La idea de que los precios están determinados unívocamente, o al menos dentro de estrechos márgenes, por la situación del mercado es relativamente reciente. A parte de algunas vagas intuiciones de economistas anteriores, sólo los fisiócratas y los economistas clásicos elaboraron un sistema de intercambios y de estática de mercado. La ciencia de la cataláctica supera así aquel indeterminismo de la teoría de los precios que derivaba el nivel de los mismos de las pretensiones de los vendedores, sólo limitadas por su sentido de justicia.
Quien sostiene que la formación del precio es puramente arbitraria no tarda en invocar su disciplina normativa desde fuera. Si el vendedor carece de conciencia, si no teme la ira de Dios y pretende más de lo «justo», debe intervenir la autoridad terrena para restablecer el derecho. Para los precios de ciertas mercancías y servicios, en relación a los cuales se atribuye, sin mucha lógica, al comprador y no al vendedor el poder de apartarlos del precio justo, se pide la fijación de precios mínimos. Se exige de la autoridad que ponga orden allí donde reinan el desorden y la arbitrariedad.
El liberalismo, doctrina que aplica a la realidad práctica los conocimientos de la economía política y de la sociología científicas, rechaza todas las interferencias en el juego del mercado, considerándolas superfluas, inútiles y perjudiciales. Superfluas, porque, al margen de las mismas, actúan en todo caso unas fuerzas que limitan la arbitrariedad de las partes que intervienen en el intercambio del mercado; inútiles, porque no es con ellas con las que se puede realizar el propósito de las autoridades de reducir los precios de los bienes esenciales; perjudiciales, porque alejan la producción y el consumo de las vías más racionales desde el punto de vista de la demanda. A veces el liberalismo ha llegado a definir como imposibles las intervenciones del gobierno sobre la formación de los precios. Las siguientes consideraciones nos dirán en qué sentido. No hay duda de que el gobierno puede dictar decretos para regular los precios y castigar sus posibles violaciones. Sería, pues, más exacto definir los precios administrados no como imposibles sino como inoportunos, ya que van contra las propias intenciones de las autoridades que los imponen.
El liberalismo fue muy pronto suplantado por el socialismo, el cual se propone sustituir la propiedad privada de los medios de producción por la propiedad colectiva. El socialismo como tal no necesita rechazar la teoría científica de los precios; en efecto, teóricamente podría reconocer su utilidad para comprender los fenómenos de mercado de un ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción. Pero, en tal caso, debería también sacar todas las consecuencias y considerar, en consonancia con el liberalismo, superfluas, inútiles y perjudiciales todas las intervenciones del gobierno y de otros poderes en la formación de los precios. En la doctrina marxista existen suficientes indicaciones en esta dirección teórica, junto a otras teorías y otros postulados totalmente incompatibles con ellas. Por ejemplo, esas indicaciones son evidentes en el escepticismo con que el marxismo considera la posibilidad de aumentar de forma permanente el nivel de los salarios con instrumentos sindicales, y en el rechazo de todas aquellas tácticas que Marx califica de «pequeñoburguesas». Sin embargo, en el plano político concreto, es innegable que en el marxismo prevalece la influencia del estatalismo. Como teoría, el estatalismo es la doctrina de la omnipotencia estatal; como praxis, es la política que aspira a poner en orden los asuntos terrenos mediante mandatos y prohibiciones. El ideal social del estatalismo es una forma particular de comunidad socialista. Cuando nos referimos a este ideal social, se habla de socialismo de Estado o también, según las circunstancias, de socialismo militar o religioso. Exteriormente, el ideal social del estatalismo no se distingue mucho de la forma que adopta, al menos en la superficie, el ordenamiento social capitalista. El estatalismo no quiere derribar todo el ordenamiento jurídico tradicional y convertir formalmente toda la propiedad privada de los medios de producción en propiedad estatal. Sólo contempla la estatización de las principales empresas industriales, mineras y comerciales, mientras que en la agricultura y en las pequeñas y medianas industrias la propiedad debería seguir vigente al menos de forma nominal. En realidad, todas las empresas están destinadas a convertirse sustancialmente en empresas del Estado. Es cierto que los propietarios siguen siendo nominalmente titulares de la propiedad y del derecho a obtener de ella una renta «adecuada» o «proporcionada a su estado»; pero en realidad todo negocio se convierte en una oficina, toda ocupación en un empleo público. Los precios se regulan desde arriba, y es la autoridad gubernativa la que establece qué, cuánto y cómo producir. No existen especulación, beneficios «excesivos» o pérdidas. Y tampoco existe innovación, a no ser que sea encargada por el gobierno. Las autoridades lo dirigen y vigilan todo.
