Introducción

1. El problema

Llamamos capitalismo o economía de mercado al sistema de cooperación social que se basa en la propiedad privada de los medios de producción.

Por otra parte, se llama socialismo, comunismo, o economía planificada al sistema de cooperación social basado en la propiedad pública de los medios de producción. Los términos «capitalismo de Estado» o «economía autoritaria» tienen en esencia el mismo significado.

Se afirma con frecuencia que es posible un tercer sistema de cooperación social como forma permanente de organización económica, un sistema de propiedad privada de los medios de producción en el que el gobierno interviene, por medio de mandatos y prohibiciones, en el ejercicio de la propiedad. Se llama a este tercer sistema intervencionismo. Todos los gobiernos que no se declaran abiertamente socialistas tienden a ser hoy intervencionistas, y todos los partidos políticos recomiendan al menos cierto grado de intervencionismo[213]. Se asegura que el sistema intervencionista está tan lejos del socialismo como del capitalismo; que, como una tercera solución a los problemas sociales, está a mitad de camino entre los dos sistemas, y que recoge las ventajas de ambos, evitando los inconvenientes que les son propios.

En este estudio se analizará la cuestión de si realmente tenemos razones para considerar que el intervencionismo es un sistema de cooperación social posible y viable. Intentaremos responder a la pregunta de si el intervencionismo puede conseguir lo que sus defensores esperan de él; si es que no trae, quizá, consecuencias diametralmente opuestas a las que se perseguían con su puesta en práctica.

Tal análisis tiene un valor superior al meramente académico. Con la excepción de los dos países socialistas, la Rusia soviética y la Alemania nazi, el intervencionismo es hoy el sistema económico predominante en todo el mundo. Por tanto, el conocimiento del intervencionismo y sus inevitables consecuencias es un prerrequisito esencial para comprender los problemas económicos actuales.

Nuestra intención es abstenernos de formular juicios de valor en este análisis. Por consiguiente, no nos planteamos la cuestión de si el intervencionismo es bueno o malo, moral o inmoral, recomendable o condenable. Únicamente nos planteamos la cuestión de si, desde el punto de vista de aquellos que desean ponerlo en práctica, el intervencionismo sirve a sus intenciones o más bien las frustra. En otras palabras, ¿consigue su puesta en práctica los fines apetecidos?

Para responder a estas preguntas tenemos ante todo que aclarar el significado de los términos capitalismo, socialismo, gobierno e intervención.

2. Capitalismo o economía de mercado

En la economía capitalista los medios de producción son propiedad de particulares o asociaciones de particulares, como las sociedades mercantiles. Los propietarios usan los medios de producción directamente para producir, o bien los prestan, a cambio de una compensación, a otros que quieran producir con esos bienes. Los particulares o las asociaciones de particulares que producen con fondos propios o prestados se denominan empresarios.

A primera vista, parece que los empresarios deciden qué debe producirse y cómo realizarse esa producción. Sin embargo, como no producen para sus propias necesidades sino para las de todos los miembros de la comunidad, tienen que vender lo producido en el mercado a los consumidores, es decir a aquellos individuos que desean usarlos y consumirlos. El empresario sólo tiene éxito y obtiene beneficios si sabe cómo producir de la forma mejor y más barata —es decir, con un mínimo empleo de material y mano de obra— los artículos más urgentemente demandados por los consumidores. Por lo tanto, son realmente los consumidores, no los empresarios, quienes determinan la dirección y el objetivo de la producción. En la economía de mercado los consumidores son los soberanos. Ellos son los amos, y los empresarios deben esforzarse, por su propio interés, en satisfacer los deseos de los consumidores de la mejor forma que puedan.

Se ha dicho que la economía de mercado es una democracia de consumidores, porque hace posible que las preferencias de los consumidores se expresen en un plebiscito celebrado día a día. Tanto la acción de votar en unas elecciones como la acción de gastar dólares en el mercado son formas de expresar la opinión pública. Los consumidores, comprando o absteniéndose de comprar, deciden el éxito o el fracaso de los empresarios. Son ellos quienes hacen pobres a los empresarios ricos y ricos a los empresarios pobres. Desposeen de los medios de producción a aquellos empresarios que no saben cómo emplearlos del mejor modo en beneficio de los consumidores y los transfieren a quienes saben hacer de ellos un uso mejor. Es cierto que sólo los empresarios que producen bienes de consumo tienen un contacto directo con los consumidores; sólo ellos dependen directamente de las órdenes de los consumidores; sólo ellos reciben directamente sus órdenes. Pero transmiten esas ordenes, y su dependencia de ellas, a los empresarios que producen bienes de capital para el mercado. Los productores de bienes de consumo tienen que comprar donde pueden, al menor coste posible, los bienes de capital necesarios para satisfacer en última instancia las demandas de los consumidores. Si no consiguen abastecerse a los precios más asequibles, o si en la producción no emplean los bienes de capital de forma óptima, serán incapaces de satisfacer los deseos de los consumidores a los precios más asequibles; otros empresarios más eficaces, que tengan un mejor conocimiento de cómo comprar y cómo producir, les expulsarán del mercado. El consumidor, como comprador, tiene la posibilidad de seguir su propio gusto o criterio. El empresario debe abastecer su empresa de la forma que dicte la satisfacción más eficaz de los deseos del consumidor. Si el empresario se aparta de la línea fijada por los consumidores, sus ingresos se resienten; lo que da lugar a pérdidas, poniéndose así en peligro su posición como empresario.

