Heinrich Herkner, presidente de la Verein für Sozialpolitik, ha confiado a su autobiografía, publicada recientemente con el subtítulo Vida de un socialista de cátedra, la tarea de ayudar «a las futuras generaciones a comprender ese periodo de la política alemana que se llamó “Socialismo de Cátedra” y que ahora se acerca a su ocaso»[99]. En efecto, es innegable que el socialismo de cátedra hace ya tiempo que ha dicho todo lo que tenía que decir, y parece que también su hegemonía está tocando a su fin. Ha llegado, pues, el momento de examinar el legado de esta orientación científica.
Con motivo del septuagésimo cumpleaños de Gustav Schmoller, los más eminentes representantes de la orientación histórico-realista de la economía política alemana han colaborado en una obra destinada a exponer los resultados de esta economía en el siglo XIX[100]. La obra no cuenta con una síntesis de cuanto se expone en las cuarenta monografías que la integran. En el prólogo se declara expresamente que «corresponderá a una obra futura la tarea de hacer un balance de la naturaleza y alcance de los progresos conseguidos en su conjunto por la ciencia económica alemana»[101]. Si este balance global se hubiera hecho, no hay duda de que habría resultado bastante decepcionante. Más que de los distintos ensayos, de ese balance habría resultado que todos los objetivos que esa Escuela pretendía alcanzar sólo muy pocos se han conseguido, y que todas las veces que se aproximó a las grandes cuestiones de principio no supo sino apropiarse de los descubrimientos realizados por la tan despreciada economía teórica. En cada una de las contribuciones, incluso en las de nivel medio, se trasluce claramente ese trabajo teórico del que la Escuela quería mantenerse alejada y al que tanto se opuso. Basta leer, por poner un ejemplo, el ensayo de Bernhard sobre el salario, en el cual llega a la importante conclusión de que «la Escuela histórico-estadística apenas ha rozado los problemas del salario»; sólo ha puesto en marcha una serie de investigaciones científicas, pero frente a los grandes problemas «al final ha tenido que admitir que los procesos son más complicados que la suma de nuestras minuciosas indagaciones. Sobre las cuestiones centrales del salario, apenas podría indicarse un sólo estudio alemán actual, si no hubiera intervenido la llamada Escuela abstracta austriaca»[102]. Y si esto vale para el salario, o sea para uno de los temas predilectos de la Escuela de los socialistas de cátedra, imaginemos qué habría que decir sobre los demás problemas.
La misma impresión se saca de todas las obras colectivas análogas, que han sido la forma de publicación privilegiada de esta Escuela. En el Grundriss der Sozialökonomik, han sido autores «austriacos» los que han tratado los temas de historia de las teorías y de la economía política teórica. Y de las decenas de miles de páginas en cuarto que constituyen la tercera edición del Handwörterbuch der Staatswissenschaften, las únicas contribuciones que mantendrán un interés incluso en el futuro son las ya clásicas de Menger, Böhm-Bawerk, Wieser y algunos otros «teóricos».
Ahora tenemos una nueva y voluminosa Festschrift, obra conmemorativa que se propone exponer a través de monografías todo el ámbito de nuestra ciencia. Hay que alegrarse de que, en lugar de tantas misceláneas parecidas, que por la oscuridad de los problemas que tratan constituyen una auténtica tortura para el lector y son la desesperación de los libreros, empiecen a aparecer algunas que tratan de afrontar todo un sector de problemas. Por ejemplo, se ha aprovechado justamente la ocasión del 80 cumpleaños de Lujo Brentano, uno de los guías del socialismo de cátedra dentro y fuera de Alemania[103], para exponer la situación de la «ciencia económica de la posguerra».
