La democracia es el corolario de la economía de mercado en los asuntos internos; la paz es el corolario en cuanto a la política exterior. La economía de mercado significa cooperación e intercambios pacíficos de bienes y servicios. No puede sobrevivir cuando las masacres están a la orden del día.
La incompatibilidad de la guerra con la economía de mercado y la civilización no se advierte plenamente porque el desarrollo progresivo de la economía de mercado ha alterado el carácter original de la guerra. Ha transformado gradualmente la guerra total de la Antigüedad en la guerra de soldados profesionales en los tiempos modernos.
La guerra total es una horda en movimiento, luchando y saqueando. Toda la tribu, todo la gente se va; nadie —ni siquiera las mujeres o los niños— permanece en su casa, a no ser que tenga que desempeñar allí tareas esenciales para la guerra. La movilización es total y toda la gente está siempre preparada para ir a la guerra. O se es guerrero o se trabaja en apoyo del guerrero. Ejército y nación, ejército y Estado, se identifican. No se distingue entre combatientes y civiles. El objetivo de la guerra es aniquilar por completo la nación enemiga. Los vencidos —hombres, mujeres y niños— son exterminados; ser reducido a la esclavitud es una muestra de clemencia. Sólo la nación victoriosa sobrevive.
Por el contrario, en las guerras libradas por soldados profesionales, es el ejército el que se encarga de la lucha, mientras que los ciudadanos que no pertenecen a las fuerzas armadas hacen su vida normal. Los ciudadanos pagan los costes de la guerra; pagan por la manutención y el equipamiento del ejército, pero en todo lo demás se mantienen al margen de los acontecimientos bélicos. Puede ocurrir que las acciones de guerra arrasen sus casas, devasten sus tierras y destruyan sus otras propiedades; pero esto también forma parte de los costes de la guerra que ellos han de soportar. También puede ocurrir que sufran el saqueo de los beligerantes o eventualmente sucumban a sus manos —incluso a manos de su «propio» ejército—. Pero estas son eventualidades no consustanciales a las operaciones militares; obstaculizan los planes de los jefes del ejército en lugar de favorecerlos, y no son toleradas si quienes están al mando tienen un completo control sobre sus tropas. El Estado en guerra que ha reclutado, equipado y mantenido el ejército considera un delito el saqueo, los soldados fueron reclutados para luchar, no para saquear en provecho propio. El Estado quiere que la vida civil se mantenga en su estado habitual para poder preservar la capacidad contributiva de todos los ciudadanos; los territorios conquistados son considerados como dominios propios. El sistema de economía de mercado se respeta durante la guerra para servir a las existencias del esfuerzo bélico.
La evolución que desde la guerra total condujo a la guerra librada por soldados profesionales debería haber eliminado por completo las guerras. Fue una evolución cuyo objetivo final sólo podía ser la eterna paz entre las naciones civilizadas. Los liberales del siglo XIX se daban perfecta cuenta de estos hechos. Consideraban la guerra como un residuo de una edad oscura que estaba condenado a desaparecer, del mismo modo que lo hicieron instituciones pasadas como la esclavitud, la tiranía, la intolerancia y la superstición. Creían firmemente que el futuro traería las bendiciones de una eterna paz.
Las cosas han ido por otros derroteros. El proceso que había de traer la pacificación del mundo ha tomado la dirección contraria. Esto es algo que no puede entenderse como un mero hecho aislado. Somos hoy testigos del auge de una ideología que niega conscientemente todo lo que se ha venido considerando como cultura. Los valores «burgueses» son reemplazados por los del proletariado. Y, en la misma línea, el ideal «burgués» de una paz eterna se sustituye por la glorificación de la fuerza. El pensador político francés Georges Sorel, apóstol de los sindicatos y de la violencia, fue el padrino tanto del bolchevismo como del fascismo.
Hay poca diferencia entre que los nacionalistas quieran la guerra entre las naciones y los marxistas quieran la guerra entre clases, esto es, la guerra civil. Lo importante es el hecho de que ambos predican la guerra de aniquilación, la guerra total. También es importante que los grupos antidemocráticos cooperen juntos, como hacen hoy, en lugar de luchar unos contra otros. En cualquier caso, siempre son aliados virtuales cuando se trata de atacar a la civilización occidental.