Tal cosa es la cacareada insensibilidad del empresario, que todo lo contabiliza en dólares y centavos. No le queda más remedio que actuar de esta manera por orden de los consumidores, quienes no desean correr con los gastos innecesarios en los que incurran los empresarios. Lo que en el lenguaje corriente se llama economía no es más que la ley que los consumidores imponen a la actividad de los empresarios y sus auxiliares. Son los consumidores, mediante su conducta en el mercado, quienes determinan indirectamente los precios y los salarios y, por consiguiente, la distribución de la riqueza entre los miembros de la sociedad. Sus elecciones en el mercado determinan quién debe ser empresario y propietario de los medios de producción. Con cada dólar que gastan, los consumidores influyen en la dirección, volumen y naturaleza de la producción y la comercialización.

Los empresarios no son una clase o estamento cerrado. Cualquier persona puede convertirse en empresario si tiene la capacidad de prever la evolución futura del mercado mejor que sus conciudadanos, si es merecedor de la confianza de los capitalistas, y si sus intentos de actuar por su cuenta y riesgo y bajo su responsabilidad tienen éxito. Uno se convierte en empresario, literalmente, si da un paso al frente y se expone al escrutinio imparcial que el mercado realiza con todo aquel que quiera convertirse en empresario o permanecer como tal. Todo el mundo tiene la prerrogativa de elegir si desea someterse a este riguroso examen o no. No es necesario esperar a ser llamado; es preciso dar un paso al frente por propia iniciativa, y preocuparse de dónde y cómo se van a obtener los medios para desarrollar la actividad empresarial.

Durante décadas se ha venido afirmando repetidamente que el ascenso de los pobres a la condición de empresario ya no era posible en la etapa del «capitalismo tardío». Nunca ha sido probado este extremo. Desde que esta tesis se proclamó por primera vez, la composición de la clase empresarial ha cambiado de arriba a abajo; una parte considerable de los antiguos empresarios y de sus herederos ha desaparecido, y los empresarios más destacados de hoy son de nuevo lo que solemos llamar hombres hechos a sí mismos. Esta constante renovación de la élite empresarial es tan antigua como la misma economía capitalista y forma parte integral de ella.

Lo que es cierto para los empresarios, también lo es para los capitalistas. Sólo el capitalista que sabe cómo emplear su capital adecuadamente (desde el punto de vista del consumidor), es decir, que sabe cómo invertirlo de forma que los medios de producción se emplearán de la forma más eficaz en servicio de los consumidores, podrá conservar e incrementar su patrimonio. Si no quiere sufrir pérdidas, el capitalista tiene que asignar sus recursos a proyectos que tengan éxito. En la economía de mercado, el capitalista, al igual que los empresarios y los trabajadores, sirve a los consumidores. No parece necesario aclarar en este contexto que los consumidores no son solamente consumidores; la totalidad de los consumidores engloba a la totalidad de los trabajadores, de los empresarios y de los capitalistas.

En un mundo donde las condiciones de la economía no varían, las cantidades exactas que los empresarios gastarían en medios de producción tales como salarios, intereses y alquileres retornarían a ellos posteriormente, incluidas en el precio de sus productos. Los costes de producción igualarían el precio de los productos y los empresarios no obtendrían beneficios ni sufrirían pérdidas. Pero el mundo real cambia constantemente, por lo que toda la actividad industrial es inherentemente incierta y de carácter especulativo. Se producen bienes para cubrir una demanda futura, de la que sabemos positivamente poco en el presente. Es de esta incertidumbre de donde surgen los beneficios y las pérdidas; beneficios y pérdidas que dependen del éxito que los empresarios tengan en la predicción del estado futuro de la demanda. Sólo el empresario que prevea las necesidades futuras de los consumidores mejor que sus competidores obtendrá beneficios.

