Inflacionismo es aquella política que persigue elevar los precios y los salarios monetarios o contrarrestar la amenaza de un descenso de los precios como consecuencia de un incremento en la oferta de bienes de consumo.
Para entender el significado económico del inflacionismo tenemos que hacer referencia a una ley fundamental de la teoría monetaria. Esta ley dice lo siguiente: El servicio que el dinero presta a la comunidad económica es independiente de la cantidad. No importa si la cantidad absoluta de dinero en una economía cerrada es grande o pequeña. A la larga, el poder adquisitivo de la unidad monetaria se establecerá por sí solo en el punto en que la demanda de dinero sea igual a la cantidad. La circunstancia de que a todo individuo le gustaría tener más dinero no debe engañamos. Todo el mundo quiere ser más rico, tener más bienes, y este deseo se expresa diciendo que se quiere más dinero. Pero si recibiéramos una suma adicional, la gastaríamos incrementando nuestro consumo o nuestras inversiones; a la larga, no incrementaríamos en absoluto nuestros saldos de efectivo, o bien no los incrementaríamos significativamente en relación con nuestras mayores disponibilidades de bienes y servicios. Es más, la satisfacción que se deriva de la recepción de dinero adicional dependerá de si se recibe una parte mayor que la de los demás, y de si se recibe antes. Un habitante de Berlín, que en 1914 hubiera exultado con la perspectiva de recibir una herencia inesperada de 1000 marcos, en el otoño de 1923 no se habría inmutado por una suma de 1 000 000 000 de marcos.
Si dejamos a un lado la función del dinero como patrón de pagos aplazados, esto es, el hecho de que hay derechos y obligaciones expresadas en cantidades fijas de dinero con vencimiento en el futuro, es fácil darse cuenta de que en una economía cerrada no importa si la cantidad total de dinero es x millones de unidades monetarias o 100x millones. En el segundo caso, los precios y los salarios se expresarán simplemente en cantidades mayores de esa unidad monetaria.
Lo que los defensores de la inflación desean y a lo que los partidarios del dinero sano se oponen no es el resultado final de la inflación, es decir, el incremento de la cantidad de dinero por sí mismo, sino más bien los efectos del proceso por el que el dinero adicional entra en el sistema económico y hace variar gradualmente precios y salarios. Las consecuencias sociales de la inflación son dobles: (1) el significado de todos los pagos diferidos se ve alterado en beneficio de los deudores y en perjuicio de los acreedores; (2) los cambios en los precios no ocurren simultáneamente ni tampoco en la misma medida para cada bien o servicio concreto. Por lo tanto, mientras que la inflación no haya ejercido por completo sus efectos en precios y salarios, habrá grupos que ganen y grupos que pierdan. Los que ganan son quienes pueden vender los bienes y servicios que ofrecen a precios más altos, mientras que pagan a los precios antiguos los bienes y servicios que compran. Por el otro lado, los que pierden son quienes tienen que pagar precios más altos mientras que reciben precios bajos por sus propios productos y servicios. Si, por ejemplo, el gobierno incrementa la cantidad de dinero para pagar el gasto en armamento, los empresarios y los trabajadores de las industrias bélicas serán los primeros en obtener ganancias de la inflación. Los otros grupos sufrirán los incrementos de precios hasta que los precios de sus productos y servicios se eleven también. Es en este retraso en la variación de los precios de los distintos bienes y servicios en lo que se basa el efecto potenciador de las exportaciones e inhibidor de las importaciones generado por la reducción del poder adquisitivo de la moneda nacional.
Puesto que la naturaleza de los efectos que los inflacionistas buscan con la inflación es sólo temporal, nunca hay suficiente inflación desde su punto de vista. Una vez que la cantidad de dinero deja de incrementarse, los grupos que cosechaban ganancias durante la inflación pierden su posición privilegiada. Puede que conserven las ganancias adquiridas durante la inflación, pero ya no podrán obtener más. El incremento gradual de los precios de los bienes que con anterioridad eran más baratos comparativamente equilibra ahora su posición, porque en su calidad de vendedores ya no pueden esperar que los precios que ellos cobran suban más. En consecuencia, el clamor en pro de la inflación persistirá.