Una de las características de la doctrina estatalista es que no puede imaginar la convivencia social entre los individuos a no ser en la forma de un ideal socialista. La semejanza exterior entre el ideal del «Estado social» que persigue y el ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción enmascara las diferencias sustanciales que los separa. Para el estatalista, todo lo que contradice la supuesta identidad de estos dos sistemas sociales es una anomalía transitoria y una culpable violación de las disposiciones gubernativas. Si el Estado afloja demasiado las bridas del gobierno, basta que las vuelva a tomar firmemente en la mano para que se restablezca el orden perfecto. Que la vida social esté sometida a ciertas condiciones, y que obedezca a leyes comparables a las leyes de la naturaleza, son conceptos totalmente ajenos a la mente del estatalista. Esta lo reduce todo a una cuestión de poder; y su idea de poder es burdamente materialista.
Si bien el estatalismo no ha conseguido con su ideal de sociedad futura suplantar a los demás ideales socialistas, en el plano político-táctico ha superado ciertamente a las demás orientaciones socialistas. Hoy todos los grupos socialistas, al margen de sus divergencias ideológicas y estratégicas, tienden, en el plano político-práctico, a influir sobre los precios mediante intervenciones tras las cuales se halla siempre el poder coactivo del Estado.
La teoría del control de los precios tiene la función de analizar los efectos causados, en un ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción, por las intervenciones de la autoridad en la formación del precio de mercado. No le corresponde, en cambio, analizar los efectos del control de los precios en un ordenamiento social socialista que nominal y aparentemente haya mantenido la propiedad privada de los medios de producción y que por tanto, para dirigir la producción y el consumo, se sirva, junto a otros instrumentos, de los precios administrados. En este caso, los precios administrados tienen sólo un significado técnico, no inciden sustancialmente en la marcha de los procesos económicos, y la sociedad socialista que los maneja no se diferencia por ello sustancialmente de una sociedad socialista organizada de otro modo.
La importancia de la teoría del control de precios deriva de la convicción bastante común de que, junto a los dos ordenamientos sociales basados respectivamente en la propiedad privada y en la propiedad colectiva de los medios de producción, es teóricamente posible un tercer sistema social en el que la propiedad privada de los medios de producción se mantiene efectivamente, si bien «regulada» por intervenciones de la autoridad. Esta concepción, representada en las últimas décadas por los socialistas de cátedra y por los solidaristas, ha sido y sigue siendo tenida en gran consideración por muchos hombres y partidos políticos. Por un lado, esa concepción tiene una función en la interpretación de la historia económica de la Edad Media y comienzos de la historia moderna, y por otro constituye la base teórica de la política intervencionista moderna.