Es irrelevante para el empresario, como servidor de los consumidores, si los deseos y necesidades de estos son sensatos o descabellados, morales o inmorales. Él produce lo que los consumidores quieren. En este sentido, es amoral. Produce whisky y armas, como también alimentos y vestidos. No es su misión enseñar a razonar a los consumidores soberanos. Si un empresario, por convicciones éticas personales, se abstiene de producir whisky, otros empresarios lo harán siempre y cuando haya demanda de whisky y este se compre. No es que la gente beba whisky porque hay destilerías; sino que hay destilerías porque a la gente le gusta beber whisky. Esto puede parecer deplorable, pero no es la misión de los empresarios mejorar la moralidad del género humano. Y no se les debe culpar si quienes tenían esa misión han fracasado en su tarea.

Por lo tanto, el mercado en la economía capitalista es el proceso que regula la producción y el consumo. Es el centro neurálgico del sistema capitalista. A través de él, las órdenes de los consumidores son transmitidas a los productores, con lo que se asegura un funcionamiento armonioso del sistema económico. Los precios de mercado se sitúan ellos mismos en el nivel que iguala la oferta y la demanda. Cuando aparecen más bienes en el mercado, suponiendo que el resto de factores permanezca invariado, los precios caen; del mismo modo, cuando todo lo demás no varía, si la demanda se incrementa, los precios suben.

Aún hay más. El que en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción algunos de esos medios sean de propiedad y gestión pública, no quiere decir que esa sociedad sea un sistema mixto que combina socialismo y propiedad privada. Mientras sólo existan algunas empresas de propiedad pública, permaneciendo el resto en régimen de propiedad privada, las características de la economía de mercado que determinan la actividad económica permanecerán, en esencia, inalteradas. También las empresas de propiedad pública, en su calidad de compradoras de materias primas, bienes intermedios y mano de obra, así como también en su calidad de vendedoras de bienes y servicios, deben adaptarse al mecanismo de la economía de mercado; están sujetas a las mismas leyes del mercado. Para conservar su posición, también ellas deben esforzarse por obtener beneficios o, al menos, por evitar las pérdidas. Cuando se intenta mitigar o eliminar la sujeción a esas leyes, cubriendo con subsidios públicos las pérdidas de estas empresas, lo único que se consigue es cambiar esa sujeción por otra. Esto es así porque los recursos para los subsidios deben sacarse de alguna parte. Pueden obtenerse a través de impuestos; la carga impositiva produce efectos en el mercado, no en el gobierno recaudador; es el mercado y no la agencia tributaria el que decide sobre quién recaerá el impuesto y cómo afectará este a la producción y al consumo. Estos hechos ponen de manifiesto la soberanía del mercado y la inexorable fuerza de sus leyes[214].

3. La economía socialista

En un orden socialista todos los medios de producción son propiedad de la nación. El gobierno decide qué se va a producir y cómo ha de producirse, y distribuye a cada individuo una parte de los bienes de consumo.

Este sistema puede ponerse en práctica de acuerdo con dos modelos diferentes.

Un modelo —que podemos llamar modelo marxista o modelo ruso— es puramente burocrático. Todas las empresas son departamentos del Estado, como las administraciones del Ejército, de la Marina o de Correos. Cada fábrica, tienda o granja mantiene la misma relación con la organización central superior que la que mantiene una estafeta de correos con el sistema postal. Toda la nación constituye un solo ejército de trabajadores en servicio obligatorio; el comandante en jefe de este ejército es el jefe del Estado.

El otro modelo —al que podemos denominar sistema alemán— se diferencia del primero en que, en apariencia y nominalmente, conserva la propiedad privada de los medios de producción, los empresarios y los intercambios en el mercado. Los empresarios realizan compras y ventas, pagan a los trabajadores, contraen deudas y las amortizan, pagando los intereses. Pero sólo son empresarios nominales. El gobierno dice a estos aparentes empresarios qué deben producir y cómo deben producirlo, a qué precios y a quién deben comprar y vender. El gobierno dispone a quién y en qué términos deben confiar los capitalistas sus fondos, y dónde y por qué salario deben trabajar los obreros. Los intercambios en el mercado no son más que una parodia. Como todos los precios, salarios y tipos de interés son fijados por las autoridades, no son más que una mera apariencia; en realidad no son otra cosa que relaciones de cantidades determinadas autoritariamente. Las autoridades, y no los consumidores, dirigen la producción. Se trata de socialismo con la apariencia exterior del capitalismo. Se mantienen los distintivos de la economía capitalista de mercado, pero aquí tienen un significado completamente diferente al que poseen en una verdadera economía de mercado.

Tenemos que llamar la atención sobre esta posibilidad para evitar confundir socialismo con intervencionismo. El intervencionismo, un sistema de economía de mercado lastrada, se diferencia del socialismo precisamente en que aún es una economía de mercado. Las autoridades pretenden influir en el mercado por medio de su poder coactivo, pero no desean eliminar completamente el mercado. Quieren que la producción y el consumo sigan líneas diferentes a las que un mercado sin trabas prescribiría, y pretenden lograrlo introduciendo en el mercado órdenes, directrices y prohibiciones, para cuyo cumplimiento cuentan con el poder y el aparato coactivo.