El valor de las contribuciones es, por supuesto, muy desigual. No es necesario advertir que los veintinueve coautores han trabajado independientemente unos de otros y sin que cada uno tuviera en cuenta las teorías e ideologías de los demás. Y, sin embargo, se observa un rasgo común que enlaza a una serie de contribuciones, y puede suponerse que son precisamente las que los recopiladores consideran más importante y las que Brentano habrá leído con mayor satisfacción. Este rasgo común es la intención de defender y completar el «sistema Brentano». Con todo, las condiciones externas para llevar a cabo esta labor son hoy menos favorables que hace diecisiete años. Entonces, cuando se publicaron los escritos en honor de Schmoller, el socialismo de cátedra y la economía política histórico-realista estaban en el apogeo de su éxito y de su hegemonía política. Ahora, son muchas las cosas que han cambiado. Si los escritos en honor de Schmoller tenían un aire triunfalista, estos en honor de Brentano ofrecen un tono de rendición.
El socialismo de cátedra no es una ideología homogénea. Así como a la idea socialista acompaña a menudo, sin una neta línea de demarcación, la idea sindicalista, así también en el socialismo de cátedra hallamos dos orientaciones del socialismo: el estatalista y el sindicalista (llamado a veces social-liberal).
Socialismo y sindicalismo son dos opuestos inconciliables, y cada una de estas dos ideologías está, a su vez, en inconciliable oposición con el liberalismo. No hay artificio dialéctico que pueda enmascarar el hecho de que la disponibilidad de los medios de producción corresponda sólo al individuo particular o a la colectividad, o bien a los grupos de trabajadores de los distintos sectores de la producción. Jamás podrá ser la política la que reparta la disponibilidad directa de determinados medios de producción entre la sociedad (el Estado), los sindicatos y los individuos particulares. La propiedad como control directo de los medios de producción es indivisible. Es cierto que puede imaginarse un ordenamiento social en el que una parte de los medios de producción sea propiedad del Estado o de otros organismos administrativos de la sociedad, otra parte de los sindicatos, y una tercera parte de los particulares. Tendríamos así una sociedad con una parte de socialismo, otra parte de sindicalismo y otra de capitalismo. Pero jamás podrá existir algo que sea un compromiso entre socialismo, sindicalismo y capitalismo respecto a los mismos medios de producción. Siempre se ha intentado ocultar, tanto en la teoría como en la práctica política, la incompatibilidad lógica y de principio entre estos tres posibles modelos de sociedad. Pero nunca se ha podido crear un sistema social que pudiera definirse como una síntesis o incluso una conciliación de estos tres principios antagónicos.
El liberalismo es una ideología que ve en la propiedad privada de los medios de producción el único, o al menos el mejor, fundamento posible de la sociedad humana basada en la división del trabajo. El socialismo aspira a transferir la propiedad de los medios de producción a la sociedad organizada, es decir al Estado. El sindicalismo, a su vez, asigna la disponibilidad de los medios de producción a los grupos de trabajadores de los distintos sectores de la producción[104].
El socialismo de Estado (o estatalismo, o también socialismo conservador) y el sistema a él afín del socialismo militar y del socialismo religioso contemplan una sociedad en la que «la gestión de la propiedad se transfiere a los individuos», pero su ejercicio efectivo es controlado o guiado por la colectividad estatal, de tal modo que «formalmente existe la propiedad privada, pero sustancialmente sólo hay propiedad pública»[105]. En semejante sociedad el agricultor, por ejemplo, «es un funcionario estatal, y por lo tanto debe producir, según ciencia y conciencia y según las normas prescritas por el Estado, lo que el país necesita. Una vez recompensado con los intereses y un sueldo mensual, todas sus pretensiones han sido satisfechas»[106]. Una parte de las grandes empresas pasa directamente a ser propiedad del Estado o de los municipios, mientras que todas las demás permanecen formalmente en manos de sus propietarios, quienes sin embargo tienen la obligación de gestionarlas según la voluntad del poder político. De este modo, toda la actividad económica se convierte en función pública, toda ocupación en «empleo público».
Cuando aún se tomaba en serio el programa socialdemócrata, que reclamaba formalmente la socialización de todos los medios de producción, parecía que entre el programa de los estatalistas y el de los socialdemócratas existiera una diferencia notable, aunque no radical. Pero hoy también en el programa socialdemócrata, al menos en la práctica diaria, sólo se habla de estatización directa en relación a las grandes empresas, mientras que para las empresas artesanas y campesinas se prevé sólo la orientación y el control por parte del Estado. Por lo tanto, desde este punto de vista, estatalistas y socialistas están ahora más próximos de lo que estaban hace diez años.
