Desgraciado el pueblo y siempre precaria su constitución, si su bienestar debe depender de las virtudes y de la conciencia de ministros y políticos.
BERNARD DE MANDEVILLE
La mayor parte de las normas destinadas […] a regular, dirigir o frenar el comercio han sido […] o errores políticos, o bien obra de hombres astutos en busca de su ventaja personal, con el pretexto del bien público.
GEORGE WHATLEY
La crítica a la economía planificada y al intervencionismo económico son dos de los principales temas de la reflexión teórica de Ludwig von Mises. Ambos temas fueron ya ampliamente desarrollados en Gemeinwirtschaft, la gran obra publicada en 1922 y en la que se formaron generaciones de jóvenes estudiosos[1].
Al problema del intervencionismo, sin embargo, le dedicó un tratamiento específico. La marea ascendente de las interferencias del Estado en la economía aconsejaba no abandonar el frente de la discusión crítica. Y así nació el volumen de 1929, Kritik des Interventionismus, subtitulado Untersuchungen zur Wirtschaftspolitik und Wirtschaftsideologie der Gegenwart (Estudios sobre la política económica y sobre la ideología económica de nuestro tiempo). Integran el volumen varios ensayos que Mises había empezado a publicar a partir de 1923 y un nuevo escrito sobre la economía controlada. El autor habría querido incluir también una crítica a las propuestas de estatización del sistema crediticio, utilizando un ensayo titulado «Verstaatlichung des Kredits?», que debía publicarse al mismo tiempo en la Zeitschrift für Nationalökonomie. Pero la redacción de la revista lo extravió y sólo apareció cuando el libro estaba ya listo para la imprenta[2]. El ensayo, no obstante, se incluyó en la edición (póstuma) de 1976 de Kritik des Interventionismus y en la posterior edición americana de 1977[3].
Esta obra constituye la primera parte del presente volumen. La segunda parte es un ensayo inédito hasta hace bien poco. Como es sabido, en agosto de 1940 Mises fue acogido, en calidad de exiliado político, en los Estados Unidos, donde obtuvo un puesto en el National Bureau of Economic Research. Aquí, con ayuda de Henry Bund y Thomas McManus, elaboró un manuscrito que permaneció inédito hasta que, recientemente, Bettina Bien Greaves lo encontró entre los papeles que le dejara Margit von Mises y que sólo ahora ve la luz en el presente volumen y en la edición realizada por la Foundation for Economic Education (USA) con el título Interventionism: An Economic Analysis.
Este hallazgo, sin embargo, no debe confundirse con la rica mina de documentos encontrados en Moscú, de la que también se ha hecho eco recientemente la prensa diaria[4]. En este caso se trata nada menos que de 38 cajas de documentos, incautados por los nazis en la casa vienesa de Mises y que posteriormente acabaron en poder de los soviéticos. Es un hallazgo sobre el que ya están trabajando varios estudiosos y que seguramente proporcionará nuevos datos sobre la vida de Mises y sobre su lucha contra el comunismo y el nazismo[5].
En la introducción a una nueva edición de An Essay on the History of Civil Society de Adam Ferguson, escribe Duncan Forbes[6] que la «destrucción» del «mito del Legislador» fue tal vez «el coup más original y audaz de la ciencia social del Iluminismo escocés».
La pregunta surge espontánea: ¿Cómo fue que los moralistas escoceses pudieron destruir el mito del Legislador? Ello se produjo a través de lo que podemos llamar «teorema del conocimiento limitado», un teorema que consta de dos partes. La primera se refiere a la dispersión del conocimiento social y a la imposibilidad de que un único sujeto pueda centralizarla y convertirse así en portador exclusivo de un saber superior. Es un concepto que Adam Smith sintetizaba en las siguientes proposiciones: «Sea cual sea la especie de industria doméstica más interesante para el empleo de un capital, y cuyo producto puede ser probablemente de más valor, podrá juzgarlo mejor un individuo interesado que un ministro que gobierna una nación. El magistrado que intentase dirigir a los particulares sobre la forma de emplear sus respectivos capitales tomaría a su cargo una empresa imposible a su atención, impracticable por sus fuerzas naturales, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse prudentemente ni a una sola persona ni a un Senado, aunque sea el más sabio del mundo, de manera que en cualquiera que presumiese de bastarse por sí solo para tan inasequible empeño sería muy peligrosa tan indiscreta autoridad»[7].