Pero estas son intervenciones aisladas; no se combinan en un sistema integrado que regule todos los precios, salarios y tipos de interés y donde, por tanto, la orientación de la producción y el consumo recaiga en manos de las autoridades.

No compete a este ensayo plantear la cuestión de si una economía socialista es viable. El objeto de nuestro análisis es el intervencionismo, no el socialismo. Por consiguiente, sólo de pasada señalamos que el socialismo es inviable como sistema económico universal, porque una sociedad socialista sería incapaz de realizar cálculos racionales en materia económica. El cálculo económico que empleamos en la economía capitalista está basado en precios de mercado, que se forman en el mercado para todos los bienes y servicios, incluidos por consiguiente los bienes de capital y los servicios laborales. Sólo con precios monetarios es posible reducir a un denominador común los costes derivados del gasto en distintos bienes y distintas calidades de trabajo, de tal forma que puedan ser comparados con precios ya presentes en el mercado o que puedan estar presentes en él. De este modo es posible establecer, en cifras concretas, el efecto probable de una acción planeada y conocer los efectos reales de las acciones llevadas a cabo en el pasado. En una economía socialista, que no fija precios para los bienes de capital —no hay mercado para los medios de producción porque todos ellos son propiedad del Estado— no habría oportunidad de hacer tales cálculos.

Supongamos, por ejemplo, que el gobierno de un país socialista quisiera construir una casa. La casa puede ser de ladrillo o madera, piedra, hormigón o acero. Cada una de estas opciones, vistas desde la óptica evaluadora del gobierno, presenta distintas ventajas, requiere distinta cantidad de materiales y mano de obra y tiene distinto plazo de ejecución. ¿Por cuál se decidirá el gobierno? No puede reducir la mano de obra a emplear ni las distintas clases de materiales necesarios a un común denominador, por lo que no puede compararlo entre sí. Tampoco puede incorporar a sus cálculos el plazo de ejecución o la vida útil de la casa. Por lo tanto, no puede comparar los costes con los beneficios, o los gastos con los ingresos. Desconoce si sus decisiones al emplear los factores de producción son racionales desde el punto de vista de su propia valoración de los bienes de consumo.

A mediados del siglo pasado, por ejemplo, a un gobierno así se le hubiera presentado la cuestión de restringir la cría de ovejas en Europa para reubicarla en Australia. O la cuestión de si convenía sustituir el caballo por el vapor. ¿De qué medios disponía el gobierno para averiguar si estas u otras innovaciones eran provechosas desde el punto de vista económico?

Sí, dicen los socialistas, pero el cálculo capitalista tampoco es infalible; el capitalista también puede equivocarse. Ciertamente, esto es algo que sucedía en el pasado y volverá a suceder de nuevo, porque toda actividad económica mira hacia el futuro, y el futuro es siempre desconocido. Todos los planes son inútiles cuando las expectativas acerca de los acontecimientos futuros no se cumplen. Pero esta objeción no viene al caso. El día de hoy, calculamos en función de nuestras expectativas presentes acerca del futuro. El problema no radica en el hecho de que el gobierno pueda equivocarse porque no juzga bien el futuro, sino en su incapacidad de hacer cálculos siquiera en función de sus valoraciones y expectativas actuales. Si, por ejemplo, un gobierno emprende la construcción de hospitales para tuberculosos, puede descubrir más tarde, cuando se haya encontrado una forma más simple y eficaz de combatir la enfermedad, que el capital y la mano de obra no fueron sabiamente invertidos. Pero el quid de la cuestión es: ¿cómo puede el gobierno saber hoy la forma más económica de construir hospitales?

Algunos ferrocarriles construidos en torno al año 1900 no se hubieran construido si se hubiera podido prever el desarrollo del tráfico motorizado y de la aviación. Pero el empresario que entonces construía ferrocarriles sabía qué alternativa de construcción debía escoger desde el punto de vista de sus valoraciones y expectativas de aquel tiempo, y sobre la base de los precios de mercado que reflejan las evaluaciones empresariales de la demanda en el futuro. Pero esto es precisamente lo que el gobierno de una comunidad socialista no podrá saber. Ese gobierno será como el capitán de un barco que trata de navegar en alta mar sin los recursos de la ciencia o el arte de la navegación.

Hemos supuesto que el gobierno ha decidido emprender cierto proyecto. Pero incluso llegar a esta decisión requiere cálculo económico. La aprobación para construir una central eléctrica sólo puede darse cuando se llega a la conclusión de que tal proyecto no distraerá recursos productivos de otros usos más urgentes. ¿Cómo se puede asegurar esto sin recurrir al cálculo?