Pero la diferencia realmente fundamental entre el ideal social del estatalismo y el de la socialdemocracia no está tanto en este punto cuanto en lo que se refiere a la distribución de la renta. Para la socialdemocracia era evidente que tenían que desaparecer todas las diferencias de renta. Para el estatalismo, en cambio, la renta debe distribuirse de acuerdo con la «dignidad». Su principio es: a cada uno según su rango. Pero también en este punto la distancia entre estatalistas y socialdemócratas se ha reducido considerablemente.
También el estatalismo es verdadero socialismo, aunque pueda distinguirse en algunos puntos del socialismo del Manifiesto comunista y del Programa de Erfurt. El punto esencial es la actitud ante el problema de la propiedad de los medios de producción. Los socialistas de cátedra, al defender el estatalismo y postular la estatización de las grandes empresas y el control y guía de las demás por parte del Estado, hicieron auténtica política socialista.
Pero no todos aquellos a los que se conoce como socialistas de cátedra eran estatalistas. Lujo Brentano y su Escuela, si bien estaban absolutamente de acuerdo con los demás socialistas de cátedra sobre muchas cuestiones políticas contingentes y combatían junto con los socialdemócratas contra el liberalismo, en realidad lo que propugnaban era un programa sindicalista. Cierto que su sindicalismo no era en modo alguno límpido e inmaculado, como por lo demás tampoco lo era el de todos los demás grupos de la misma orientación. El programa sindicalista es tan contradictorio y lleva a consecuencias tan absurdas que lo hacen insostenible. Y, sin embargo, el sindicalismo de Brentano, aunque convenientemente disfrazado, sigue siendo sindicalismo a todos los efectos. Por lo demás, esto se manifiesta con toda claridad en la postura que Brentano y su Escuela adoptaron en lo referente a la obligación de sindicación y de huelga para todos los trabajadores y sobre la tutela de quienes quieren trabajar. Si a los trabajadores se les concede el derecho a paralizar la actividad del dador de trabajo siempre que este no acepte sus reivindicaciones, la disponibilidad de los medios de producción pasa de hecho a manos de los sindicatos. Y no se puede esquivar el problema confundiéndolo con la cuestión relativa al derecho de sindicación, es decir el derecho que tienen los trabajadores a organizarse en asociaciones, y con la cuestión de la no punibilidad del trabajador que no cumpla su contrato. En la cuestión de la tutela a quienes no secundan la huelga se trata de cosas toto coelo diferentes. Desde el momento en que el bloqueo del trabajo por parte de los trabajadores de una empresa o de todo un sector de la producción puede ser neutralizado contratando trabajadores de otros sectores o por una posible reserva de parados, los sindicatos no pueden forzar el salario por encima del nivel que habría alcanzado sin su intervención. Sin embargo, cuando la violencia obrera, bajo la mirada tolerante y cómplice del aparato estatal, impide sustituir a los huelguistas, los sindicatos pueden hacer todo lo que les venga en gana. Los trabajadores de las empresas «estratégicas» tienen entonces la posibilidad de imponer cualquier nivel salarial. Y podrían hacerlo a discreción si no se vieran obligados a tener en cuenta la opinión pública, y sobre todo la reacción de los trabajadores de los demás sectores de la producción. En todo caso, los sindicatos pueden fijar temporalmente el salario por encima del nivel que alcanzaría sin su intervención en consonancia con la situación económica existente.
Todos los que niegan la tutela a quienes desean trabajar deben, pues, plantearse la cuestión de cómo hacer frente a reivindicaciones salariales que sobrepasan este límite. Y a esta cuestión no se responde ciertamente apelando a la sensibilidad de los obreros o remitiéndose a comisiones paritéticas de representantes de trabajadores y empresarios. También en tales comisiones sólo puede alcanzarse el acuerdo si cede una de las partes. Si, en cambio, se pide la solución al Estado, bien sea recurriendo directamente a la magistratura o dejando el poder de arbitraje a un representante del Estado en la comisión, se vuelve exactamente a la misma posición que se quería evitar.