Si tuviéramos que considerar como Estados las hordas de bárbaros que cayeron sobre el Imperio Romano desde el Este, tendríamos que decir que formaban Estados totales. La horda se regía por el principio político que los nazis llaman hoy el principio del Führer [caudillaje]. Sólo la voluntad de Atila o Alarico contaban. Un huno o un godo no tenía derechos ni un ámbito de vida privada. Todos los hombres, mujeres y niños eran simples unidades en el ejército de su gobernante o en las tareas de abastecimiento de ese ejército; tenían que obedecer incondicionalmente.
Sería un error suponer que esas hordas tenían una organización socialista. El socialismo es un sistema social de producción que se basa en la propiedad pública de los medios de producción. Estas hordas no tenían producción socialista. Cuando no vivían del pillaje de lo conquistado y tenían que cubrir sus necesidades con su propio trabajo, las familias producían sus propios recursos por su cuenta. El gobernante no se ocupaba de esos asuntos; hombres y mujeres iban por libre. No había planificación ni socialismo. El reparto del botín no es socialismo.
La economía de mercado y la guerra total son incompatibles. En las guerras de soldados profesionales sólo estos luchan; para la gran mayoría la guerra sólo es un acontecimiento negativo, no una ocupación activa. Mientras que los ejércitos se combaten, los ciudadanos, los granjeros y los trabajadores intentan desempeñar sus ocupaciones habituales.
El primer paso que condujo de nuevo de la guerra de soldados profesionales a la guerra total fue el servicio militar obligatorio. Eliminó gradualmente la diferencia entre soldados y ciudadanos. La guerra ya no fue sólo asunto de los mercenarios; implicaba a todo el que tuviera la aptitud física necesaria. El lema «una nación en armas» expresaba en principio una empresa que no podía llevarse a cabo por falta de recursos financieros. Sólo una parte de la población masculina apta para el servicio recibía entrenamiento militar y era destinada al ejército. Pero una vez emprendido este camino, no es posible detenerse en un punto intermedio. A la larga, la movilización del ejército absorbería incluso los hombres indispensables para mantener la producción doméstica, responsables de la manutención y el equipamiento de los combatientes. Fue necesario distinguir entre ocupaciones esenciales y no esenciales. Había que eximir del combate a los hombres ocupados en actividades esenciales para el abastecimiento del ejército. Por este motivo, la tropa y mano de obra disponible quedó a disposición y criterio de los jefes militares. El servicio militar obligatorio pretende reclutar para el ejército a todo aquel que reúna las condiciones físicas; sólo los enfermos, los impedidos, los ancianos, las mujeres y los niños estarán exentos. Pero cuando se revela que una parte de los aptos para el servicio que trabajan en la industria pueden ser reemplazados por los ancianos, por los jóvenes, por los poco aptos físicamente y por las mujeres, ya no hay razón para distinguir, en cuanto al servicio obligatorio, entre los físicamente aptos y los no aptos. El servicio militar obligatorio conduce así al servicio laboral obligatorio para todos los ciudadanos que estén en condiciones de trabajar, hombres y mujeres. El comandante en jefe tiene poder sobre toda la nación, sustituye el trabajo de los físicamente aptos reclutando a otros menos aptos, y envía al frente a todos los que estén en condiciones de luchar y de los que se pueda prescindir en la retaguardia sin poner en peligro el abastecimiento del ejército. El comandante en jefe decide, pues, qué bienes deben producirse y de qué forma. También decide cuál ha de ser el uso de esos bienes. La movilización ya es total; la nación y el Estado se han transformado en un ejército; el socialismo de guerra ha sustituido a la economía de mercado.
En relación con esto, es irrelevante si los antiguos empresarios tienen o no una posición privilegiada en el sistema del socialismo de guerra. Puede llamárseles gestores, con altos cargos en las fábricas que, ahora, sirven al ejército. Puede que reciban raciones mayores que aquellos que, antiguamente, sólo eran empleados de oficina u obreros. Pero ya no son empresarios. Son gerentes de unidades de producción a quienes se les dice qué y cuánto han de producir, dónde y a qué precios deben comprar los medios de producción, y a quién y a qué precios han de vender los productos.
Si la paz se considera como una mera tregua durante la cual la nación tiene que armarse para la próxima guerra, en tiempo de paz es tan necesario orientar la producción para la guerra como preparar y organizar el ejército. Sería ilógico entonces demorar la movilización total hasta la ruptura de hostilidades. A este respecto, la única diferencia entre la guerra y la paz es que en tiempo de paz, los hombres que irán al frente aún trabajan en la retaguardia. La transición de la paz al estado de guerra no es más que la movilización de esos hombres.
