6. La estatización del crédito

El escritor finlandés Arthur Travers-Borgstroem ha expuesto sus ideas sobre la reforma social en un libro, Mutualismo, publicado también en alemán, en 1923, y que culmina con la propuesta de estatalizar el crédito. El autor, en 1917 había creado en Berna una fundación que lleva su nombre entre cuyos fines tiene el de premiar las mejores investigaciones sobre la estatización del crédito. El jurado del premio, del que forman parte los profesores Diehl, Weyermann, Milhaud, Reichesberg, los banqueros Milliet, Somary, Kurz y otros, ha concedido el premio en esta ocasión a un ensayo de Robert Deumer, director del Reichbank de Berlín. El ensayo fue posteriormente publicado por la Asociación mutualista finlandesa[203].

El contexto en que aparece el libro pone bien de manifiesto cómo y por qué la posibilidad teórica de estatización del crédito no representa en modo alguno un problema para el autor, quien más bien se preocupa únicamente de describir sus modalidades de realización. Deumer expone, en sus más mínimos detalles, la propuesta de estatizar todas las empresas que en Alemania tienen que ver institucional y profesionalmente con el crédito y de crear un monopolio nacional del mismo. Pero no es ese proyecto lo que aquí nos interesa, pues es claro que no se prevé su realización en un próximo futuro y que, si se pensara algo por el estilo, se produciría ciertamente en unas condiciones tan diferentes, que harían inservible el proyecto de Deumer. No tiene, pues, ningún sentido entrar aquí en los detalles de su «Proyecto de ley sobre la estatización del sistema crediticio y bancario», y discutir, por ejemplo, su artículo 10, párrafo 1, que reza así: «Quien, tras la estatización del crédito, ejerza institucional y profesionalmente cualquier actividad crediticia y bancaria será castigado con una multa de hasta 10 millones de marcos-oro y con prisión de hasta 5 años, o bien a una de estas dos penas»[204].

El único interés de orden general que puede tener el trabajo de Deumer se refiere más bien a las razones que aduce a favor de la estatización del crédito, y al modo en que argumenta la posibilidad de llevar a efecto la reforma que propugna, de tal modo que quede a salvo la superioridad de la gestión «empresarial» sobre la «burocrática». En su exposición, Deumer no hace sino repetir ideas que podemos decir son ampliamente compartidas al menos por la gran mayoría de nuestros contemporáneos y que, más bien, probablemente hoy ya nadie discute. Sin embargo, si se aceptan estas ideas de Deumer, de Travers-Borgstroem y de los mutualistas, hay que considerar también no sólo auspiciabas y realizables, sino también absolutamente necesarias y urgentes, la estatización del crédito y todas las demás medidas que conducen al socialismo. La favorable acogida que encuentran en la opinión pública todas las propuestas que tienden a limitar el ámbito de la propiedad privada y de la libre manifestación del espíritu empresarial nos demuestra que ha sido ampliamente aceptada la crítica que los «socialistas de cátedra» en Alemania, los solidaristas en Francia, los fabianos en Inglaterra y los institucionalistas en Estados Unidos han dirigido siempre contra la economía basada en la propiedad privada de los medios de producción. Si estas propuestas no se traducen hoy en la práctica, no es porque la literatura de orientación «social» y los partidos políticos estén programáticamente en contra de ellas. ¡Todo lo contrario! La explicación debe buscarse más bien exclusivamente en el hecho de que las estatizaciones y municipalizaciones de ciertas empresas, y en general de toda la inversión estatal, no han hecho sino provocar desastres financieros y graves disfunciones en la producción y en el mercado, en lugar de los grandes resultados que de ellas se esperaban. Sólo la ideología no se ha enterado aún de este gran fracaso de la praxis. Sólo ella prosigue impertérrita magnificando el valor de la empresa pública y despreciando la empresa privada. Sólo ella sigue creyendo que quien se opone a sus proyectos de reforma lo hace únicamente por mala voluntad, por egoísmo e ignorancia, mientras que cualquier persona sin prejuicios no puede menos de aprobarlos sin reservas.

