El intervencionismo no es un sistema económico, es decir no es un método que permita a quienes lo adoptan conseguir los objetivos apetecidos. Es simplemente un sistema de procedimientos que perturban y a veces destruyen la economía de mercado. Obstaculiza la producción e impide que las necesidades humanas sean satisfechas. No hace más ricos a los ciudadanos, sino más pobres.
Admitamos que las medidas intervencionistas pueden proporcionar ventajas a ciertos individuos o grupos de individuos a expensas de otros. Algunas minorías pueden obtener privilegios que les favorecen a costa de los demás ciudadanos. Pero la mayoría de las personas o la nación en su conjunto experimentan, como consecuencia del intervencionismo, tan sólo una pérdida.
Consideremos, por ejemplo, el caso de los aranceles. No hay duda de que se pueden garantizar ciertos privilegios a un grupo de productores, por ejemplo a los propietarios de minas de cobre; los consumidores sufrirán una pérdida al tiempo que los productores saldrán ganando. Si todos los sectores productivos y todo tipo de trabajo deben tener una misma protección, todos, como consumidores, tendrán que perder lo que ganan como productores. Y no sólo esto, sino que cada uno sufrirá pérdidas, ya que el proteccionismo aleja la producción de las condiciones naturales más ventajosas, con lo que reduce la productividad del capital y del trabajo, esto es aumenta los costes de producción. Si los aranceles introducen apenas una o varias cargas protectoras, pueden ser útiles a los intereses de algunos grupos; pero un sistema completo de aranceles sólo puede rebajar el nivel de satisfacción de todos.
Unas medidas restrictivas aisladas son comparativamente menos perjudiciales. Reducen la productividad y hacen más pobres a los ciudadanos, pero permiten que el proceso siga funcionando. El mercado puede adaptarse a estas medidas aisladas. Muy distintos son los efectos cuando se trata de medidas tendientes a fijar los precios, los salarios y los tipos de interés a niveles distintos de los que se formarían espontáneamente en un sistema de libre mercado, o en el caso de que se pretenda eliminar los beneficios. Tales medidas paralizan el funcionamiento de la economía de mercado. No sólo alejan la producción de los canales que conducen a la mejor y más eficaz satisfacción de la demanda del consumidor, sino que también originan un derroche de capital y de trabajo; crean un paro masivo permanente. Pueden conducir a un auge artificial, pero al mismo tiempo llevan a la subsiguiente depresión. Transforman la economía de mercado en un caos.
La opinión común atribuye todos estos males al sistema capitalista. Y, como remedio de los indeseados efectos del intervencionismo, se pide un intervencionismo aún mayor. Se acusa al capitalismo de los efectos de las acciones del gobierno que persiguen una política anticapitalista.
Especialmente significativo es el caso del monopolio. Es posible, e incluso probable, que en una economía de mercado no obstaculizada por la injerencia del gobierno se den condiciones que, temporalmente, puedan llevar a la aparición de precios de monopolio. Podemos considerar probable, por ejemplo, que incluso en una libre economía de mercado pueda formarse un monopolio internacional, por ejemplo, del mercurio, y que puedan formarse monopolios locales de ciertos materiales de construcción y de algunos combustibles. Pero estos casos aislados de precios de monopolio no crean el «problema del monopolio». Todos los monopolios nacionales y —con pocas excepciones— todos los monopolios internacionales deben su existencia a la legislación sobre aranceles. Si los gobiernos tuvieran seriamente la intención de combatir los monopolios, emplearían las medidas eficaces de que a tal respecto disponen; es decir, eliminarían los aranceles. Bastaría con esto para que el «problema del monopolio» desapareciera como por encanto. En realidad, a los gobiernos no les interesa acabar con el monopolio; tratan más bien de crear las condiciones para que los productores puedan imponer en el mercado precios de monopolio.
