4. Confiscación y financiación

1. Confiscación

La confiscación completa de toda propiedad privada equivale a implantar el socialismo. Por lo tanto, no trataremos este asunto en un análisis dedicado a los problemas del intervencionismo. Sólo nos interesa aquí la confiscación parcial de la propiedad. Y esta confiscación se plasma hoy principalmente en los impuestos.

Las motivaciones ideológicas no hacen al caso. La única cuestión que nos interesa es sólo qué se pretende con estas medidas y qué es lo que realmente se obtiene de ellas.

Tratemos en primer lugar el caso de los impuestos que sólo gravan directa o indirectamente la renta. En todos los países existe hoy una tendencia a gravar las rentas elevadas a tasas mayores que las que se aplican a las rentas bajas. En el caso de rentas que superen una cierta cantidad, la mayoría de los países fijan tasas que, incluso nominalmente, llegan hasta el 90 por ciento. Los métodos prescritos por la ley para determinar la cuantía de la renta, y la interpretación de esas leyes por parte de las agencias tributarias, calculan rentas considerablemente mayores de las que se deducirían de la aplicación de principios contables ortodoxos. Si los contribuyentes no pudieran eludir algunos impuestos sirviéndose de las lagunas presentes en las leyes, sus cuotas fiscales excederían con mucho la cuantía de sus verdaderas rentas. Pero los legisladores intentan cegar esas lagunas.

La opinión popular tiende a creer que los impuestos exorbitados sobre rentas muy elevadas no afectan a las clases menos opulentas. Pero esto es una falacia. Los perceptores de ingresos elevados normalmente consumen una proporción menor de esos ingresos y ahorran e invierten una proporción mayor que los perceptores de rentas menos cuantiosas. Y el capital sólo puede formarse a través del ahorro. Sólo la parte de la renta que no se consume puede acumularse como capital. Si se hace pagar a las rentas altas una proporción mayor del gasto público que a las bajas, se impide que el capital cumpla su función. Se elimina la tendencia —presente en las sociedades con capital en crecimiento— al incremento de la productividad del trabajo y, por lo tanto, se elimina también la tendencia al incremento de los salarios.

Obviamente, lo mismo puede decirse, aun con mayor razón, de todos los gravámenes sobre el patrimonio. Gravar el capital, por ejemplo a través de impuestos sobre sucesiones o sobre el patrimonio para pagar el gasto público, equivale a consumirlo directamente.

El demagogo dice a los electores: «El Estado tiene que hacer frente a grandes gastos. Pero ustedes no tienen por qué preocuparse de cómo se reúnen los fondos para esos gastos. Serán los ricos quienes los aporten». El político honrado diría: «Por desgracia, el Estado necesita más dinero para hacer frente a sus gastos. Serán ustedes en todo caso quienes soporten la mayor parte de la carga, porque son ustedes quienes perciben y consumen la mayor parte del total de la renta nacional. Deberán elegir entre dos métodos. O restringen su consumo ahora, o consumen ahora el capital de los ricos, con lo que poco después tendrán que padecer el descenso de sus salarios».

La peor clase de demagogo va todavía más lejos cuando dice: «Tenemos que armarnos y, posiblemente, ir también a la guerra. Pero esta circunstancia, no sólo no hará descender sus niveles de vida, sino que incluso los elevará. A partir de este momento daremos comienzo a un amplio programa de viviendas e incrementaremos los salarios reales». Ante esto, hay que decir que con una cantidad limitada de materiales y mano de obra no se puede fabricar armamento y construir viviendas simultáneamente. Herr Göring[228] era más honesto a este respecto. Él dijo a su pueblo «cañones o mantequilla», pero no «cañones y (por lo tanto) más mantequilla». Este acto de sinceridad es la única cosa que Herr Göring podrá alegar en su favor ante el tribunal de la Historia.