Según esta primera parte del teorema, el conocimiento humano es por necesidad parcial y falible. Lo cual es ya de por sí suficiente para acabar con el mito del Gran Legislador, pues se niega la posibilidad de ese conocimiento superior en que aquel se basa.
Pero sin la segunda parte del «teorema del conocimiento limitado», la labor de los moralistas escoceses habría quedado incompleta; cuando se «falsifica» una teoría, se ha recorrido sólo un tramo del camino, y las cosas sólo se completan cuando se dispone de una nueva teoría que sustituye a la refutada. Los moralistas escoceses llegan a la segunda parte de su teorema, sacando partido de los inconvenientes. Esto es: el Gran Legislador daba sus órdenes a la sociedad mediante el establecimiento de una jerarquía obligatoria de fines; jerarquía que nacía de su presunta omnisciencia y que era aceptada en virtud de ese supuesto origen. Ahora bien, si nadie posee un conocimiento superior, esa jerarquía obligatoria de fines resulta imposible. ¿Qué hacer?
Nadie puede conocer todas las consecuencias que originan sus propias acciones. Se produce una verdadera «cascada» de resultados no intencionados, que pueden ser positivos y negativos. Si son positivos, bienvenidos sean; si son negativos, hay que hacer lo posible por evitarlos o defenderse de ellos. Por eso debemos permitir que cada uno decida sus propias finalidades basándose en su propio conocimiento y capacidad; lo cual hace que estas finalidades coincidan con lo que cada uno piensa que puede «controlar» y para cuya realización ofrece a los otros, a cambio de las prestaciones que necesita, lo que él es capaz de hacer.
Así es cómo la cooperación social se mantiene, no por la obligación de perseguir fines comunes, sino por una amplia trama de acuerdos referentes a los medios que recíprocamente nos proporcionamos unos a otros. Es decir, cada uno se ocupa de perseguir sus propios fines, dejando a los demás el control y la realización de sus respectivas finalidades. Ego y Alter se prestan recíprocamente unos medios, pero renuncian a ocuparse de los fines de los demás; y así, los fines de Ego, conseguidos con los medios de Alter, son un resultado no intencionado respecto al proyecto de este último; y las finalidades realizadas por Alter, mediante los medios de Ego, son un resultado no intencionado respecto al proyecto de Ego, encaminado a la persecución de otros y diferentes fines.
Todo esto, si bien no excluye que se puedan compartir voluntariamente ciertos fines, muestra cómo cualquier jerarquía obligatoria de fines es inútil y además perjudicial, ya que, al restringir las posibilidades de elección del actor, impide la movilización de todo el conocimiento de que es portador.
De aquí se deriva una importante consecuencia. Si se reconoce que a nadie puede atribuirse la omnisciencia, con ello mismo desaparece el «punto de vista privilegiado sobre el mundo». El «bien común» no es ya una meta imperativa y unívocamente dictada, sino una situación jurídico-normativa que permite a cada uno poner su propio conocimiento al servicio de sus propios fines y de la cooperación social. Hay un contraste neto entre la postura de los moralistas escoceses y la de los mercantilistas.
Comentando este contraste escribe Jacob Viner: «Los economistas clásicos sostenían que los hombres, persiguiendo sus propios intereses […], prestan al mismo tiempo el mejor servicio al bien común, o por lo menos un servicio mejor que el que habrían podido prestar si sus actividades hubieran sido estrictamente controladas por el gobierno; los mercantilistas, por el contrario, deploraban el egoísmo del comerciante y sostenían que la única forma de impedir que arruinase a la nación era someter su actividad a un riguroso control […]. Como dijo Fortrey, “los negocios públicos deberían ser dirigidos por un único poder, cuyo interés fuera exclusivamente el beneficio de la colectividad”, o sea por el político»[8].
Para el mercantilismo, la política tiene el mérito de generar lo óptimo. Pero el nacimiento de la economía política, tras el cual se halla la «destrucción» (por obra de los moralistas escoceses) del mito del Legislador, coincide exactamente con el rechazo de esta postura, con la crítica del Estado intervencionista, cuyo obvio déficit de conocimiento e inevitables fracasos se ponen en evidencia.