Así las cosas, parece oportuno analizar atentamente las ideas básicas del libro de Deumer.

1. Interés privado e interés público

Según Deumer, en la actualidad los bancos sirven exclusivamente a los intereses privados, mientras que de los intereses públicos se ocupan únicamente en la medida en que no se oponen a los primeros. No financian las empresas de importancia estratégica para la economía nacional, sino sólo las que prometen maximizar los beneficios. Por ejemplo, «financian una fábrica de aguardiente o cualquier otra empresa que produce cosas superfluas para la economía nacional». «Desde el punto de vista nacional, su actividad no sólo es superflua sino también perjudicial». La banca «ha impulsado empresas cuyos productos no constituyen una respuesta a una necesidad, y probablemente ha incentivado también el consumo superfluo en la medida en que, a su vez, ha reducido el poder adquisitivo destinado a la demanda de bienes cultural y racionalmente más importantes. Además, su política crediticia ha privado de créditos a empresas estratégicas para la economía nacional, lo cual puede conducir, si no a una contracción de su producción, por lo menos a una elevación de los costes del crédito y por lo tanto de los costes de producción de bienes de más amplio consumo»[205].

Evidentemente, Deumer olvida que en un sistema de mercado el capital y el trabajo se distribuyen entre los distintos sectores de producción de tal forma que por doquier, excepto en lo que respecta al premio por el riesgo, el capital obtiene un mismo rendimiento y el trabajo un mismo salario. Produciendo bienes «superfluos» se gana ni más ni menos que produciendo bienes útiles. El empleo de capital y de trabajo en los distintos sectores de producción está determinado, en último análisis, por el comportamiento de los consumidores en el mercado. Si aumenta la demanda de un cierto producto, suben los precios y los beneficios, y de este modo surgen nuevas empresas y se expanden las que ya existen. Son, pues, los consumidores los que deciden si debe afluir una mayor o menor cantidad de capital a este o a aquel sector. Si los consumidores desean más cerveza, se producirá más cerveza; si desean asistir a un mayor número de representaciones de teatro clásico, los teatros ofrecerán estas representaciones y menos comedias ligeras, farsas y operetas. Es el gusto del público, no el director de teatro, el que decide si La viuda alegre o El jardín del Edén tienen mayor aceptación y un mayor número de representaciones que el Tasso de Goethe.

Por supuesto, los gustos de Deumer son diferentes de los de la masa. Él piensa que la gente debería distribuir de otro modo sus propios recursos, y sobre este punto seguramente habrá muchos otros que piensen como él. Pero de esta opinión, distinta de la de la masa, Deumer saca la conclusión de que para orientar correctamente el consumo de la economía nacional se precisa establecer un sistema económico planificado de tipo socialista a través de la nacionalización del crédito. Y en este punto ya no podemos estar de acuerdo con él.

La economía socialista, dirigida por una autoridad central sobre la base de un único plan, puede concebirse en sentido democrático o bien en sentido dictatorial. Si hay democracia, es decir si la autoridad central responde a la voluntad popular manifestada a través de los votos y las elecciones, entonces no podrá comportarse de manera diferente a como se comporta la economía capitalista: producirá y destinará al consumo lo que la gente quiera, es decir alcohol, tabaco, literatura vulgar y teatro y cine de pésimo gusto, así como todo aquello que está de moda. La economía capitalista tiene también en cuenta los gustos de pequeños grupos, y los empresarios producen también bienes demandados no por todos sino por una parte de los consumidores, mientras que la economía democrática centralmente planificada, al tener que responder el gobierno a la mayoría de la población, no tendrá por qué tener en cuenta los gustos de la minoría; se orientará exclusivamente según Jos gustos de las masas. En todo caso, aun cuando la economía planificada fuera dirigida por un dictador que, ignorando los deseos del pueblo, impusiera la producción de lo que él considera conveniente, y por lo tanto ofreciera a la gente la ropa, la comida y las cosas que esta desea, no habría garantía de que se produciría lo que «a nosotros» nos parece conveniente. Los críticos del orden social capitalista tienden siempre a suponer que en la sociedad socialista que imaginan se hará siempre lo que ellos consideran que es correcto. Aun cuando no lleguen a pensar que será uno de ellos quien tendrá que desempeñar la función de dictador, esperan en todo caso que el dictador contará siempre con su consejo. Y así llegan a formular la famosa contraposición entre productividad y rentabilidad. Califican de productivas las acciones económicas que a su entender son convenientes, y rechazan el sistema social capitalista porque en él las cosas son distintas, desde el momento en que en él se trabaja por el beneficio, por lo que es preciso tener en cuenta la demanda de los consumidores, que son los verdaderos señores del mercado y de la producción. Estos críticos olvidan además que un dictador podría actuar también de una manera totalmente distinta de sus deseos, que no existe garantía alguna de que desee efectivamente «lo mejor» y que, aun suponiendo que así fuera, conoce también cuáles son los medios para realizarlo.