Es evidente que, en última instancia, la guerra y la economía de mercado son incompatibles. La economía de mercado se pudo desarrollar sólo porque la revolución industrial había hecho retroceder el militarismo y porque hizo a la guerra total «degenerar» en guerra de soldados profesionales.
No vamos a examinar la cuestión de si el socialismo necesariamente conduce a la guerra; ya que para el tema que nos ocupa no es necesario. Bastará con señalar que los agresores no pueden llevar a cabo una guerra total sin implantar el socialismo.
Hoy, el mundo se divide en dos campos. Las hordas totalitarias están atacando a las naciones que desean mantener la economía de mercado y la democracia; se afanan por destruir la «decadente» civilización occidental para sustituirla por un nuevo orden.
Se cree que esta agresión obliga a sus víctimas a ajustar su sistema social a las exigencias de la guerra total, esto es, a sustituir la economía de mercado por el socialismo y a reemplazar la democracia por la dictadura. Hay un grupo que, en tono desesperado, dice: «La guerra conduce inevitablemente al socialismo. Al intentar defender la democracia y repeler el ataque del enemigo, nosotros mismos estamos aceptando su orden económico y su sistema político». En los EE. UU., este argumento es el principal soporte del aislacionismo. Los aislacionistas creen que la libertad sólo puede preservarse manteniéndose al margen de la guerra.
Los «progresistas», de muy buena gana, defienden la misma tesis. Aplauden la lucha contra Hitler porque están convencidos de que la guerra traerá necesariamente el socialismo. Quieren que Norteamérica participe en la contienda para derrotar a Hitler e introducir su sistema en los EE. UU.
¿Es esto una verdad necesaria? ¿Debe una nación, para defenderse de la agresión de países totalitarios, hacerse también totalitaria? ¿Es un país que disfruta de democracia y economía de mercado incapaz de luchar con éxito contra un enemigo totalitario y socialista?
Muchos creen que la experiencia de la actual guerra prueba que el régimen socialista de producción reúne mejores características en cuanto a la producción de armas y material de guerra que la economía de mercado. El ejército alemán goza de una enorme superioridad en toda clase de equipamientos que un ejército requiere. El ejército francés y el del Imperio Británico, que tenían a su disposición los recursos del mundo entero, entraron en guerra deficientemente equipados y armados, y han sido incapaces de superar esa inferioridad. Son hechos que no pueden negarse, pero tenemos que interpretarlos correctamente.
Incluso en la época en que los nazis llegaron al poder, el Reich alemán estaba, con mucho, mejor preparado para una nueva guerra de lo que los expertos ingleses y franceses suponían. Desde 1933, el Reich ha concentrado todos sus esfuerzos en la preparación de la guerra. Hitler ha transformado el Reich en un campamento armado. La producción de guerra se expandió hasta el límite. La producción de bienes para el consumo privado se redujo al mínimo. Hitler se preparó abiertamente para una guerra de aniquilación contra Francia e Inglaterra. Ingleses y franceses actuaron como si no fuera con ellos. Durante esos críticos años que precedieron al estallido de la II Guerra Mundial, había en Europa, fuera de los países totalitarios, sólo dos partidos: los anticomunistas y los antifascistas. No se trataba de denominaciones asignadas por gentes ajenas o por sus adversarios; las adoptaron ellos mismos.
Los antifascistas —en Inglaterra, principalmente el Partido Laborista; en Francia, el Frente Popular— emplearon un duro lenguaje contra los nazis. Pero se oponían a cualquier mejora en el armamento de sus países; en toda propuesta de expansión de las fuerzas armadas sospechaban intenciones fascistas. Confiaron en el ejército soviético, de cuya fuerza, superior equipamiento e invencibilidad estaban convencidos. Lo que sí creían necesario era una alianza con los soviets. Para ganar el favor de Stalin era necesario, según decían, impulsar una política interna inclinada hacia el comunismo.
Los anticomunistas —los conservadores ingleses y la «derecha» francesa— veían en Hitler el Sigfrido que destruiría el dragón comunista. Por consiguiente, veían con simpatía el nazismo. Etiquetaron como mentira «judaizante» la afirmación de que Hitler planeaba aniquilar Francia y el Imperio Británico y aspiraba a dominar completamente Europa.