Mises comparte plenamente el «teorema del conocimiento limitado». Comparte la primera parte, y así, refiriéndose a la imposible tarea del planificador, afirma: «En sus programas debe tener en cuenta todo lo que puede revestir una cierta importancia para la colectividad. Su juicio tiene que ser infalible; debe ser capaz de valorar con precisión la situación de las regiones más apartadas y de valorar correctamente las necesidades del futuro»[9]. Es decir, Mises sabe perfectamente que la planificación es una versión extremista del mito del Legislador.
Por otra parte, y haciendo suyas las enseñanzas de Menger, Mises sostiene que las «formaciones sociales» son en gran parte el «resultado espontáneo, no intencionado, de actividades específicamente individuales»[10]. Y esto significa que comparte también la segunda parte del teorema, que oportunamente aplica: «Es imposible defender el dualismo de la motivación que la mayoría de las teorías morales admiten cuando distinguen entre móviles egoístas y altruistas. La oposición entre la acción egoísta y la acción altruista se basa en una concepción que desconoce la verdadera naturaleza de los lazos que la sociedad establece entre los individuos. Las cosas no se presentan —ello es realmente una suerte— como si en mis acciones tuviera yo que escoger entre servir mis propios intereses o los de mis conciudadanos. Si así fuera, no sería posible la sociedad»[11].
Lo que Mises quiere decir es que toda acción sirve al mismo tiempo a Ego y a Alter. Ego persigue sus propios fines; pero, al tener necesidad de los medios que Alter proporciona, debe a su vez proporcionar a este los medios que le permitan alcanzar sus propios fines. Es decir, toda acción consigue las finalidades que la han originado sólo si permite la realización de los fines de los demás. Mises puede por lo tanto añadir: «No hay conflicto entre el deber y el interés, pues lo que el individuo da a la sociedad para hacer posible que exista como tal no lo da para fines que le serían extraños, sino para su propio interés»[12].
El Legislador no tiene suficientes conocimientos para «dirigir» la sociedad. Y la propia sociedad, los asuntos sociales pueden prescindir de la «iluminada» dirección del Legislador. La postura de Mises coincide, pues, plenamente con la de los moralistas escoceses[13], con los que, por supuesto, comparte también la crítica al mercantilismo. A este respecto, afirma: «Los sociólogos y los economistas de los siglos XVIII y XIX mostraron cómo opera la competencia en un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción; y esta fue una parte esencial de su crítica a la política económica intervencionista del Estado administrativo-asistencial de la época mercantilista. El análisis de la competencia les permitió comprender el carácter irracional de las medidas intervencionistas en cuanto a generadoras de efectos contrarios a los propios fines perseguidos, y por lo mismo a comprender que el ordenamiento económico que mejor responde a los fines económicos de los individuos es el que se basa en la propiedad privada. A los mercantilistas que se preguntaban cómo podían atenderse las necesidades del pueblo, en caso de que el gobierno se desentendiera de la marcha de las cosas, respondían que la competencia entre los empresarios proveería del mejor modo posible a abastecer los mercados de las mercancías demandadas por los consumidores»[14]. Así, pues, la economía política nace como crítica a las «ingenuas» doctrinas mercantilistas.
Mises da un paso más. Proyecta una nueva luz sobre el problema de la competencia: «Otra teoría hoy muy difundida se aferra al malentendido concepto de “libre competencia”. Esta teoría, basándose en postulados iusnaturalistas, idealiza el concepto de libre competencia, que habría de desarrollarse en condiciones absolutamente paritéticas, para descubrir luego que el ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción no corresponde a ese ideal. Una vez que se pone tácitamente como fin supremo de la política económica la realización del postulado de la “competencia efectivamente libre y en condiciones paritéticas”, se pasa a proponer las distintas reformas […] Pero la economía no es un concurso hípico en el que los competidores participan en las condiciones fijadas por las reglas de una carrera. Si se trata de establecer qué caballo es capaz de recorrer un cierto trayecto en el menor tiempo posible, entonces es preciso hacer que las condiciones de la carrera sean lo más paritéticas posible. Pero ¿puede decirse realmente que la economía es una suerte de concurso en el que deba establecerse qué concurrente, en condiciones iguales para todos, es capaz de producir a costes más bajos?»[15].