Un problema aún más grave es si la dictadura de un hombre «mejor» o de un grupo de hombres «mejores» puede mantenerse a la larga contra la voluntad de la mayoría. ¿Hasta cuándo soportará el pueblo una dictadura económica que no le da lo que necesita y desea consumir, sino sólo lo que los que mandan consideran conveniente? ¿Acaso no acabará la masa imponiendo que la producción tenga en cuenta sus gustos y deseos, y que vuelva a lo que los reformadores sociales han querido excluir?

Podemos estar de acuerdo con la opinión de Deumer cuando afirma que los consumos de nuestros conciudadanos son con frecuencia reprobables. Pero quien así piensa, que intente convencer a sus propios conciudadanos de la irracionalidad de sus comportamientos; que explique lo peligroso que es el consumo de alcohol o tabaco, la estupidez de tantas películas y de muchas otras cosas. Quien desea fomentar la difusión de la buena literatura, que imite a los grupos evangélicos que afrontan enormes sacrificios materiales para difundir a bajo precio la Biblia en los hoteles y en otros lugares públicos. Y si luego todo esto no es suficiente, no hay duda de que la voluntad de sus conciudadanos tendrá que ser violentada. Organizar la economía según el criterio del beneficio significa organizaría en consonancia con la voluntad de los consumidores, de cuya demanda dependen los precios de las mercancías y por lo tanto los beneficios del capital y de la empresa; mientras que organizaría de acuerdo con el criterio de la «productividad nacional» significa organizaría, en caso de que se aparte de este criterio, según la voluntad de un dictador o de un grupo de dictadores.

Es cierto que en el orden capitalista una parte de la renta nacional es absorbida por los consumos de lujo de los ricos. Pero, al margen de que se trata de una parte muy pequeña que no incide en los términos globales de la producción, el lujo de los ricos tiene efectos dinámicos que permiten considerarlo como uno de los más importantes factores de progreso. Toda innovación nace como «lujo» de unos pocos ricos, para convertirse luego —tras abrir nuevas vías a la industria y al consumo— en una «necesidad» para todos. Baste pensar en la moda, en las instalaciones de iluminación y sanitarias de nuestras casas, en los automóviles y en el turismo. La historia económica demuestra que el lujo de ayer se ha convertido en necesidad de hoy. Muchas de las cosas que en los países subdesarrollados se consideran un lujo son ya patrimonio de las masas en los países desarrollados. En Viena, tener un automóvil se considera un lujo (¡no sólo a los ojos de Hacienda!), mientras que en Estados Unidos hay uno por cada cuatro o cinco habitantes.

Por lo demás, el crítico del sistema capitalista no puede apelar al argumento sobre el consumo de lujo si desea mejorar las condiciones de vida de las masas, ya que hasta ahora nadie ha conseguido desmentir las afirmaciones de los teóricos y las experiencias de la práctica que demuestran que sólo la producción capitalista garantiza la máxima rentabilidad posible. Si en el sistema planificado se produce menos que en una economía privada, es claro que será imposible satisfacer las necesidades de las masas mejor de como hoy se hace.

