En la Alemania y en la Austria alemana republicanas existe un movimiento que va adquiriendo una importancia creciente en la política y en las ciencias sociales. La mejor definición que de él podemos dar es la de «antimarxismo», como por lo demás suele a veces autocalificarse. Los presupuestos, la ideología, los métodos de lucha y objetivos de este movimiento no son homogéneos; el único elemento que los une es la declaración de guerra al marxismo. Pero ¡cuidado!: lo que se ataca no es el socialismo, sino el marxismo, y lo que se reprocha al socialismo marxista es que no es verdadero socialismo, el socialismo auténtico y único que hay que construir. Sería totalmente equivocado sostener —como hacen, por motivos puramente propagandísticos, los intelectuales de partido socialdemócratas y comunistas— que este antimarxismo aprueba o defiende la propiedad privada de los medios de producción. En realidad, aunque con otra presentación ideológica, no es menos anticapitalista que el marxismo.
Aquí sólo hablaremos del antimarxismo científico: nos referiremos al antimarxismo de la política práctica inmediata sólo cuando sea imprescindible para interpretar la doctrina.
De ordinario se definen como marxistas sólo aquellos escritores que, perteneciendo a un partido marxista, tienen que aceptar y defender en sus escritos las doctrinas de Marx en las formas canónicas fijadas en los congresos del partido. La «ciencia» de estos hombres y mujeres no es otra cosa que una especie de escolástica. Su problema consiste en conservar la «pureza» de la doctrina auténtica. Todas sus demostraciones se realizan con argumentos de autoridad, en última instancia, naturalmente, la autoridad de Marx y Engels. Los marxistas no hacen otra cosa que certificar continuamente el colapso de la ciencia «burguesa» y la necesidad de buscar la verdad sólo en el marxismo.
El único significado de esta literatura marxista es haber promovido la carrera política de sus autores. Nada tiene que ver con la ciencia, ni siquiera con la ciencia alemana, que, como veremos, ha sido extraordinariamente influida por las doctrinas de Marx. Ni una sola idea ha producido esta literatura de epígonos, gris y repetitiva. Las grandes luchas que han agitado a los partidos marxistas —el debate sobre el revisionismo, sobre el concepto de dictadura, etc.— no han sido discusiones científicas sino meros debates políticos, y el método científico que las ha guiado es un método totalmente estéril para quien no sea un escolástico. Sólo Marx y Engels, no sus epígonos, han influido en la ciencia alemana.
En los años 70 y 80 del siglo XIX el socialismo estatalista y el socialismo de cátedra habían adquirido plena hegemonía en Alemania. La economía política había desaparecido. La economía política moderna, en cuya formación participaron sólo algunos austriacos despreciados como figuras excéntricas y un poco patéticas, pasó al principio totalmente inadvertida, al igual que la sociología no alemana, ambas igualmente sospechosas de manchesterismo. Los únicos estudios admitidos eran los históricos y estadístico-descriptivos; el principal requisito para tener carta de naturaleza en el mundo académico era la profesión de fe «social», es decir de socialismo de cátedra. A pesar, o tal vez a causa, de esta afinidad, los socialistas de cátedra se oponían a la socialdemocracia. Por lo demás, los escritos de Marx y Engels apenas eran objeto de atención por demasiado «doctrinarios».
La situación cambió con la llegada de una nueva generación formada por los alumnos de quienes en 1872 habían fundado la Verein für Sozialpolitik. Era una generación que en la Universidad no había oído una sola lección de economía política; que conocía los clásicos sólo de nombre y que lo único que sabía de ellos era que habían sido superados por Schmoller. Muy pocos habían tenido alguna vez en sus manos, y mucho menos leído, un texto de Ricardo o de Mill. A Marx y Engels tenían que leerlos por obligación, urgidos por la necesidad de hacer frente a la socialdemocracia, cada vez más dominante. Trataban entonces de escribir libros para refutar a Marx, pero con el único resultado de acabar a su vez, junto con sus lectores, fascinados por las ideas marxistas. No podía ser de otro modo, pues careciendo de toda familiaridad con la teoría económica y la sociología, se hallaban totalmente desarmados frente a lo que descubrían en Marx. Y si de Marx y Engels rechazaban las más extremosas reivindicaciones políticas, acababan recibiendo, mitigadas, sus teorías.
Este marasmo de los discípulos no tardó en repercutir en los maestros. En su artículo «Volkswirtschaft, Volkswirtschaftslehre und- methode», escrito para la tercera edición del Handwörterbuch der Staatswissenschaften[157], Schmoller atribuye a Jevons el mérito de haber criticado a Ricardo «por haber empujado el vagón de la economía hacia una vía equivocada». Y, con manifiesta satisfacción, observaba que Hasbach había añadido que «era precisamente la vía por la que la burguesía deseaba viajar». A lo largo de toda la polémica de la Escuela histórica alemana de economía contra la unilateralidad de Ricardo —proseguía Schmoller— «muchos seguidores de la vieja escuela» creyeron que podían seguir las huellas metodológicas de Smith, sin advertir que «sus teorías se habían convertido en una teoría de clase unilateral»[158]. Al socialismo no se le podía negar «ni el derecho a existir ni el reconocimiento de algunos efectos positivos», ya que, «nacido como filosofía de la miseria social, representa una orientación científica que cuadra con los intereses de los trabajadores, del mismo modo que la doctrina de la naturaleza post-smithiana se había convertido en una teoría hecha a la medida de los intereses de los empresarios»[159]. Estas palabras revelan claramente lo mucho que las ideas de Schmoller sobre el desarrollo histórico de las teorías económicas estuvieron impregnadas de ideas marxistas. Con mayor claridad aún aparecen las influencias marxistas en Lexis, de cuya teoría del interés dijo Engels que no era sino «una transcripción de la teoría de Marx»[160]. Böhm-Bawerk suscribe este juicio de Engels y observa que también las teorías de Dietzel y de Stolzmann eran muy semejantes en su planteamiento a las de Lexis, y que en la literatura de aquellos años (Böhm-Bawerk escribía en 1900) no era raro toparse con ideas y declaraciones análogas: parece más bien, añadía Böhm-Bawerk, «una orientación intelectual que empieza a convertirse en una moda»[161].
En la economía política esta moda no duró mucho. A los ojos de la generación de los discípulos directos de los fundadores de la Joven Escuela histórica, Marx pasaba por el teórico de la economía por excelencia. Pero cuando algunos discípulos de estos discípulos empezaron a interesarse más a fondo por la economía política, la fama del Marx teórico no tardó en esfumarse. Y al final también en Alemania se tuvo el valor de reconocer lo que la economía política teórica había producido en el extranjero, especialmente en Austria, y a redimensionar drásticamente la posición de Marx en la historia de la economía política.
En cambio, la influencia del marxismo en la sociología alemana ha sido creciente. Todos los resultados obtenidos en Occidente en el campo de la sociología fueron ignorados en Alemania durante mucho tiempo, en mayor medida aún que los obtenidos en la economía política teórica. Cuando más tarde empezaron los alemanes a ocuparse de problemas sociológicos, para ellos sólo existía una sociología: la concepción marxista de la historia y de la lucha de clases, convertida en punto de arranque del pensamiento sociológico alemán, y que ha acabado por influir, por lo menos en el tipo de problemas, sobre quienes pensaban haberla rechazado resueltamente. La mayor parte de los estudiosos no ha rechazado la doctrina en cuanto tal, sino únicamente sus consecuencias políticas y prácticas. Y los métodos aplicados han sido sustancialmente dos: el consistente en calificar la doctrina marxista de exagerada y demasiado totalizante, o bien el de declararla unilateral e intentar integrarla con nuevos elementos tomados prevalentemente de la doctrina política racista o nacionalista. No se ha querido reconocer el fundamental error del planteamiento marxista de los problemas ni tampoco el fracaso de sus intentos de solución. Se han hecho estudios historiográficos sobre el origen de la teoría marxista de la sociedad, sin advertir que lo poco que podía parecer válido había sido ya elaborado, de un modo incomparablemente más profundo, en Francia y en Inglaterra, por Taine y Buckle. Por lo demás, todo el interés se concentró sobre un problema totalmente irrelevante para la ciencia: la famosa teoría sobre la «extinción» del Estado. En esto, como en muchas otras cosas, más que formular una teoría, Marx y Engels lo que buscaban era una fórmula para la agitación social. Tenían, por una parte, que combatir el anarquismo y, por otra, mostrar que la «socialización» de los medios de producción que perseguía el socialismo no tenía nada que ver con la estatización y la municipalización propuestas por el socialismo estatalista y municipalista. Desde un punto de vista estrictamente político-partidista era comprensible que la crítica lanzada por el estatalismo contra el marxismo apuntara ante todo a este problema, en la sugerente perspectiva de denunciar las contradicciones internas de la doctrina marxista del Estado y de contraponer a los «antiestatalistas» Marx y Engels el estatalista Lassalle[162].