¿De qué se trata? Mises quiere decir que es precisamente la diversidad de posiciones de los distintos agentes lo que hace que la competencia sea útil. Si todos estuviéramos en las mismas condiciones, sabríamos ya lo que, en cambio, tratamos de averiguar por medio de la competencia. Y esta no tendría ya lugar, no sería el instrumento mediante el cual tratamos de definir al desconocido empresario que, con sus medios materiales y su conocimiento específico, consigue ofrecernos los bienes y servicios que mejor pueden satisfacer nuestras necesidades.
Ya Böhm-Bawerk, maestro de Mises, había escrito que donde reina la igualdad (no la jurídico-formal, sino la material) «no se produce ninguna variación en el estado de quietud existente»[16]. Y añadía que sólo donde existen «innumerables oportunidades de apreciaciones diferentes» se dan «innumerables posibilidades de intercambio»[17]. Lo cual obedece no sólo a la división del trabajo, sino también a la diversidad de conocimiento[18].
Con razón, pues, siguiendo a Mises, afirma Hayek que «si por ventura existiera efectivamente la situación que presupone la teoría de la competencia perfecta, ello no sólo privaría de perspectiva real a todas las actividades descritas por el término “competencia”, sino que incluso las haría prácticamente imposibles»[19]. Conclusión a la que Hayek llegó tras haber puesto en el centro de su reflexión la cuestión del conocimiento: «Estamos evidentemente ante un problema de división del conocimiento análoga a la división del trabajo y al menos tan importante como ella. Pero a diferencia de esta última, que ha sido siempre uno de los principales temas de estudio desde el comienzo de nuestra ciencia, el de la división del conocimiento ha sido completamente preterido, aunque entiendo que es el problema verdaderamente central de la economía como ciencia social»[20].
Por lo demás, Hayek habría podido decir que el problema de la división del conocimiento es el problema central no sólo de la economía, sino de todas las ciencias, sociales o no: porque reconocer la parcialidad y la falibilidad de nuestros conocimientos exige que todos acepten la máxima crítica, que busquen la competencia como proceso por el que puedan corregirse nuestros errores y mejorarse nuestra condición[21].
Consecuencia de esto es que la competencia es un continuo «proceso de descubrimiento»[22] que genera la permanente movilización de conocimientos ampliamente dispersos en la sociedad, y ello implica una tendencia a maximizar «el uso del conocimiento»[23]: cada sujeto se beneficia del conocimiento de los demás.
Es evidente que nuestra infinita ignorancia sigue siendo tal. Pero tenemos que elegir entre un mecanismo que moviliza los conocimientos individuales y una situación en la que, fiándonos de la supuesta omnisciencia de algún Legislador o Tirano, renunciamos a maximizar «el uso del conocimiento» y nos contentamos con situarnos al nivel, mucho más limitado, del conocimiento que poseen ese legislador o ese tirano. Es cierto que la competencia no nos conduce a la omnisciencia, pero es innegable, en todo caso, que la falta de competencia genera un hábitat hostil a la exploración de lo desconocido y a la corrección de los errores. Elegir la competencia significa, pues, vivir al menos en un «ambiente» que fomenta la recepción de las continuas consecuencias no intencionadas de carácter positivo y que trata de corregir los resultados de carácter negativo.
No basta decir que el mercado no es perfecto. Si tuviéramos el conocimiento necesario para hacerlo perfecto, no tendríamos necesidad de él. Los planes de cada uno coincidirían con los planes de los demás, y no habría necesidad de recurrir al imperfecto mecanismo de ajuste que es el mercado, que lo único que hace es posibilitar la sustitución de una situación de desequilibrio por otra situación de desequilibrio[24]. Lo cual no es una consecuencia directa del mercado, sino del hecho de que cada uno, por varias razones, entre las cuales la materialización de determinados objetivos, reformula continuamente sus propios fines. Pero como los agentes que intervienen en el mercado se encuentran siempre con una estructura de los precios que les proporciona nueva información, el desequilibrio resultante es la alternativa a la situación de caos que se forma cuando no existen el mercado y la correspondiente estructura de los precios[25].