Supongamos, por ejemplo, que el sistema productivo nacional, a pleno rendimiento, produce una cantidad m de un determinado bien y que el consumo interior al precio del mercando mundial p más el impuesto de importación d (es decir el precio p más d) asciende a la cantidad n-n, que es superior a la cantidad m. En tales condiciones, el arancel permitirá a los productores nacionales vender sus productos a un precio superior al del mercado mundial[236]. El arancel proteccionista es eficaz y consigue su objetivo. Tal es, por ejemplo, el caso de los productores de trigo en los países europeos industrializados. Sin embargo, si m(es decir la cantidad producida) es superior al consumo interior a los precios del mercado mundial, entonces el gravamen a la importación no da ninguna ventaja a los productores nacionales. Así, un arancel sobre el trigo o sobre el acero en Estados Unidos no tendría efecto alguno sobre los precios; no comportaría en cuando tal un aumento del precio de la producción nacional de trigo o de acero.
Pero si los productores nacionales quieren obtener ventajas de los aranceles proteccionistas incluso cuando m es superior al consumo interno al precio del mercado mundial, entonces crean un cártel, un trust o algún tipo de fórmula monopolista y se conciertan para reducir la producción. De este modo tienen la posibilidad, en caso de que el estado de la demanda (según el comportamiento de la curva de demanda) lo permita, de obligar a los consumidores a pagar precios de monopolio que son superiores a los precios del mercado mundial, pero inferiores al precio del mercado mundial más el gravamen a la importación. Lo que en una primera instancia se obtiene de inmediato a través de los aranceles, en un segundo momento debe perfeccionarse por la organización monopolista que el arancel proteccionista hace posible.
La mayoría de los cárteles internacionales fueron posibles porque el mercado mundial en su totalidad fue dividido en áreas económicas nacionales mediante los aranceles y otras medidas relacionadas con ellos. Que los gobiernos no son sinceros en absoluto en su actitud respecto a los monopolios lo demuestra claramente su tendencia a la creación de monopolios mundiales incluso para aquellos bienes para los que las condiciones necesarias para la formación del monopolio exigen especiales medidas al margen de la legislación proteccionista. La historia económica de los últimos diez años nos muestra numerosas medidas que los diversos gobiernos adoptaron —aunque luego no tuvieran éxito— con el fin de crear monopolios mundiales del azúcar, la goma, el café, el estaño, y otros productos.
En la medida en que el intervencionismo consigue los fines que el gobierno se propone, crea también una escasez artificial de bienes y un aumento de los precios. Y en la medida en que los gobiernos persiguen fines distintos de estos dos, fracasan; o más bien, se producen efectos que los propios gobiernos consideran menos deseables aún que la situación que pretendían remediar. Del caos al que el intervencionismo conduce sólo se puede salir por una de estas dos vías: volviendo al mercado libre o implantando el socialismo.
Una economía de libre mercado no es un sistema recomendable desde el punto de vista de los intereses de empresarios y capitalistas. El interés particular de un grupo o de individuos particulares no tiene necesidad de la economía de mercado; es el bienestar general el que la necesita. No es cierto que los defensores de la economía de mercado sean defensores de los intereses egoístas de los ricos. Los intereses particulares de los empresarios y de los capitalistas invocan el intervencionismo para protegerse de la competencia de individuos más eficientes y activos. El libre desarrollo de la economía de mercado debe tutelarse no por el interés de los ricos, sino por el de todos los ciudadanos.
El gobierno del pueblo se basa en la idea de que todos los ciudadanos están unidos por intereses comunes. Los padres de las constituciones modernas no han descuidado el hecho de que a corto plazo los intereses particulares de determinados grupos pueden entrar en conflicto con los de la inmensa mayoría. A pesar de ello, confiaban en la inteligencia de sus propios conciudadanos. No dudaban de que estos serían lo suficientemente razonables para comprender que sus propios intereses de grupo, en caso de chocar con los intereses de la mayoría, deberían ser sacrificados. Estaban convencidos de que todo grupo reconocería que los privilegios no pueden mantenerse a largo plazo. Los privilegios sólo tienen valor si benefician a una minoría y lo pierden apenas se hacen más generales. Cuando se conceden privilegios a todo grupo de ciudadanos, esos privilegios pierden todo su valor y todo el mundo sale perjudicado.
El gobierno del pueblo, por lo tanto, sólo puede afirmarse en un sistema de economía de mercado. En este sistema sólo tienen valor los intereses de los ciudadanos en cuanto consumidores. A ningún productor se le garantiza un privilegio, ya que los privilegios que se conceden para producir cercenan la productividad e influyen negativamente sobre el grado de satisfacción de la demanda de los consumidores. Nadie sale perjudicado si el mayor nivel posible de satisfacción de los consumidores, conseguido al coste más bajo posible, se acepta como guía principal de la política; lo que los productores pierden como productores, al serles negados los privilegios, lo ganan como consumidores.