4. El Estado capitalista y el Estado socialista

En una economía de mercado el papel del Estado es la protección de la vida, la salud y la propiedad privada de los ciudadanos contra la violencia o el fraude. El Estado garantiza el funcionamiento armonioso de la economía de mercado por medio de su poder coactivo. Se abstiene, sin embargo, de cualquier interferencia con la libertad de acción de la gente que se ocupa en la producción y la distribución, siempre y cuando tales acciones no impliquen el uso de la violencia o el fraude contra la vida, la salud, la seguridad o la propiedad de otros. Es precisamente este aspecto el que da el carácter de economía de mercado o economía capitalista a una comunidad.

Si los liberales[215], los liberales clásicos, se oponen a la interferencia gubernamental en la esfera económica, es porque tienen la certeza de que la economía de mercado es el único sistema de cooperación social viable y eficiente. Están convencidos de que ningún otro sistema estaría en situación de proporcionar mayor bienestar y felicidad a la gente. Los liberales ingleses y franceses y los padres de la constitución de los EE. UU. insistieron sobre la protección de la propiedad privada, no para fomentar los egoístas intereses de una clase, sino más bien para proteger a toda la gente en conjunto, y porque vieron que en el sistema de la economía de mercado, el bienestar de la nación y de cada individuo estaban mejor asegurados.

Es, por lo tanto, una ingenuidad decir que los defensores de la propiedad privada genuinamente liberales son enemigos del Estado porque quieren ver limitado el campo de actividad del gobierno. No son enemigos del Estado sino adversarios tanto del socialismo como del intervencionismo, porque creen en la superior eficacia de la economía de mercado.

Todavía más ingenuos eran los metafísicos prusianos cuando sostuvieron que el programa de los partidarios de la economía de mercado es negativo. Para esos defensores del totalitarismo prusiano, todo lo que se opusiera a su deseo de crear más empleos públicos era negativo. El programa de los defensores de una economía de mercado sólo es negativo en el sentido en que todo programa es negativo: que excluye otros programas. Precisamente porque los auténticos liberales apoyan decididamente la propiedad privada de los medios de producción y la economía de mercado, están necesariamente en contra del socialismo y del intervencionismo.

Bajo el socialismo, todos los asuntos económicos son responsabilidad del Estado. El gobierno da órdenes a todos los sectores de la producción, como hace con el Ejército o la Marina. No existen esferas de actividad privada; todo lo dirige el gobierno. El individuo se asemeja a un interno de un orfanato o de una penitenciaría. Tiene que hacer el trabajo que se le ordena y sólo puede consumir el lote que le haya asignado el gobierno. Sólo puede leer los libros y periódicos publicados por la editorial del gobierno, y sólo puede viajar si el gobierno le facilita los medios para hacerlo. Tiene que aceptar la ocupación que el gobierno eligió para él, y debe cambiar de ocupación y domicilio cuando el gobierno lo ordene. En este sentido, podemos decir que los ciudadanos de una comunidad socialista no son libres[216].

5. El Estado intervencionista

Bajo un sistema de economía de mercado controlada o intervencionismo, tanto el gobierno como los empresarios son agentes separados que actúan en la esfera económica. El dualismo del mercado y las autoridades también existe en el sistema de la economía controlada. En contraste con el sistema de economía de mercado puro, sin embargo, las autoridades no se limitan a prevenir las perturbaciones que puedan surgir de los intercambios en el mercado. El gobierno mismo interfiere con sus intervenciones puntuales; ordena y prohíbe.

La intervención es una orden específica de la autoridad mediante el recurso al aparato de poder social; obliga al empresario y al propietario de los medios de producción a emplear esos medios de forma distinta a como ellos los hubieran empleado bajo la presión del mercado. La orden puede tomar la forma de mandato o de prohibición. El mandado o la prohibición no tienen que emanar necesariamente del gobierno. Pueden proceder de otras fuentes que, además, aporten su propio mecanismo encargado de vigilar su cumplimiento. Si la autoridad tolera, o incluso apoya, este procedimiento, el resultado es el mismo que si las órdenes provinieran directamente del gobierno. Un gobierno que no desea tolerar tal situación y se opone recurriendo a los resortes del poder a su alcance, si no tiene éxito, significará que otra autoridad ha logrado establecerse desafiando la supremacía gubernamental.

Sin duda, el gobierno tiene poder para dictar tales mandatos y prohibiciones, así como también la capacidad de asegurar su cumplimiento, por medio de la fuerza policial. Pero las cuestiones que nos preocupan en este ensayo son: ¿Permiten estas medidas al gobierno conseguir lo que pretende? ¿Acaso no producirán estas intervenciones resultados que, desde el propio punto de vista del gobierno, son menos deseables que las condiciones en el mercado libre?

