Los controles de precios tienen como objetivo fijar precios, salarios y tipos de interés a niveles diferentes de los que prevalecerían en un mercado no intervenido. Las autoridades, o los grupos expresa o tácitamente autorizados por estas con poder para controlar precios, fijan máximos o mínimos. Y para hacer cumplir lo decretado, se emplea la fuerza policial.
El objetivo que subyace a esta interferencia en la estructura de precios del mercado es privilegiar al vendedor (en el caso de precios mínimos) o privilegiar al comprador (en el caso de precios máximos). El precio mínimo hace posible que el vendedor obtenga mejores precios por los bienes que ofrece; el precio máximo permite al comprador adquirir los bienes que desea a un precio menor. Dependerá de las condiciones políticas que el grupo favorecido por las autoridades sea uno u otro. A veces se establecen precios máximos, a veces mínimos; unas veces salarios máximos, otras mínimos. Sólo en los tipos de interés se han fijado únicamente máximos, nunca mínimos. Así lo han exigido siempre las conveniencias políticas.
La ciencia económica se desarrolló a partir de las controversias sobre las regulaciones de precios, salarios y tipos de interés impuestas por los gobiernos. Durante cientos e incluso miles de años, las autoridades han intentado influir sobre los precios recurriendo a sus aparatos de poder. Han impuesto las penas más severas a aquellos que se negaron a obedecer sus órdenes. Las vidas perdidas en esta lucha son innumerables. En ningún otro campo la policía ha empleado su poder con tanto afán, y en ningún otro caso el espíritu vindicativo de las autoridades ha encontrado un respaldo tan entusiasta por parte de las masas. Y sin embargo, todos estos intentos fracasaron en sus objetivos. La explicación que de estos fracasos ha facilitado la literatura filosófica, teológica, política o historiográfica refleja precisamente la opinión de las autoridades y las masas. Se afirmaba que los seres humanos son egoístas y malos por naturaleza, y que las autoridades habían sido demasiado débiles y excesivamente reacias a emplear la fuerza; lo que hacía falta eran gobernantes duros y sin miramientos.
El descubrimiento de la verdad tiene su origen en la observación de los efectos de esas medidas en un campo de aplicación muy concreto. Entre las medidas de control de precios, tienen especial importancia los intentos de las autoridades de imponer a las monedas adulteradas el mismo valor que a las monedas con pleno contenido metálico, y el mantenimiento de un tipo de cambio fijo entre el oro y la plata, después entre el oro y el papel moneda depreciado. Las razones del fracaso de todos estos intentos se descubrieron enseguida, y fueron formuladas en la ley que toma el nombre de Sir Thomas Gresham. Desde este temprano comienzo aún había un largo camino hasta el gran descubrimiento de los filósofos ingleses y escoceses del siglo XVIII de que el mercado sigue ciertas leyes que vinculan en una relación necesaria a todos los fenómenos que en él se dan.
El descubrimiento de las inevitables leyes del mercado y del intercambio fue uno de los más grandes logros de la mente humana. Puso los cimientos para el desarrollo de la sociología liberal e hizo nacer el liberalismo, que trajo con él nuestra cultura y economía modernas. Desbrozó el terreno para los grandes avances tecnológicos de nuestra era. Y fue, al mismo tiempo, el punto de partida de una ciencia sistemática de la acción humana, es decir, de la economía.
Las mentes primitivas distinguían entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto en el actuar del hombre. Creían que la conducta humana podía evaluarse y juzgarse con los patrones establecidos de una ley moral heterónoma. Pensaban que la acción humana es libre en el sentido de no estar sujeta a las leyes inherentes de la conducta humana. Argumentaban que el hombre debería actuar de acuerdo con la moral; si actuaba de forma distinta, Dios le castigaría en el más allá, si no en esta vida; las acciones del hombre no tienen otras consecuencias.
Luego no hay límites, en principio, a lo que la autoridad puede hacer mientras que no entre en conflicto con una instancia más poderosa. La autoridad soberana es libre para ejercer el poder siempre y cuando no traspase las fronteras del territorio bajo su soberanía; puede llevar a término todo lo que desee. Existen leyes físicas que no puede cambiar; pero en la esfera social no existen límites a lo que puede realizar.