Un sistema fiscal que sirviera a los verdaderos intereses de los asalariados, gravaría sólo la parte de renta que se consuma, y no la que se ahorre o invierta. Unos impuestos altos sobre el gasto de los ricos no perjudican los intereses de las masas; sin embargo, cualquier medida que impida la formación de capital o que consuma el capital, sí los lesiona.

Desde luego, existen circunstancias que hacen inevitable el consumo de capital. Una guerra onerosa no puede financiarse sin recurrir a esta perjudicial medida. Pero quienes conocen los efectos del consumo de capital intentarán limitar ese consumo a lo estrictamente necesario, no porque esto beneficie al capital, sino porque va en interés del trabajador. Pueden darse situaciones en las que sea inevitable quemar la casa para no congelarse, pero quienes lo hagan deben darse cuenta del coste que ello implica y de que tendrán que arreglárselas sin ella en el futuro. Debemos hacer hincapié en esto, especialmente en el momento presente, para poder refutar los errores corrientes acerca de la naturaleza de los auges ocasionados por el rearme y la guerra.

Los costes del rearme pueden pagarse bien a través de la inflación, del endeudamiento, o de impuestos que obstaculizan la formación de capital, o incluso lo consumen. La forma en que la inflación lleva a un auge no requiere mayores explicaciones. Los fondos procedentes del endeudamiento sólo pueden transferir la inversión y la producción de un sector a otro; el incremento de producción y consumo en un sector de la economía se compensa con el declive de la producción y el consumo en otra parte. Los fondos que se desvían de la formación de capital y que se retiran del capital ya acumulado pueden tener como efecto un incremento del consumo presente. De este modo, es posible incrementar el consumo de carácter militar sin que descienda proporcionalmente el consumo civil. Puede que esto se califique como un «estímulo» a la economía. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que todos los efectos de esta prosperidad, que ahora se juzgan favorablemente, habrá que pagarlos en el futuro con una depresión y con la reducción del consumo.

2. La financiación del gasto público

El hambre sólo puede aplacarse con pan ya existente; el pan futuro no puede alimentar a nadie en el presente. Sería ocioso insistir en estas verdades evidentes si no fuera necesario refutar falacias con respecto a la obtención de fondos para el gasto público.

Con frecuencia se dice que la guerra no sólo se libra en nuestro interés, sino también en el de nuestros hijos y nietos. Esto sólo significa que ellos deberán pagar parte de los costes de la guerra. Por lo tanto, sólo una parte del gasto de guerra se pagará con nuestros impuestos; el resto habrá de financiarse con deuda; los intereses y la amortización de esa deuda recaerán sobre las generaciones futuras.

Esto carece de sentido. Una guerra sólo puede librarse con armas hoy disponibles. Los materiales y la mano de obra que se asignan a la producción de armas hay que extraerlos del conjunto de medios de los que hoy disponemos; por lo tanto, el conjunto de bienes de los que hoy puede disponer la gente tendrá que disminuir. Esos medios salen de la renta y de la propiedad presentes. A los nietos sólo les afecta en la medida en que su herencia será menor. Ningún sistema de financiación podrá alterar esta circunstancia.

Que una parte de los gastos de guerra se cubran con endeudamiento, sólo significa que los recursos que se hubieran dedicado a la producción de otros bienes ahora se emplean en la guerra. El endeudamiento significa un diferimiento del pago sólo para la persona que ocupe el cargo de Secretario del Tesoro. Para los ciudadanos, la deuda significa que pagarán inmediatamente la factura a través de la reducción de su consumo en el presente. El que presta, ya no puede disponer de lo prestado hasta el vencimiento.

Una persona puede comprar un frigorífico a plazos si alguien le concede el crédito necesario. El conjunto de los ciudadanos del mundo o el conjunto de los de una economía cerrada, tomados como uno solo, no pueden comprar nada a crédito. Tampoco pueden hacernos ningún préstamo quienes todavía no han nacido. A este respecto, podemos pasar por alto los préstamos del extranjero; hoy [1940] impensables para los Estados Unidos.

