8. Conclusiones

Este ensayo no se plantea la pregunta de si el socialismo —propiedad pública de los medios de producción, economía planificada— es de algún modo un sistema mejor que el capitalismo o si el socialismo constituye un sistema viable de cooperación social. No se discuten los programas de aquellos partidos que quieren sustituir el capitalismo, la democracia y la libertad por el totalitarismo socialista según el modelo alemán o ruso. De estos problemas ya me he ocupado en otro volumen[237]. Mi análisis actual tampoco se interesa por los problemas de la bondad o no de un gobierno democrático de las libertades civiles, y tampoco se orienta a establecer si la dictadura es o no la mejor forma de gobierno.

Aquí solo se ha querido ilustrar cómo la política económica del intervencionismo, que sus defensores suelen presentar como una política socioeconómica progresista, se basa en un error. Este volumen demuestra que no es cierto que el intervencionismo pueda conducir a un sistema duradero de organización económica. Las distintas medidas con que el intervencionismo pretende dirigir la actividad económica no pueden alcanzar los objetivos que sus propios defensores, honestamente, tratan de conseguir con su aplicación. Las medidas de una política intervencionista crean unas condiciones que, desde el punto de vista de quienes las propugnan, son efectivamente menos deseables que los males que deberían remediar. Los efectos son desempleo, depresión, monopolio, miseria. Es posible que tales medidas creen condiciones tales que permitan que unas cuantas personas se enriquezcan, pero todos los demás resultan más pobres y menos satisfechos. Si los gobiernos no abandonan estas medidas y retornan a la libre economía de mercado, si persisten obstinadamente en el intento de compensar con ulteriores intervenciones los inconvenientes generados por las medidas anteriores, constataremos al final que hemos adoptado el socialismo.

Es además un trágico error pensar que democracia y libertad son compatibles con el intervencionismo o también con el socialismo. Lo que se entiende con expresiones tales como gobierno democrático, libertades civiles y libertad personal sólo puede existir en una economía de mercado. No es casual que por todas partes, con la instauración del intervencionismo, las instituciones democráticas hayan desaparecido una tras otra y que, en los países socialistas, el despotismo oriental haya podido seguir con éxito por el mismo camino. Tampoco es casual que la democracia sea atacada por doquier, tanto por los defensores del comunismo ruso como por los del socialismo alemán. El radicalismo de la «derecha» y el radicalismo de la «izquierda» se diferencian sólo en detalles insignificantes; coinciden, en cambio, en sus acusaciones contra el capitalismo y la democracia.

La única elección del género humano está entre economía libre de mercado, libertad y democracia por un lado, y socialismo y dictadura por otro. Una tercera vía, un compromiso intervencionista no es posible.

Podemos añadir que esta conclusión es coherente con algunas de las enseñanzas de Karl Marx y de la ortodoxia marxista. Marx y los marxistas tacharon de petit bourgeois al conjunto de medidas que constituyen el intervencionismo, destacando su carácter contradictorio. Marx consideraba que era inútil el que los sindicatos trataran de obtener salarios más elevados para toda la clase obrera en una sociedad capitalista. Y los marxistas ortodoxos han protestado siempre contra las propuestas encaminadas a atribuir al Estado, directa o indirectamente, la competencia de fijar tasas salariales mínimas. Marx elaboró una doctrina según la cual es necesaria la «dictadura del proletariado» para preparar el camino al socialismo, la «fase más alta de la sociedad comunista». En los muchos siglos de transición, no habría lugar para la democracia. Y así Lenin pudo con razón referirse a Marx para justificar su reino del terror. Por lo que respecta a lo que sucedería tras la implantación del socialismo, Marx lo único que dijo es que el Estado desaparecería.

Las victorias obtenidas por Lenin, Mussolini y Hitler no han sido derrotas del capitalismo, sino consecuencias inevitables de la política intervencionista. Lenin derrotó el intervencionismo de Kerenski. Mussolini obtuvo su victoria sobre el sindicalismo italiano, que culminó con la ocupación de las fábricas. Hitler triunfó sobre el intervencionismo de la República de Weimar. Franco consiguió su victoria, en España y en Cataluña, contra el sindicalismo anarquista. En Francia, la caída del front populaire siguió a la dictadura de Pétain. Siempre que se ha adoptado el intervencionismo, tal ha sido la lógica consecuencia de los hechos. El intervencionismo conducirá siempre al mismo resultado.

Si hay algo que la historia puede enseñamos, es que ninguna nación ha alcanzado jamás un elevado nivel de civilización sin la propiedad privada de los medios de producción y que la democracia sólo ha podido prosperar allí donde la propiedad privada de los medios de producción ha sido respetada.

Si nuestra civilización tuviera que desaparecer, no sucedería porque ya ha sido condenada, sino porque los hombres se niegan a aprender de la teoría y de la historia. No es el destino lo que determina el futuro de la sociedad humana, sino el hombre mismo. La decadencia de la civilización occidental no es fruto de una acción divina, algo que no se puede remediar. Si esto sucede, es el resultado de una política que aún puede abandonarse y ser sustituida por otra mejor.