La ciencia de la Economía Política dio su primer paso con el descubrimiento de que existe otro límite a la soberanía de los que ocupan el poder. El economista mira más allá del Estado y de su aparato de poder y descubre que la sociedad humana es el resultado de la cooperación. Descubre que en el ámbito de la cooperación social actúan leyes que el Estado no puede modificar. Advierte que el proceso de mercado, resultado de esas leyes, determina los precios y proporciona el fundamento de la cooperación humana. Los precios ya no son el resultado de la actitud arbitraria de los individuos basada en su sentido de la justicia, sino que se les identifica como el resultado necesario e inequívoco del juego de las fuerzas del mercado. Cada constelación de datos concreta produce una estructura de precios específica como inevitable corolario. No es posible variar esos precios —los precios «naturales»— sin haber modificado previamente los datos. Toda desviación del precio «natural» desencadena fuerzas que tienden a devolver al precio a su posición «natural».
Esta opinión se opone frontalmente a la creencia de que la autoridad puede alterar los precios a voluntad con sus órdenes, prohibiciones y castigos. Si los precios están determinados por la estructura de los datos, si son el elemento del proceso que hace efectiva la cooperación social y al que se subordinan las actividades de todos los individuos para satisfacer las necesidades de todos los miembros de la comunidad, entonces una modificación arbitraria de los precios —esto es, una modificación independiente de los cambios en los datos— ha de crear necesariamente perturbaciones en la cooperación social. Es verdad que un gobierno fuerte y decidido puede imponer decretos sobre precios y puede tomarse cruel venganza sobre quienes no los obedezcan. Pero no conseguirá el objetivo que persigue a través de esos decretos. Su intervención no es más que uno de los datos del proceso, la cual produce ciertos resultados de acuerdo con las ineludibles leyes del mercado. Es extremadamente improbable que al gobierno le agraden esos resultados; y es extremadamente improbable que cuando esos resultados aparezcan, el gobierno no los juzgue menos deseables incluso que las condiciones iniciales que pretendía modificar. En ningún caso tales medidas consiguen lo que la autoridad se propone. Las intervenciones en los precios son, pues, desde el punto de vista de la autoridad que las pone en práctica, no sólo ineficaces e inútiles, sino también contrarias al objetivo inicial, dañinas y, por consiguiente, ilógicas.
Quien pretenda refutar la lógica de estas conclusiones está negando la posibilidad del análisis en materia económica. En tal caso, no existiría la ciencia económica y todo lo que se ha escrito sobre Economía no tendría sentido. Si las autoridades pueden fijar los precios sin dar lugar a una reacción en el mercado contraria a sus intenciones, entonces es inútil tratar de explicar los precios a partir de las fuerzas del mercado. La verdadera esencia de esta explicación reside en la hipótesis de que a cada configuración del mercado le corresponde una estructura de precios y que en el mercado operan fuerzas que tienden a restaurar esa estructura «natural» si se la perturba.
En su defensa de los controles de precios, los representantes de la Escuela Histórica de Economía Política, y en nuestros días los institucionalistas, razonan muy lógicamente desde su punto de vista porque no admiten la teoría económica. Para ellos, la Economía no es más que un conjunto de órdenes y medidas autoritarias. Es ilógico, sin embargo, el proceder de quienes estudian, por un lado, los problemas del mercado con los métodos del análisis teórico, y por otro, se niegan a admitir que los controles de precios producen inevitablemente resultados contrarios a los pretendidos.
La única alternativa son las leyes estatales o las leyes económicas. O los individuos pueden determinar arbitrariamente los precios en el mercado y, por lo tanto, la autoridad puede encauzar los precios en la dirección que desee; o bien los precios los determinan las fuerzas del mercado, conocidas habitualmente como oferta y demanda, y las intervenciones de la autoridad inciden en el mercado tan sólo como uno de tantos factores. No existe término medio entre estos dos puntos de vista.
Los controles de precios paralizan el funcionamiento del mercado. Destruyen el mercado. Privan a la economía de mercado de su fuerza motriz y provocan su colapso.