Igualmente errónea es la opinión de que el endeudamiento del gobierno favorece a los ricos. Si tuviéramos que imponer mayores impuestos a los ricos de los que hoy ya soportan, tendríamos que confiscar sus negocios, esto es, tendríamos que implantar el socialismo. Pero como no queremos ir tan lejos y como no deseamos imponer mayores impuestos sobre las masas, elegimos la vía aparentemente indolora del endeudamiento.

Los socialistas dirán: «Esta es precisamente la cuestión. Usted no quiere implantar el socialismo. Alemania, sin embargo, prueba que el socialismo es superior en la producción de armamento. El ejército alemán es el mejor equipado del mundo. Hoy, la clave del problema mundial es que los nazis tienen mejores armas».

Este argumento tampoco hace al caso. Alemania está mejor equipada porque durante los últimos ocho años ha restringido el consumo de toda la población y ha puesto todo su sistema productivo al servicio del rearme. Víctimas de una increíble ceguera, Inglaterra, Francia y las pequeñas democracias no se armaron para la defensa. Aun después de que la guerra ya había comenzado, no la tomaron en serio. La lucha contra el lucro derivado de la industria de guerra les parecía más importante que la lucha contra los nazis.

Para la industria armamentista rige el mismo principio que para el resto de las industrias: la empresa privada es más eficiente que la empresa pública. Hace cien años la mayoría de los cañones y los rifles eran fabricados en los arsenales del gobierno por pequeños artesanos. Los empresarios privados no encontraban atractiva la producción de armas. Sólo cuando se dieron cuenta de que lo que realmente querían las naciones era exterminarse unas a otras, empezaron a producir armamento. Su éxito fue espectacular. Las armas producidas por grandes empresas privadas han dado mejor resultado en el actual conflicto que las producidas por los arsenales estatales. Todas las mejoras y perfeccionamientos habidos en los pertrechos de guerra tienen su origen en empresas privadas. Los arsenales estatales fueron siempre por detrás, aceptando las nuevas técnicas, y los expertos militares siempre han sido reacios a aceptar las mejoras que los empresarios suministraban.

En contra de la creencia popular, las naciones no libran guerras para que las fábricas de armas se lucren. Las fábricas de armas existen porque las naciones hacen la guerra. Los empresarios y capitalistas que producen las armas producirían otros bienes si la demanda de armas no fuera más intensa que la del resto de los bienes. La industria de guerra alemana también se desarrolló en régimen de empresa privada. Como industria nacionalizada, puede mantener durante algún tiempo la ventaja que ha obtenido como empresa privada.

En Inglaterra se dice hoy frecuentemente: «Si los trabajadores ingleses asumen los grandes sacrificios que la guerra les impone, tienen derecho a demandar que su noble actitud sea recompensada después de la guerra con la abolición del capitalismo y la adopción del socialismo». Es difícil encontrar un argumento más erróneo que este.

Si los trabajadores de Inglaterra defienden su país, su libertad y su cultura contra el asalto de nazis y fascistas, y contra los comunistas, quienes a todos los efectos son aliados de los nazis[229], lo hacen por ellos y por sus hijos, no por los intereses de ninguna otra gente de quien, en el futuro, puedan exigir recompensas. La única recompensa que esos grandes sacrificios pueden darles es la victoria, y con ella la seguridad de que no se verán en la misma situación que las masas de Alemania y Rusia. Si los trabajadores ingleses no creyeran que la esperanza de este éxito les compensa de la carga que la guerra les impone, no lucharían; se rendirían.

Si creemos que el socialismo es un sistema mejor, que asegura una existencia mejor para la gran mayoría de la gente que la que el capitalismo proporciona, entonces deberíamos adoptar el socialismo sin tener en cuenta la paz o la guerra, y sin considerar si los trabajadores han sido valientes o no en la misma. Sin embargo, si creemos que el sistema económico que Hitler, Stalin y Mussolini llaman «plutocracia» garantiza una vida mejor para las masas que el socialismo, no se nos ocurriría «recompensar» a los trabajadores haciendo descender su nivel de vida al de los alemanes, italianos o rusos.