a) Los precios administrados
Entendemos por «precios vigilados» aquellos precios administrados que se acercan sustancialmente a los precios que se formarían espontáneamente en el mercado libre, de tal modo que sus consecuencias son casi irrelevantes. Los precios vigilados se proponen, pues, a priori una función bastante limitada, en el sentido de que no pretenden excluir la influencia de los factores de mercado ni persiguen grandes objetivos político-económicos. El caso más sencillo es aquel en el que la autoridad se limita a aceptar los precios de mercado, sancionándolos de algún modo mediante su intervención. Una situación análoga se verifica cuando el gobierno fija un precio máximo superior y un precio mínimo inferior al precio de mercado. Distinto es el caso en que el precio administrado se emplea como instrumento para forzar a un monopolio a atenerse al precio de competencia ideal, en lugar de aplicar un precio de monopolio más alto. Si la autoridad gubernativa crea un monopolio (de farmacias, de notarías, de deshollinadores), o bien limita el número de competidores para fomentar la formación de acuerdos monopolísticos entre ellos (por ejemplo, mediante el sistema de concesión de licencias a los taxis), entonces debe recurrir necesariamente a los precios administrados si no quiere obligar a los usuarios a pagar un precio de monopolio. En ninguno de estos casos la intervención de la autoridad provoca una desviación del precio respecto al nivel que se formaría espontáneamente en el mercado.
No es idéntico pero tampoco demasiado diferente el caso en que la tarifa establecida por el gobierno priva al vendedor de la posibilidad de pedir, en circunstancias excepcionales y con la seguridad de conseguirlo, un precio superior al que podría pretender en circunstancias normales. Así, por ejemplo, imponiendo a los taxis una cierta tarifa, se impide que sus titulares se aprovechen de las ocasiones en que los usuarios estarían dispuestos a pagar un precio superior a la tarifa normal por transportes de este tipo. El usuario con posibles, que en una noche lluviosa se encuentra en la estación de una ciudad que no conoce, cargado de niños y equipaje, estaría encantado, para llegar a un hotel lejano, de pagar mucho más que la tarifa normal, si ese es el único modo para saltarse a los demás viajeros que se disputan los pocos y acaso el único medio disponible. Y, viceversa, el taxista que tiene en cuenta la mayor ganancia que podría obtener aprovechándose de las ocasiones extraordinarias, podrá aplicar tarifas inferiores con tal de aumentar la demanda de su servicio en los periodos en que el trabajo es menor. La intervención de la autoridad tiene, pues, el efecto de impedir las oscilaciones hacia arriba y hacia abajo del precio del servicio, respectivamente, en los periodos de fuerte y escasa demanda, y de fijar así un precio medio. Si el precio impuesto es incluso inferior a este precio de competencia ideal, tenemos un auténtico precio administrado puro, al que nos referiremos más adelante.
Análogo es el caso en que la autoridad no fija directamente los precios, pero impone al vendedor, por ejemplo a los restaurantes, exponer públicamente sus precios. También aquí se tiende a impedir que el vendedor se aproveche de las especiales ocasiones en que puede obtener de determinados clientes un precio superior al normal. Este, desde luego, lo tendrá en cuenta en sus cálculos. Si se le impide aumentar los precios en las circunstancias favorables, le será más difícil reducirlos cuando estas son adversas.
Otros precios vigilados se proponen impedir que se obtengan beneficios ocasionales con motivo de acontecimientos excepcionales. Una avería imprevista en la red eléctrica en una gran ciudad que dejara a oscuras a la población durante varios días provocaría de inmediato una subida extraordinaria del precio de las velas y un notable beneficio ocasional para los vendedores que poseen una buena reserva de las mismas. Si la administración interviene e impone simultáneamente un precio máximo para las velas y la obligación de venderlas hasta agotar las reservas, la medida no podrá tener efectos permanentes ni sobre la oferta ni sobre su precio de mercado, ya que la avería eléctrica no tarda en repararse. La misma intervención puede tener también efectos para el futuro, si los productores y vendedores de velas esperan que se repita un caso semejante y lo tienen en cuenta a la hora de programar los precios y las reservas de velas. Si prevén que cuando se repitan estas ocasiones favorables a la venta de un cierto producto intervendrá la autoridad para impedir que se explote la coyuntura, ello será suficiente para provocar un aumento en el precio para situaciones normales y una disminución del incentivo para aumentar las reservas.
b) Precios administrados puros
Son precios administrados puros aquellos precios controlados con los que la autoridad fija un precio que se aparta del que se formaría espontáneamente en el mercado libre. Si lo fija por encima del precio de mercado, elige la solución del precio mínimo; si, en cambio, lo fija por debajo, opta de ordinario por la solución opuesta del precio máximo.