La acogida de la teoría social marxista en Alemania se explica si se tiene en cuenta el rechazo de la teoría social utilitarista del siglo XVIII por parte del mundo intelectual alemán.
La teoría social teológico-metafísica define y postula al mismo tiempo la sociedad sobre la base de un criterio externo a la experiencia humana. La sociedad es querida por Dios, o por la «naturaleza», o por un valor objetivamente válido, y es querida de una forma determinada, de modo que pueda alcanzar los fines que otras entidades consideran buenas. Los hombres no pueden menos de plegarse a su mandato. El supuesto de que parten las doctrinas teológicas, y en parte también las metafísicas, es que esta sumisión del individuo al organismo social, definido en estos términos, impone al individuo un sacrificio del que sólo será resarcido por la conciencia de haber obrado bien y de poder obtener acaso en el Más Allá la recompensa por este buen comportamiento. Puesto que los hombres ignoran su destino, es la providencia la que los fuerza a seguir el camino recto: si son hombres de buena voluntad, lo hace a través de la revelación; si son hombres de mala voluntad, lo hace sirviéndose de hombres especialmente dotados o de instituciones que actúan como instrumentos del reino de Dios.
A esta teoría de la sociedad se opone el individualismo, que exige una explicación —desde el punto de vista tanto religioso como metafísico— de por qué el individuo haya de sacrificarse a la sociedad. La controversia que se plantea en el terreno de la teoría teológico-metafísica de la sociedad se refleja perfectamente en la contraposición —clásica en Alemania— entre teorías colectivistas (universalistas) y teorías individualistas de la sociedad[163]. Pero el error fatal consiste en creer que en esta clasificación haya espacio para todas las teorías posibles de la sociedad, siendo así que la misma acoge únicamente a las dos antiguas y contrapuestas teorías y excluye la teoría moderna basada en la filosofía utilitarista del siglo XVIII.
La teoría utilitarista de la sociedad, renunciando a toda metafísica, parte de un hecho de experiencia: la voluntad presente en todo ser viviente de aceptar la vida y de multiplicar sus energías. La mayor productividad de la acción humana, obtenida en régimen de división del trabajo, y no en la acción aislada, extiende cada vez más la cooperación social entre los individuos. Decir sociedad es decir división y cooperación del trabajo. Entre la sociedad y el individuo, en última instancia, no existen intereses antitéticos, porque en la sociedad cada uno puede perseguir sus propios fines mejor que en la acción aislada realizada fuera de la sociedad. Los sacrificios del individuo respecto a la sociedad son sólo provisionales, la renuncia a una ventaja menor a cambio de otra mayor. Tal es la esencia de la armonía de intereses de que tanto se habla.
La crítica estatalista y socialista no ha entendido nunca en qué consiste la «armonía preestablecida» teorizada, desde Smith a Bastiat, por la Escuela libre-cambista y que ellos rechazan con tanta vehemencia. El ropaje ideológico con que se cubre no es esencial a esa teoría. La sociología utilitarista trata de explicar el desarrollo de la sociedad humana —desde el supuesto estado natural propio de una mítica edad primitiva en la que no existía la sociedad, o desde la condición históricamente conocida de un pasado caracterizado por relaciones sociales rudimentarias, hasta la complejidad de los vínculos sociales modernos y los presumibles desarrollos del proceso de socialización— sobre la base de principios que todo individuo posee. Como en todas las concepciones teleológicas del desarrollo, el proceso de socialización se considera intrínsecamente «bueno», o sea como un valor, sin ulteriores especificaciones, en el fondo irrelevantes para el tema en cuestión. Quien cree en Dios, y mediante esta fe trata de comprender el desarrollo social, descubre en el mencionado principio una sabia institución predispuesta por Dios. Ni puede ser de otro modo: desde el momento en que el bien, o sea la condición social ya alcanzada, y más aún aquella a la que la sociedad parece acercarse, brota de las condiciones de la naturaleza humana, todas estas condiciones, aunque desde otro punto de vista pueden parecer un mal, una debilidad o un defecto, respecto al resultado que producen son consideradas un bien en cuanto que son otros tantos medios que conducen a un buen resultado. Así Smith piensa que la debilidad del hombre «no carece totalmente de utilidad», en cuanto que «cualquier parte de la naturaleza, si se examina atentamente, demuestra igualmente el cuidado de su Autor; e incluso en la debilidad y en la locura del hombre se puede admirar la sabiduría y la bondad de Dios»[164]. Es claro que aquí la fórmula teísta es sólo un accesorio y puede ser sustituida tranquilamente por el concepto de «naturaleza», como hace el propio Smith en otras partes de su obra, cuando habla de aquel «gran director que es la naturaleza», o cuando simplemente habla de «naturaleza». Entre la teoría de la sociedad de Smith y la de Kant no hay diferencia ni en la actitud de principio ni en el método. También Kant trata de explicar por qué vías la «naturaleza» conduce a la humanidad hacia el fin que le ha sido asignado. La única diferencia entre Smith y Kant consiste en que Smith consigue reconducir la formación de la sociedad a los elementos cuya presencia en el hombre puede comprobarse empíricamente, mientras que Kant sólo logra explicarla suponiendo una «tendencia» de los hombres a unirse en sociedad, ligada a una segunda tendencia que tiende a desunir la sociedad. De este antagonismo nacería —sin que se diga cómo— la sociedad[165].
Podemos revestir de formas teístas toda concepción teleológica, sin que por ello se pierda su carácter científico. La teoría darwiniana de la selección natural, por ejemplo, puede exponerse sin más interpretando la lucha por la existencia como un sabio dispositivo del Creador para el desarrollo de la especie. Y toda concepción teleológica nos muestra armonías, nos hace ver, por ejemplo, cómo de la acción convergente de las fuerzas brota lo que está al final de la serie evolutiva. Decir que las condiciones cooperan armoniosamente no significa sino que conducen al resultado que tenemos que explicar. Aun en el caso de que nos neguemos a considerar bueno el estado de cosas existente, todos los teoremas de la doctrina permanecen en pie. La explicación del mundo en la que, de específicas condiciones dadas y no susceptibles de ulterior análisis, debería haber surgido «necesariamente» esa determinada situación que nosotros conocemos, es independiente del modo en que queramos valorar esta misma situación. Las objeciones a la categoría conceptual de la «armonía preestablecida» no invalidan por tanto la esencia de la teoría utilitarista de la sociedad; afectan sólo a la forma en que se presenta.
También la teoría marxista de la sociedad podría interpretarse, sin cambiar su naturaleza, como una teoría de la armonía preestablecida: de la situación primordial, a través de la dialéctica de la realidad social, arranca el proceso que conduce a la meta del paraíso socialista. Lo que no funciona en esta teoría es su contenido; la forma externa, también aquí, es secundaria.
A la teoría utilitarista se la suele acusar de «racionalismo». Pero toda explicación científica es «racionalista». Lo que el intelecto no puede comprender, tampoco puede ser dominado por los instrumentos de la ciencia. En esta crítica no se suele tener en cuenta que la teoría liberal de la sociedad no explica el nacimiento y el desarrollo de los vínculos y de las instituciones sociales —como hace ingenuamente la teoría contractualista— sobre la base de los esfuerzos humanos encaminados conscientemente a su formación en las sociedades. Considera más bien las formaciones sociales «como el resultado espontáneo, la resultante no intencionada de actividades específicamente individuales de los miembros de una sociedad»[166].
El equívoco implícito en este juicio sobre la teoría de la «armonía» se repite, en otra versión, en el modo de concebir el problema de la propiedad. Puede pensarse que la propiedad privada de los medios de producción constituye la mejor forma de organización social, y tal es la opinión de los liberales; o bien se puede pensar que la mejor forma de organización social es la que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, y tal es la posición socialista. Pero quien sostiene la primera de estas concepciones opuestas, debe sostener por ello mismo también la teoría de que la propiedad privada favorece a todos los miembros de la sociedad y no sólo a los propietarios[167].