Por lo tanto, no nos ocuparemos de la cuestión de si el gobierno está en manos de hombres capaces o incompetentes, elevados o innobles[217]. Ni siquiera el más noble y capaz de los hombres podrá alcanzar su meta si no emplea los medios adecuados.

Tampoco nos toca a nosotros tratar sobre las intervenciones de las autoridades en materia de consumo. Las autoridades pueden, por ejemplo, prohibir temporal o permanentemente el consumo de determinados alimentos —digamos que por razones religiosas o sanitarias—. En tal caso, asumen el papel de protector del individuo. Lo consideran incapaz de velar por sus propios intereses; ellos, sus paternales supervisores, lo protegerán de todo mal.

La cuestión de si las autoridades deben o no actuar de ese modo es materia política, no económica. Si uno cree que la autoridad la otorga Dios y que su misión consiste en actuar como agente de la Providencia para con el individuo, o si uno cree que la autoridad tiene que representar los intereses de la sociedad frente a los intereses en pugna de los individuos egoístas, esta actitud le parecerá justificada. Si las autoridades son más sabias que sus súbditos, de inteligencia limitada; si conocen mejor que el propio individuo qué es lo que potencia su felicidad, o si las autoridades se sienten llamadas a sacrificar el bienestar del individuo para favorecer el del grupo, entonces no debería dudar en fijar metas a las acciones de los individuos.

Desde luego, sería un error creer que la tutela que las autoridades ejercen sobre el individuo se limitará a la esfera de la salud, que se sentirían satisfechas con prohibir o limitar el uso de venenos peligrosos como el opio, la morfina e incluso el alcohol y la nicotina, pero que en otros campos la libertad individual quedará intacta. Una vez que se admite el principio de que las elecciones individuales respecto al consumo deben ser supervisadas y restringidas por las autoridades, la extensión de estos controles dependerá exclusivamente de las autoridades y de la opinión pública que las sostiene. Por lo tanto, oponerse a las tendencias que quieren someter toda la actividad individual al cuidado del Estado es una imposibilidad lógica. ¿Por qué proteger sólo el cuerpo del daño causado por venenos o drogas? ¿Por qué no también proteger nuestras mentes y nuestras almas de doctrinas y opiniones peligrosas que ponen en peligro nuestra salvación eterna? Privar al individuo de la libertad de elección en el consumo conduce a la abolición de toda libertad.

Ahora podemos volver al aspecto económico del problema. Cuando la Economía trata los problemas del intervencionismo contempla sólo aquellas medidas que afectan principalmente a los medios, y no a los fines de la acción. Y no tiene ningún otro patrón con el que juzgar estas medidas que no sea el de si son eficaces para alcanzar los objetivos que las autoridades persiguen. La circunstancia de que las autoridades tengan la facultad de restringir la capacidad de elección del consumidor, pudiendo así alterar los datos del mercado, queda fuera del ámbito de estudio de la Economía.

Por estas razones no nos ocupamos de las medidas autoritarias que apuntan directamente hacia la regulación del consumo y que consiguen su objetivo sin afectar a otros campos. Tomamos las acciones de los consumidores en el mercado y no entramos a considerar en qué medida esas acciones están influidas, si es que lo están, por las autoridades. Aceptamos las valoraciones de los consumidores como un hecho, y no nos preguntamos si los consumidores compran máscaras antigás por su propia iniciativa o porque el gobierno les ha ordenado hacerlo; tampoco nos preguntamos si compran menos bebidas alcohólicas porque prefieran otros bienes o porque el gobierno penalice la ebriedad. Al contrario, nuestro cometido es analizar las intervenciones de las autoridades dirigidas, no hacia los consumidores, sino hacia los propietarios de los medios de producción y los empresarios. Y no nos preguntamos si esas intervenciones están justificadas o son conformes a nuestros deseos o los deseos de los consumidores. Nos limitamos a investigar si esas medidas pueden lograr los objetivos que el gobierno desea alcanzar.

6. Las demandas en pro de una reforma moral

Antes de comenzar, no obstante, parece aconsejable entrar a considerar una doctrina que merece cierta atención, aunque sólo sea porque está respaldada por algunos de nuestros más distinguidos contemporáneos.