Todo progreso tecnológico perjudica ante todo a los intereses adquiridos de los empresarios, de los capitalistas, de los propietarios de tierras, de los trabajadores. Pero si el deseo de evitar estos perjuicios induce a adoptar medidas encaminadas a obstaculizar el desarrollo de nuevas tecnologías, esto a largo plazo perjudica no sólo a los intereses de todos los ciudadanos, sino también a los de aquellos que esperaban ser beneficiados. El automóvil y el avión perjudican a la industria ferroviaria, la radio perjudica a los periódicos, el cine al teatro. ¿Habrían podido los automóviles, los aviones, la radio, las películas ser prohibidos para salvar los intereses de los empresarios, capitalistas y trabajadores perjudicados? La gran conquista del viejo liberalismo consistió en abolir los privilegios de las corporaciones, abriendo así el camino a la industria moderna. Si hoy viven sobre la tierra muchas más personas que hace doscientos años y si los trabajadores de los países del Occidente civilizado viven mucho mejor que sus antepasados, y desde algunos puntos de vista mejor incluso que Luis XIV en su palacio de Versalles, ello sólo se debe a la liberalización de las fuerzas productivas.
La idea subyacente al gobierno representativo es que los miembros del parlamento representan a la nación en su conjunto, no a las diversas provincias o los intereses particulares de los propios electores. Los partidos políticos pueden tener diferentes opiniones sobre lo que debe considerarse útil para toda la nación, pero no deberían representar intereses particulares de algunas regiones o grupos de presión.
Los parlamentos de los países intervencionistas se hallan hoy muy lejos de lo que expresa este viejo principio. Hay representantes de la plata, del algodón, del acero, de la agricultura, de los trabajadores. Y ningún legislador siente como deber propio representar a la nación en su conjunto.
La forma democrática de gobierno destruida en Alemania y Francia por Hitler no podía funcionar, ya que estaba infestada por todas partes de espíritu intervencionista. Pululaban los partidos que defendían intereses locales y profesionales. Cualquier proyecto de ley que se presentara y cualquier medida ejecutiva eran valorados a la luz de un único criterio: ¿qué ofrece a mis electores y a los grupos de presión de los que dependo? Los representantes de una región vinícola lo valoraban todo desde el punto de vista de los productores de vino. Para los representantes de los trabajadores, los problemas de la defensa nacional no sólo no existían, sino que además eran un pretexto para aumentar el poder de los sindicatos. Los portavoces del frente popular francés reclamaban la cooperación con Rusia, los de la derecha una alianza con Italia. Ningún grupo se preocupaba por el bienestar y la independencia de Francia; en todo problema se limitaban a ver las relaciones con, y los efectos sobre, los intereses particulares de específicos grupos electorales. El intervencionismo había transformado el gobierno parlamentario en gobierno de los grupos de presión. No fueron el parlamentarismo y la democracia los que fracasaron. Fue el intervencionismo el que paralizó tanto el parlamentarismo como la economía de mercado.
El fracaso del parlamentarismo resulta más evidente en el ejercicio de la autoridad delegada. El parlamento cede voluntariamente al ejecutivo su propio poder legislativo. Hitler, Mussolini y Pétain gobiernan a través de la «delegación de poder». La dictadura adquiere así visos de legalidad mediante un vínculo formal con las instituciones democráticas. En realidad, la democracia desaparece y sólo queda su terminología, del mismo modo que en el sistema del socialismo «alemán» quedó abolida la propiedad privada aunque se conservara su nombre. También los tiranos de la antigua Grecia y los Césares romanos conservaron la fraseología de la República.
Con el actual estado de desarrollo de los medios de comunicación y de transporte, ninguna emergencia puede justificar la delegación del poder. Incluso en un país extenso como Estados Unidos, todos los representantes pueden reunirse en la capital en veinticuatro horas. Se podría incluso mantener el cuerpo legislativo en sesión permanente. Y cuando fuera oportuno mantener en secreto los procedimientos y las decisiones, podrían celebrarse sesiones secretas.