Partiendo de la idea de que en la sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción no existen contrastes de intereses insuperables, se ha podido también constatar que la conflictividad disminuye a medida que aumenta la extensión y la fuerza de los vínculos sociales. Las guerras —las externas y las internas, representadas estas por las guerras civiles y las revoluciones— se evitan en la medida en que se refuerza la división del trabajo. El tipo humano del guerrero se transforma en el tipo del empresario, el «héroe» se convierte en «mercader». A la eliminación de la conflictividad y la violencia en el interior del Estado contribuyen las instituciones constitucionales democráticas, que tienden a mantener o a crear la armonía entre la voluntad de los gobernantes y la de los gobernados, evitando la guerra civil.
Al contrario de los utilitaristas, para los cuales la propiedad privada de los medios de producción garantiza una mayor productividad del trabajo social frente a la propiedad colectiva, los viejos socialistas creían en cambio que es precisamente esta la que asegura una mayor productividad, y que por tanto la primera tiene que ser abolida. Este socialismo utilitarista debe distinguirse de aquel socialismo que parte de una teoría de la sociedad sobre bases teístas o metafísicas y que invoca la creación de una economía colectivista porque entiende que es más funcional para la materialización de aquellos valores que la sociedad debe realizar, aunque no pueda justificarlos empíricamente.
A su vez el socialismo de Marx se distingue radicalmente, en sus motivaciones sociológicas, de estas dos variantes del socialismo que él califica de utópicas. Ciertamente, también Marx parte del supuesto de que el modo de producción socialista garantiza una productividad del trabajo mayor de la que es posible en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción. Pero niega que exista una solidaridad de intereses en la sociedad pasada y presente. Si existe solidaridad de intereses, es sólo dentro de las distintas clases, mientras que entre las clases lo único que hay es antagonismo de intereses, y la historia de todas las sociedades que hasta ahora han existido es una historia de lucha de clases.
La lucha como resorte del desarrollo social es el supuesto de que parte también un segundo grupo de teorías sociales. Se trata de aquellas teorías que ven en la lucha entre razas, pueblos y naciones la ley fundamental de la sociedad.
El error común a estos dos grupos de teorías que se inspiran en la sociología de la lucha radica en la exclusión de toda clase de asociación. Todas ellas tratan de demostrar por qué debe existir la lucha entre las clases, las razas, los pueblos o las naciones, pero pasan por alto por qué dentro de las clases, las razas, los pueblos o las naciones existe o puede existir la cooperación pacífica. Y el motivo de esta omisión no es difícil de comprender. Es imposible, en efecto, indicar un principio de asociación que actúe sólo en el interior de los grupos colectivos particulares y deje de actuar más allá de los mismos. Si la guerra y la lucha son lo que mueve todo desarrollo social, ¿por qué debe tratarse solamente de guerra y de lucha entre las clases, las razas, pueblos o naciones, y no también entre los individuos? Llevada a sus últimas consecuencias lógicas, esta sociología de la lucha no ofrece una teoría de la sociedad, sino una «teoría de la insociabilidad»[168].
Todo esto ha pasado inadvertido en Alemania —y lo mismo, a lo que entiendo, puede decirse con respecto a todos los pueblos eslavos y los húngaros— porque en este país existe una hostilidad apriorística frente a toda forma de utilitarismo. Y como la sociología moderna se basa en el utilitarismo y en la división del trabajo, esta actitud ha significado el rechazo de la sociología. Tal es el principal motivo de la reluctancia alemana a ocuparse de sociología y de la lucha contra la sociología como ciencia que durante decenios se ha librado en tierra alemana con tanta vehemencia. Como no se quería la sociología, se contentaron con un sucedáneo. Se adoptó, según la posición política, una de las dos versiones mencionadas de la «teoría de la insociabilidad», acentuando conscientemente el principio de la lucha, sin preocuparse de buscar también un principio de asociación.
Esta situación científica explica el éxito descontado de la sociología marxista en Alemania y en los países del Este. Respecto a las teorías de la lucha entre razas, pueblos y naciones, tiene por lo menos la ventaja de indicar un ordenamiento social futuro gobernado por un principio orgánico de asociación. Se ha aceptado esta solución, porque siempre ha parecido más aceptable que la renuncia, típica de las demás teorías, a cualquier solución, y porque era optimista y más satisfactoria que las teorías que en el proceso histórico no ven otra cosa que una desesperada lucha de una raza elegida contra la supremacía de razas inferiores. Quien ha querido llevar el optimismo más allá, sin preocuparse excesivamente del rigor científico, halló la solución del antagonismo, no en el futuro paraíso socialista, sino en la «monarquía social» ya existente.
Fue así como el marxismo se apoderó en Alemania del pensamiento sociológico y de la filosofía de la historia.
La sociología alemana vulgar tomó de la sociología marxista sobre todo su fundamental concepto de clase. Spann ha observado justamente que «hoy el concepto de clase lo suelen emplear incluso los llamados economistas burgueses en una única versión y en relación con una única problemática: la condicionada por el materialismo histórico de Marx»[169]. Junto con este concepto se ha absorbido también toda la vaguedad, la oscuridad y la confusión que le acompañan en Marx y Engels, y en todos sus seguidores del partido socialdemócrata o comunista, que repiten como loros su doctrina. Marx, en los treinta y cinco años que separan la publicación del Manifiesto comunista de su muerte, no fue capaz de dar una definición aproximada del concepto de clase, y el manuscrito del tercer volumen del Capital que dejó inacabado se interrumpe significativamente en el momento en que debería tratar de las clases. Desde la muerte de Marx han pasado cuarenta años, el concepto de clase se ha convertido en la piedra angular de la sociología alemana moderna, y aún estamos esperando una definición científica que marque sus límites precisos. No menos indeterminados son los conceptos de interés de clase, condición de clase, lucha de clase; e igualmente vaga es la visión de la relación entre condición de clase, interés de clase e ideología de clase.
Para Marx y su partido, los intereses de las distintas clases son inconciliablemente opuestos. Cada clase conoce exactamente su propio interés de clase y el modo de defenderlo. Por lo tanto, entre las clases no puede haber sino lucha permanente, en el mejor de los casos interrumpida por periodos de tregua. La idea de que puedan darse circunstancias que eliminan, o por lo menos atenúan, la lucha de clase antes de alcanzar la tierra prometida socialista se rechaza categóricamente. No existe una unidad superior en la que las distintas clases puedan conciliarse y desaparecer los antagonismos de clase. Las ideas de patria, nación, raza, humanidad sirven para enmascarar el único dato real del antagonismo de clase. La sociología vulgar no llega a tanto. Considera que bien podría ser como dice Marx, pero que no tiene que ser así necesariamente, y que no debería ser así. Es preciso dejar a un lado los intereses egoístas en nombre de los ideales de nación, patria, Estado. Y el Estado como principio racional por encima de las clases, como plasmación de la idea de derecho, debe intervenir y crear un ordenamiento social en el que se impida que la clase de los que poseen explote a las clases que no poseen, de tal modo que resulte superflua la lucha de clase de los proletarios contra los propietarios.
Junto a la teoría de la lucha de clases, la sociología estatalista alemana toma también del marxismo gran parte de su concepción de la historia. El parlamentarismo inglés, tan celebrado por la doctrina liberal, y con él todas las demás instituciones democráticas, se convierten así en pura expresión del dominio de clase de la burguesía; en la historiografía alemana sobre la Inglaterra contemporánea la acusación que con más frecuencia se hace al Estado inglés y a sus instituciones es la de ser capitalista y plutocrático. Al concepto inglés de libertad se contrapone un concepto alemán. La gran Revolución francesa y los movimientos de 1830 y 1848 se consideran movimientos de clase de la burguesía. El hecho de que en Alemania no triunfaran los rebeldes del 48 sino los sistemas reinantes fue toda una suerte, porque de este modo se abrió el camino al régimen de los Hohenzollern, que está por encima de las clases y de los partidos. Para los estatalistas alemanes —de acuerdo en esto con los marxistas— el imperialismo moderno de los Estados de la Entente es hijo del expansionismo capitalista. Los estatalistas toman también del marxismo una buena parte de la teoría de la sobreestructura, cuando por ejemplo acusan a la economía política clásica de representar los intereses de clase de los empresarios y de la burguesía y de ser una apologética del capitalismo. Cuán responsable fue Schmoller de todo esto, nos lo confirma el ejemplo que referimos anteriormente.