Nos referimos a la creencia de que no es necesaria la intervención del gobierno para llevar a la economía de mercado por caminos distintos de los que esta hubiera seguido en ausencia de perturbaciones. Los reformadores sociales cristianos y algunos partidarios de las reformas sociales por motivos éticos creen que la conciencia religiosa y la conciencia moral tienen que guiar a las «buenas» personas también en la esfera económica. Si todos los empresarios se preocuparan no sólo del beneficio y de sus propios y egoístas intereses individuales, sino también de sus obligaciones sociales y religiosas, las órdenes del gobierno no serían necesarias para reconducir las cosas por sus justos cauces. No sería necesaria la reforma del Estado, sino más bien una purificación moral de la Humanidad, un retorno a Dios y a la ley moral, el abandono de los vicios de la insolidaridad y el egoísmo. Entonces, no sería difícil armonizar la propiedad privada de los medios de producción con el bienestar social. Se habría liberado a la economía de las perniciosas consecuencias del capitalismo sin necesidad de que el gobierno hubiera restringido con sus intervenciones la libertad y la iniciativa individuales. Se habría destruido el Moloch capitalista sin necesidad de reemplazarlo por el Moloch estatal.

No es el caso de tratar aquí sobre los juicios de valor subyacentes a esta doctrina. Lo que estos críticos encuentran de objetable en el capitalismo es irrelevante, y los errores y malentendidos que expresan no tienen que preocuparnos. Sólo nos interesa su propuesta de constituir un orden social con el doble fundamento de la propiedad privada de los medios de producción y de una ley moral que delimite el ejercicio de ese derecho de propiedad. Supuestamente este orden social ideal no es ya capitalismo porque los individuos, especialmente los empresarios, los capitalistas y los propietarios ya no toman el beneficio como guía de sus actos, sino que se guían por sus conciencias. Supuestamente, tampoco es intervencionismo, porque no requiere la intervención del gobierno para asegurar el funcionamiento de la maquinaria económica.

En la economía de mercado el individuo es libre en sus acciones en la medida en que la propiedad privada y el mercado se extienden. En ella sólo cuentan sus valoraciones. Prevalece su elección, cualquiera que sea esta. Su acción constituye para los demás participantes en el mercado un hecho que deben tener en cuenta. Las consecuencias de su acción en el mercado se manifiestan en beneficios o pérdidas; que son el único engranaje transmisor de su actividad a la maquinaria de la cooperación social. La sociedad no dice al individuo qué tiene que hacer y qué no; nadie da órdenes ni demanda obediencia, no se emplea la fuerza si no es en defensa de la propiedad privada o el mercado frente a la violencia. La cooperación es el resultado del funcionamiento del mercado. Quienes se niegan a adaptarse lo mejor posible al orden de cooperación social sufren las consecuencias de su rebelión, de su negligencia y de sus errores. Esa coordinación no requiere del individuo más que este actúe en su propio interés. Luego no se necesitan órdenes de una autoridad para decirle qué debe y qué no debe hacer, y no se necesita tampoco el instrumento coactivo para hacer cumplir esas órdenes.

Mas allá del ámbito de la propiedad privada y el mercado se extiende el ámbito de las acciones ilícitas; la sociedad ha erigido allí barreras para la protección de la propiedad privada y del mercado contra la violencia, la estafa y el dolo. Aquí no reina ya la libertad, sino la obligación. No todo está permitido, existe una línea que separa lo lícito de lo ilícito. Aquí el poder policial está preparado para intervenir. Si no fuera así, todo individuo podría infringir libremente las barreras del ordenamiento legal.

Los reformadores cuyas propuestas se discuten aquí quieren establecer normas éticas suplementarias al ordenamiento legal y al código moral diseñadas para mantener y proteger la propiedad privada. Desean que la producción y el consumo sean diferentes a los de un mercado sin trabas, en donde no existen limitaciones a los individuos, salvo la de no violar la propiedad privada. Quieren eliminar las fuerzas que guían los actos individuales en la economía de mercado. Las llaman insolidaridad, egoísmo, afán de lucro y cosas por el estilo, y quieren reemplazarlas por otras fuerzas. Hablan de conciencia, de altruismo, de temor de Dios o de amor fraterno. Y quieren sustituir la «producción por el lucro» por la «producción para el uso». Creen que esto sería suficiente para asegurar la cooperación armoniosa de los hombres en una economía basada en la división del trabajo, por lo que no serían necesarias las intervenciones —mandatos o prohibiciones— de una autoridad.

El error inherente a esta doctrina es que ignora el importante papel que juegan en el mercado fuerzas que ella considera inmorales. Precisamente porque la economía de mercado no exige nada del individuo en lo que se refiere al uso de los medios de producción; precisamente porque el individuo no tiene por qué hacer nada que no sea en su propio interés; precisamente porque la economía de mercado le acepta como es; y precisamente porque su «egoísmo» es suficiente para coordinarle con el conjunto de la cooperación social, su actividad no necesita ser dirigida por normas ni por autoridades que obliguen a observarlas. Si el individuo mira por su propio interés dentro del marco que proporciona la propiedad privada y el mercado, está ya haciendo todo lo que la sociedad espera de él. Al perseguir el beneficio, su acción necesariamente se hace social.