3. Las obras públicas y su financiación

Los empresarios tratan de acometer sólo proyectos que puedan prometer beneficios. Esto significa que procuran emplear los escasos medios de producción de tal forma que las necesidades más urgentes queden satisfechas en primer lugar, y que no se dedicará capital y trabajo a la satisfacción de necesidades menos urgentes mientras que existan necesidades en cuya satisfacción ese capital y esa fuerza laboral se puedan emplear.

Cuando el gobierno interviene para llevar a cabo un proyecto que promete, no beneficios, sino pérdidas, sólo oímos hablar de las necesidades que esa intervención satisface, pero nunca oímos nada acerca de las necesidades que quedan insatisfechas cuando el gobierno desvía los medios necesarios para cubrirlas a otros propósitos. Sólo se tienen en cuenta los beneficios de la acción del gobierno, no los costes.

No es misión del economista decirle al público qué debe hacer y cómo debería emplear sus recursos. Pero es su deber advertir a los ciudadanos de los costes. Esto es lo que le diferencia del charlatán, que siempre habla de lo que la intervención añade, nunca de lo que quita.

Consideremos, por ejemplo, un caso del pasado, aunque no muy lejano, que hoy podamos juzgar con objetividad. Se propone que un ferrocarril, cuya construcción y explotación no arroja beneficios, se hará realidad mediante un subsidio del gobierno. Puede que ese ferrocarril, según se dice, no sea rentable en el sentido habitual de la palabra, y que, por lo tanto, no sea atractivo para empresarios y capitalistas; pero que contribuirá al desarrollo de toda la región. Fomentaría los negocios, el comercio y la agricultura, lo que redundaría en el crecimiento de la economía. Habría que considerar todo esto si la construcción y explotación de ese ferrocarril hubiera de evaluarse desde un punto de vista más amplio que el de la rentabilidad exclusivamente. Desde el punto de vista de los intereses privados, la construcción del ferrocarril puede parecer desaconsejable. Pero desde el punto de vista del bienestar nacional, resulta beneficioso.

Este es un razonamiento profundamente equivocado. Por supuesto, no puede negarse que los habitantes de la zona por la que pase el ferrocarril se beneficiarán. O, mejor dicho, beneficiará a los propietarios de tierras de esa región y a aquellos que han realizado allí inversiones que no puedan transferirse a otro lugar sin que su valor disminuya. Se dice que el ferrocarril desarrolla las fuerzas productivas de las regiones por las que discurre. El economista lo expresa de forma diferente: el Estado paga subsidios procedentes de la recaudación de impuestos para la construcción, el mantenimiento y la explotación de esa línea, la cual, sin esa asistencia, no podría construirse ni explotarse. Estos subsidios transfieren una parte de la actividad productiva de lugares que ofrecen mejores condiciones naturales a lugares menos apropiados. Se cultivarán tierras que, teniendo en cuenta su distancia a los centros de consumo y en vista de su baja fertilidad, no permitirían una producción rentable a no ser que se subsidie indirectamente a través de subvenciones al sistema de transporte, cuyo coste no pueden sufragar tales cultivos. Ciertamente, esos subsidios contribuyen al desarrollo económico de una región donde, en otro caso, se hubiera producido menos. Pero el incremento de producción en el área del país favorecida por la política de ferrocarriles del gobierno debe contrastarse con las cargas impuestas a la producción y al consumo en aquellas partes del país que tienen que pagar los costes de la política del gobierno. Las tierras poco productivas, de menor fertilidad o más remotas, son subvencionadas con cargo a los impuestos, los cuales recaen sobre la producción de las tierras más fértiles o bien directamente sobre los consumidores. Las empresas localizadas en la región menos ventajosa podrán expandir su producción, pero las empresas situadas en zonas más favorables tendrán que restringir la suya. Esto se puede considerar como «justo» o políticamente conveniente, pero no debemos engañarnos y creer que la medida hace aumentar la satisfacción total; en realidad la reduce.