Lo que sobre todo conviene subrayar es que esta recepción de las principales teorías marxistas no ha ido precedida por ningún control crítico. Toda la atención de los estatalistas se dirigió prioritariamente a dulcificar aquellas partes de las teorías marxistas que más directamente apuntaban contra la idea del Estado y sus desarrollos político-nacionales en la Alemania capitaneada por Prusia; e igualmente se dirigió a poner esas teorías al servicio de las ideas del socialismo de Estado y del conservadurismo. El problema del marxismo se afrontó no como un problema político o, en el mejor de los casos, político-económico. De este modo la política se contentó con denunciar las exageraciones del marxismo y con mostrar que para la cuestión social había una solución distinta y mejor que la marxista: la reforma social. El ataque principal contra el marxismo no tuvo como blanco su programa de política económica sino sólo el político, y se centró sobre todo en la tesis de la prioridad del interés de clase sobre el interés nacional.
Sólo unos pocos trataron como problemas científicos las cuestiones planteadas por el marxismo. Sombart fue uno de los primeros que se ocuparon de desarrollar científicamente las ideas de Marx, continuando, renovando y reformando sus teorías. De él y de su obra reciente, que nos han dado la ocasión para este ensayo, hablaremos más ampliamente en las páginas que siguen.
La dependencia respecto a Marx es la característica distintiva de la ciencia social en Alemania. Es cierto que el marxismo ha dejado también algunas huellas en el pensamiento social en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en los países escandinavos y en los Países Bajos. Pero la influencia de la teoría marxiana ha sido en Alemania incomparablemente más intensa, y el motivo principal ha sido sin duda el general rechazo de la sociología utilitarista[170]. También en Italia la influencia del marxismo ha sido notable, si bien duró mucho menos que en Alemania. En cambio, ha sido mucho más fuerte en los países de la Europa del Este, en Hungría y en los pueblos eslavos, los cuales, a pesar de la hostilidad política, dependen culturalmente del pensamiento alemán. El pensamiento social ruso ha estado totalmente dominado por el marxismo, y esto se refiere no sólo al pensamiento de los seguidores de los partidos revolucionarios en guerra abierta con el zarismo, sino también al de las universidades imperiales rusas. Altschul, traductor de los Elementos de Economía Fundamental de Gelesnoff, afirma en el prólogo: «En ningún otro país han encontrado las teorías de Marx tan rápida acogida en la ciencia académica y han ejercido tanta influencia sobre ella como en Rusia»[171]. En su odio hacia el liberalismo y la democracia, fue el propio zarismo el que, alentando la difusión del marxismo, abrió el camino a las ideas de los bolcheviques.
El lema del socialismo marxista es: «Lucha entre las clases, no entre los pueblos». Su proclama: «Ya no más guerras (imperialistas)». Su pensamiento recóndito: «Pero ahora y siempre guerra civil, revolución».
El lema del socialismo nacional es: «¡Solidaridad nacional! ¡Paz entre las clases!». Su pensamiento recóndito: «Pero guerra al enemigo extranjero»[172].
En estos lemas se compendia la actual fractura del pueblo alemán en dos bandos hostiles.
El gran problema político del pueblo alemán es el problema nacional, un problema que se presenta bajo tres aspectos: como problema de los territorios de lengua mixta en los confines del área de asentamiento alemán en Europa; como problema de la emigración alemana (creación de un área de asentamiento alemán en ultramar); y como problema de política comercial, o sea de creación de las bases materiales para mantener la población en el área de asentamiento alemán en Europa.
El marxismo ha ignorado completamente tales problemas. Todo lo que ha podido decir a este respecto es que en el futuro paraíso socialista no habrá lucha nacional: «El odio nacional se ha transformado en odio de clase», fomentado por la «pequeña burguesía» y explotado por la «burguesía»: eso es lo que proclaman los intelectuales de partido[173]. ¿Qué contrastes podrá haber aún cuando desaparezcan las diferencias de clase y la explotación?
El problema nacional es un problema político mundial, el mayor problema que el mundo tendrá que afrontar en el próximo futuro. Y afectará a todos los pueblos, no sólo al alemán. Sin embargo, en los siglos XVIII y XIX, en la época en que ingleses y franceses elaboraron las doctrinas políticas modernas, el problema tenía un significado muy distinto del que tiene actualmente en estos dos pueblos. El primer pueblo civilizado en el que el problema nacional se ha planteado con toda urgencia es el alemán. La doctrina política alemana debería haberse ocupado de él y ofrecido una solución política práctica. Los ingleses y los franceses jamás conocieron esos problemas de nacionalismo que normalmente se sintetizan en la fórmula inadecuada del derecho a la autodeterminación de las naciones. Pero la política alemana tenía estos problemas ante los ojos desde hacía décadas (y no sólo en Austria), y por lo mismo debería haber buscado una solución. Sin embargo, todo lo que la teoría y la praxis alemanas supieron decir sobre la materia fue proclamar el principio de la violencia y de la lucha, cuya traducción práctica ha llevado al aislamiento del pueblo alemán en el mundo y a la derrota en la Gran Guerra.
En las zonas limítrofes entre las áreas de asentamiento del pueblo alemán y las de los daneses, lituanos, polacos, checos, magiares, croatas, eslovenos, italianos y franceses, las fronteras nacionales no están trazadas con precisión. Existen amplias franjas de territorio en las que las poblaciones se mezclan, y en el corazón mismo de las zonas de asentamiento extranjero permanecen algunas islas lingüísticas, especialmente urbanas. Aquí la fórmula del «derecho de autodeterminación de las naciones» es inservible, ya que existen minorías nacionales que, cuando se aplica el principio mayoritario para elegir los gobernantes, acaban bajo autoridad extranjera. Si el Estado es un Estado de derecho liberal que se limita a proteger la libertad y la seguridad personal de sus ciudadanos, la hegemonía extranjera se advierte poco; pero se hace tanto más intolerable cuanto más se advierte la presencia del gobierno, cuanto más el Estado es Estado asistencial, cuanto más se extienden el estatalismo y el socialismo.
El pueblo alemán es el que menos de todos puede preferir una solución drástica y violenta de estos problemas. Ocupa el centro de Europa y está completamente rodeado en sus confines por otras naciones. Si aplicara este principio, debería agredir a todas ellas, y entonces este mismo principio conduciría inevitablemente a una coalición de las naciones limítrofes y, en breve, al cerco por parte de una constelación política mundial de enemigos. En tal situación Alemana sólo puede encontrar un único aliado: Rusia, hacia la cual los polacos, los lituanos y los magiares, y en cierto sentido también los checos, nutren una hostilidad análoga a la que sienten hacia Alemania, al tiempo que Rusia no tiene ningún punto de contacto directo con los intereses alemanes. Puesto que también la Rusia bolchevique, al igual que la zarista, para resolver el problema de las nacionalidades sólo conoce el criterio de la violencia, busca ya la amistad del nacionalismo alemán. No está muy lejos una política de alianza entre el antimarxismo alemán y el ultramarxismo ruso. Los diversos intentos para establecer lazos más estrechos entre el nacionalismo antimarxista alemán, por una parte, y el nacionalismo antimarxista de los fascistas italianos y el chovinismo magiar del «Despertar húngaro», por otra, están destinados a fracasar frente a las cuestiones palpitantes del Sur del Tirol y de la Hungría occidental.
La solución política violenta del problema de los asentamientos étnicos alemanes en las zonas fronterizas sería en todo caso menos aceptable para el pueblo alemán que para sus vecinos, aunque por doquier resultara viable en el sentido auspiciado, pues incluso una Alemania victoriosa en todos los frentes se vería obligada a mantenerse permanentemente en pie de guerra, empeñada sin cesar en una nueva guerra contra el hambre, y por lo mismo obligada a reconvertir su propia economía para prepararse a esa eventualidad y cargar con un peso que a la larga no podría soportar sin graves daños.