Pero, por otro lado, la inflación no puede continuar indefinidamente. Tan pronto como el público advierte que el gobierno no tiene la intención de parar la inflación, que la cantidad de dinero continuará creciendo sin que puedan preverse límites, y que, consecuentemente, los precios monetarios de todos los bienes y servicios continuarán su escalada sin posibilidad de detenerlos, todo el mundo se inclinará a comprar todo lo que pueda y reducirá al mínimo su tenencia de efectivo. Mantener efectivo en tales condiciones implica incurrir no sólo en la habitual pérdida de intereses, sino también en considerables pérdidas derivadas de la disminución del poder adquisitivo del dinero. Como las ventajas de mantener dinero en efectivo se adquieren con sacrificios tan grandes, todo el mundo restringe más y más sus saldos de efectivo. Durante las grandes inflaciones de la Primera Guerra Mundial, este proceso se denominó «una huida hacia los bienes» y como el crack-up boom. El sistema monetario se sitúa al borde del colapso; sobreviene el pánico, que acaba en una completa desvalorización del dinero. Se recurre al trueque o a un nuevo tipo de dinero. Algunos ejemplos de este proceso son los continentales en 1781, los asignados franceses en 1796, y el marco alemán en 1923.
Se emplean muchos argumentos falsos para defender el inflacionismo. El menos dañino es la afirmación de que una inflación moderada no hace demasiado daño. Es preciso admitirlo. Una pequeña dosis de veneno es menos perniciosa que una dosis grande. Pero no hay ninguna justificación para administrar el veneno en primera instancia.
Se dice que en ocasión de una gran emergencia puede justificarse el recurso a medidas que, en condiciones normales, no se contemplarían. Pero ¿quién decide si la emergencia es lo suficientemente grave como para requerir la aplicación de medidas peligrosas? Todo gobierno y todo partido político en el poder tiende a considerar las dificultades a que se enfrenta como especialmente extraordinarias, y a concluir que cualquier medio para combatirlas está justificado. El toxicómano, que dice que se abstendrá a partir de mañana, nunca vencerá la adicción. Debemos adoptar una política sana hoy, no mañana.
Con frecuencia se afirma que no es posible un proceso inflacionario mientras existan trabajadores desempleados y máquinas inactivas. También esto es un peligroso error. Si en el proceso inflacionario los salarios permanecen en principio inalterados, cayendo en consecuencia los salarios reales, se podrán emplear más trabajadores mientras estas condiciones prevalezcan. Pero ello no modifica los otros efectos de la inflación. El que las instalaciones ociosas reinicien la actividad depende de si los precios de los bienes que pueden producir están entre aquellos que experimentan primero el alza en sus precios debida a la inflación. Si no es este el caso, la inflación no conseguirá hacerlas funcionar de nuevo.
Aún más grave es el error inherente a la tesis de que no podemos hablar de inflación cuando el incremento de la cantidad de dinero se corresponde con un incremento en la producción de bienes de capital o de medios productivos. En lo que concierne a las variaciones en precios y salarios derivadas de la inflación, es irrelevante en qué se vaya a gastar el dinero adicional. No importa de qué manera se obtengan los medios para gastar, los intereses de una comunidad y de sus ciudadanos quedarán mejor satisfechos en todo caso si se pavimentan las calles y se construyen casas o fábricas, en lugar de destruirlas. Pero esto no tiene nada que ver con el problema de la inflación. Sus efectos en los precios y la producción se hacen sentir aun cuando la inflación se utilice para financiar proyectos útiles.
La inflación, la emisión de papel moneda adicional y la expansión crediticia son siempre intencionadas; no son nunca actos de la Providencia que golpean a la gente, como un terremoto. No importa lo grande o lo urgente que pueda ser una necesidad, esta sólo se puede satisfacer con los bienes existentes, con bienes producidos restringiendo el consumo de otros bienes. La inflación no produce bienes adicionales, sólo determina cuánto debe sacrificar cada ciudadano individual. Como los impuestos o la deuda pública, es un medio de financiación, no de satisfacción de demandas.
Se afirma que la inflación es inevitable en tiempo de guerra. También esto es un error. Un incremento en la cantidad de dinero no crea los pertrechos de guerra —ya sea directa o indirectamente—. Más bien deberíamos decir, en el caso de que un gobierno no se atreva a revelar al público la factura de los gastos de guerra ni tampoco se atreva a imponer en el consumo restricciones que no pueden evitarse, preferirá la inflación a los otros dos medios de financiación: impuestos y deuda pública. En cualquier caso, la gente ha de pagar el armamento y la guerra restringiendo otros consumos. Pero es políticamente conveniente —aunque fundamentalmente antidemocrático— decirle a la gente que el incremento del gasto en guerra y armamentos crea las condiciones para un auge e incrementa la riqueza. En cualquier situación, el inflacionismo es una política corta de miras.