2. ¿Gestión burocrática o gestión empresarial del sistema bancario estatalizado?

La escasa productividad de las empresas públicas suele atribuirse a su gestión burocrática. Para lograr que las empresas estatales, municipales y públicas en general consigan los mismos resultados que la empresa privada, sería preciso organizarías y dirigirlas con criterios empresariales. Por eso, desde hace décadas, se ha venido intentando todo lo posible para hacer tales empresas más productivas a través de la comercialización. El problema se ha ido agravando a medida que ha ido extendiéndose la gestión estatal y municipal, sin que por ello se haya dado ni un solo paso hacia la solución.

Deumer considera también necesario «gestionar el monopolio bancario estatal según criterios empresariales», y a tal fin formula una serie de propuestas para alcanzar este objetivo[206]. Estas propuestas no difieren de otras muchas sugeridas en los últimos años o de las que en diversas circunstancias se han llevado a cabo. Se trata de establecer una formación adecuada, de apoyar a los más capaces, de remunerar convenientemente a los empleados, de hacer que los directivos participen en los beneficios, etc. Pero Deumer entiende tan poco el fondo de la cuestión como todos aquellos que con esta o aquella reforma tratan de organizar según criterios de rentabilidad un sistema de empresa pública que por la fuerza de las cosas obedece a criterios opuestos.

La «gestión empresarial» no es, como opina Deumer siguiendo la opinión dominante, una forma de organización que baste simplemente injertar en la empresa pública para desburocratizarla. La que ordinariamente se conoce como «gestión empresarial» es la esencia misma de la empresa privada, orientada exclusivamente a la obtención de la máxima rentabilidad; y lo que ordinariamente se conoce como «burocratización» es la esencia misma de la empresa pública, orientada hacia objetivos «nacionales». Por más que nos esforcemos en sobreponer a la empresa pública las formas externas de la empresa privada, jamás podrá ser aquella «gestionada según criterios empresariales».

El empresario actúa bajo su propia responsabilidad. Si no produce con criterios económicos, es decir con costes mínimos de capital y trabajo, aquello que los consumidores demandan con mayor urgencia, sufrirá pérdidas, y al final no sólo su patrimonio sino también su poder de decisión sobre los medios de producción pasará a manos más capaces. En una economía capitalista los medios de producción pueden siempre pasar a manos de quienes tienen la capacidad de emplearlos de la mejor manera para satisfacer las necesidades de los consumidores. La empresa pública, en cambio, es gestionada por hombres que no sufren las consecuencias del éxito o fracaso de sus comportamientos.

Se objeta que esto puede aplicarse también a los altos directivos de las grandes empresas privadas, las cuales tienen que ser gestionadas con los mismos criterios «burocráticos» que se aplican a las empresas estatales o municipales. Pero quien emplea este argumento demuestra ignorar cabalmente la radical diferencia que existe entre la empresa pública y la empresa privada.

En la empresa privada, que busca el beneficio, cada departamento y cada división está sometida al control de la contabilidad y del cálculo basado en el mismo principio de rentabilidad. Los departamentos y secciones que no rinden son reestructurados o abandonados; los empleados y directores que no responden a los requisitos de su actividad —es decir, que no demuestran en los resultados obtenidos haber cumplido las tareas que les habían sido asignadas— son despedidos. Sobre toda sección de la empresa reina el control que ejerce la contabilidad, que calcula hasta el último céntimo. Lo que decide es el cálculo monetario y solamente el cálculo monetario. Cualquier iniciativa obedece al criterio de la máxima rentabilidad. Lo único que los propietarios de las empresas (es decir, de los accionistas en las sociedades anónimas) esperan de sus directivos es que obtengan beneficios.