Examinemos ante todo este último. El precio natural o estático que se formaría en el mercado libre expresa una situación de equilibrio de todos los precios y servicios en la que precios y costes coinciden. Si una intervención de la autoridad viene a alterar este equilibrio, y los vendedores tienen que ofrecer su mercancía a un precio inferior al que se formaría espontáneamente en el mercado libre, sus ingresos serán inferiores a sus costes. En tal caso, los vendedores —a no ser que se trate de mercancías fácilmente perecederas que se deprecian rápidamente— se abstendrán de vender y conservarán sus mercancías en el almacén a la espera de tiempos mejores, en la esperanza de que la intervención del gobierno sea transitoria. Este retraimiento de los vendedores crea entonces una situación en la que los potenciales compradores no pueden adquirir la mercancía que desean, y tal vez la sustituirán por otros bienes que normalmente no habrían adquirido, por ser menos adecuados para satisfacer su necesidad. (Hay que añadir además que, en tal caso, los precios de estos sucedáneos experimentan un aumento en razón de su mayor demanda). Es evidente que la intención de la autoridad no era provocar este resultado. Al fijar el precio de cierto producto, su objetivo era hacerlo más accesible a los potenciales compradores a un precio más bajo, no ciertamente privarles de la posibilidad de obtenerlo. Por ello se ve en la necesidad de asociar a la fijación del nivel del precio que tiene que pagar el comprador, la obligación al vendedor de ceder la mercancía a los potenciales compradores al precio máximo establecido, hasta agotar todas las existencias. Y es entonces cuando surge la mayor dificultad que comporta la intervención autoritaria de los precios. El juego del mercado hace que el precio se fije al nivel en que oferta y demanda tienden a coincidir. El aumento de potenciales compradores dispuestos a pagar la mercancía al precio de mercado es suficientemente alto para garantizar la absorción de toda la mercancía existente en el mercado. Si el precio, debido a la intervención de la autoridad, se sitúa por debajo del que se formaría espontáneamente en el mercado libre, habrá para la misma cantidad de mercancía un mayor número de compradores potenciales dispuestos a pagar el precio inferior fijado por el gobierno. Oferta y demanda ya no coincidirán; la demanda superará a la oferta, y el mecanismo de mercado, que en otro caso tiende, mediante sucesivos ajustes del nivel de precios, a hacer coincidir oferta y demanda, dejará de funcionar gracias precisamente a esta intervención de la autoridad.
Lo que entonces suceda, para eliminar del mercado a un número de compradores potenciales, de modo que sólo se pueda distribuir la cantidad de mercancía disponible, nada tiene ya que ver con el mercado. Puede suceder que la mercancía sólo pueda conseguirla el primero que se presente, o bien quien mantenga buenas relaciones personales con el comerciante. Durante la última guerra hemos visto episodios de uno y otro tipo, originados por los distintos intentos de control de precios: se lograba conseguir la mercancía al precio oficial, o bien porque se era amigo del vendedor, o bien porque se habían ocupado los primeros puestos de la cola ante la tienda. Ahora bien, el gobierno no puede contentarse con el resultado de esta selección de los compradores. El objetivo de su intervención es garantizar a todos la mercancía en cuestión al precio oficial, y evitar que haya gente que no puede comprarla por su menor poder adquisitivo. Y por esta razón tiene que dar un paso más, tras la imposición de la venta forzosa: racionar la mercancía. Esto significa que la cantidad de mercancía que cada consumidor puede adquirir no depende ya del comprador y el vendedor. Es la autoridad gubernativa la que ahora distribuye la cantidad de mercancía disponible entre quienes la solicitan, y cada uno recibirá la cuota que le corresponda de acuerdo con la ordenanza sobre el racionamiento y al precio establecido por la autoridad.