La estructura de precios del mercado se caracteriza por su tendencia a equilibrar la oferta y la demanda. Si la autoridad intenta fijar precios diferentes a los del mercado, la tendencia al equilibrio deja de prevalecer. En el caso de precios máximos, hay compradores potenciales que no pueden comprar, aun a pesar de que estén dispuestos a pagar el precio fijado por las autoridades, o incluso un precio mayor. O bien —en el caso de precios mínimos— hay vendedores potenciales que no encuentran compradores, aun estando dispuestos a vender al precio establecido por las autoridades, o incluso a precios menores. El precio ha dejado de ser el medio de seleccionar qué compradores y vendedores potenciales pueden comprar o vender y cuáles no. Ha entrado en funcionamiento un criterio de selección diferente. Puede consistir en que sólo aquellos que lleguen primero o quienes ocupen una posición privilegiada derivada de circunstancias especiales (contactos personales, por ejemplo) sean los únicos que finalmente puedan comprar y vender. Pero también puede suceder que sean las propias autoridades quienes se encarguen de regular la distribución. En cualquier caso, el mercado ya no es capaz de organizar la distribución de los bienes hacia el consumidor. Si se quiere evitar el caos, y si no se quiere dejar que el azar o la fuerza determinen el resultado de la distribución, la autoridad debe encargarse de la tarea empleando algún sistema de racionamiento.
Pero el mercado no sólo se ocupa de distribuir una cantidad dada de bienes listos para el consumo. Su principal tarea consiste en dirigir la producción. El mercado asigna los medios de producción a aquellos usos que cubran las necesidades más urgentes. Si se fijan precios máximos por debajo del precio de mercado ideal para ciertos bienes de consumo solamente, sin que al mismo tiempo se regulen también los precios de todos los bienes de producción complementarios, entonces aquellos bienes de producción que no sean completamente específicos se emplearán con mayor intensidad en la producción de otros bienes de consumo cuyo precio no esté controlado. De este modo, la producción se desviará de los bienes más urgentemente demandados por el consumidor hacia otros bienes que, desde el punto de vista del consumidor, son menos importantes, pero que, sin embargo, se hallan libres de regulaciones. Si la intención de las autoridades era facilitar el acceso a esos bienes urgentemente demandados tasándolos con precios máximos, entonces la medida es un fracaso. La producción de esos bienes se restringirá o cesará completamente. Tampoco tendría mucho efecto fijar los precios de los bienes complementarios, a no ser que todos los bienes complementarios tengan un uso tan específico que sólo puedan emplearse para producir los bienes de consumo con precio tasado. Puesto que el trabajo no posee esa característica, podemos omitirlo en nuestras consideraciones. Si la autoridad se resiste a aceptar el hecho de que el resultado de sus medidas para abaratar un bien es que la oferta de ese bien cesa completamente, entonces la autoridad no puede limitarse a intervenciones que afecten solamente a los precios de todos los bienes y servicios necesarios para su producción. Tiene que ir más lejos e impedir que el capital, el trabajo y la actividad empresarial abandonen esa línea de producción. Debe fijar los precios de todos los bienes y servicios, así como también los tipos de interés. Y debe impartir órdenes concretas especificando qué bienes deben producirse, de qué forma hay que hacerlo y a quién deben venderse.
Un control de precios aislado no consigue influir en el funcionamiento de la economía de mercado del modo que pretenden quienes lo adoptan; resulta —desde su punto de vista— no sólo inútil, sino también contraproducente, porque agrava el «mal» que querían aliviar. Antes de que el control de precios entrara en vigor, el precio del bien era, en opinión de la autoridad, demasiado caro; ahora ha desaparecido del mercado. Pero no era esta la intención de la autoridad, que tan sólo quería abaratar el bien para el consumidor. Antes al contrario, desde su punto de vista debemos considerar la falta del bien, su no disponibilidad, como un mal mayor; el objetivo de la autoridad era incrementar la oferta, no disminuirla. Por lo tanto, podemos decir que un control de precios aislado contradice su propio objetivo, y que un sistema de política económica que se base en tales medidas es vano y contraproducente.