Intentar sustituir el afán de lucro, principio inspirador de la propiedad privada de los medios de producción, por las llamadas motivaciones morales, significa destruir la intencionalidad y la eficacia de la economía de mercado.

No podemos crear un orden social razonable que sustituya a la economía de mercado limitándonos a aconsejar al individuo que siga la voz de su conciencia y que sustituya el egoísmo por el altruismo. No es suficiente proponer que el individuo no compre al precio más bajo y que no venda al precio más alto. Sería necesario ir más allá y establecer normas de conducta que orienten la actividad individual.

El reformador piensa, por ejemplo, que el empresario es duro y egoísta cuando emplea su superioridad para batir a un competidor menos eficiente, forzándole a abandonar su posición como empresario. ¿Pero qué se supone que debe hacer el empresario «altruista»? ¿No debe vender nunca a precios por debajo de los de sus competidores? ¿O, acaso en determinadas circunstancias, se le reconocerá el derecho de vender más barato que sus competidores?

También piensa el reformador: el empresario es duro y egoísta cuando se aprovecha de las condiciones del mercado, negándose a abaratar sus productos lo suficiente como para ponerlos al alcance de los pobres, quienes no pueden pagarlos a los altos precios corrientes. ¿Qué se supone que debe hacer el «buen» empresario? ¿Debe acaso regalar sus productos? En la medida en que fije cualquier precio por ellos, no importa lo bajo que sea, siempre existirá una demanda insatisfecha. ¿Qué compradores potenciales tiene el empresario derecho a excluir de la adquisición de los bienes al insistir en el mantenimiento de un precio determinado?

No procede analizar aquí en detalle las consecuencias de una desviación del precio de mercado. Si al vendedor no se le permite vender a precios más bajos que sus competidores menos eficientes, al menos una parte del inventario quedará sin vender. Si en beneficio de los pobres se espera de él que venda por debajo del precio de mercado, sus existencias no bastarán para satisfacer a todos aquellos que desean pagar sus artículos a bajo precio. Hablaremos más sobre este asunto en nuestro análisis sobre las interferencias en la estructura de precios[218]. De momento, sólo deseamos señalar que no es suficiente decirle simplemente al empresario que no debe guiarse por el mercado. Tendríamos que decirle qué tiene que hacer. Tendríamos que decirle cuánto podría recortar o elevar sus precios. Si la búsqueda del beneficio ya no ha de determinar qué tiene que producir y en qué cantidades, tendríamos que darle órdenes precisas que él tendría que obedecer. Esto significa que su actividad tendrá que ser dirigida por medio de auténticas órdenes de tipo autoritario, las mismas que los reformadores pretendían hacer innecesarias apelando a la conciencia, la moralidad y el amor fraternal.

Cuando hablamos de precios «justos» o de salarios «adecuados» debemos tener presente que el único patrón con el que podemos medir lo justos o lo adecuados que son los precios y los salarios es su compatibilidad con un orden social ideal. Si este orden social ideal se busca fuera de la economía de mercado, no puede entonces alcanzarse con sólo exhortar a los individuos a que sean «justos» en sus acciones. Es necesario especificar qué es justo o injusto en cada caso. Es más, deben dictarse normas que regulen con exactitud todos los casos posibles, y debe establecerse una institución encargada de interpretar con autenticidad esas normas, de hacerlas cumplir, y también de complementarlas y modificarlas cuando sea necesario. Es irrelevante el que esta autoridad sea el terrenal Estado o un clero teocrático.

Los reformadores dirigen su exhortación a renunciar al egoísmo en favor del altruismo a los empresarios y los propietarios, a veces también a los trabajadores. Pero el factor decisivo en una economía de mercado son los consumidores. Son ellos quienes determinan las actitudes de empresarios y propietarios. Los reformadores tendrían que conseguir que el consumidor renunciara a bienes mejores y más baratos para poder proteger a los productores menos eficientes. Los consumidores tendrían que boicotear aquellos bienes cuya venta pone en peligro el mantenimiento de las condiciones que se consideran socialmente deseables. Y los consumidores tendrían que imponerse a ellos mismos restricciones en sus compras para que sus conciudadanos menos opulentos puedan comprar. Si los reformadores esperan esta actitud del consumidor, entonces tendrían que decirle cómo, dónde, y qué debería comprar, y a qué precios. Además, tendrían que tomar medidas para obligar a obedecer al consumidor que no siga las instrucciones. Pero entonces los reformadores habrían incurrido en aquello que precisamente querían evitar, esto es, habrían regulado la economía con órdenes precisas y penalizado su desobediencia.