Pero la autoridad no puede detenerse aquí. Las intervenciones a que hasta ahora nos hemos referido afectan sólo a la cantidad de mercancía disponible en el mercado. Una vez agotadas las existencias, los almacenes dejarán de llenarse, porque la producción ya no cubre los costes. Por lo tanto, si el gobierno quiere seguir garantizando el aprovisionamiento del mercado de los consumidores, tendrá que dar un nuevo paso y decretar la obligación de producir esa mercancía; y luego, si es necesario para alcanzar este objetivo, deberá fijar también los precios de las materias primas y productos semielaborados, y acaso también de la fuerza laboral; y luego aún obligar a los empresarios y a los trabajadores a producir y a trabajar a esos precios.
Salta a la vista que, en una sociedad basada en la división del trabajo y en la propiedad privada de los medios de producción, es inconcebible un control de los precios como intervención aislada de la autoridad en el juego del mercado. Ese control no puede alcanzar el objetivo que el gobierno se propone con él, por lo que se ve en la necesidad de proceder, paso a paso, más allá del decreto aislado que fija el nivel del precio, hasta hacerse con el poder discrecional sobre los medios de producción y sobre la fuerza de trabajo, disponiendo qué es lo que hay que producir, cómo producirlo y cómo distribuirlo. La intervención aislada en el mercado sólo puede desviar el mecanismo de distribución de las mercancías a los consumidores, apartando a estos de las que consideran más urgentes y empujándolos hacia los sucedáneos menos apropiados para satisfacer sus necesidades; es decir, no alcanza nunca los resultados que la autoridad se propone con sus intervenciones. La historia del socialismo de guerra es un ejemplo clamoroso de lo que estamos diciendo. Paso a paso, los gobiernos que han interferido en los mecanismos del mercado se han visto en la necesidad de pasar de las intervenciones aisladas iniciales sobre los precios a la definitiva socialización de los medios de producción. Y este camino se habría recorrido aún más rápidamente si los precios administrados se hubieran respetado y no hubieran sido burlados alegremente por el mercado negro. Si esos gobiernos no llegaron a dar el último paso y a socializar realmente todo el aparato productivo, se debe sólo al final anticipado de la guerra que puso fin al mismo tiempo a la economía bélica. Pero quien analiza a fondo las distintas medidas de la política económica de guerra puede comprobar claramente todas las fases que acabamos de describir: primero el control de los precios, luego la venta forzosa, a continuación el racionamiento, después las normas taxativas sobre la reglamentación de la producción, y finalmente los intentos de asumir la dirección planificada de todo el sistema de producción y distribución.