Muchos grupos dan la bienvenida a la inflación porque perjudica al acreedor y beneficia al deudor. Se tiene por una medida en favor de los pobres y en contra de los ricos. Es sorprendente hasta qué punto los conceptos tradicionales perviven aun cuando las condiciones han cambiado completamente. Antiguamente, los ricos eran los acreedores, y los pobres, en su mayoría eran los deudores. Pero en la época de los bonos, las obligaciones, las cajas de ahorros, los seguros y la seguridad social, las cosas son diferentes. Los ricos han invertido su riqueza en fábricas, almacenes, casas, fincas e inventarios, y en consecuencia son más deudores que acreedores. Por otro lado, los pobres —a excepción de los agricultores— son con más frecuencia acreedores que deudores. Una política en contra del acreedor perjudica los ahorros de las masas. En particular, va contra las clases medias, los profesionales, las fundaciones y las universidades. Todo beneficiario de la seguridad social cae víctima también de la política contraria a los acreedores.
No es necesario examinar específicamente la contrapartida del inflacionismo, esto es, el deflacionismo. La deflación es impopular precisamente porque favorece los intereses de los acreedores a expensas de los deudores. Ningún partido político ni ningún gobierno ha puesto nunca en práctica de forma consciente un proceso deflacionario. La impopularidad de la deflación se pone de manifiesto por el hecho de que los inflacionistas hablan constantemente de los males de la deflación, con el objeto de dar a sus peticiones de inflación y expansión del crédito una apariencia de justificación.
Un factor fundamental de la conducta humana es que la gente valora los bienes presentes más que los bienes futuros. Una manzana disponible para el consumo inmediato se valora más que otra disponible dentro de un año. Una manzana disponible en un año, en cambio, se valora más que la manzana disponible dentro de cinco. Esta diferencia en la valoración aparece en la economía de mercado con la figura del descuento, que afecta a los bienes futuros comparados con los presentes. En las transacciones de dinero, este descuento se llama interés.
El interés, por lo tanto, no puede ser abolido. Para deshacernos del interés tendríamos que impedir a la gente que valorase una casa habitable hoy más que otra que no podrá usarse hasta dentro de diez años. El interés no es algo específico del sistema capitalista solamente. En una comunidad socialista también habrá que considerar el hecho de que una hogaza de pan que no estará disponible para el consumo hasta dentro de un año no satisface el hambre del presente.
El interés no tiene su origen en la coincidencia de la oferta y la demanda de préstamos de dinero en el mercado de capitales. Más bien, la función del mercado de préstamos, que en el lenguaje de los negocios se denomina mercado monetario (para el crédito a corto plazo) y mercado de capitales (para el crédito a largo plazo), es ajustar los tipos de interés de los préstamos en dinero a la diferencia de valoración entre los bienes presentes y los bienes futuros. Esta diferencia de valoración es la verdadera fuente del interés. Un incremento de la cantidad de dinero, no importa cuál sea su volumen, no puede a la larga influir en el tipo de interés.
Ninguna otra ley económica es más impopular que esta: que los tipos de interés son, a largo plazo, independientes de la cantidad de dinero. La opinión pública se resiste a ver en el interés un fenómeno de mercado. Se cree que el interés es un mal, un obstáculo al bienestar humano y, por lo tanto, se demanda su eliminación o, al menos, que se reduzca considerablemente. Y se considera que la expansión del crédito es el medio adecuado para procurar «dinero fácil».
No hay duda de que la expansión del crédito conduce a una reducción a corto plazo del tipo de interés. Al principio, la oferta adicional de crédito fuerza al tipo de interés para préstamos de dinero por debajo del punto en el que se hubiera situado en un mercado no manipulado. Pero está igualmente claro que ni siquiera la expansión del crédito más grande puede cambiar la diferencia de valoración entre bienes presentes y bienes futuros. El tipo de interés debe retornar en última instancia al punto que se corresponda con esa diferencia de valoración. La descripción de este proceso de ajuste es el cometido de la rama de la economía conocida como teoría del ciclo económico.
Para cada constelación de precios, salarios y tipos de interés* existen proyectos que no se llevarán a cabo porque el cálculo de su rentabilidad muestra que no tienen posibilidades de éxito. El empresario no se atreve a emprenderlos porque sus cálculos le convencen de que no ganará, sino que perderá con ellos.