Con frecuencia se nos dice que las instituciones democráticas son sólo una máscara para la «dictadura del capital». Los marxistas se sirvieron de este eslogan durante mucho tiempo. Georges Sorel y los sindicalistas hicieron lo mismo. Hoy Hitler y Mussolini piden a las naciones que se levanten contra la «plutocracia». Como respuesta, baste observar cómo en Gran Bretaña, en los dominios británicos y en Estados Unidos las elecciones son absolutamente libres de toda coacción. Franklin D. Roosevelt ha sido elegido presidente por la mayoría de los votantes. Nadie ha sido obligado a votar por él. A nadie se le ha impedido exponer en público su opinión contraria a la reelección de Roosevelt. Los ciudadanos americanos eran libres de decidir y han decidido libremente.
El primer argumento que se aduce contra la propuesta de sustituir el capitalismo por el socialismo es que en el sistema económico socialista no podría haber espacio para la libertad del individuo.
Se dice que el socialismo significa esclavitud para todos. Es imposible desmentir la verdad de este argumento. Si el gobierno controla todos los medios de producción, si el gobierno es el único que da trabajo y tiene el derecho exclusivo de decidir la educación que el individuo debe recibir, cuándo y cómo debe trabajar, entonces el individuo no es libre. Tiene la obligación de obedecer, pero no tiene derechos.
Los defensores del socialismo jamás han sido capaces de presentar un verdadero argumento en contra. Replican que en los países democráticos de economía de mercado hay libertad para el rico, no para el pobre, y que por esa libertad no merece la pena renunciar a la presunta felicidad del socialismo.
Para analizar estos problemas, es preciso ante todo comprender qué se entiende realmente por libertad. La libertad es un concepto sociológico. En la naturaleza y con respecto a la naturaleza no hay nada a lo que podamos atribuir ese término. La libertad es la oportunidad que el sistema social concede al individuo para modelar su propia vida de acuerdo con sus propios proyectos. Que el hombre tiene que trabajar para sobrevivir es una ley natural que ningún sistema social puede modificar. Que el rico pueda vivir sin trabajar no perjudica la libertad de quienes no se hallan en tan afortunada situación. En la economía de mercado, la riqueza representa la recompensa que concede la sociedad en su conjunto por los servicios que en el pasado se han prestado a los consumidores, y sólo puede preservarse mediante el continuo servicio en interés de los consumidores. El hecho de que la economía de mercado recompense actividades coronadas por el éxito al servicio del consumidor no perjudica a los consumidores, sino todo lo contrario. Nada de esto perjudica al trabajador; al contrario, se beneficia grandemente por el aumento de la productividad del trabajo. La libertad del trabajador que no es propietario se basa en el derecho a elegir el puesto y el tipo de su propio trabajo. No está sometido a la arbitrariedad de ningún soberano. Vende sus servicios en el mercado. Si un empresario se niega a pagarle el salario ligado a las condiciones del mercado, el trabajador buscará otro dador de trabajo que, por su propio interés, estará dispuesto a pagarle el salario de mercado. El trabajador no debe a quien le da trabajo pleitesía y obediencia; sólo le debe sus servicios; recibe el salario no como un favor, sino como una merecida recompensa.
En la sociedad capitalista, también el pobre tiene la posibilidad de salir adelante con sus propios esfuerzos. Esto tiene lugar no sólo en el mundo de los negocios. Quienes hoy ocupan las posiciones más elevadas en las profesiones, en el arte, en las ciencias y en la política, son, en la mayor parte de los casos, hombres que han partido de la pobreza. Entre los pioneros y líderes hay hombres nacidos casi exclusivamente de padres pobres. Quienes aspiran a una completa realización, sea cual fuere el sistema social, tienen que vencer el obstáculo de la apatía, del prejuicio y de la ignorancia. Es difícil negar que el capitalismo ofrece esta oportunidad.