El control de precios ha tenido históricamente un papel importante sobre todo en la devaluación de la moneda y en la política inflacionista. Los gobiernos han tratado siempre de mantener constante el nivel de los precios a pesar de la devaluación monetaria y el aumento de la cantidad de moneda en circulación; y lo mismo han hecho también durante la última guerra mundial, que conoció la mayor inflación de la historia. Los gobiernos comenzaron castigando penalmente toda alteración de los precios en el momento mismo en que pusieron la fábrica de la moneda al servicio de la hacienda pública. Supongamos que al principio tuvieron éxito. Aquí queremos prescindir completamente de que la guerra provocara también una reducción de la oferta de mercancías, y suponer que por este lado no hubo fuerzas capaces de alterar la relación de cambio consolidado entre mercancías y dinero. Prescindimos también de la mayor necesidad monetaria de las distintas unidades económicas debida a la prolongación de los tiempos de traslado de la valuta, a la fuerte limitación de las relaciones de compensación y a otras restricciones típicas de los tiempos bélicos. Dejamos, pues, a un lado todas estas circunstancias y examinamos simplemente el problema de las inevitables consecuencias de un eventual restablecimiento autoritario del viejo nivel de los precios monetarios en presencia, coeteris paribus, de una creciente cantidad de moneda en circulación. Al aumentar esta última, reaparece en el mercado un nuevo y desconocido deseo de comprar. Es decir, se crea, como se dice técnicamente, una «nueva capacidad de compra». Pero, ante la imposibilidad de aumentar los precios, la competencia entre estos nuevos compradores potenciales y los que ya están en el mercado permite sólo una parcial satisfacción de la demanda. Habrá entonces*potenciales compradores que estarían dispuestos a pagar el precio que se les pide, pero que se verán obligados a abandonar el mercado con las manos vacías y a volver a casa con el dinero en el bolsillo. El gobierno, al aumentar el dinero en circulación, se propone desviar las mercancías y los servicios de las vías tradicionales y orientarlas hacia los empleos que estima más oportunos. Se propone adquirir estas mercancías y estos servicios, no requeridos, como teóricamente también sería posible. Debe, pues, auspiciar que como medio de intermediación de los intercambios siga el dinero y sólo el dinero. No le sirve una situación en la que el mercado permita que una parte de los compradores potenciales se vaya con las manos vacías, sino que más bien él mismo quiere adquirir bienes y servicios, es decir servirse del mercado, no destruirlo. Por otra parte, ese control autoritario de los precios produce precisamente el efecto de destruir el mercado en el que se contratan bienes y servicios en dinero; y el mercado, apenas puede, trata de ayudarse de otro modo. Y entonces reaparecen, por ejemplo, ciertas formas de trueque, de cambios recíprocos de mercancías y servicios sin intermediación monetaria. Para el gobierno, que no está equipado para estas formas de transacción directa, porque no dispone de mercancías propias, una tal situación es realmente intolerable. Lo único que puede crear, ya que en el mercado es sólo titular de dinero y no de mercancías, es que el poder de compra de la unidad monetaria no se reduzca más aún por el hecho de que quienes tienen dinero no estén seguros de poder comprar las mercancías que desean. Ahora bien, como comprador de mercancías y de fuerza de trabajo, el gobierno no puede respetar el principio de que los viejos precios deben ser respetados. En una palabra, tampoco el gobierno, como emisor de la cantidad de moneda añadida, puede escapar a la necesidad que describe la teoría cuantitativa.
Una vez que el gobierno ha establecido un precio superior al que se formaría espontáneamente en el mercado libre, y ha impedido (fijando un precio mínimo) la venta a un precio inferior, las ventas se derrumban. A un precio de mercado inferior, demanda y oferta coinciden; a un precio superior, fijado autoritariamente por el gobierno, la demanda es inferior a la oferta y una parte de la mercancía no encuentra compradores. El objetivo del gobierno al imponer un precio mínimo era ciertamente asegurar mayores beneficios a los vendedores; pero el resultado es muy distinto. Por ello tiene que recurrir a otras medidas, medidas que a su vez, paso a paso, le llevan a hacerse con el control total de los medios de producción.