La falta de atractivo de esos proyectos no es una consecuencia de las condiciones del dinero o el crédito; se debe a la escasez de bienes económicos y de fuerza laboral que deben ser dedicados a usos más urgentes y, por lo tanto, más atractivos.
Cuando el tipo de interés es reducido artificialmente por la expansión del crédito se crea la falsa impresión de que empresas consideradas previamente no rentables, pasan a serlo. El «dinero fácil» impulsa a los empresarios a embarcarse en negocios que no hubieran emprendido a tipos de interés más altos. Con el dinero prestado por los bancos, entran en el mercado con una demanda adicional y provocan un alza de los salarios y de los precios de los medios de producción. Por supuesto, este auge quedaría frenado en seco en ausencia de nuevas expansiones del crédito, porque las subidas de precios harían que esas nuevas empresas volvieran a ser no rentables. Pero si los bancos continúan con la expansión crediticia ya no hay freno. El auge continúa.
Pero el auge no puede durar indefinidamente. Hay dos alternativas. Los bancos pueden continuar expandiendo el crédito sin restricciones, provocando una constante escalada de precios y una creciente orgía de especulación, la cual, como en todos los demás casos de inflación irrestricta, acaba en un crack-up boom y en un colapso del sistema monetario y crediticio[223]. O los bancos paran antes de que se alcance este punto, renunciando voluntariamente a expandir más el crédito y desencadenando así la crisis. En ambos casos, lo que se sigue es la depresión.
Es obvio que un mero proceso bancario como es la expansión del crédito no puede crear más bienes ni más riqueza. Lo que la expansión crediticia consigue realmente es introducir una fuente de error en los cálculos de los empresarios, que les induce a evaluar erróneamente los negocios y los proyectos de inversión. Los empresarios actúan como si existieran más bienes de capital de los que hay realmente disponibles. Planifican la expansión de la producción a una escala para la que la cantidad de bienes de capital disponibles es insuficiente. Tales planes están abocados al fracaso a causa de esta insuficiencia. El resultado es que habrá fábricas que no podrán funcionar por falta de factores de producción complementarios; otras no podrán ser terminadas; y algunas no podrán vender sus productos, porque los consumidores desean más intensamente otros bienes que no podrán fabricarse en cantidad suficiente, ya que los factores productivos necesarios no están disponibles. El auge no es un exceso de inversión, sino una inversión mal orientada.
Se suele replicar que esta conclusión sólo es válida si al principio de la expansión crediticia no existen ni capacidad ociosa ni desempleo. Si existieran, las cosas serían diferentes, según se dice. Pero esto no afecta al argumento.
El hecho de que una parte de la capacidad productiva que no puede ser transferida a otros usos no se esté utilizando es una consecuencia de los errores del pasado. En el pasado se hicieron inversiones bajo hipótesis que resultaron ser incorrectas; el mercado demanda ahora algo distinto de lo que puede producirse con esas instalaciones[224].
La acumulación de inventarios es especulación. El propietario no desea vender los bienes al precio de mercado actual, porque espera obtener un precio mayor en el futuro. El desempleo laboral es también una manifestación de la especulación. El trabajador no desea cambiar de localidad o de ocupación, ni tampoco quiere reducir sus demandas salariales, porque espera encontrar el puesto de trabajo que él prefiere, en el lugar que él desea y con un salario mayor. Tanto los propietarios de mercancías como los desempleados se niegan a ajustarse a las condiciones del mercado, porque esperan nuevos acontecimientos que cambien las condiciones del mercado en su beneficio. Como, por ello, no realizan los ajustes necesarios, el sistema económico no puede alcanzar el «equilibrio».
En opinión de los defensores de la expansión crediticia, para emplear la capacidad productiva ociosa, para vender los inventarios a precios aceptables para los propietarios y para hacer posible que los parados encuentren empleos con salarios satisfactorios, sólo se necesita el crédito adicional que esa expansión proveería. Esta es la visión que subyace a todos los planes para pump priming. Y sería correcta tanto para los inventarios de bienes como para los desempleados si se dan dos condiciones: (1) si los incrementos de precios provocados por la cantidad de dinero y crédito adicional afectan uniforme y simultáneamente a todos los demás precios y salarios, y (2) si los propietarios de inventarios excesivos y los desempleados no incrementaran sus precios ni sus demandas salariales. Esto conseguiría que las tasas de intercambio entre estos bienes y servicios y el resto de bienes y servicios variaran en el mismo sentido en que hubieran cambiado en ausencia de expansión crediticia, reduciendo los precios y los salarios para poder encontrar compradores y vendedores.