Lo anterior debería prevenirnos contra la fácil tentación de juzgar los resultados producidos por el mercado a la luz de la teoría del equilibrio económico general y su estado «óptimo». Esta teoría parte de la hipótesis de que «todos los miembros de la colectividad, aunque no son omniscientes en sentido estricto», conocen al menos «todo lo que es relevante para sus decisiones»[26]. Pero en tal caso, el equilibrio no es una situación que se alcanza, sino algo que se impone, ya que, si los sujetos «lo conocen todo, se hallan [ya] en equilibrio»[27]: ninguna decisión será irrealizable y ninguna oportunidad se perderá. Cada uno de los que participan en el mercado habrá previsto correctamente todas las decisiones relevantes de los otros; habrá proyectado sus propios planes con total conocimiento de lo que no puede hacer en el mercado, pero al mismo tiempo será plenamente consciente de lo que está en condiciones de hacer[28]. Ahora bien, si los agentes poseyeran ese conocimiento, no habría necesidad —conviene insistir en ello— del mercado. Además, siempre con referencia al equilibrio general, conviene añadir que «por lo general se olvida que el mismo no garantiza en absoluto el pleno empleo de todas las fuerzas disponibles, ya que para algún recurso será siempre posible un precio de equilibrio nulo, en cuyo caso ese recurso será sobreabundante»[29].
La crítica al sistema competitivo desde el punto de vista de la teoría del equilibrio económico general carece completamente de base, puesto que confronta la situación real del mercado, que brota de la libre negociación de los que en él participan[30], con una situación inexistente que, al tener que ser fruto de una condición de omnisciencia, no tiene posibilidad alguna de ser alcanzada y que, en todo caso, no garantiza el pleno empleo de los recursos disponibles.
El desequilibrio nace de la ignorancia, de la falibilidad, de la escasez de recursos materiales y de la obvia y necesaria mutabilidad de los proyectos humanos. Al movilizar todos los conocimientos dispersos, el mercado trata de colmar ese desequilibrio. Pero este seguirá siendo un dato inevitable, lo cual no constituye un fracaso del mercado, sino una consecuencia de nuestra condición.
Si el desequilibrio permanece a pesar de los conocimientos movilizados por el mercado, es ilusorio pensar que la intervención del Estado puede mejorar la situación. Más bien la empeora, puesto que toda intervención quita recursos a los ciudadanos que de inmediato podrían utilizarse más útilmente siguiendo las indicaciones que proporciona la estructura de los precios (en los cuales puede «leerse» lo que los consumidores demandan con mayor urgencia) y porque de este modo se priva de forma duradera a la sociedad civil de unos medios que le permitirían el «uso del conocimiento» y su incremento.
Pero los efectos del intervencionismo estatal van mucho más lejos. Además de rechazar la utilización del conocimiento actual (el conocimiento específico de los distintos individuos y el más general que proporciona la estructura de los precios), de arrebatar coactivamente unos recursos que la sociedad civil habría empleado para responder a la demanda de los consumidores, de reducir los medios y el conocimiento futuros, el intervencionismo crea situaciones de privilegio a favor de los beneficiarios de las distintas clases de intervenciones estatales. Lleva razón Mises cuando escribe: «Si la opinión pública siente por doquier un tufo de corrupción en el Estado intervencionista, no le faltan razones […] corruptores […y] corrompidos […] violan las leyes y son plenamente conscientes de que perjudican al bien colectivo. Y como poco a poco se van acostumbrando a quebrantar las leyes penales y las normas morales, acaban perdiendo enteramente la facultad de distinguir entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal […] se acaba pensando que en el fondo pecar contra la ley y la moral forma “por desgracia parte de la vida” y burlándose de esos “teóricos” que quisieran que las cosas fueran distintas»[31]. Se afirma el hombre político que reparte «favores». El éxito depende de la magnitud del gasto público que el político puede, de un modo u otro, destinar a sus clientes. Precisamente lo contrario de lo que sucede en el mercado, en el que quien triunfa es el empresario que sabe ser competitivo y contener sus propios costes.
El intervencionismo mina las bases de la cooperación social. Si el Estado tiene que emprender alguna iniciativa, esta debería consistir en hacer de dominio público los «datos relevantes para la formación del precio de mercado» o de otro tipo que eventualmente posea[32]. En otras palabras, los científicos sociales «deberían preocuparse más por mostrar cómo unas medidas institucionales más sutiles pueden fomentar el funcionamiento de la mano invisible, en lugar de fijarse […] en cómo algunos resultados del mercado se desvían de un presunto optimum»[33].