Si para remediar los males creados por esa intervención aislada la autoridad no desea cancelar el control de precios, entonces debe acompañar este primer paso con medidas de mayor alcance. Es preciso añadir otras órdenes a la orden inicial de no cobrar precios más altos que los decretados —la orden de vender todo el inventario, instrucciones sobre a quién vender y en qué cantidad, controles de precios que comprendan bienes complementarios[220] y salarios, trabajo obligatorio, controlar el tipo de interés y, finalmente, órdenes de producir e instrucciones acerca de las posibilidades de inversión para los propietarios de medios de producción—. Estas regulaciones no pueden quedar restringidas a una rama o unas pocas ramas de la producción, deben cubrirla por completo. Tienen, necesariamente, que regular los precios de todos los artículos, los salarios, y la actividad de todos los empresarios, capitalistas, terratenientes y trabajadores. Pero esto significa que la dirección de toda la producción y la distribución queda en manos de las autoridades. La economía de mercado, intencionadamente o no, se ha transformado en una economía socialista.
Sólo existen dos situaciones en las que los controles de precios pueden emplearse eficazmente a pequeña escala:
1. El control de precios conduce a una restricción de la producción porque hace imposible para el productor marginal producir sin pérdidas. Los factores de producción no especializados se trasladan a otras ramas de la producción. Los factores de producción altamente especializados, que bajo precios de mercado se empleaban en la medida que permitían las oportunidades de usos alternativos de los factores complementarios no especializados, ahora se emplearán en menor escala; una parte de ellos no se empleará. Pero si la cantidad de factores altamente especializados es tan limitada que en un contexto de precios de mercado están completamente empleados, entonces existe cierto margen para que las autoridades puedan ordenar reducciones de precios. La fijación del precio no causa una restricción de la producción mientras no absorba por completo el total de renta de los productores marginales. Una intervención que no vaya más allá de este límite no disminuye la oferta. Pero al tiempo que se incrementa la demanda, provoca desajustes entre la oferta y la demanda que conducen a una situación caótica, a menos que las mismas autoridades se encarguen de la distribución de los productos entre los respectivos compradores.
Un ejemplo: la autoridad debe establecer alquileres máximos para apartamentos y para almacenes en zonas urbanas céntricas. Si la autoridad no llega tan lejos como para hacer más atractiva para los propietarios la utilización agrícola del suelo, esta acción no hará disminuir la oferta de apartamentos y almacenes[221]. Sin embargo, a los precios fijados por la autoridad, la demanda excederá a las disponibilidades. Cómo distribuyan las autoridades esas disponibilidades limitadas entre quienes estén dispuestos a pagar el alquiler tasado, es irrelevante. No importa cuál sea la distribución, el resultado será detraer una parte de los ingresos del propietario del suelo para dársela a los inquilinos. La autoridad ha tomado riqueza de unos individuos para dársela a otros.
2. La segunda situación en la que los controles de precios pueden emplearse con cierto grado de eficacia es en el caso de precios de monopolio. El control de precios puede tener éxito en este caso si no intenta rebajar los precios por debajo del nivel al que se situaría el precio competitivo en un mercado sin monopolios ni restricciones. En el caso de precios de monopolio establecidos por un cártel internacional de productores de mercurio, una autoridad mundial (o internacional) puede forzar con éxito controles de precios que hagan bajar el precio del mercurio por debajo del punto al que se vendería si compitieran varios productores. Por supuesto, lo mismo cabe decir en el caso de monopolios institucionales. Si una intervención de las autoridades ha creado las condiciones necesarias para que existan precios de monopolio, un nuevo decreto puede destruirlas de nuevo. Si mediante el reconocimiento de un derecho de patente un inventor estuviera en situación de fijar precios de monopolio, entonces la autoridad puede también retirar el privilegio previamente reconocido fijando un precio para el artículo patentado que sólo sería posible en un orden competitivo. Así, la tasación de precios era eficaz en tiempo de los gremios, cuyo objetivo eran los precios de monopolio. Luego puede también ser eficaz contra los cárteles, nacidos de los aranceles proteccionistas.