El problema de política comercial que el pueblo alemán tenía que resolver en el siglo XIX derivaba del proceso de transferencia a escala mundial de la producción en las áreas económicamente más favorables. En condiciones de plena libertad de intercambios, una parte de la población alemana habría emigrado, ya que la agricultura y parte de la industria alemana no habrían podido hacer frente a la competencia con los nuevos países que ofrecían territorios más fértiles y zonas más favorables a la producción. Por razones políticas, Alemania ha tratado de impedir esta emigración a través de su política aduanera. Pero aquí no podemos detenernos a explicar por qué este intento ha fracasado y por qué no podía menos de fracasar[174].
El problema de la emigración es la tercera forma en que se presenta el problema político-nacional que Alemania tiene que resolver en el plano práctico. El pueblo alemán no cuenta con territorios coloniales en los que descargar sus excedentes demográficos. Tampoco para este problema supo la teoría del nacionalismo alemán prebélico hallar mejor solución que la de la conquista violenta del espacio necesario.
Decenas de millones de hombres viven con dificultades en Europa mientras podrían vivir mucho mejor en América y en Australia. La distancia entre el tenor de vida de los europeos y el de sus descendientes en los territorios de ultramar se agrava cada vez más. Los emigrantes europeos podrían encontrar en esos países el puesto en el gran banquete de la naturaleza que su patria no les proporciona. Pero llegan demasiado tarde. Los descendientes de tres generaciones de europeos, que en el pasado prefirieron el Nuevo Mundo a Europa, no les permiten entrar. Los trabajadores organizados de la Commonwealth británica no toleran la llegada de nuevos competidores. Sus sindicatos no luchan contra los empresarios, como exige la doctrina marxista; su «lucha de clase» se dirige contra los trabajadores europeos, cuya inmigración —dicen— ocasionaría una reducción de la productividad marginal del trabajo y por lo tanto de los salarios. Los sindicatos de los países anglosajones lucharon por la participación en la Gran Guerra, con tal de eliminar los restos de la doctrina liberal de la libertad de circulación y de emigración. Tal era su verdadero objetivo militar, un objetivo que consiguieron plenamente. Multitudes de alemanes en el exterior fueron desarraigados, privados de sus bienes y de sus ganancias, y «repatriados». Hoy, no sólo en Estados Unidos, sino incluso en los más importantes países europeos, la emigración está limitada o incluso prohibida por leyes durísimas. Y los sindicatos estadounidenses o australianos desencadenarían sin pensarlo dos veces una nueva guerra más terrible y sangrienta, si fuera necesaria para defender las restricciones a la emigración frente al eventual ataque de Japón o una Alemania de nuevo poderosa.
Para la doctrina marxista y para la política de la Internacional se perfilan aquí algunas dificultades insuperables. Los teóricos han tratado de salir del paso simplemente ignorando el problema. Es significativo que la enorme literatura económica y político-social alemana anterior a la guerra, que sin embargo se ocupaba sistemáticamente y de forma exagerada de estas cuestiones, no contempla una sola obra capaz de informarnos exhaustivamente de la política de restricciones a la inmigración. En el exterior también han sido pocos los que se han atrevido a abordar un tema que la doctrina de la solidaridad interna de la clase obrera era a todas luces incapaz de explicar[175]. Este silencio denuncia mejor que cualquier otra cosa la parcialidad de la literatura económico-social marxista, especialmente la alemana. Y cuando ya no se podía ocultar el tema, sobre todo en los congresos internacionales socialistas, se esquivaban hábilmente los puntos delicados. Baste leer los informes del congreso internacional socialista celebrado en Stuttgart en 1907. Se votó en él una poco convincente resolución de contenido «algo esquinado y duro», como admitió el propio ponente, quien por lo demás se apresuró a atribuirlo a las circunstancias y al hecho de que, en todo caso, un congreso socialista no es la ocasión más indicada para «escribir novelas». «Son las cosas mismas las que chocan unas con otras violentamente —admitió—, y la expresión de los hechos esquinados es esta dura, esquinada resolución» (elegante eufemismo para decir que en el concepto ecuménico de solidaridad de clase del proletariado internacional algo falla). El ponente, pues, recomendó «aprobar por unanimidad esta trabajada resolución que representa una línea de compromiso entre las distintas posturas que se han manifestado». Pero el representante de Australia, Kröner, declaró secamente: «La mayoría del Partido laborista australiano es contraria a la inmigración de trabajadores de color. Yo personalmente, como socialista, reconozco el deber de la solidaridad y espero que con el tiempo se logre ganar a todos los pueblos a la causa del socialismo»[176]. Lo cual, traducido del australiano, significa: aprobad todas las resoluciones que os venga en gana; nosotros haremos lo que nos parezca. Desde que en Australia está en el poder el Partido laborista, como es sabido, este país tiene las leyes más rígidas contra la inmigración de trabajadores de color y blancos.
El antimarxismo nacionalista en Alemania tendría una gran función que cumplir en lo referente a la emigración. La cultura alemana podría elaborar una nueva teoría de la libertad de circulación internacional que tendría seguramente un eco inmediato entre los italianos, los escandinavos, los eslavos, los chinos, los japoneses, y en perspectiva entre todos los demás pueblos. Pero de todo lo que habría que hacer, hasta ahora no digo que algo se haya realizado, pero ni siquiera iniciado.
El antimarxismo nacionalista no ha demostrado ninguna creatividad, ni siquiera en la cuestión a la que atribuye la máxima importancia: la cuestión de la política exterior. Su programa para la inserción del pueblo alemán en la economía y en la política mundial no se distingue en modo alguno del que ha seguido la política alemana en las últimas décadas. Sólo ha sido más coherente y lineal en la medida en que lo es siempre cualquier doctrina teórica respecto a la acción del hombre político, empeñado a diario en vencer las resistencias que le impiden mantener el rumbo fijado. Pero hoy la solución política violenta es aún menos viable que en la Alemania guillermina. En la actualidad, también una Alemania que hubiera ganado la guerra carecería de preparación y de poder ante los problemas específicos de la identidad étnica alemana. En la situación mundial actual, sería incapaz de plegar todos los intereses opuestos de los demás pueblos, hasta poder obtener territorios coloniales de ultramar favorables al asentamiento de la población alemana y a la creación de condiciones de venta positivas para la industria alemana. Y, sobre todo, no podría asegurarse contra la reapertura del conflicto por parte de una nueva coalición de adversarios.
El antimarxismo nacionalista falla también en lo que respecta a las tareas inmediatas de la actual política alemana. Las minorías alemanas que viven en contextos estatales extranjeros, para luchar contra su integración forzada, tienen que reivindicar el máximo de democracia, pues sólo el autogobierno puede protegerlos de la opresión de funcionarios extranjeros, que dependen de autoridades extranjeras y que tienden a privarles de su identidad étnica. Deben reivindicar la plena libertad económica, porque todo intervencionismo es un instrumento de discriminación de las minorías alemanas en manos de un aparato estatal étnicamente extraño[177]. Pero ¿cómo puede luchar por la democracia y la libertad económica una minoría alemana que vive en países fronterizos, si en el propio Reich se hace una política opuesta?
El nacionalismo antimarxista, finalmente, falla también en el terreno científico. Si la teoría marxista del valor y de la distribución ha perdido todo crédito en la economía política, el mérito no es de este antimarxismo, sino de la crítica realizada por la Escuela austriaca, y especialmente por Böhm-Bawerk, a cuyos contundentes argumentos no han podido sustraerse ni siquiera los jóvenes seguidores de la economía política alemana. En cuanto a ciertos intentos recientes de acreditar a Marx como filósofo, si no tienen perspectiva alguna de éxito es porque el pensamiento filosófico ha alcanzado en Alemania un grado tal de madurez que inmuniza a los ambientes intelectuales frente a las ingenuidades de la «filosofía» de Marx y de los varios Dietzigen, Vorländer y Max Adler. En cambio, no hay duda de que en el campo sociológico las categorías y metodologías del materialismo marxista tienen cada vez mayor arraigo. Aquí el antimarxismo nacionalista habría podido desempeñar una buena función, pero se contentó con atacar los argumentos de la doctrina marxista considerados políticamente improbables, sin criticar sus principios fundamentales y sustituirlos por una teoría orgánica. En esta última tarea no podía menos de fracasar, ya que, por razones puramente políticas, su problema consistía en denunciar el espíritu occidental, que estaría impregnado de marxismo, un espíritu considerado tan ajeno a la realidad alemana como el individualismo del que sería hijo[178].