Un ordenamiento social que excluya la tutela de quien desea trabajar no puede durar y está destinado a una rápida decadencia. Esta es la razón de que todos los sistemas políticos, aun los más dispuestos a pactar con los sindicatos, han acabado condenando la huelga obligatoria para todos. Es cierto que la Alemania guillermina no consiguió garantizar con una ley especial la tutela a quienes no quisieran sumarse a la huelga, y que el intento de imponerlo fracasó precisamente por la oposición de Brentano y su Escuela. Pero no hay que olvidar que en la Alemania anterior a la guerra no habría sido difícil combatir una huelga en las industrias estratégicas contratando mano de obra entre los excluidos del servicio militar. La Alemania republicana no dispone ya de este instrumento. A pesar de la supremacía del partido socialdemócrata, el país ha combatido con éxito las huelgas en las industrias estratégicas con otro procedimiento, esto es garantizando enérgicamente la tutela del personal voluntario sustitutivo. En la Rusia soviética las huelgas son imposibles, y sobre la necesidad de neutralizar los efectos de las huelgas al menos en las industrias estratégicas, recurriendo al personal voluntario, Kautsky y Lenin están plenamente de acuerdo.
El estatalista confía en la sabiduría y en la responsabilidad de los funcionarios públicos.
Nuestros funcionarios públicos —afirma Knapp— se hacen cargo muy pronto de cuál es la situación cuando surge un conflicto de intereses económicos, y no se dejan avasallar ni siquiera por las mayorías parlamentarias. Sabemos cómo tratarlas. Ninguna dictadura se tolera tan bien y se acepta incluso con gratitud como la del funcionario público, integérrimo y muy competente. El Estado alemán es un Estado de funcionarios, ¡y esperemos que así siga! Porque es el único capaz de acabar con la confusión y los errores causados por los conflictos económicos[107].
Brentano y su Escuela no tenían tanta confianza en la infalibilidad de los funcionarios públicos, y por eso insistían en que se les llamara «liberales». Pero con el paso de los años ambas posturas fueron acercándose considerablemente. También la Escuela de Brentano luchó por la estatización y municipalización de una serie de empresas, así como la Escuela de Schmoller exalta ahora el papel de los sindicatos. Durante mucho tiempo ambas escuelas han estado divididas en su actitud frente a la política del comercio exterior. Brentano rechazaba el proteccionismo, del que la mayoría de los estatalistas eran partidarios. Y sobre este punto han sido estos últimos los que han acabado cediendo, al menos en parte. Así se vio claramente en la resolución a favor del libre cambio —aunque no muy neta— votada por la asamblea de profesores celebrada en Stuttgart en 1923.
El propio Brentano trató de aclarar la diferencia entre él y Schmoller sobre las cuestiones fundamentales de la política social en los siguientes términos:
Ambos éramos favorables tanto a la acción de asociaciones libres como a la intervención del Estado en todos aquellos casos en los que el individuo dejado a sí mismo sería demasiado débil para poder tutelar su propia personalidad y desarrollar sus propias capacidades. Pero desde el principio nuestras posiciones sobre ambas cuestiones eran contrarias. Mis estudios sobre la realidad inglesa me habían llevado a poner todas las esperanzas de emancipación de las clases trabajadoras principalmente en la libre actividad de sus organizaciones, mientras que Schmoller tendía mucho más a confiar al Estado la función de protector de las débiles[108].
La insistencia con que Brentano señalaba en 1918 su propia posición frente a la de Schmoller, cuando aún no se había manifestado claramente la crisis que arrastraría al sistema de Schmoller, y poco antes de que se evidenciara la crisis de su propio sistema, no destaca claramente las diferencias fundamentales entre ambas orientaciones, pero en todo caso sí es posible percibirlas.