A las autoridades les gusta evaluar de modo optimista los efectos de sus actuaciones. Si la tasación de precios tiene el efecto de que bienes de inferior calidad van sustituyendo a los de mejor calidad, las autoridades están muy dispuestas a ignorar la diferencia de calidad e insisten en la ilusión de que sus intervenciones han tenido el efecto deseado. A veces, y de forma temporal, puede alcanzarse un pequeño éxito, aunque el precio a pagar es altísimo. Los productores de bienes afectados por la tasación de precios pueden optar por soportar las pérdidas durante cierto tiempo en lugar de afrontar nuevos riesgos; pueden temer, por ejemplo, que sus fábricas sean saqueadas por las masas soliviantadas y que el gobierno no pueda ofrecer una protección adecuada. En tales circunstancias, el control de precios puede conducir al consumo de capital y así, indirectamente, al deterioro en el abastecimiento de productos.
Si se excluyen las dos excepciones mencionadas, los controles de precios no son el instrumento adecuado para que las autoridades encaucen la economía de mercado dentro de los canales que ellas desean. El poder de las fuerzas del mercado demuestra ser superior al de las autoridades. Ellas tienen que enfrentarse a la alternativa de aceptar la ley del mercado tal como es, o intentar sustituir el mercado y la economía de mercado por un sistema sin mercado, esto es, por el socialismo.
De entre las políticas de fijación de precios, la estructura de salarios determinada por la actividad sindical es de la mayor importancia práctica. En algunos países los gobiernos directamente han establecido salarios mínimos. En otros países, los gobiernos intervienen en la fijación de salarios sólo de forma indirecta, dando su aquiescencia a la presión activa de los sindicatos y sus miembros sobre las empresas y sobre aquellos que no respetan sus órdenes en materia salarial y desean trabajar. Los salarios fijados de forma autoritaria provocan el desempleo permanente de una parte considerable de la fuerza laboral. De nuevo aquí, el gobierno interviene frecuentemente otorgando subsidios al desempleo.
Cuando hablemos de salarios nos referiremos siempre a salarios reales, no monetarios. Es obvio que a una variación en el poder adquisitivo de la unidad monetaria le sigue siempre, tarde o temprano, una variación en la tasa de salarios nominales.
Los economistas siempre han tenido muy presente que también los salarios son un fenómeno de mercado, y que en el mercado existen fuerzas que tienden a devolverlos al punto acorde con las condiciones allí existentes en el caso de que estos se alejen de la tasa de mercado. Si los salarios caen por debajo del nivel que el mercado prescribe, entonces la competencia entre empresarios que buscan trabajadores volverá a elevarlos. Si los salarios se elevan por encima del nivel de mercado, una parte de la demanda de servicios laborales desaparecerá y la presión de quienes han quedado desempleados hará que los salarios disminuyan de nuevo. Hasta Carlos Marx y los marxistas han sostenido siempre la imposibilidad de que los sindicatos eleven permanentemente los salarios de los trabajadores por encima del nivel establecido por las condiciones del mercado. Los defensores del sindicalismo nunca han contestado a este argumento. Se han limitado a condenar la Economía como «ciencia lúgubre».
Negar que unos salarios por encima del nivel que el mercado prescribe han de conducir necesariamente a la reducción del número de trabajadores empleados es lo mismo que afirmar que la cuantía de la oferta laboral no influye en los salarios. Unas pocas consideraciones probarán lo falaz de tales afirmaciones. ¿Por qué los tenores de ópera reciben una paga tan elevada? Porque la disponibilidad de tenores es muy pequeña. Si fuera tan grande como la de chóferes, sus ingresos, de acuerdo con la demanda, se hundirían inmediatamente al nivel del salario de los chóferes. ¿Qué hace un empresario si necesita trabajadores especialmente cualificados, de los que sólo hay un número limitado disponible? Eleva su oferta salarial para persuadir a esos trabajadores de que abandonen las empresas competidoras y así atraerse aquellos que él busca.