Pero esta crítica es radicalmente errónea. Ya hemos dicho que la contraposición entre sistemas de teoría social universalistas (colectivistas) e individualistas (nominalistas) establecida por Dietzel y Pribram y encarnada hoy, dentro del antimarxismo nacionalista, sobre todo por Spann, carece de fundamento. Así como es un error considerar el socialismo marxista como una continuación de la democracia liberal de la primera mitad del siglo XIX. El nexo entre el socialismo marxista y lassalliano, por una parte, y el programa de los demócratas anteriores al 48 era puramente externo, y desapareció en todo caso en el momento mismo en que los partidos marxistas llegados al poder pensaron que podían renunciar a la democracia. El socialismo no es una prolongación del liberalismo, sino su oposición. No se puede establecer un nexo interno entre liberalismo y socialdemocracia por el simple hecho de ser contrario a uno y otra.
El marxismo no procede del espíritu occidental. Y de hecho, como ya se ha observado, en Occidente no ha podido encontrar seguidores, porque ha sido incapaz de superar la sociología inspirada en el utilitarismo. Lo que más separa a Alemania de las ideas de Occidente es la gran influencia que las ideas marxistas han ejercido en ella. Y el pensamiento alemán no conseguirá superar el marxismo mientras no cesen las hostilidades contra la sociología inglesa, francesa y americana. No se trata, claro está, de adoptar pasivamente la sociología occidental, sino sólo de seguir construyendo e innovando sobre las bases que esta ha establecido.
Sombart confesó una vez con orgullo haber dedicado buena parte de su vida a luchar por Marx. Fue Sombart quien introdujo a Marx en la ciencia alemana y quien le hizo familiar al pensamiento alemán, y no ciertamente aquellos pedantes escasos de ideas de la especie de Kautsky y Berstein. Marxista es la problemática de su obra maestra, tan influyente, Der modeme Kapitalismus. El problema planteado por Marx en Das Kapital y en sus escritos históricos había que resolverlo una vez más y con los medios de un conocimiento avanzado. También aquí, como en Marx, se busca una recíproca compenetración entre análisis teórico y exposición histórica. Y si bien el punto de partida es intensamente marxista, su punto de llegada trata de ir más allá de Marx, distinguiéndose así netamente de los escritos del marxismo de partido, cuyos resultados están ya preestablecidos por la doctrina oficial.
Sombart basó su reputación de marxista y de estudioso en su pequeño volumen de 1896 titulado Sozialismus und soziale Bewegung im 19. Jahrhundert, del que se han hecho varias ediciones, cada una de las cuales ha ido recogiendo los sucesivos cambios de postura que Sombart ha ido adoptando frente a los problemas del socialismo y del movimiento social. Ahora tenemos la décima edición reelaborada, que ha alcanzado la consistencia de dos poderosos volúmenes[179]. En ellos trata Sombart de exponer y motivar su renuncia al marxismo —no al socialismo—. En ninguno de los dos volúmenes se habla del socialismo en general, sino sólo de «socialismo proletario» y de «marxismo».
Sombart se limita a ofrecer una historia y crítica del socialismo marxista, evitando exponer una teoría social propia, a la que alude brevemente sólo en algunos puntos. Habla con manifiesta nostalgia de las antiguas estructuras comunitarias medievales como la iglesia, la ciudad, la aldea, la tribu, la familia, el oficio, «en cuyo cálido nicho el individuo estaba envuelto y protegido como el fruto dentro de su cáscara», al tiempo que denuncia, con aversión no menos evidente, «ese proceso de desintegración que ha hecho añicos el mundo de la fe, suplantándolo por la ciencia»[180]. El mundo ideal del socialismo proletario, según Sombart, es una expresión de este proceso de desintegración. Y entre líneas puede leerse su reproche al socialismo proletario por su explícita aceptación del industrialismo moderno. «Sea cual fuere la crítica que el socialismo haya hecho del capitalismo, hay un aspecto que jamás le ha reprochado: los beneficios que nos ha proporcionado con los ferrocarriles y las fábricas, los altos hornos y las máquinas, los telégrafos y las motos, los gramófonos y los aeroplanos, los cines y las centrales eléctricas, el acero y los colores anilínicos». Al socialismo proletario, que rechaza únicamente la forma social pero no el contenido de la civilización moderna, Sombart contrapone su propio punto de vista, que privilegia la «utopía preproletaria», con su cariz «bucólico», que siempre había considerado la agricultura como la forma más noble de actividad y la cultura agrocampesina como su ideal[181].
Conviene detenerse un momento sobre este elogio del mundo agrario y de la Edad Media. Se trata de una idea que es común a toda la literatura del antimarxismo nacionalista, aunque se argumente de manera distinta según los autores. También Spann, que es algo así como el guía de esta orientación, piensa que el ideal social es la vuelta a la Edad Media[182].
Cuando lo que se ofrece al pueblo alemán como modelo son las instituciones y el ordenamiento económico de la Edad Media, sería conveniente aclarar a renglón seguido que una Alemania «bucólica», aun restringiendo al máximo sus propias exigencias, apenas conseguiría mantener a una parte de su población actual. Cualquier propuesta que implique una reducción de la productividad de la economía nacional comportaría indefectiblemente una disminución de la población y además, como efecto del empeoramiento de las infraestructuras materiales, una reducción de la capacidad defensiva que tan importante considera la ideología nacionalista. Tampoco el nacionalismo puede buscar la solución al problema alemán por este camino. No creo equivocarme si supongo que existe una precisa relación de causa y efecto entre la incompatibilidad del ideal «bucólico» con el desarrollo de las fuerzas nacionales y el pesimismo paralizante de las diversas teorías de la decadencia que hoy aparecen en varias formas por doquier.
Si fuera cierto que el retomo a formas de producción que tienen como efecto una menor productividad del trabajo social fuera invocado por el ethos específico del pueblo alemán, mientras los demás pueblos occidentales de distinta mentalidad, sobre todo los meridionales de origen latino y los eslavos orientales, permanecen fieles a los métodos que garantizan una mayor productividad, sería evidente el peligro para el pueblo alemán de ser arrollado por enemigos más numerosos y ricos. ¿Hasta qué punto los filósofos de estos pueblos vencedores no tendrían acaso razón de decir que fue la incapacidad de adaptación de los alemanes lo que impidió que se sirvieran de los métodos de producción que ellos mismos crearon? ¿Acaso no será juzgado como incapacidad del pueblo alemán el hecho de no haber sabido mantener el propio equilibrio frente a las conquistas de la técnica moderna?
En realidad, todos los escritores modernos que consideran suficientes ciertos factores externos de la vida para impedir el crecimiento interior y el desarrollo de las energías espirituales, lo único que hacen es poner de manifiesto el transfondo vulgarmente materialista de su tan cacareada concepción idealista. Quien es incapaz de mantener su propio equilibrio espiritual cuando se ve rodeado de motos y aparatos telefónicos, tampoco en la selva virgen o en el desierto encontrará lo que le falta, es decir la fuerza de vencer lo fútil con lo esencial. El hombre debe saber dominarse en todo momento y circunstancia en que le toque vivir. Buscar el ideal de la perfección armónica de la propia personalidad en épocas pasadas o en tierras lejanas es signo de una enfermiza fragilidad mental.