No se debe considerar el incremento de producción en la zona que cubre el ferrocarril subsidiado como «un progreso desde el punto de vista del bienestar nacional». Estos progresos se reducen a que ciertas empresas desarrollan su actividad en lugares que, en otras condiciones, se hubieran considerado desfavorables. Los privilegios que el Estado otorga indirectamente a estas empresas por medio de los subsidios al ferrocarril no se diferencian en nada de los privilegios que el Estado otorga a otras empresas ineficientes bajo distintas condiciones. En última instancia, el efecto es el mismo tanto si el Estado subvenciona u otorga privilegios a un zapatero remendón, por ejemplo, para que pueda competir con los fabricantes de zapatos, como si favorece el cultivo de tierras no competitivas pagando con fondos públicos parte de los costes de transporte de sus productos.

No importa si es el propio Estado quien emprende la actividad no rentable o si este subvenciona a una empresa particular para que se haga cargo de esa actividad. El efecto sobre el conjunto de los ciudadanos es el mismo en los dos casos. El método empleado en la concesión de subsidios tampoco es relevante. No importa si se subsidia a los productores menos eficientes para que puedan producir o incrementar su producción, o si se subvenciona a los productores más eficientes para que no produzcan o para que disminuyan su producción. Que se paguen subsidios por producir o por no producir, o que el gobierno compre los productos para retirarlos del mercado, es irrelevante. En cualquier caso, los ciudadanos pagan dos veces —una como contribuyentes que pagan indirectamente el subsidio, y después otra vez como consumidores, con precios más altos por los bienes que compran y reduciendo su consumo.

4. Empresarialidad «altruista»

Cuando los autodenominados «progresistas» usan la palabra lucro, pierden la compostura. Les gustaría eliminar completamente el lucro. En su visión, el empresario debería servir a la gente de forma altruista, sin buscar el beneficio. No ha de recibir nada o contentarse, si el negocio tiene éxito, con un pequeño margen sobre sus costes reales. Nadie cuestiona que el empresario ha de soportar siempre las posibles pérdidas.

Pero es precisamente el afán de lucro en la actividad empresarial lo que da sentido y significado, guía y dirección, a la economía de mercado basada en la propiedad privada de los medios de producción. Eliminar el lucro es llevar la economía de mercado al caos.

Ya hemos hablado de la confiscación de los beneficios y de los efectos de tal medida. Ahora discutiremos la limitación de los beneficios a un porcentaje determinado de los costes. Si el empresario recibe más cuanto mayores sean sus costes, se da la vuelta al incentivo para producir de la forma más barata posible. Toda reducción de los costes de producción disminuye sus ingresos; cada incremento de los costes de producción significa mayores ingresos para él. No hay que presuponer en este caso una intención siniestra por parte del empresario. Sólo debemos entender lo que una reducción en los costes de producción significa para el empresario.

En general, el empresario puede reducir costes de dos formas diferentes: mediante prudentes compras de materias primas y productos intermedios, y adoptando métodos de producción más eficientes. Ambas suponen un alto grado de riesgo, además de requerir inteligencia y previsión. Como cualquier otra acción del empresario, decidir si ha llegado el momento más oportuno para comprar, o si es mejor esperar más, implica especular sobre un futuro incierto. Un empresario que ha de soportar la totalidad de las pérdidas, pero que sólo participa de una parte de las ganancias, siendo esa parte mayor cuanto más elevados sean los gastos, se encuentra en una posición distinta de la del empresario al que se le abonan o se le caigan la totalidad de los beneficios o de las pérdidas. Su actitud ante los riesgos del mercado queda radicalmente alterada. Tenderá, en consecuencia, a comprar a precios más altos que el empresario de una economía libre. Lo mismo puede decirse en cuanto a las mejoras en los métodos de producción. Siempre implican riesgo; son necesarias inversiones adicionales de cuya rentabilidad futura no se tiene certeza. ¿Por qué iba un empresario a incurrir en riesgos si, en caso de que tenga éxito, se le penaliza con una reducción de sus ingresos?