Las palabras no son esenciales. Lo importante es la sustancia, no la terminología. El término «social-liberalismo» es por lo menos extraño, ya que socialistas y liberales se excluyen recíprocamente. Pero a semejantes híbridos estamos ya acostumbrados. También socialismo y democracia son, en último análisis, inconciliables, y, sin embargo, hace tiempo que empleamos «socialdemocracia», que contiene una contradictio in adjecto. Si hoy la Escuela de Brentano, que ha hecho propio el sindicalismo, y una parte de los estatalistas «moderados» quieren definir como «social-liberalismo» o «liberalismo político-social» su orientación, nada tenemos que objetar. Pero en cambio sí habría mucho que objetar —y no por motivos de orientación política, sino en interés de la claridad científica y de la coherencia lógica— si sobre la base de esta definición desaparecieran las diferencias que existen entre liberalismo y socialismo, y se definiera como liberalismo algo que es opuesto a lo que la historia y la ciencia social llaman con este nombre. No sería una excusa para este comportamiento el hecho de que también en Inglaterra, patria del liberalismo, reina una análoga confusión conceptual.
Lleva razón Herkner cuando afirma que para el liberalismo la intangibilidad de la propiedad privada no es un fin dogmáticamente establecido, sino un medio para alcanzar fines más altos. Pero se equivoca cuando opina que en el sistema liberal este medio es «sólo temporal y condicionado»[109]. Liberalismo y socialismo coinciden en los fines supremos y últimos, pero se diferencian en que, para alcanzar los mismos fines, el liberalismo considera que el medio más indicado es la propiedad privada de los medios de producción, mientras que el socialismo sostiene que ese medio es la propiedad colectiva. La historia de la ideas en el siglo XIX ha visto esta, y solo esta, contradicción de ambos programas. Lo que separa netamente al liberalismo del socialismo es la distinta actitud respecto al problema de la propiedad de los medios de producción. Y cualquier otra presentación de las cosas conduce al equívoco.
Según Herkner, el problema del socialismo consiste en «introducir un sistema económico en el que la sociedad organizada en Estado asume directamente la función de cubrir las necesidades económicas de todos sus miembros. La función suprema del poder público en tal caso es sustituir la propiedad privada de los medios de producción, y la correspondiente persecución del beneficio por parte de los empresarios privados, por una economía en la que todo el proceso de producción y de distribución se ordena directamente a cubrir esas necesidades»[110]. Hasta aquí la descripción no es ciertamente exacta, pero al menos se expresa en términos suficientemente claros. Luego prosigue Herkner: «Si este sistema se introdujera con métodos liberales, es decir sin el uso de la violencia y sin quebrantar las normas jurídicas, y si fuera capaz no sólo de aumentar el bienestar material de las masas sino también de aportar un mayor grado de libertad individual, ninguna objeción podría haber ya desde el punto de vista liberal»[111]. Así pues, si el parlamento sometiera a votación el tema de la socialización, los liberales podrían muy bien votar a favor de la colectivización de la economía, porque en tal caso esta sería introducida «sin emplear la violencia y sin quebrantar las normas jurídicas», a menos que existan dudas acerca de la capacidad del nuevo sistema para garantizar el bienestar de las masas.
Herkner parece pensar que el viejo liberalismo defendió la propiedad como fin en sí mismo y no por sus consecuencias sociales, dando así a entender —al igual que Wiese y Zwiedineck— que existe un contraste entre viejo y nuevo liberalismo. Dice, en efecto, Herkner: «Mientras el viejo liberalismo consideraba la propiedad privada como una institución de derecho natural cuya seguridad, junto con la tutela de la libertad personal, constituía la primera función del Estado, hoy se tiende cada vez más a destacar el momento social de la propiedad. […] La propiedad no se defiende ya con motivaciones individualistas, sino por razones sociales y de funcionalidad económica»[112]. Análogamente, Zwiedineck opina que ya hoy se puede ser optimistas «sobre el poco tiempo que le queda a un ordenamiento de la propiedad que es fin en sí mismo y en exclusivo interés de los propietarios». Por tanto, también el liberalismo moderno, según Zwiedineck, defiende la propiedad por razones de «funcionalidad social»[113].