El resultado de esta política fue que Inglaterra y Francia se precipitaron a la guerra sin estar preparadas. Sin embargo, aún no era demasiado tarde para enmendar las omisiones. Los ocho meses que transcurrieron entre la ruptura de hostilidades y la ofensiva alemana de mayo de 1940 habrían sido suficientes para procurar equipamiento a las fuerzas aliadas, el cual les hubiera permitido defender con éxito la frontera oriental francesa. Pudieron y debieron utilizar el potencial de sus industrias. No puede culparse al capitalismo de que no lo hicieran.
Una de las leyendas anticapitalistas más populares quiere hacemos creer que las intrigas de la industria armamentista han hecho resurgir el espíritu de la guerra. El imperialismo moderno y la guerra total son, supuestamente, los resultados de la propaganda de guerra llevada a cabo por escritores a sueldo de los fabricantes de armas. Se cree que la I Guerra Mundial comenzó porque Krupp, Schneider-Creuzot, DuPont y J. P. Morgan querían grandes beneficios. Para evitar que vuelva a ocurrir tal catástrofe, se cree necesario evitar que las industrias armamentistas obtengan beneficios.
Apoyándose en este razonamiento, el gobierno de Blum[235] nacionalizó la industria de armamentos francesa. Cuando comenzaron las hostilidades y se puso de manifiesto la necesidad perentoria de orientar la capacidad productiva de las industrias francesas al servicio del rearme, las autoridades francesas consideraron más importante impedir el lucro derivado de la guerra que ganar la guerra. Desde septiembre de 1939 a junio de 1940, Francia no luchó realmente contra los nazis, sino que luchó contra el lucro que la guerra podía proporcionar. En este particular, tuvieron éxito.
También en Inglaterra, la principal preocupación del gobierno era impedir el lucro derivado de la guerra, en lugar de procurarse el mejor equipo posible para las fuerzas armadas. Como ejemplo, puede citarse la tasa del 100% sobre los beneficios procedentes de la guerra. Aún más desastroso para los aliados fue el hecho de que, también en EE. UU., se dieron pasos para impedir los beneficios de guerra y se anunciaron en este sentido medidas aún más drásticas. Esta fue la razón por la que la industria americana sólo ha aportado una pequeña parte de la ayuda que podría haber ofrecido a Inglaterra y Francia.
Los anticapitalistas dicen: «Esta es precisamente la cuestión. El mundo de los negocios no es patriótico. Se nos dice que nos separemos de nuestras familias y que abandonemos nuestros trabajos; se nos manda al ejército, donde arriesgamos nuestra vida. Sin embargo, los capitalistas exigen sus réditos aun en tiempo de guerra. Si a nosotros se nos obliga a luchar por el país, debería obligárseles a ellos a trabajar por la patria desinteresadamente». Estos argumentos trasladan el problema al ámbito de la ética. Pero no se trata de ética sino de conveniencia.
Quienes detestan la guerra por motivos morales porque consideran que matar y mutilar a la gente es inhumano, deberían intentar reemplazar las ideas que conducen a la guerra por otras que aseguren la paz permanente. Sin embargo, si una nación pacífica es atacada y tiene que defenderse, sólo cuenta una cosa: la defensa debe organizarse tan rápida y eficazmente como sea posible; los soldados deben recibir el mejor equipo y las mejores armas. Y esto sólo puede lograrse si no se interfiere en el funcionamiento de la economía de mercado. La industria armamentista, que en el pasado obtuvo grandes beneficios, hizo posible la victoria al equipar y aprovisionar los ejércitos tan eficazmente. Fue debido a las experiencias suministradas por las contiendas del siglo XIX como la producción de armamento directamente gestionada por los gobiernos cesó en su mayor parte. En ninguna otra época se ha demostrado tan fehacientemente la eficacia y la capacidad productiva de los empresarios como en la I Guerra Mundial. Sólo a la envidia y al resentimiento irreflexivo se debe el que la gente se oponga al lucro de los empresarios, cuya eficacia hace posible ganar la guerra.