Hay ejemplos de grandes hombres que fueron tratados mal por sus contemporáneos. Algunos de los grandes maestros de la moderna escuela francesa de pintura tropezaron con grandes dificultades y apenas pudieron vender sus cuadros. ¿Piensa alguien que un gobierno socialista sería más comprensivo con un arte que, para los criterios tradicionales, no pasa de ser un garabato? El gran compositor Hugo Wolf escribió una vez que era una auténtica vergüenza que el Estado no se ocupara de sus propios artistas. Pero lo que Wolf tuvo que soportar se debía a incomprensión de viejos y reconocidos artistas, críticos, y amigos del arte; un gobierno socialista se habría fiado del juicio de expertos designados por el Estado, que seguramente no habría sido más benévolo con un hombre que era irritable, asocial y mentalmente inestable. Cuando Sigmund Freud formuló sus teorías, las autoridades establecidas, médicos y psicólogos, es decir los expertos cuyo juicio debe ser decisivo para el gobierno, le vituperaron y declararon chalado.
Pero en una sociedad capitalista el genio tiene por lo menos la posibilidad de proseguir en su trabajo. Los grandes pintores franceses fueron libres de pintar; Hugo Wolf se dedicó a poner música a los poemas de Mörike; Freud pudo continuar sus investigaciones. Ninguno de ellos habría sido capaz de producir nada si el gobierno, siguiendo la opinión unánime de los expertos, les hubiera encargado un trabajo que les privaba de la oportunidad de realizar su propio destino.
Por desgracia, sucede a veces que, por razones políticas, las universidades no consiguen nombrar como profesores a hombres destacados en el campo de las ciencias sociales, o los despiden después de haberlos contratado. ¿Podemos creer que la universidad de un país socialista reclutaría a profesores que enseñan doctrinas no gratas al gobierno? En un Estado socialista incluso el publicar es tarea del gobierno. ¿Se imprimirán libros y periódicos con los que está en desacuerdo? ¿Habrá libertad para montar una representación teatral inapropiada?
Comparemos la posición en que se encuentran la ciencia, el arte, la literatura, la prensa y la radio en Rusia y Alemania con la de América; así podremos comprender qué significa libertad y falta de libertad. También en América hay cosas criticables, pero nadie puede negar que los americanos son más libres que los rusos y los alemanes.
De la libertad de creación científica y artística se sirve tan sólo una pequeña minoría, pero todos se benefician de ello. El progreso consiste siempre en sustituir lo viejo por lo nuevo; progreso significa cambio. Una economía planificada no puede proyectar el progreso; ninguna organización puede programarlo. Esto es lo único que desafía toda limitación y reglamentación. El Estado y la sociedad no pueden promover el progreso. Ni tampoco el capitalismo puede hacer algo por el progreso. Pero —y este es ya un resultado suficiente— el capitalismo no pone barreras insuperables en el camino del progreso. La sociedad socialista se hace completamente rígida porque quiere hacer imposible el progreso.
El intervencionismo no priva a los ciudadanos de toda libertad. Pero cada una de las medidas que se adoptan arrebata una parte de libertad y limita el campo de acción de los individuos.
Consideremos, por ejemplo, el control de cambios. Cuanto más pequeño es un país, más importante es la parte que desempeñan las operaciones de comercio exterior. Si el pago de libros y periódicos extranjeros, de viajes y de estudio en el exterior dependen de que el gobierno proporcione las correspondientes divisas, toda la vida intelectual de un país acaba dependiendo del control del gobierno. Bajo este aspecto, el control de cambios no es en absoluto distinto del sistema despótico del Príncipe de Metternich. La única diferencia es que Metternich hacía abiertamente lo que el control de cambios realiza de un modo camuflado.
No puede negarse que dictadura, intervencionismo y socialismo son hoy extremadamente populares. Ningún argumento lógico puede debilitar esta popularidad. Los fanáticos se niegan obstinadamente a oír las enseñanzas de la teoría económica. La experiencia no es capaz de enseñarles nada. Se adhieren sin titubeo alguno a sus propias opiniones preconcebidas.
Para comprender las razones profundas de tal obstinación, hemos recordado que las personas sufren porque las cosas no siempre suceden del modo deseado. El hombre nace como ser asocial y egoísta y sólo durante la vida aprende que no está solo en el mundo y que existen otros hombres que tienen también sus deseos. Toda vida y experiencia le enseñan que para realizar sus propios proyectos debe adaptarse a la sociedad en su conjunto, debe aceptar la voluntad y los deseos de los demás como hechos, y debe adaptarse a estos datos con el fin de obtener realmente algo. La sociedad no es lo que los individuos desearían que fuera. Todos nuestros conciudadanos tienen de los demás una opinión menos buena de la que tienen sobre sí mismos. No se les asigna en la sociedad el lugar que creen les corresponde. Cada día lleva a la presunción de cada uno —¿y quién está realmente libre de presunciones?— nuevas decepciones. Cada día muestra a cada uno que su voluntad está en conflicto con la de los demás individuos.