No es el caso de examinar aquí hasta qué punto las teorías yusnaturalistas no liberales pretenden defender la propiedad como categoría natural. Pero todos deberían saber que los viejos liberales eran utilitaristas (como a menudo se les reprocha) y que para ellos era evidente que las instituciones sociales y las normas éticas pueden defenderse no por sí mismas o en vistas a un cualquier interés particular, sino sólo por su funcionalidad social. Para el liberalismo moderno, reivindicar la propiedad privada de los medios de producción por su utilidad social y no por ella misma o en el interés de los propietarios, no significa en modo alguno cambiar en dirección al socialismo.
«De la propiedad y del derecho hereditario —prosigue Herkner— deriva también una renta que no procede del trabajo. El liberalismo simpatiza con la lucha que los socialistas libran contra la renta que no procede del trabajo y en interés de la justicia y para que todos los miembros de la sociedad puedan competir en igualdad de oportunidades»[114]. Que de la propiedad deriva una renta que no procede del trabajo es claro como el hecho de que la miseria deriva de la pobreza. Una renta no debida al trabajo es una renta que deriva de la disponibilidad de los medios de producción. Quien combate la renta que no procede del trabajo debe por ello combatir la propiedad privada de los medios de producción. Pero un liberal no puede simpatizar con quien así piensa. Si lo hace, simplemente no es liberal.
Pero ¿qué entiende Herkner propiamente por liberalismo?
El liberalismo es una concepción general del mundo, una especie de religión, una fe: fe en la dignidad y bondad naturales del hombre, en su elevado destino, en su capacidad de mejorar gracias al poder de la razón y de la libertad, en la victoria de la justicia y de la verdad. No hay libertad sin verdad. Y no hay verdad sin el triunfo de la justicia y sin progreso, y por lo tanto sin desarrollo, cuyos estadios sucesivos deben ser siempre preferidos a los anteriores. Razón y libertad representan, para el desarrollo espiritual, lo que la luz solar y el oxígeno representan para la vida orgánica. Ningún individuo, ninguna clase, pueblo o raza deben ser considerados como puro instrumento para los fines de otros individuos, clases, pueblos o razas[115].
Todo muy bonito y muy noble, desde luego. Pero también muy genérico y vago para que pueda aplicarse indiferentemente al socialismo, al sindicalismo y al anarquismo. Lo cierto es que en esta definición conceptual de liberalismo falta precisamente el único elemento decisivo: que el liberalismo considera como ideal social un ordenamiento basado en la propiedad privada de los medios de producción.
Ante este total desconocimiento del problema de fondo del liberalismo, no hay que extrañarse de que en Herkner aparezcan casi todos los equívocos que hoy circulan a propósito del liberalismo. «El liberalismo moderno [léase liberalismo político-social], al contrario que el viejo liberalismo, que se preocupaba ante todo de eliminar las trabas paralizantes, tiene su propio programa positivo y constructivo»[116]. Si Herkner hubiera comprendido que el principio del liberalismo radica en la propiedad privada de los medios de producción, se habría dado cuenta también de que el programa liberal no es menos positivo y constructivo que cualquier otro. Es típico de la mentalidad de la burocracia estatal —que, según Brentano, era «la única caja de resonancia de la Verein für Sozialpolitik»[117]— considerar positiva y constructiva sólo la ideología que postula el máximo número posible de oficinas y funcionarios públicos, y «negativa» y «antiestatal» la de quienes desean reducir la plétora de empleados estatales.