Cuando las naciones capitalistas abandonan en tiempo de guerra la superioridad industrial que su sistema económico les proporciona, su capacidad de resistencia y sus oportunidades de vencer se reducen considerablemente. Puede entenderse fácilmente que algunas consecuencias puntuales del esfuerzo bélico se consideren injustas. El hecho de que los empresarios se enriquezcan con la producción de armamento es sólo una más de las consecuencias insatisfactorias e injustas que la guerra provoca. Los soldados arriesgan su vida y su salud. Que mueran en el frente anónimamente, mientras que los jefes del ejército y sus oficiales están seguros y a salvo recibiendo los honores y los ascensos, también es «injusto». Exigir la eliminación del lucro en la industria de guerra no es más razonable que exigir que los jefes del ejército, sus oficiales, los cirujanos y los hombres de la retaguardia hagan su trabajo sufriendo las mismas privaciones y peligros que el soldado del frente. No es el lucro derivado de la guerra lo condenable. ¡Es la propia guerra!
Estas ideas acerca del lucro en la guerra revelan también muchos errores acerca de la economía de mercado. Todas aquellas empresas que en tiempo de paz ya tenían todo el equipo necesario para producir armas y otros suministros bélicos, trabajan desde el primer día a las órdenes del gobierno. Pero aun trabajando a plena capacidad, todas esas fábricas sólo pueden producir una pequeña parte de lo que el esfuerzo bélico requiere. Luego se trata de dedicar a la producción de guerra fábricas que anteriormente no producían armamento y de construir otras nuevas. En ambos casos son necesarias considerables inversiones. Que estas inversiones produzcan o no rendimientos depende no sólo de los precios de los primeros pedidos, sino también de los pedidos servidos mientras dura la guerra. Si la guerra acaba antes de que esas inversiones puedan amortizarse con cargo al resultado bruto de explotación, los propietarios no sólo no obtendrán beneficios, sino que perderán parte de su capital. El argumento popular a favor de una industria armamentista sin ánimo de lucro pasa por alto, entre otras cosas, el hecho de que las empresas, que tienen que acometer la producción en un área que todavía no han desarrollado, deben obtener el capital necesario de los bancos o en el mercado de capitales. No podrán reunirlo si su uso previsto no ofrece expectativas de beneficio sino sólo riesgos de pérdidas. ¿Cómo un empresario concienzudo puede persuadir a un banquero o a un capitalista de que le preste dinero si ni siquiera él mismo ve ninguna perspectiva de rentabilidad en su inversión? En la economía de mercado, donde el deudor tiene la responsabilidad de reembolsar el préstamo, no hay lugar para transacciones en las que el riesgo de pérdida no se compense con la perspectiva de ganancia. Es sólo la expectativa de beneficio lo que permite al empresario comprometerse a pagar los intereses y devolver el principal. Al eliminar la esperanza de beneficio, se hace imposible el funcionamiento de todo el sistema empresarial.
Lo que se le pide a la industria viene a ser esto: Abandonen las líneas de producción en las que han trabajado con éxito hasta ahora. No se preocupen de la pérdida de sus clientes habituales ni de la depreciación de su maquinaria inactiva. Inviertan nuevo capital en una línea con la que no están familiarizados. Pero ténganlo en cuenta, pagaremos unos precios que no les permitirán amortizarla nueva inversión en un periodo de tiempo breve. Pero si, aun de este modo, todavía obtienen beneficios, los confiscaremos por la vía fiscal. Además, les presentaremos públicamente como «traficantes de muertos».
También en la guerra, sólo existe la elección entre la economía de mercado y el socialismo. La tercera alternativa, el intervencionismo, ni siquiera es posible en guerra. Al comienzo de esta contienda podría haber sido posible nacionalizar toda la industria, pero no cabe duda de que esto hubiera significado un completo fracaso. Si uno no quería adoptar ese método, la economía de mercado debería haber sido aceptada con todas sus implicaciones. Si se hubiera escogido el mercado, la avalancha de Hitler se podría haber parado en las fronteras orientales de Francia. La derrota de Francia y la destrucción de las ciudades inglesas fueron el primer precio a pagar por la supresión intervencionista de los beneficios de la industria de guerra.
Cuando la guerra ya estaba en marcha, la discusión sobre las medidas en contra del lucro derivado de la guerra tendría que haber cesado. Después de obtener la victoria y establecer un orden mundial donde no hubiera que temer nuevas agresiones, habría habido tiempo más que suficiente para confiscar esos beneficios. En cualquier caso, antes de que la guerra haya acabado y las inversiones se hayan amortizado, es imposible saber si una empresa ha obtenido realmente beneficios o no.