Mientras que sólo una parte de la fuerza laboral, sobre todo trabajadores cualificados, esté afiliada a un sindicato, la subida de salarios forzada por los sindicatos no provoca desempleo, sino que ocasiona un descenso de los salarios de la mano de obra no cualificada. Los trabajadores cualificados que pierden su trabajo como consecuencia de la política salarial de los sindicatos entran en el mercado de mano de obra no cualificada y, por lo tanto, incrementan la oferta. La consecuencia de unos salarios más altos para los trabajadores organizados es unos salarios más bajos para los trabajadores no organizados. Pero tan pronto como todos los trabajadores en todos los sectores de la economía se organizan, la situación cambia. Los trabajadores que pierden el empleo ya no pueden encontrar trabajo en otras industrias; permanecen desempleados.
Los sindicatos ratifican la validez de este punto de vista cuando intentan impedir la entrada de trabajadores en su sector productivo o en su país. Cuando los sindicatos rehúsan admitir nuevos miembros o hacen su admisión más difícil con elevadas cuotas iniciales, o cuando se oponen a la inmigración, ellos mismos demuestran su convicción de que si descendieran los salarios, un número mayor de trabajadores podría encontrar empleo.
También cuando recomiendan la expansión del crédito como medio de reducir el desempleo, los sindicatos admiten la exactitud de la teoría salarial de los economistas, a quienes en otros casos despachan con el calificativo de «ortodoxos». La expansión del crédito reduce el valor de la unidad monetaria y, en consecuencia, hace que suban los precios. Si los salarios monetarios permanecen estables o, al menos, no suben en la misma proporción que los precios de los bienes, esto implica una reducción de los salarios reales. Y la reducción de los salarios reales hace posible emplear a más trabajadores.
Finalmente, tenemos que considerar un tributo a la teoría «ortodoxa» sobre salarios el que los sindicatos se impongan a sí mismos restricciones en lo que se refiere a la fijación de los salarios. Los mismos métodos por los que los sindicatos fuerzan al empresario a pagar salarios un diez por ciento por encima de los que prevalecerían en una economía sin trabas harían posible unos salarios todavía mayores. ¿Por qué, entonces, no pedir incrementos del 50 o del 100 por cien? Los sindicatos se abstienen de tal política porque saben que un número aún mayor de sus miembros perderían el empleo.
Para el economista, los salarios son un fenómeno de mercado; su visión es que los salarios están determinados en todo momento por los datos corrientes acerca de la oferta en el mercado de medios físicos de producción y de servicios laborales, y por la demanda de bienes de consumo. Si los salarios se fijan, por intervención, a un nivel más alto que el que se deriva de las condiciones del mercado, una parte de la oferta de trabajo[222] no podrá ser empleada; el desempleo se incrementa. Es precisamente la misma situación que se da en el caso de las mercancías. Si los propietarios de esas mercancías demandan un precio por encima del de mercado, no podrán vender la totalidad de sus existencias.
Si, por el contrario, tal y como sostienen los defensores de la fijación de salarios por parte de los sindicatos o del gobierno, no es el mercado lo que determina en última instancia los salarios, surge la siguiente cuestión: ¿por qué no hacer que los salarios sea aún más altos? Que los trabajadores tengan ingresos lo más altos posible es, sin duda, algo deseable. ¿Qué es lo que detiene entonces a los sindicatos, si no es el temor a un desempleo más elevado?
Los sindicatos contestan diciendo que no persiguen salarios altos, sino salarios «justos». Pero ¿qué significa «justos» en este caso? Si incrementar los salarios mediante una intervención no provoca efectos que puedan lesionar los intereses de los trabajadores, entonces es una injusticia, ciertamente, no incrementarlos aún más. ¿Qué impide a los sindicatos y a los miembros del gobierno, a quienes les está confiado el arbitraje de los conflictos salariales, subir los salarios todavía más?