Sombart, como ya hemos dicho, deja traslucir entre líneas su propio ideal social. Nadie puede echárselo en cara. Pero también hay que condenar el hecho de que en una obra que se propone exponer y criticar una determinada forma de socialismo, no ofrezca una definición precisa del concepto de socialismo. Las páginas iniciales de la obra, que tratan de la idea de socialismo, son su parte más débil. Sombart rehúye definir el socialismo como un ordenamiento social basado en la propiedad colectiva de los medios de producción, porque considera que el concepto de socialismo debe tener una connotación social, es decir estar construido sobre la base de la ciencia social, y no contemplar tan sólo un sector parcial de la vida asociada como es la economía. Según Sombart, el mismo apasionamiento con que siempre se ha luchado por el socialismo impondría ampliar el término a problemas mucho más profundos que los de la «técnica económica»[183]. Y la definición conceptual que da Sombart recae —aunque en forma poco rigurosa— en lo que en definitiva es la connotación determinante del socialismo. Tras una larga discusión, llega a la conclusión de que la idea de socialismo implica los siguientes elementos constantes:
1. El ideal de una condición racional de la sociedad se contrapone a una condición histórica que es irracional; es decir un juicio sobre la perfección o imperfección de las condiciones sociales. A la esencia del socialismo como anticapitalismo corresponden ciertas características que son propias de todo tipo de socialismo; desde luego, el rechazo de la economía adquisitiva[184] por sus finalidades irracionales, que hunden sus raíces en el mundo de los instintos. Como el símbolo de la economía adquisitiva capitalista es el dinero (en su función actual, pero no necesariamente como medio de pago), ese es cabalmente el blanco preferido de la crítica socialista; puesto que todos los males de este mundo proceden de la obsesiva búsqueda del anillo de los Nibelungos, el socialismo quiere que el dinero sea de nuevo enterrado en el fondo del Rin. El socialismo lucha no sólo contra la economía «libre», sino también contra sus presupuestos básicos, o sea contra la propiedad «libre» o privada, y contra el contrato salarial «libre»[185]. De este último deriva la «explotación», de suerte que el punto programático esencial de todo socialismo es la eliminación definitiva de esta verdadera marca infamante de la vida social.
2. A la valoración de las condiciones sociales y a la formulación de un modelo racional de sociedad corresponde necesariamente el reconocimiento de la libertad moral de perseguir un reino de los fines con las propias fuerzas, y la fe en la posibilidad de realizarlo.
3. Del ideal y de la libertad se deriva inevitablemente la aspiración a realizar ese ideal, y por lo tanto un movimiento, surgido de la libertad, que parte de la realidad históricamente dada y persigue el fin racionalmente querido.
Pero profesar el socialismo significa también renunciar a la manifestación incontrolada del mundo de los instintos; por lo tanto, en lo que respecta al individuo, significa: renuncia, sacrificio, limitación de todo lo que es empíricamente individual[186].
La razón por la que Sombart da este rodeo, en lugar de mantener la única definición consagrada y pertinente de socialismo, no puede ser otra que la negativa a afrontar los verdaderos problemas económicos del socialismo. Esta negativa permea toda su obra y constituye sin duda su mayor defecto. Pero aún más palmaria que la renuncia a una rigurosa definición conceptual del socialismo es el hecho de que Sombart ni siquiera se plantea la cuestión de si es posible y viable un ordenamiento socialista. Y, sin embargo, sólo sobre esta base puede comprenderse qué significan socialismo y movimiento socialista.
Sombart dice que no quiere hablar de socialismo en general, sino sólo de socialismo proletario o marxismo. Pero también aquí su definición conceptual es insatisfactoria. El socialismo proletario, afirma,
no es sino el sedimento intelectual del movimiento social moderno, según la definición que ya di en la primera edición. Socialismo y movimiento social son […] la realización o el intento de realización del futuro y nuevo ordenamiento social que corresponde a los intereses del proletariado. El socialismo busca su realización en el ámbito ideal, mientras que el movimiento social la busca en el campo social. Definimos como socialismo moderno el conjunto de esfuerzos teóricos dirigidos a indicar al proletariado la meta de sus aspiraciones, a incitarle a la lucha, a organizar esta lucha, a señalar el camino por el que puede alcanzarse esa meta[187].
En esta definición se destaca una cosa: se trata de una definición marxista. No es casual que Sombart crea que puede tomar esta definición textualmente de la primera edición, que se remonta a la época en que él, según propia confesión, seguía la ortodoxia de Marx. En efecto, la definición contiene un elemento central de la ideología marxista: el concepto de que el socialismo corresponde a los intereses del proletariado. Este es un concepto específicamente marxista, que sólo en el conjunto de la doctrina marxista tiene sentido. El socialismo «utópico» del periodo premarxiano y el socialismo de Estado de las últimas décadas han auspiciado el advenimiento del socialismo en el interés, no de una clase particular, sino de todas las clases o de la colectividad. El marxismo introdujo en la doctrina dos axiomas: el primero afirma que en la sociedad existen clases cuyos intereses se oponen de manera irreconciliable; el segundo sostiene que el interés del proletariado exige la realización —sólo posible mediante la lucha de clases— de la socialización de los medios de producción, que corresponde a sus intereses en contra de los intereses de las demás clases.
El mismo tema reaparece en distintas partes del libro. Así, por ejemplo, leemos que muy pocos entre los intelectuales más influyentes del marxismo son de origen proletario y «por lo tanto participan naturalmente de sus intereses»[188]. En otro lugar afirma sin ambages: «El proletariado es inseparable de la idea de capitalismo; de la condición de clase del proletariado deriva necesariamente un antagonismo con la clase capitalista; esta relación de antagonismo desarrolla determinadas formas en el movimiento “social”: sindicatos, partidos socialistas, huelga, etc.»[189]. Es innegable que nos hallamos en plena concepción materialista de la historia. Sin embargo, Sombart no saca en este caso las consecuencias que Marx saca con total coherencia, es decir que la llegada del socialismo obedece a una ley necesaria de la naturaleza[190]. La «ciencia del capitalismo», fundada según Sombart por Marx, y con ella «la idea de que la vida social en nuestro periodo histórico obedece a una ley específica», demuestra que «la realización de cualquier reivindicación socialista depende de condiciones reales, objetivas, y que, por lo tanto, el socialismo no es “posible” siempre y en cualquier momento». Es decir, Marx «ha dado así una legitimación “científica” al concepto de resignación, el cual —lógicamente— nos aleja del socialismo y nos lleva a la reforma social»[191].
Aquí no nos interesa saber si es lógicamente más coherente la conclusión que de la doctrina de Marx deriva Sombart o la que derivan Lenin y Trotsky. Lo decisivo es el hecho de que Sombart, aunque sea inconscientemente, desde el punto de vista científico haya permanecido en el terreno del marxismo (por lo demás, las conclusiones reformistas, derivadas de la doctrina marxiana, ya las sacó Sombart en escritos anteriores; este es el «sombartismo», del que los marxistas ortodoxos hablan con todo el disgusto de que siempre hacen gala cuando se refieren a algo que no les va).
Pero cuando Sombart describe el capitalismo, lo hace siempre empleando las mismas expresiones de Marx y Engels[192].
Todo esto pone de relieve qué es lo que caracteriza la postura de Sombart sobre el marxismo: aún hoy, cuando concibe el marxismo, no a la manera burdamente materialista de sus fundadores, sino en la forma refinada que él mismo y otros representantes de su misma orientación han dado a la doctrina, y si bien él saca consecuencias prácticamente distintas de las de las de los ortodoxos, Sombart no niega en modo alguno sus principios básicos. Y tampoco discute el socialismo, aunque no lo defienda abiertamente (ni tampoco el religioso o el socialismo de Estado).
La objeción que Sombart hace a Marx no se refiere a la teoría de la lucha de clases, sino a la politización y a la consecuencia lógica que Marx saca, es decir la ineludible victoria del proletariado[193]. En otras palabras, Sombart no dice que la división en clases postulada por Marx no exista, y que los intereses bien calculados de los distintos estratos de la sociedad basada en la división del trabajo no sean contrapuestos sino en último análisis convergentes. Lo que dice es que la contraposición de intereses de clase debe ser superada éticamente. Para Sombart, junto al principio clasista existen «otros principios asociativos, y también principios de naturaleza idealista». En una palabra, el marxismo se equivoca cuando absolutiza el concepto de clase[194]. Sombart, en cambio, sostiene explícitamente que el interés de clase debe dejarse a un lado para dar paso a intereses superiores, es decir a los intereses nacionales. Reprocha a los marxistas su mentalidad no patriótica, su política cosmopolita, su antinacionalismo y pacifismo en política internacional, contrapuestos a la lucha de clase en política interna.
Sombart ignora completamente todos los argumentos que la crítica científica formula contra la doctrina marxista de las clases. Lo cual se comprende perfectamente si se tiene en cuenta que no quiere ni oír hablar de utilitarismo y de economía política teórica, y en el fondo sigue pensando que el marasmo es la verdadera ciencia del capitalismo. Marx, dice, «ha fundado […] la ciencia del capitalismo»[195]. Y esta nueva ciencia «ha demostrado desde hace tiempo, y podría decirse que definitivamente, que este sistema social es la mejor expresión de todo lo que significa destrucción y disolución de la civilización. De este modo Marx ha sido, si no el primero, ciertamente el más grande predicador de esta teoría»[196]. Para esquivar las consecuencias de la teoría de Marx, Sombart no halla otro medio, en definitiva, que apelar a Dios y a los valores eternos.