La trayectoria del auge no es diferente porque en sus comienzos exista capacidad productiva ociosa, inventarios no vendidos o trabajadores desempleados. Supongamos, por ejemplo, que hablamos de minas, existencias y mineros del cobre. El precio del cobre se encuentra en un punto en el que ciertas minas no pueden continuar produciendo de forma rentable; sus trabajadores deben permanecer desocupados si no quieren cambiar de trabajo; y los propietarios de las existencias de cobre sólo podrán vender una parte de ellas si no desean aceptar un precio más bajo. Lo que se necesita para poner las minas inactivas y los mineros desempleados a producir de nuevo y para dar salida al cobre almacenado sin que baje su precio es un incremento (p) de los precios de los bienes de capital en general, que permitiría una expansión de la producción total, lo que a su vez vendría seguido de un incremento en el precio, las ventas y la producción de cobre. Si este incremento (p) no se materializa, pero los empresarios actúan como si se hubiera materializado inducidos por la expansión crediticia, los efectos en el mercado del cobre serán los mismos que si p realmente hubiera tenido lugar. Pero todo lo que se ha dicho antes sobre los efectos de la expansión del crédito se aplica a este caso también. La única diferencia es que la mala inversión, en lo que concierne al cobre, no precisa la retirada de trabajo y capital de otros sectores de la producción que, en las condiciones existentes, sean considerados más importantes por los consumidores. Aunque esto se debe solamente al hecho de que, en lo que se refiere al cobre, el auge provocado por la expansión del crédito tropieza con capitales y fuerza laboral mal asignados previamente, y que aún no han pasado por el proceso de ajuste normal del sistema de precios.
El verdadero significado del argumento de la capacidad ociosa, de los inventarios no vendidos —o, como se dice impropiamente, invendibles— y de la fuerza laboral desocupada, se nos revela ahora. El inicio de toda expansión crediticia se encuentra con esos residuos de antiguas asignaciones de capital erróneas, y aparentemente las «corrige». En realidad, no hace sino perturbar el funcionamiento del proceso de ajuste. Las existencias de medios de producción ociosos no invalida las conclusiones de la teoría monetaria del ciclo económico. Los partidarios de la expansión del crédito cometen un error cuando creen, contemplando los medios de producción ociosos, que la eliminación de todas las posibilidades de expansión del crédito perpetuaría la depresión. Las medidas que ellos proponen no asegurarían una prosperidad real, sino que interferirían constantemente en el proceso de reajuste y retomo a una coyuntura normal.
Es imposible explicar los cambios cíclicos de la economía con otro instrumental que no sea lo que habitualmente se conoce como teoría monetaria del ciclo económico. Incluso aquellos economistas que no reconocen en la teoría monetaria la explicación adecuada del ciclo económico nunca han intentado negar la validez de sus conclusiones acerca de los efectos de la expansión del crédito. Para defender sus teorías sobre el ciclo, que difieren de la teoría monetaria, no les queda más remedio que admitir que el auge no puede darse sin que al mismo tiempo se produzca una expansión crediticia, y que el final de esta marca también el punto de inversión del ciclo. Los adversarios de la teoría monetaria se refugian en el argumento de que la fase de auge en el ciclo no tiene como causa la expansión crediticia, sino otros factores, y que la expansión del crédito, sin la que sería imposible el auge, no se debe a una política orientada a la rebaja del tipo de interés y al fomento de la ejecución de proyectos de inversión adicionales, sino que, de alguna manera, la desencadena una coyuntura favorable al auge en la que no intervienen ni los bancos ni las autoridades.
Se ha afirmado que la expansión crediticia se desencadena porque los bancos, cuando sube el tipo de interés «natural», no elevan en concordancia los tipos a los que ellos prestan[225]. También este argumento pasa por alto el aspecto central de la teoría monetaria del ciclo. El que la expansión crediticia tenga su origen en la relajación por parte de los bancos de las condiciones del crédito, o en que no las endurezcan de acuerdo con la nueva situación del mercado, tiene una importancia secundaria. Sólo es decisivo el hecho de que existe expansión del crédito porque existen instituciones que creen su deber influir en los tipos de interés para conceder crédito adicional[226]. Quien crea que la expansión del crédito es un factor necesario en el movimiento que fuerza el auge de la economía, que necesariamente viene seguido de crisis y depresión, tendría que admitir que el medio más seguro para lograr un sistema económico libre de ciclos es impedir la expansión crediticia. Pero, aun a pesar de que, en general, existe acuerdo sobre las medidas a tomar para suavizar las oscilaciones del ciclo, no se presta atención a las medidas para impedir la expansión del crédito. Se confía a la política del ciclo económico la tarea de perpetuar el auge creado por la expansión crediticia y, además, de impedir la crisis. Las propuestas para prevenir la expansión del crédito son refutadas porque, supuestamente, perpetuarían la depresión. Ninguna prueba de que la teoría que explica el ciclo económico como resultado de las intervenciones en favor del dinero barato puede ser más convincente que la obstinada negativa a abandonar la expansión del crédito.
