los balbuceos de la Historia» han sido prodigiosamente creadoras. ¿Cuál será la reacción vital de un occidental moderno al conocer, por ejemplo, que, a pesar de que fuera invadida y ocupada por Alejandro Magno, y a pesar de que esta conquista tuviera una influencia sobre su historia ulterior, la India no ha retenido siquiera el nombre del gran conquistador? Como otras culturas tradicionales, la India se interesa por los modelos ejemplares y los acontecimientos paradigmáticos, y no por lo particular e individual.

La anamnesis historiográfica del mundo occidental no está más que en sus comienzos. Habría que esperar al menos algunas generaciones para estar en situación de juzgar sus repercusiones culturales. Pero podría decirse que esta anamnesis prolonga, aunque en otro plano, la valorización religiosa de la memoria y del recuerdo. No se trata ya de mitos ni de ejercicios religiosos. Pero subsiste este elemento común: la importancia de la rememoración exacta y total del pasado. Rememoración de los acontecimientos míticos en las sociedades tradicionales; rememoración de todo lo que ha sucedido en el Tiempo histórico, en el Occidente moderno. La diferencia es demasiado evidente para que haya necesidad de insistir. Pero los dos tipos de anamnesis proyectan al hombre fuera de su «momento histórico». Y la verdadera anamnesis historiográfica desemboca, en un Tiempo primordial, el Tiempo en que los hombres echaban los cimientos de sus comportamientos culturales, a pesar de creer que estos comportamientos les habían sido revelados por Seres Sobrenaturales.