La capacidad explicativa de sus teorías permitió a los principales representantes de la Escuela austriaca de economía atisbar las consecuencia que inevitablemente produce la sustitución del mercado por la planificación o la simple adopción de medidas de carácter mercantilista. En tomo a 1910 afirmaba Carl Menger: «La política que persiguen las potencias europeas llevará a una guerra espantosa que acabará en revoluciones terribles, con la total aniquilación de la civilización europea y con la destrucción del bienestar de todas las naciones»[34]. Un estado de ánimo que también compartía Böhm-Bawerk, y que luego sería heredado por Mises y Hayek.
La clara percepción de lo que se perfilaba en el horizonte multiplicó las energías de los «austriacos». Ya en los Grundsätze, publicados en 1871, daba Menger una respuesta clarificadora a la cuestión de la propiedad privada. Escribía: «[…] la propiedad, al igual que la economía humana, no es una invención caprichosa, sino más bien la única solución práctica posible del problema con que nos enfrenta la naturaleza misma de las cosas, es decir la antes mencionada defectuosa relación entre necesidad y masa de bienes disponibles en el ámbito de los bienes económicos»[35].
El peligro no procedía exclusivamente de aquellos proyectos políticos que tenían como fin inmediato la abolición de la propiedad privada, sino también de aquel movimiento capitaneado por Gustav Schmoller que Marianne Weber describe con estas palabras: «Muchos eminentes estudiosos de economía política, como Adolf Wagner, Schmoller, Brentano, Knapp y otros, así como maestros del derecho, como por ejemplo Gneist, reconocen la legitimidad de la crítica social de inspiración socialista. Algunos de ellos consideran corresponsables del agravamiento de los conflictos de clase al laissez faire, al laissez passer de la doctrina librecambista y a la Escuela manchesteriana, con su aprobación de la búsqueda despiadada del lucro. Postulan que la política económica vuelva a orientarse hacia los ideales éticos y a que el Estado reglamente el contrato de trabajo. Estos hombres, que los adversarios llaman despectivamente Kathedersozialisten, influyen con sus lecciones y escritos en los estudiantes universitarios. Con el fin de ejercer su influencia en ambientes más amplios y sobre el Estado, en 1873 fundaron la Verein für Sozialpolitik»[36].
El objetivo era claro: someter la economía, como en el mercantilismo, al dominio de la política[37]. Lo cual se justificaba apelando a la supuesta imposibilidad de las ciencias sociales teóricas, en cuanto incapaces de captar «lo único e irrepetible». Es decir, se proclamaba la imposibilidad de las leyes económicas con el fin de desembarazar al poder político de todo límite y de permitirle así implantar un sistema de intervencionismo generalizado.
A Gustav Schmoller y a sus secuaces, que eran «la guardia de cuerpo intelectual» de la monarquía prusiana, les respondió Menger en 1883 con sus Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften, donde no sólo afirma enérgicamente la primacía de lo teórico en la construcción de la ciencia[38], sino que también percibe con toda lucidez que, incluso «contra la intención de sus defensores», el intervencionismo «conduce irremisiblemente al socialismo»[39].
Böhm-Bawerk, además de desarrollar una devastadora crítica de las teorías económicas de Marx[40], se opone a la «alta marea del escepticismo metodológico»[41], tal como aparece en los «socialistas de cátedra», y pone de manifiesto la falacia del intervencionismo, la imposibilidad de «acabar con la economía»[42].
La prematura desaparición de Böhm-Bawerk (1851-1914) y la hostilidad cultural y política frente al mercado despiertan en Mises un compromiso teórico directo sobre los problemas del socialismo y de la Sozialpolitik. Su primer ataque lo dirige contra la economía planificada, es decir contra la idea de articular una sociedad compleja mediante un plan único de producción y distribución. Su conocida conclusión es que la supresión del mercado, al hacer imposible la estructura de los precios, hace que también sean imposibles el cálculo y la acción económica[43].