Habría que ignorar todos los hechos de la historia económica reciente si se quisiera negar que las medidas encaminadas a reducir los tipos de interés se reputan como deseables y que la expansión crediticia es considerada el medio más fiable para alcanzar ese objetivo. El hecho de que el suave funcionamiento de la economía y su progreso ininterrumpido se vean perturbados una y otra vez por los auges artificiales y las consiguientes depresiones, no es una característica necesaria de la economía de mercado. Es, más bien, la inevitable consecuencia de las reiteradas intervenciones cuyo propósito es abaratar el dinero mediante la expansión del crédito.
Los intentos del gobierno para forzar una valoración de la moneda nacional basada en el crédito o papel moneda mayor que su precio de mercado provoca los efectos que describe la Ley de Gresham. Da lugar a una situación que generalmente se califica como escasez de divisas; una expresión desorientadora. Cualquiera que ofrezca menos que el precio de mercado, sea cual sea el producto, no podrá comprarlo; y esto se cumple tanto para las divisas como para todos los demás bienes.
Una característica esencial de los bienes económicos es que no son tan abundantes como para satisfacer todos los usos. Un bien del que, en este sentido, no hubiera escasez sería un bien libre. Puesto que el dinero es necesariamente un bien económico, no un bien libre, un dinero que no sea escaso es algo inconcebible. Los gobiernos que adoptan una política inflacionista pero al mismo tiempo afirman que no han disminuido el poder adquisitivo de la moneda nacional están pensando en otra cosa cuando se quejan de la escasez de divisas. Si el gobierno se abstuviera de actuar una vez que ha incrementado la cantidad de moneda nacional recurriendo a la inflación, el valor de esa moneda caería en relación con la moneda metálica y con las divisas extranjeras, y su poder adquisitivo disminuiría. Sin embargo, no habría «escasez» de moneda metálica ni de divisas. Los que estuvieran dispuestos a pagar el precio de mercado obtendrían por su dinero cualquier cantidad que desearan de moneda metálica o de divisas. Quienes compran bienes han de pagar el precio que se deriva del tipo de cambio de mercado; y tendrán que pagarlo en moneda metálica (o divisas) o bien pagarlo con la cantidad de dinero nacional que determine el tipo de cambio exterior del mercado.
Pero el gobierno no desea aceptar estas consecuencias. Como es soberano, se cree omnipotente. Puede promulgar leyes penales; tiene los tribunales y la policía, patíbulos y cárceles están a su disposición, luego puede eliminar a quien quiera rebelarse. Por consiguiente, prohíbe que los precios suban. Por un lado, el gobierno imprime dinero adicional, lo lleva al mercado y crea así una demanda adicional de bienes. Por el otro lado, ordena que los precios no suban, ya que piensa que puede hacer cualquier cosa que desee.
Ya hemos hablado de los intentos por fijar los precios de los bienes y servicios. Ahora tenemos que examinar los intentos por fijar los tipos de cambio exterior.
El gobierno culpa del deterioro del cambio exterior al déficit de la balanza de pagos y a la especulación. Reacio a abandonar la fijación de los tipos de cambio, toma medidas para reducir la demanda de divisas. Sólo las podrán comprar quienes las necesiten para un propósito determinado que el gobierno autorice. Cesarán las importaciones de bienes que el gobierno considere superfluos; se suspenderá el pago de amortizaciones e intereses a los acreedores extranjeros; no se podrá viajar al extranjero. El gobierno no se da cuenta de que sus esfuerzos para «mejorar» el saldo de la balanza de pagos son vanos. Si se importa menos, también se exportará menos. Los ciudadanos que, así, gasten menos en viajes al extranjero, en productos importados o en el reembolso de préstamos extranjeros no emplearán ese dinero no gastado en incrementar sus saldos líquidos; lo gastarán en el país, incrementando así los precios en el mercado nacional. Como los precios suben al comprar los ciudadanos más en su país, se podrá exportar menos. Los precios suben, no sólo porque las importaciones se han vuelto más caras en moneda nacional; suben porque la cantidad de dinero se ha incrementado y porque los ciudadanos han incrementado su demanda de productos nacionales.