El neurótico trata de eludir tales decepciones refugiándose en los sueños con los ojos abiertos. Sueña en un mundo en el que sólo su voluntad es determinante. En este mundo de sueños es un dictador. Sólo sucede lo que él aprueba. Sólo él da órdenes; los demás obedecen. Sólo su razón es suprema.
En este mundo secreto de sueños, el neurótico asume el papel de dictador. Se cree César, Gengis-Khan, Napoleón. Cuando en la vida real se dirige a sus semejantes tiene que ser más modesto. Se contenta con aceptar una dictadura que está en manos ajenas. Pero en su mente, que es la de un neurótico, este dictador es el que recibe sus órdenes; está convencido de que el dictador hará exactamente lo que él quiere que se haga. Un hombre que no recurre a ninguna cautela y que está convencido de que se convertirá en dictador será considerado como un enfermo por sus compañeros y tratado en consecuencia. Los psiquiatras le calificarán de megalómano.
Nadie ha visto jamás con buenos ojos al dictador que hace cosas distintas de las que, en cuanto defensor de la dictadura, consideraba justas. Quienes propugnan la dictadura tienen siempre en mente el dominio incontrolado de su propia voluntad, aunque ese dominio tenga que ser realizado por algún otro.
Analicemos, por ejemplo, el eslogan «economía planificada», que hoy es particularmente popular, pseudónimo, de socialismo. Todo lo que los individuos hacen tiene que ser primero ideado, es decir planificado. Toda la economía es en este sentido una economía planificada. Pero los que, con Marx, rechazan la «anarquía de la producción» y quieren sustituirla por la planificación, no tienen en cuenta la voluntad y los proyectos de los demás. Sólo una voluntad tiene la dignidad de decidir, sólo uno es el plan que debe ser realizado, o sea el plan que cuenta con la aprobación del neurótico, el plan justo, el único plan. Toda resistencia debe ser quebrantada; nadie debe impedir al pobre neurótico ordenar el mundo según su plan; cualquier instrumento se permite para garantizar que prevalezca la superior sabiduría de quien sueña con los ojos abiertos.
Es esta la misma mentalidad de aquellas personas que, en una exposición celebrada en París, mientras observan un cuadro de Manet, exclaman: «¡Esto no debería permitirlo la policía!». Y la misma mentalidad de quienes gritan: «¡Habría que hacer una ley que prohibiera esto!». Y, reconózcanlo o no, tal es la mentalidad de todos los intervencionistas, socialistas y defensores de la dictadura. Hay sin embargo algo que odian más que al capitalismo, esto es el intervencionismo, el socialismo o la dictadura que no se adapta a su idea. ¡Con qué ardor se han combatido entre sí comunistas y nazis! ¡Con qué afán los defensores de Trotsky combaten contra los defensores de Stalin, o los secuaces de Strasser contra los de Hitler!
Hitler, Stalin y Mussolini proclaman constantemente que habían sido elegidos por el destino para conducir el mundo hacia su salvación. Sostienen que son los líderes de la juventud en su lucha contra las viejas generaciones. Traen del Este la nueva cultura que debe sustituir a la agonizante civilización occidental. Quieren dar el coup de grace al liberalismo y al capitalismo, pretenden vencer el inmoral egoísmo con el altruismo; proyectan sustituir la democracia anárquica por el orden y la organización, la sociedad de «clases» por el Estado total, la economía de mercado por el socialismo. La suya no es una guerra para la expansión territorial, el botín o la conquista de la hegemonía como eran las guerras imperialistas del pasado, sino una santa cruzada para un mundo mejor en el que poder vivir. No albergan la menor duda sobre tal empresa, pues tienen la convicción de que han nacido «en la ola del futuro».