En algunos países se quería que los salarios quedaran fijados de tal forma que supusieran la confiscación de todos los ingresos de los empresarios y de los capitalistas, excepto los salarios por la actividad de gestión, para ser distribuidos entre los asalariados. Para lograrlo, se dictaron órdenes prohibiendo el despido de trabajadores sin una autorización especial del gobierno. A corto plazo, esta medida permitía eludir un incremento del desempleo. Pero provocaba otros efectos a largo plazo contrarios a los intereses de los trabajadores. Si empresarios y capitalistas no reciben beneficios e intereses, no pasarán hambre ni mendigarán, vivirán del capital acumulado. Sin embargo, el consumo de capital cambia la proporción entre capital y trabajo, disminuyendo así la productividad marginal del trabajo y conduciendo, en última instancia, a unos salarios menores. Va en el propio interés de los asalariados que nunca se consuma capital.
Debe señalarse que las anteriores afirmaciones se refieren a un campo tan sólo de la actividad sindical, es decir, a su política de fijación de salarios por encima de las tasas que hubieran prevalecido en un mercado no controlado. Las demás actividades que los sindicatos lleven o puedan llevar a cabo no hacen al caso.
El desempleo, como fenómeno permanente de considerable magnitud, se ha convertido en el principal problema de los países democráticos. Que millones de personas estén permanentemente excluidas del proceso productivo es una circunstancia que no puede tolerarse ni un solo instante. El parado quiere trabajar y ganar dinero porque considera que las posibilidades que le ofrece un salario son mayores que el dudoso valor de un ocio permanente en la pobreza. Se desespera porque es incapaz de encontrar trabajo. Es de entre los desempleados de donde los aventureros y los aspirantes a dictadores seleccionan sus tropas de asalto.
La opinión pública juzga la presión del desempleo como una prueba del fracaso de la economía de mercado. La gente cree que el capitalismo ha demostrado su incapacidad para resolver los problemas que plantea la cooperación social. El desempleo surge como la inevitable consecuencia de las antinomias, de las contradicciones de la economía capitalista. Pero la opinión pública no llega a advertir que la verdadera causa del desempleo masivo y prolongado hay que buscarla en la política salarial de los sindicatos y en el apoyo que a esa política otorga el gobierno. La voz del economista no llega al público.
El hombre corriente siempre ha creído que el progreso tecnológico privaba a la gente de su medio de vida. Por esta razón, los gremios perseguían a todos los inventores; por esta razón los artesanos destruían las máquinas. Hoy día los que se oponen al progreso tecnológico cuentan con el apoyo de hombres considerados comúnmente como científicos. En libros y artículos se afirma que el desempleo tecnológico es inevitable, al menos en el sistema capitalista. Para combatir el desempleo se recomienda reducir la jornada de trabajo; puesto que los salarios semanales permanecen estables o descienden en menor proporción, o incluso se incrementan, esto significa, en la mayoría de los casos, un incremento mayor de las tasas salariales y, por lo tanto, un mayor desempleo. Los proyectos de obras públicas también se recomiendan como medios para proporcionar empleo. Pero si los fondos necesarios se reúnen por medio de bonos del gobierno o a través de impuestos, la situación no cambia. Los fondos empleados en los proyectos de ayuda deben ser retirados de otros procesos productivos, el incremento de las oportunidades de empleo queda contrarrestado por un descenso de esas oportunidades en otros sectores de la economía.
En último lugar, se recurre también a la expansión crediticia y a la inflación. Pero con precios en ascenso y salarios reales en descenso, las demandas sindicales de salarios más altos se aceleran. Sin embargo, tenemos que señalar que las devaluaciones y medidas inflacionarias similares han tenido, en algunos casos, éxito en aliviar temporalmente los efectos de la política salarial de los sindicatos y en detener por un tiempo el crecimiento del desempleo.
En comparación con el ineficaz tratamiento que del problema del desempleo hacen los países tradicionalmente llamados democráticos, la política de las dictaduras parece extremadamente eficaz. El desempleo desaparece si se introduce el trabajo obligatorio, incorporando a los desempleados al ejército o a otras unidades militares, a campos de trabajo y servicios obligatorios similares. Los trabajadores en estos servicios tienen que conformarse con salarios que están muy por debajo de los de otros trabajadores. Gradualmente, se intenta perseguir una nivelación de los tipos de salario elevando los sueldos de los trabajadores de estos servicios y disminuyendo los del resto de los trabajadores. El éxito político de los países totalitarios se basa sobre todo en los resultados obtenidos en la lucha contra el paro.