Pero Mises se ocupa también de la cuestión metodológica, a través de la cual los «socialistas de cátedra» habían intentado proclamar la imposibilidad de las ciencias sociales teóricas; y afronta directamente la cuestión del intervencionismo. Sobre el primer punto, reafirma la primacía de lo teórico en la construcción de la ciencia, reprocha a los representantes de la Escuela histórica alemana el que no sepan «reconocer que la teoría se halla ya contenida en los mismos términos lingüísticos que todo acto de pensamiento implica»[44]. Sobre el segundo punto, en plena coincidencia también aquí con Menger, Mises insiste en que entre economía de mercado y socialismo no es posible ninguna «tercera vía».
Schmoller había declarado que quería un sistema distinto de la economía clásica inglesa y distinto también «de la teoría absolutista de un poder estatal que todo lo devora»[45]. Pero cuando se hacen este tipo de afirmaciones, conviene recordar que las mismas suponen una economía política que, más que la realidad de lo que sabemos y podemos, expresan «simplemente buenas intenciones»[46]. Entonces habrá que afrontar la «paradoja de las consecuencias». Y eso es precisamente lo que hace Mises cuando analiza minuciosamente toda una serie de intervenciones del poder público en la actividad económica. Puntualmente va evidenciando cómo tales intervenciones producen resultados contrarios a los fines que las propias autoridades pretendían alcanzar.
Ya se trate de intervenir sobre la producción, sobre los precios de los bienes y servicios, sobre la fijación de los tipos salariales o de las medidas orientadas a expandir artificialmente el crédito, las consecuencias que es preciso soportar contradicen siempre las «razones» con las que se pretendía «justificarlas». Así pues, el intervencionismo se halla en una situación desesperada, en la que todo fracaso empuja hacia nuevas intervenciones, hasta que la propiedad privada lo es sólo de nombre y las decisiones económicas se toman exclusivamente en el ámbito de la política[47].
El intervencionismo del antimarxismo prusiano no desemboca en una «tercera vía», sino que acaba en socialismo. Tenemos entonces dos modelos diferentes de realización de la sociedad socialista[48]. El primero es el modelo marxista, en el que la unidad productiva queda englobada en el aparato estatal. El segundo, que Mises llama modelo alemán, «aparente y nominalmente conserva la propiedad privada de los medios de producción, la empresarialidad y los intercambios del mercado»[49], pero en él es el gobierno el que decide «qué y cómo producir, a qué precios y a quién comprar, y a qué precios y a quiénes vender […]. El gobierno decreta a quién y en qué condiciones deben los capitalistas confiar sus propios fondos y cómo y dónde deben ocuparse los trabajadores asalariados»[50].
Este segundo modelo de socialismo es el que puso en práctica el nacionalsocialismo, y es un precipitado de las enseñanzas de la Escuela histórica alemana de economía[51]. La «restauración» mercantilista llevada a cabo por Schmoller ha demostrado ser una vía hacia la destrucción del mercado y de la sociedad libre que este hace posible.
Las vicisitudes históricas han demostrado tristemente lo fundado de tales críticas de Menger, Böhm-Bawerk y Mises a los socialistas de cátedra[52]. Al propio Mises y a Friedrich Hayek les correspondió llevar a cabo la tarea de renovar y ampliar estas críticas cuando la vocación intervencionista descubrió en la obra de Keynes, otro restaurador del mercantilismo, una nueva «justificación» del mismo. Exactamente como los «socialistas de cátedra», Keynes deseaba dar a la propiedad privada una existencia meramente aparente y formal. Según él, «no es la propiedad de los medios de producción lo que importa que el Estado asuma. Si el Estado se halla en condiciones de determinar el montante total de los medios destinados a aumentar los instrumentos de producción y el tipo base de remuneración de quienes los poseen, habrá realizado todo lo que se precisa»[53]. E impulsado por su escepticismo, llegaba a contar entre sus propios «ascendientes» a Bernard de Mandeville[54]. Pero este último, inspirador de las ciencias sociales «escocesas», recomendaba el consumo privado para fomentar la ampliación del mercado, mientras que el consumo «público» propugnado por Keynes lo que hace es negar el proceso de mercado.
El intervencionismo es una vieja y monótona historia. Nuestra presunción nos lleva a creer que ciertas medidas que en otras manos han producido efectos desastrosos e incluso trágicos, pueden generar en las nuestras unas consecuencias ventajosas[55]. Pero los efectos de un veneno no dependen de la identidad de quien lo suministra.
LORENZO INFANTINO