Existe una ley de la naturaleza, afirman, según la cual los grandes cambios históricos no pueden realizarse pacíficamente o sin conflictos. Según ellos, sería inútil y estúpido descuidar la cualidad creativa de su trabajo a causa de algunos inconvenientes que la gran revolución mundial lleva necesariamente consigo. Opinan que no se debe descuidar la gloria del nuevo Evangelio por motivo de los pecados de los judíos, masones, polacos y checos, finlandeses y griegos, de la decadente aristocracia inglesa y de la corrompida burguesía francesa. La debilidad y la ceguera respecto a los nuevos criterios de moralidad demuestran sólo la decadencia de la agonizante pseudocultura capitalista. De nada sirve, afirman, el grito y el llanto de un viejo hombre sin fuerza; no detendrá el victorioso avanzar de la juventud. Nadie puede detener la rueda de la historia o retrasar el reloj del tiempo.
El éxito de semejante propaganda es aplastante. La gente no se preocupa de comprender el contenido del nuevo evangelio; comprende simplemente que es nuevo y quiere ver en este hecho su necesaria justificación. Igual que una mujer acepta una nueva moda justo para cambiar, así en política se da la bienvenida a una moda que se supone nueva. La gente se apresura a cambiar las «viejas» ideas por otras «nuevas», porque teme parecer retrógrada y reaccionaria. Se une al coro de los que destacan las imperfecciones de la civilización capitalista, y habla con gran entusiasmo de las acciones de los autócratas. Nada está hoy más de moda que la difamación de la civilización occidental.
Esta mentalidad ha facilitado a Hitler conseguir sus propias victorias. Los checos y los daneses han capitulado sin luchar. Los oficiales noruegos cedieron grandes franjas de su país al ejército de Hitler. Los holandeses y los belgas se rindieron tras una breve resistencia. Los franceses han tenido la audacia de celebrar la destrucción de su independencia como un «renacimiento nacional». Hitler ha empleado cinco años para llevar a cabo la Anschluss de Austria; dos años y medio después sometió al continente europeo.
Hitler no dispone de una nueva arma secreta. No debe su victoria a un excelente servicio secreto que le informa de los planes del enemigo. Tampoco la famosa «quinta columna» ha sido decisiva. Ha triunfado porque sus presuntos enemigos compartían totalmente las ideas que él sostenía.
Sólo los que, sin reservas y sin excepciones, consideran la economía de mercado como la única forma viable de cooperación social, se oponen a los sistemas totalitarios y son capaces de combatirlos con éxito. Quienes desean el socialismo se proponen adoptar en su propio país el sistema de Rusia y de Alemania. Estar a favor del intervencionismo significa emprender un camino que inevitablemente conduce al socialismo.
No se puede combatir con éxito una lucha ideológica haciendo constantes concesiones a los principios del enemigo. Los que rechazan el capitalismo porque piensan que es el enemigo de los intereses de las masas, quienes proclaman que, «por supuesto», tras la victoria sobre Hitler la economía de mercado será reemplazada por un sistema mejor y que, por lo tanto, se debería ahora hacer todo lo posible para instaurar el más completo control gubernamental de los asuntos económicos, en realidad están luchando por el totalitarismo. Los «progresistas» que hoy se enmascaran de «liberales» pueden sin duda declamar abiertamente contra el «fascismo», pero su política no hace sino allanar el camino al nazismo.
Nada puede ser más útil al éxito del movimiento nacionalsocialista que los métodos empleados por los «progresistas» para denunciar al nazismo como partido al servicio de los intereses del «capital». Los trabajadores reconocen esta táctica demasiado bien para dejarse engañar una vez más. ¿Acaso no es cierto que, desde los años setenta del siglo XIX, los socialdemócratas, que aparentemente estaban a favor de los trabajadores, en realidad combatieron vigorosamente contra todas las medidas del gobierno alemán favorables a los trabajadores, declarándolas «burguesas» y contrarias a la clase trabajadora? Los socialdemócratas votaron coherentemente contra la nacionalización de los ferrocarriles, la municipalización de los servicios públicos, la legislación laboral, el seguro obligatorio de enfermedad, accidentes y vejez; contra el sistema de seguridad social alemán adoptado posteriormente por todo el mundo. Luego, después de la guerra [la Primera Guerra Mundial] los comunistas calificaron al partido socialdemócrata alemán y a los sindicatos de «traidores a su clase». Y así fue cómo los trabajadores alemanes se dieron cuenta de que todo partido que buscaba su apoyo definía a los partidos contrarios como «siervos del capitalismo», y su adhesión al nazismo no sufrió lo más mínimo por tales frases.