El gobierno cree que puede lograr su propósito nacionalizando el cambio de divisas. Quienes reciban moneda extranjera —procedente de exportaciones, por ejemplo— deberán, por ley, entregarla al gobierno, recibiendo a cambio sólo la cantidad en moneda nacional que corresponda al tipo de cambio por debajo del de mercado fijado por el gobierno. Si este principio se hiciera cumplir sistemáticamente, las exportaciones cesarían por completo. Como el gobierno no desea este resultado, finalmente tiene que ceder. Otorga subsidios a la exportación para compensar las pérdidas que los exportadores sufren al ser obligados a entregar al gobierno, al tipo fijado por este, las divisas que reciben.
Por otro lado, el gobierno vende divisas a aquellos que las empleen para propósitos que gocen de la aprobación del gobierno. Si el gobierno se mantuviera en esta ficción y exigiera sólo el precio oficial para esas divisas, estaría subvencionando a los importadores (no el comercio de exportación en sí). Como esta no es la intención del gobierno, la compensación viene, por ejemplo, con una elevación proporcional de los impuestos a la importación o gravando con impuestos especiales los beneficios y las transacciones de los importadores.
Un control de cambios implica la nacionalización del comercio exterior y de todos los negocios con el extranjero; pero no altera los tipos de cambio. Que el gobierno suprima o no la publicación de los tipos de cambio que verdaderamente reflejan las condiciones del mercado es indiferente. En el comercio exterior, los únicos tipos de cambio significativos son los que reflejan el poder adquisitivo de la moneda nacional.
Los efectos de esa nacionalización de todas las relaciones económicas con el exterior en la vida de los ciudadanos son tanto más intensos cuanto menor es el país y más estrechas sean sus relaciones económicas internacionales. Los viajes al exterior, los estudios en universidades extranjeras y la lectura de libros y periódicos publicados más allá de las fronteras sólo son posibles si el gobierno facilita las divisas necesarias a los particulares. Como medio para reducir el precio de las divisas extranjeras, el control de cambios es un completo fracaso. Pero es un eficaz instrumento para las dictaduras.
Se dice que el control de cambios es necesario para evitar las fugas de capitales. Si un capitalista teme que el gobierno confisque completa o parcialmente sus propiedades, procurará salvar lo que pueda. Sin embargo, es imposible retirar capital de las empresas y transferirlo a otro país sin soportar grandes pérdidas. Si existe un temor generalizado a una confiscación gubernamental, el precio de las empresas o negocios en funcionamiento desciende hasta el nivel que refleja la probabilidad de tal confiscación. En octubre de 1917, las empresas en Rusia, que representaban inversiones de millones de rublos-oro, se vendían por el equivalente a unos pocos céntimos; más tarde eran completamente invendibles.
El término «fuga de capitales» es desorientador. El capital invertido en empresas, edificios y fincas no puede huir; sólo puede cambiar de manos. El Estado que va a confiscar no pierde nada con esa huida. El nuevo propietario pasará a ser la víctima de la confiscación, en lugar del propietario anterior.
Sólo el empresario que ha advertido el peligro de confiscación a tiempo puede evitar la amenaza de pérdida por otros medios distintos a la venta de su empresa. Puede abstenerse de renovar las partes del equipo que se van gastando o estropeando, y puede trasladar las sumas que de este modo ahorra a otros países. O puede también dejar en el extranjero los fondos producto de sus exportaciones. Si emplea el primer método, sus instalaciones dejarán de producir tarde o temprano o, al menos, dejarán de ser competitivas. Si escoge el segundo, tendrá que restringir o incluso detener su producción por falta de capital circulante, a menos que pueda pedir prestados fondos adicionales.
Con esta excepción, la fuga de capitales no pone en peligro el botín de un Estado que quiera confiscar, completa o parcialmente, las empresas localizadas en su territorio.
Los propietarios de dinero, pagarés, depósitos y otros derechos de cobro se encuentran en mejor posición que los propietarios de empresas o inmuebles. Sin embargo, no sólo les amenaza la confiscación; también la inflación puede privarles de parte de su propiedad. Pero son ellos los únicos que pueden comprar divisas y transferir su capital al extranjero, puesto que su propiedad consiste en dinero efectivo.