Muy distinta es la situación de las oficinas y de los juzgados encargados de administrar los asuntos del Estado. Para sus cuentas no existe un criterio contable riguroso como el que existe en la economía en virtud del mecanismo de los precios de mercado. Por ello no es fácil, en la dirección empresarial de la administración estatal, circunscribir las tareas de las oficinas subordinadas tal como hace el empresario con sus subordinados. Si se quiere salvaguardar la unidad de la administración, y si no se quiere transferir todo el poder de decisión a los órganos ejecutivos de las oficinas subordinadas, es indispensable regular minuciosamente toda la actividad de estos órganos mediante directrices burocráticas y circulares de todo tipo que prevean todos los casos posibles e imaginables. Y así, para todo órgano burocrático resulta un deber obedecer estas directrices, de modo que a la postre el verdadero problema no es tanto el éxito o el fracaso de su actuación como el observar formalmente los reglamentos. El burocratismo no es un inconveniente derivado de algún defecto organizativo o de la incompetencia del personal burocrático, sino la esencia misma de toda gestión empresarial que no obedece a criterios de rentabilidad.

Cuando el Estado y los municipios invaden el campo de la policía y la administración de justicia, el burocratismo se convierte en un problema fundamental de la organización social. Ni siquiera una empresa pública que obedezca exclusivamente a criterios de rentabilidad puede evitar la gestión burocrática. Se ha intentado superar el burocratismo haciendo que los directivos participen en los beneficios; pero desde el momento en que no han de soportar las posibles pérdidas, esta medida se convierte en una invitación a la temeridad, que se trata de compensar disminuyendo la autoridad de los gestores mediante directrices de la superioridad, la creación de comisiones y la apelación a la opinión de los «expertos», creando así una mayor regulación y burocratización.

Normalmente, se espera de las empresas públicas que no obedezcan sólo a criterios de rentabilidad. Esa es precisamente la razón de que estén en manos del gobierno. También Deumer exige que el sistema bancario nacionalizado sea orientado más por la economía pública que por consideraciones de interés privado, y que invierta sus recursos no donde se obtiene un mayor rendimiento, sino donde sirven mejor al interés nacional[207].

No analizaremos ciertas consecuencias de semejante política crediticia, como el mantenimiento de empresas que funcionan al margen de toda racionalidad económica. Nos ocuparemos sólo de sus efectos sobre la gestión económica de la empresa pública. Si la dirección del servicio del crédito público o de una de sus secciones presenta un balance que arroja pérdidas, puede justificarse diciendo: «Es cierto que desde el punto de vista de la rentabilidad, que sólo tiene en cuenta los intereses económicos privados, nuestra gestión no ha sido brillante; pero hay que considerar que, frente a la menor rentabilidad que indica la contabilidad de la empresa, están los servicios prestados a la economía nacional que, por supuesto, no se reflejan en el balance: por ejemplo, todo lo hecho en apoyo de las pequeñas y medianas empresas, para mejorar las condiciones materiales de las clases populares, que son la “espina dorsal” del Estado, y muchas otras iniciativas en tal sentido. Pues bien, todo esto no puede expresarse en términos exclusivamente monetarios». Pero en tales condiciones cualquier cálculo de rentabilidad pierde todo significado para la empresa, y para controlar el comportamiento de la empresa pública no queda sino apelar al criterio de la burocratización. La gestión tiene que ser reglamentada, y los puestos deben ocuparlos sujetos dispuestos a respetar supinamente esos reglamentos.

Por más vueltas que le demos, resultará imposible dar con un punto de organización que pueda liberar a la empresa pública de la rigidez del formalismo burocrático. Es cierto que en los últimos tiempos muchas grandes empresas también se han burocratizado. Pero es un error pensar que esta burocratización es el resultado de su gran dimensión. La gran empresa permanece inmune a los peligros del burocratismo mientras obedezca exclusivamente a criterios de rentabilidad. Sólo si se imponen otros criterios que no sean la búsqueda del mayor beneficio pierde su carácter de empresa capitalista. Ha sido la política estatalista e intervencionista hoy imperante la que ha obligado a las grandes empresas a burocratizarse cada vez más, por ejemplo haciendo que tengan que nombrar para la alta dirección no a experimentados hombres de negocios, sino a sujetos con buenas relaciones y contactos en los ambientes oficiales; a embarcarse en operaciones ruinosas para complacer a los políticos, a los partidos influyentes o al gobierno; a mantener en pie empresas que deberían haber sido abandonadas a su destino, o a reanimar empresas o instalaciones de las que no tienen necesidad alguna. El maridaje entre política y negocios no sólo ha sido funesto para la política, como suele reconocerse, sino que ha perjudicado mucho más a los negocios. Muchas grandes empresas, preocupadas excesivamente por consideraciones políticas, se han dejado inocular los gérmenes del burocratismo. Todo esto, sin embargo, no justifica las propuestas encaminadas a burocratizar completa y formalmente toda la producción a través de la nacionalización del crédito. ¿Cuál sería la situación de la economía alemana si se hubiera nacionalizado el crédito a partir del año 1890 o incluso 1860? ¿Y quién puede imaginar las posibilidades de desarrollo que se impedirían si se nacionalizara en la actualidad?