Si no queremos olvidarnos totalmente de los hechos, debemos reconocer que los trabajadores alemanes son los más seguros defensores del régimen hitleriano. El nazismo los ha conquistado completamente mediante la eliminación del paro y la reducción de los empresarios a meros gestores de las fábricas. En cambio, han quedado decepcionados los grandes grupos, los comerciantes y los campesinos. El trabajador está muy satisfecho y apoyará a Hitler, a no ser que la guerra se desenvuelva de tal modo que destruya sus expectativas de una vida mejor una vez que se logre la paz. Sólo una derrota militar puede privar a Hitler del apoyo de los trabajadores alemanes.
El hecho de que los capitalistas y los empresarios, al hallarse frente a la alternativa entre comunismo y nazismo, elijan el segundo no requiere ninguna ulterior explicación. Prefieren vivir como directores de producción bajo Hitler que ser «liquidados» como «burgueses» bajo Stalin. A los capitalistas no les gusta más que a los demás seres humanos dejarse matar.
Qué peligrosos efectos puedan producirse por la convicción de que los trabajadores alemanes se oponen al régimen de Hitler lo demuestra la táctica inglesa del primer año de guerra. El gobierno de Neville Chamberlain creía firmemente que la guerra acabaría gracias a una revolución de los trabajadores alemanes. En lugar de concentrarse vigorosamente en el rearme y la lucha, se pensó en lanzar desde los aviones hojas volanderas en las que se decía a los trabajadores alemanes que Inglaterra hacía la guerra no contra ellos, sino contra su opresor, Hitler. El gobierno inglés, se decía, sabía perfectamente que el pueblo alemán, en particular el mundo del trabajo, era contrario a la guerra y se veía forzado a sufrirla por el propio dictador.
También en los países anglosajones los trabajadores saben que los partidos socialistas, que se disputan su aprobación, suelen acusarse recíprocamente de favorecer al capitalismo. Los comunistas de toda confesión lanzan esta acusación contra los socialistas. Y entre los comunistas los trotskistas emplean el mismo argumento contra Stalin y los suyos. Y viceversa. El hecho de que los «progresistas» lancen la misma acusación contra el nazismo y el fascismo no impedirá que un día los trabajadores sigan a otra banda con camisas de otro color.
Lo malo de la civilización occidental es la aceptada costumbre de juzgar a los partidos políticos simplemente preguntándose si parecen bastante nuevos y radicales, sin analizar su sabiduría, si están en condiciones de alcanzar sus fines. No todo lo que existe hoy es razonable; pero esto no significa que todo lo que no existe sea sensato. La terminología habitual del lenguaje político es estúpida. ¿Qué es la «izquierda» y qué es la «derecha»? ¿Por qué Hitler tiene que ser de «derecha» y Stalin, su contemporáneo amigo, de «izquierda»? ¿Quién es el «reaccionario» y quién el «progresista»? Las reacciones contra una política irresponsable no deben condenarse. Y el progreso hacia el caos tiene que ser sometido a crítica. El hecho es que nada debería aceptarse sólo porque es nuevo, radical y a la moda. La «ortodoxia» no es un mal, si la doctrina en que se basa es buena. ¿Quién está contra los trabajadores, los que quieren rebajar sus condiciones al nivel ruso, o los que persiguen para los trabajadores los niveles capitalistas de los Estados Unidos? ¿Quién es «nacionalista», quien pretende someter la propia nación al dominio del nazismo, o quien desea salvaguardar su independencia?
¿Qué habría pasado con la civilización occidental si sus pueblos hubieran manifestado siempre esta preferencia por lo «nuevo»? ¿Y si hubieran acogido como «ola del futuro» a Atila y sus hunos, la religión de Mahoma, o los tártaros? También ellos fueron totalitarios y obtuvieron éxitos militares que dispusieron a los débiles a capitular. Lo que hoy necesita la humanidad es liberarse del habitual uso de eslóganes insensatos y volver a un sano modo de razonar.