Sombart lleva razón cuando dice que no es función de la ciencia «formular un juicio de valor crítico sobre el socialismo proletario, poniendo de relieve la escasa fundamentación de sus distintas afirmaciones, de sus análisis y de sus principios». Pero se equivoca cuando añade que hacer crítica científica no significa sino «establecer nexos y valorar su alcance; nexos no sólo entre las distintas doctrinas y las distintas reivindicaciones políticas, ni sólo entre estos dos órdenes de ideas, sino también entre los contenidos de todo el sistema y los problemas de fondo de la cultura espiritual y del destino del hombre»[197]. Tal es, en efecto, el punto de vista del historicismo, que renunciaba por principio a formular teorías, contentándose con descubrir los nexos entre las distintas teorías científicas y entre estas y los distintos sistemas metafísicos. Una teoría sociológica —y como tal debe considerarse el marxismo, a pesar de toda su insuficiencia— sólo puede criticarse sometiendo a control su funcionalidad para explicar los fenómenos sociales. Pero una teoría sociológica sólo puede ser superada por un esquema explicativo teóricamente más satisfactorio[198].
La crítica de Sombart al socialismo proletario parte de un juicio de valor subjetivo —y no podía ser de otro modo— sobre lo que él considera «los valores de fondo» del proletariado. Es decir, se trata de una visión del mundo frente a otra visión del mundo, de una metafísica que se opone a otra metafísica. Pero todo esto nada tiene que ver con la ciencia. Se trata de profesión de fe, no de conocimiento. Son muchos ciertamente los que aprecian la obra de Sombart, porque no se limita al campo estrictamente científico, sino que ofrece una síntesis metafísica, y porque no es un mero trabajo de erudición, sino que imprime en la materia la impronta del espíritu y de la personalidad original del Sombart hombre y pensador. Y no puede negarse que tal es el verdadero carácter y el significado de su libro. Pero sólo servirá para convencer a quien comparte sin reservas la visión del mundo que tiene Sombart.
Sombart ni siquiera intenta someter a una crítica interna los medios que el socialismo propone para alcanzar sus fines. Ahora bien, sólo el análisis de la tesis de fondo del socialismo —la tesis de la mayor productividad del modo de producción socialista—, así como de la cuestión relativa a la posibilidad misma de un sistema económico socialista, puede preparar el terreno para un tratamiento científico del socialismo. También sobre el problema de la inevitabilidad del socialismo Sombart se limita a hacer alguna alusión crítica puramente marginal.
El libro de Sombart representa un singular fenómeno histórico-literario. No es raro que un estudioso cambie a lo largo de su vida su punto de vista y que en una nueva obra abandone lo que había sostenido con anterioridad e incluso que defienda lo que antes había combatido. El cambio de opinión suele manifestarse con la publicación de una nueva obra, como hizo por ejemplo Platón, que a la República hizo seguir Las Leyes. Pero es ciertamente muy raro que un escritor exponga, como ha hecho Sombart, la lucha de toda su vida con un problema reformulando continuamente la misma obra. Nada, en efecto, nos autoriza a suponer que la versión que ahora se nos ofrece sea la versión definitiva de lo que Sombart tiene que decimos acerca del socialismo. Él tiene ante sí aún largos años de estudio; habrá que hacer nuevas ediciones de su Sozialismus, no sólo porque se hayan agotado las anteriores, sino también porque Sombart no ha terminado aún con los problemas del socialismo. Tal como es hoy, el libro representa sólo una etapa en su larga batalla contra el marasmo. Y la razón es que, en realidad, Sombart no se ha liberado aún del hechizo de esta doctrina en la medida que quisiera. Mentalmente tiene aún un largo camino que recorrer.
Esta batalla interior de Sombart con los problemas del marxismo adquiere sin embargo un significado que va mucho más allá de su persona en cuanto que su pensamiento es típico del intelectual alemán. Su libro, en cada una de sus ediciones, ha reflejado exactamente lo que sobre este problema piensa el alemán que forma parte de la clase cultural dominante. Las etapas en los cambios de opinión de Sombart son también las etapas de los cambios de opinión de la clase cultural dominante en Alemania, de la que él fue guía en materia económico-social durante toda una generación.
El antimarxismo está lleno de resentimiento contra el capitalismo, en lo que coincide con el marxismo. Pero también está lleno de resentimiento contra el programa político del marxismo, especialmente contra su supuesto internacionalismo y pacifismo. Pero con el resentimiento no se hace ciencia, y tampoco política, sino a lo sumo demagogia.
En cambio, ningún escándalo suscita entre los antimarxistas la teoría marxista, con la cual ningún pensador puede estar de acuerdo en el plano científico. Ya hemos visto en qué alta consideración sigue teniendo aún hoy Sombart al Marx científico. El antimarxista sólo está dispuesto a criticar el sesgo político que se ha dado a la teoría marxista, no su contenido científico. Condena duramente los desastres que la política marxista ha causado al pueblo alemán, pero cierra los ojos ante los daños que han infligido a la vida cultural alemana la vulgaridad y la pobreza de las problemáticas marxistas y sus soluciones. Y sobre todo no ve que la miseria política y económica es una consecuencia de la miseria cultural. Aún no ha aprendido a apreciar la importancia de la ciencia para la vida de un pueblo, porque continúa preso de la doctrina marxista y sigue pensando que en la historia no deciden las ideas sino las relaciones de fuerza «reales».
Se puede estar de acuerdo con el antimarxismo cuando sostiene que el renacimiento del pueblo alemán pasa por la superación del marxismo. Pero esta superación, para ser definitiva, debe ser obra de la ciencia, no de un movimiento político inspirado en el resentimiento. El camino de la liberación de la ciencia alemana de las cadenas del marxismo pasa por la superación del historicismo, que durante décadas la ha tenido paralizada. En la economía política y en la sociología debe abandonar el miedo a la teoría e incorporar todo lo que se ha conseguido en el campo teórico —también por los alemanes— en las últimas generaciones.
Lo que Carl Menger dijo hace más de cuarenta años a propósito de la literatura económica alemana de su tiempo sigue siendo válido en la actualidad y se extiende a toda la literatura sociológica: «Poco considerada en el exterior porque no se comprenden sus características», la economía alemana ha permanecido aislada durante mucho tiempo, «no ha recibido la influencia de ningún serio adversario, y también le ha faltado una verdadera autocrítica, debido a la inquebrantable confianza que tiene en sus métodos. Quien en Alemania seguía una orientación diferente era marginado más bien que combatido»[199]. Una mayor familiaridad con las obras de la sociología alemana y extra-alemana ajenas a la corriente estatalista e historicista podría contribuir a superar el punto muerto en que hoy se encuentran las escuelas dominantes en Alemania. Y no beneficiaría sólo a la ciencia alemana. Graves problemas esperan una solución que sería imposible sin la colaboración alemana. Pero sobre este punto cedamos de nuevo la palabra a Menger: «Todo gran pueblo civilizado tiene una particular misión en la construcción de la ciencia, y el extravío de la comunidad científica de un pueblo, o de una parte importante de la misma, deja atrás una laguna en el desarrollo del conocimiento científico. Tampoco la economía política puede permanecer al margen de la colaboración consciente del espíritu alemán»[200].
La ciencia alemana actual debe ante todo aprender a valorar con exactitud la importancia real del marxismo. No sólo los marxistas sino también los antimarxistas sobrevaloran en forma desproporcionada el marxismo como teoría científica; y no menos excesiva es esta sobrevaloración por parte de quienes no quieren reconocer a Marx el mérito de haber sido el primero en formular los conceptos esenciales del marxismo, pero luego no tienen nada que decir sobre la validez científica de estas teorías. Sólo quien es capaz de ver la realidad sin los anteojos de los marxistas puede esperar acercarse a los grandes problemas de la sociología. Sólo cuando la ciencia alemana se haya librado de los errores marxistas en los que hoy se halla profundamente empantanada, y sólo entonces, desaparecerá también en la vida política la fuerza de los lemas marxistas.