3. Riesgos de la excesiva expansión del crédito y de la inmovilización

Cuanto hemos dicho hasta ahora se refiere a todos los intentos de transferir las empresas de manos de empresarios privados a las del Estado, especialmente el sistema bancario, cuyos efectos difícilmente se distinguirían de la nacionalización. Pero, además, la estatización del crédito comporta otros problemas de política crediticia que no podemos pasar por alto. Esto significa que el banco estatal se reserva la facultad de crear inflación.

Deumer se empeña en demostrar que el monopolio estatal del crédito no se aprovecharía para fines fiscales. Pero los verdaderos riesgos de la estatización del crédito no van en esa dirección, sino que radican en el terreno de la formación del valor de la moneda.

Como es bien sabido, el crédito bancario del que se puede disponer mediante cheques tiene los mismos efectos sobre el poder adquisitivo de la unidad monetaria que los billetes de banco. Deumer propone también la emisión por el banco estatal de «certificados garantizados» o «títulos no convertibles»[208]. En una palabra, el banco estatal podría siempre crear inflación.

La opinión pública pide siempre «dinero barato», es decir tipos de interés bajos. Pero la verdadera misión de los bancos de emisión consiste en oponerse a estas exigencias para salvaguardar su propia solvencia y mantener la paridad de sus billetes frente a las monedas extranjeras y el oro. Si al banco central se le exime de la obligación de rescatar sus certificados y títulos, podrá expandir a voluntad el crédito según los deseos de los políticos y será demasiado débil para desoír el clamor de quienes demandan más crédito. Ahora bien, el sistema bancario se nacionaliza, en palabras de Deumer, precisamente para «acallar las quejas de las pequeñas empresas industriales y las muchas empresas comerciales que dicen que sólo con grandes dificultades y sacrificios pueden conseguir los créditos necesarios»[209].

Hace sólo unos años habría sido indispensable exponer detalladamente las consecuencias de la expansión del crédito. Hoy ese esfuerzo no es ya necesario. La relación entre expansión crediticia y subida de los precios y los tipos de cambio exterior es hoy de sobra conocida, gracias no sólo a la labor de esclarecimiento de algunos economistas, sino también a las experiencias y doctrinas americanas e inglesas con las que los alemanes han llegado a familiarizarse. Sería, pues, superfluo insistir sobre este punto.

4. Conclusión

El libro de Deumer revela claramente que el estatismo, el socialismo y el intervencionismo han agotado su curso. En apoyo de sus propuestas, Deumer no es capaz de aportar más que los viejos argumentos del socialismo y del marxismo, refutados ya cien veces, pero cuya crítica él ignora. Tampoco le preocupan los problemas que las experiencias socialistas de los últimos años han puesto de manifiesto. Sigue impertérrito en el terreno de la ideología, que celebra ingenuamente cualquier nacionalización como progreso salvador, sin preocuparse de las conmociones que en los últimos años han cuarteado gravemente sus fundamentos.

El libro de Deumer ni siquiera será tenido en cuenta por la política. Lo sentimos por el autor, que tanto esfuerzo, inteligencia e indiscutible competencia ha dedicado al servicio de su idea. Pero no podemos menos de alegramos en interés de una progresiva e intensa recuperación de la economía alemana.