Entre las diversas medidas que fijan autoritariamente un precio mínimo, especial importancia práctica tienen las que se refieren al nivel de los salarios, es decir al salario mínimo. Estas tarifas puede imponerlas el gobierno directamente, o bien indirectamente a través de medidas sindicales cuyo objetivo es precisamente fijar un salario mínimo. Si el sindicato consigue, con la huelga o la amenaza de huelga, imponer un tipo salarial mínimo superior al que se formaría espontáneamente en un mercado libre, es sólo porque detrás está el gobierno, que no asiste con la protección de la ley a quienes se niegan a secundar la huelga, confiriendo así eficacia a la acción directa que ejerce el sindicato para imponer la abstención del trabajo. Para un análisis de principio de la naturaleza y significado del control de precios, es totalmente indiferente preguntarse si el aparato coercitivo que le confiere eficacia es el «legítimo» de la administración estatal o bien el tolerado de una organización que ejerce de hecho un poder público. Cuando el salario mínimo impuesto a un sector industrial supera el nivel del salario que se formaría espontáneamente en el mercado libre, los costes de producción de este sector aumentan y con ellos aumenta también el precio final del producto, al tiempo que las ventas caen en la medida correspondiente. Entonces hay que recurrir al despido de trabajadores, lo cual provoca un descenso del salario en otros sectores de producción. En este sentido se podría suscribir la teoría del fondo de salarios a propósito de los efectos de los aumentos salariales no derivados del mecanismo del mercado. Lo que los trabajadores obtienen en un sector de la producción lo pierden los trabajadores de otros sectores. Si se quiere evitar estas consecuencias, hay que vincular al salario mínimo la obligación de no reducir las plantillas. Pero esto conduce inevitablemente a la reducción, en el sector de producción afectado, de la tasa de beneficio, ya sea que a una parte de los trabajadores se les paga sin estar efectivamente empleados, ya sea que se emplea a todos los trabajadores sin reducir el volumen de la producción y vendiendo el producto con pérdida. En tal situación, quien desarrolla la actividad empresarial pensará abandonar ese sector, y si el Estado quiere impedírselo, tendrá que apelar a medidas especiales.
Si la imposición del salario mínimo no se limita a un único o a pocos sectores de producción sino que se extiende a todos los sectores económicos de un país o incluso a nivel internacional, el consiguiente aumento del precio de los productos puede no originar una recesión del consumo[202]. En efecto, los aumentos salariales expanden la capacidad de consumo de los propios trabajadores; estos pueden consumir más y adquirir los productos, aunque estos se hayan encarecido (evidentemente, también podrían verificarse desplazamientos a nivel de la producción). En cambio, los capitalistas y los empresarios, a no ser que echen mano del capital, tendrán que reducir el consumo, ya que su renta no aumenta, y por lo tanto no puede cubrir el aumento de los precios. El aumento generalizado de los salarios ha transferido, pues, a los trabajadores las cuotas de beneficio empresarial y de renta del capital correspondientes a la tasa de reducción del consumo de estos últimos. El aumento de la renta obrera se aprecia en el hecho de que, como consecuencia de la reducción del consumo de capitalistas y empresarios, los precios de los bienes de consumo no aumentan en la misma medida que los costes inducidos por los aumentos salariales, sino en medida algo inferior. Sin embargo, puesto que —como es bien sabido— aun en el caso de que la renta procedente de la propiedad se repartiera entre los trabajadores, la renta individual de estos se incrementaría de forma insignificante, no hay razón para hacerse ilusiones sobre los efectos cuantitativos de esta limitada reducción de la renta procedente de la propiedad. Si, en cambio, se supone que el aumento de los salarios y de los precios es de tal magnitud que transfiere a los trabajadores gran parte o incluso la totalidad de la renta real de empresarios y capitalistas, entonces interviene otra consideración: los empresarios y los capitalistas dispuestos a seguir viviendo de su actividad empresarial e inversora, pero que no pueden hacerlo con los beneficios del capital invertido en la empresa, acabarán echando mano del capital. Así pues, la supresión de la renta de la propiedad a través de un aumento salarial impuesto desde fuera produce una destrucción de componentes estructurales del capital y, por consiguiente, una reducción progresiva de la renta nacional. (Por lo demás, el mismo efecto provoca todo intento de reducir la renta procedente de la propiedad o de la actividad empresarial mediante la socialización de la producción y la distribución). Si se quiere evitar estas consecuencias, no hay otra solución —según los estatalistas— que quitar a los propietarios privados la disponibilidad de los medios de producción.