A los gobiernos no les gusta admitirlo. Creen que el deber de todo ciudadano es sufrir pacientemente las medidas confiscatorias; incluso en el caso de que —como sucede con la inflación— esas medidas no beneficien al Estado sino sólo a ciertos particulares. Una de las misiones asignadas al control de cambios es evitar la fuga de capitales.
Tomemos un ejemplo histórico. Durante los primeros años que siguieron al armisticio de 1918, era posible vender en el extranjero billetes de banco alemanes, austriacos y húngaros, así como también bonos y otros títulos de crédito pagaderos en las monedas de estos países. Sus gobiernos impidieron tales ventas, tanto de forma directa como indirecta, obligando a sus súbditos a entregarles las divisas obtenidas en la transacción. ¿Se enriquecieron con esta intervención las economías alemana, austriaca o húngara, o se empobrecieron? Supongamos que en 1920 los austriacos podían vender a los extranjeros bonos hipotecarios a un precio de 10 dólares por cada 1000 coronas de nominal. De este modo, el acreedor austriaco hubiera salvado alrededor del 5 por ciento del valor nominal de sus derechos de cobro. Esto no hubiera afectado en absoluto al deudor austriaco. Sin embargo, cuando este hubiera tenido que reembolsar su deuda nominal de 1000 coronas, que en 1914 se valoraba en unos 200 dólares, esas 1000 coronas reembolsadas en 1922 habrían tenido un equivalente de unos 1,4 centavos. La pérdida de aproximadamente 9,98 dólares la hubiera sufrido el tenedor extranjero, no el austriaco. ¿Puede decirse, entonces, que una política que impida tales transacciones está justificada desde el punto de vista de los intereses austriacos?
Quienes disponen de saldos líquidos intentan, en la medida de lo posible, evitar los peligros de la devaluación hoy presentes en todos los países. Mantienen elevados saldos bancarios en aquellos países donde exista la menor probabilidad de devaluación en el futuro inmediato. Si cambian las condiciones y temen por sus fondos, transfieren esos saldos a otros países que, por el momento, parezcan ofrecer mayor seguridad. Esos saldos, que siempre están preparados para la huida —el llamado «dinero caliente»— han tenido una notable influencia en los datos y en el funcionamiento del mercado monetario internacional. Suponen un serio problema para la operativa del sistema bancario moderno.
Durante los últimos cien años, todos los países han adoptado el sistema de reserva centralizada. Para facilitar al banco central la puesta en práctica de una política de expansión interna del crédito, se persuadió a los demás bancos del sistema para que depositaran el grueso de sus reservas en el banco central. Los bancos redujeron entonces sus reservas metálicas a la cantidad necesaria para la actividad diaria normal. Ya no consideraron necesario casar los vencimientos de sus cobros y de sus pagos, de tal forma que fueran capaces de cumplir completamente sus obligaciones con puntualidad y en todo momento. Para atender los reintegros que diariamente les presentaban al cobro sus depositantes, consideraban que era suficiente poseer activos que el banco central juzgara como una base satisfactoria para otorgar créditos.
Cuando comenzó la afluencia de «dinero caliente», los bancos no vieron ningún peligro en el incremento de los depósitos a corto plazo. Confiando en el banco central, aceptaron los depósitos y los emplearon como base para conceder préstamos. No advirtieron el peligro que estaban concitando. En ningún momento pensaron en los medios que algún día iban a necesitar para reintegrar esos depósitos que, claramente, siempre están prestos para la mudanza.
Se aduce que la existencia de tal «dinero caliente» exige un control de cambios. Consideremos la situación de Estados Unidos. Como hasta el 5 de junio de 1933, los Estados Unidos no habían prohibido la posesión de oro a los particulares, los bancos podrían haber gestionado un negocio de depósitos de oro como una rama especial de su actividad, separada del resto de sus operaciones. Hubieran comprado oro para esta rama de actividad conservándolo en su poder o bien lo habrían depositado en los bancos de la Reserva Federal exclusivamente para su custodia. De este modo el oro hubiera sido esterilizado en lo que concierne a la moneda y sistema bancario norteamericano. El que haya surgido un problema de «dinero caliente» sólo se debe a que el gobierno ha intervenido, prohibiendo a los particulares[227] la posesión de oro. El hecho de que un efecto no deseado provocado por una intervención haga necesarias otras intervenciones no justifica el intervencionismo.
Por supuesto, toda esta cuestión ya no tiene importancia. Los capitales en fuga ya han alcanzado su último puerto, América. No existe ningún otro lugar seguro al que puedan huir si este refugio también falla.