Todo cuanto hemos dicho hasta ahora es sólo aplicable a aquel tipo de control de precios que tiende a desplazar el precio del nivel que alcanzaría espontáneamente en el mercado libre. Pero si el control de precios pretendiera impedir, no este precio de competencia, sino el precio de monopolio, entonces las consecuencias serían muy otras. En este caso el gobierno dispone para sus intervenciones de todo el margen de oscilación del precio entre el de monopolio más alto y el de competencia más bajo. Dentro de este margen las intervenciones sobre los precios pueden ser eficaces; es decir, en ciertas circunstancias, el gobierno puede decidir intervenir sobre una renta específicamente monopolística. Supongamos, por ejemplo, que en un área económica aislada, un cártel de productores de azúcar mantiene el precio del producto por encima del nivel que alcanzaría en el mercado libre. Si en una situación tal el gobierno impone un precio mínimo sobre la remolacha, superior al nivel que habría alcanzado en el mercado, los efectos del precio mínimo, a que nos referimos anteriormente, podrían producirse sólo cuando la intervención de la autoridad se dirigiera específicamente contra el beneficio de los monopolistas del azúcar. Es decir, tales efectos tendrían lugar sólo si el precio de la remolacha se fijara a un nivel tal que la producción de azúcar no fuera ya rentable ni siquiera al precio de monopolio, por lo que el monopolio del azúcar se vería obligado a aumentar el precio del producto, pero a reducir al mismo tiempo la producción, para adaptarla a la caída tendencial de las ventas.
El resultado teórico más importante de un análisis a fondo de los efectos del control de precios es que, en el ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción, las intervenciones de la autoridad sobre la formación del precio de mercado tienen exactamente el efecto contrario al que se deseaba obtener. Para evitar estas consecuencias, el gobierno no puede detenerse en las medidas particulares de intervención sobre los mecanismos del mercado, sino que debe prolongar gradualmente su acción hasta la expropiación definitiva de los medios de producción de manos de los empresarios y capitalistas. En tal situación, es indiferente saber cómo la autoridad regulará la distribución de la renta y si en ella reservará o no al empresario y al capitalista una posición privilegiada. Lo decisivo es que no podrá detenerse en una sola intervención, sino que necesariamente tendrá que proceder hasta llegar a la socialización de los medios de producción. De donde se desprende lo absurdo de la idea de que, entre un ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción y otro basado en la propiedad colectiva, pueden existir formas intermedias, como por ejemplo el mercado «regulado». En una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción, los precios sólo pueden ser regulados por el mercado. Si se elimina, del modo que sea, este juego, la producción de este tipo de sociedad carece de sentido, se hace caótica, y entonces el Estado, para evitar el caos, tiene que asumir el control integral de los medios de producción.
En este sentido podría aceptarse la idea de los viejos liberales y de una parte de los viejos socialistas, esto es la concepción que afirma que, mientras se mantenga la propiedad privada de los medios de producción, es imposible eliminar la influencia del mercado sobre la formación de los precios y, por consiguiente, sobre la producción y la distribución, e imponer precios que se aparten de los fijados por el mercado. Su formulación de la tajante alternativa «propiedad privada o propiedad colectiva de los medios de producción, capitalismo o socialismo», no era fruto de un estéril doctrinarismo, sino del profundo conocimiento de los principios básicos de la sociedad. En realidad, para una sociedad basada en la división del trabajo, sólo existen dos posibilidades de organización; las formas intermedias, de la clase que sean, sólo son imaginables en el sentido de que una parte de los medios de producción es propiedad de la sociedad y otra parte lo es de los individuos privados. Pero mientras se deje a los individuos la libre disposición de los medios de producción, será imposible eliminar el precio de mercado con intervenciones externas sin abolir al mismo tiempo, en una sociedad así estructurada, el principio regulador de la propiedad basada en la división del trabajo.