Tanto Herkner como Wiese[118] insisten en que el liberalismo no tiene nada que ver con el capitalismo. Pero ya Passow señaló que las expresiones polivalentes «capitalismo», «sistema económico capitalista», etc., no son más que fórmulas genéricas que, salvo raras excepciones, se emplearon desde el principio, no para aclarar y definir conceptualmente de manera objetiva los hechos de la vida económica, sino para criticar, acusar y condenar ciertos fenómenos económicos de los que, por lo demás, se tenía un conocimiento bastante somero[119]. Desde este punto de vista es claro que quienes atribuyen valor al liberalismo —lo entiendan como lo entiendan— traten de liberarse de un epíteto que sienten como un insulto y una ofensa degradantes. Pero si se considera justa la observación de Passow, según la cual en la mayoría de los casos en que el término «capitalismo» se asocia a un concepto bien definido se refiere al desarrollo y la expansión de la gran empresa[120], entonces es preciso admitir que entre liberalismo y capitalismo existen estrechas relaciones. Ha sido el liberalismo el que ha formulado los presupuestos ideológicos que han hecho posible la gran empresa industrial moderna. Y si se emplea el término «capitalismo» para indicar un sistema económico en el que las iniciativas económicas se toman en consonancia con los resultados del cálculo capitalista[121], las cosas no cambian. De cualquier modo que se quiera definir el concepto de capitalismo se verá siempre que el desarrollo del modo de producción capitalista ha sido posible tan sólo en el marco de un ordenamiento basado en la propiedad privada de los medios de producción. Por eso no podemos estar de acuerdo con Wiese cuando afirma que la esencia del liberalismo ha sido «oscurecida por su coincidencia histórica con el gran capitalismo»[122].
Según Wiese, lo que hace que el capitalismo parezca «iliberal» es «la insensibilidad ante la miseria ajena, el uso brutal de la competencia más despiadada, la tendencia a ejercer la prepotencia y a someter a los semejantes»[123]. Estos son sólo algunos de los lugares comunes tomados del bien conocido catálogo de las lamentaciones socialistas sobre el carácter degenerado y perverso del capitalismo y que delatan claramente la impotencia congénita de la ideología socialista para comprender la naturaleza y el funcionamiento del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción. Cuando, en la sociedad capitalista, el comprador trata de adquirir una mercancía preocupándose únicamente de encontrar la tienda donde pueda adquirirla más barata, esto no es «insensibilidad ante la miseria ajena». Cuando la empresa que adopta procedimientos más racionales elimina, mediante la competencia, a la que funciona de un modo menos racional, no estamos ante un «uso brutal de la competencia más despiadada» y de una «tendencia a la prepotencia para someter a los semejantes», es decir no estamos ante un fenómeno concomitante no deseado o una aberración del capitalismo, y mucho menos ante una realidad no querida por el capitalismo. Al contrario, cuanto mayor es la competencia, mejor alcanza su objetivo, que es racionalizar la producción. Si los coches de caballos han sido sustituidos por los ferrocarriles, el tejedor artesano por los telares mecánicos, el zapatero por la fábrica de zapatos, ello no se ha producido contra las intenciones del liberalismo. Y si un servicio ineficiente de transporte náutico con embarcaciones de vela es sustituido por una gran sociedad de navegación dotada de barcos de vapor, y una decena o un centenar de carniceros son sustituidos por una sociedad anónima que gestiona mataderos industriales, y si algunos centenares de tenderos son sustituidos por unos grandes almacenes, en todos estos casos nada tienen que ver «la prepotencia y el sometimiento de los semejantes».
Con razón el propio Wiese dice que el liberalismo «prácticamente aún no se ha realizado en medida suficiente, y las sociedades liberales tienen aún que ser creadas y educadas»[124]. De modo que lo que en realidad tenemos —aun considerando como sociedad liberal emblemática la Inglaterra de la época de la máxima expansión del capitalismo— es sólo un modelo extremadamente imperfecto de lo que el capitalismo plenamente desarrollado sería capaz de realizar. Por lo demás, hoy está de moda achacar al capitalismo todo lo que no gusta a sus críticos. ¿Por qué, en cambio, no se intenta imaginar a cuántas cosas tendríamos que renunciar si no existiera en absoluto el «capitalismo»? Es fácil inculpar al capitalismo cuando se frustran los propios sueños dorados. Pero si este puede ser un buen método para la propaganda de partido, en la discusión científica sería mejor evitarlo.
Uno de los errores al que todas las variantes del socialismo de cátedra siguen tenazmente aferradas es la fe en la intervención del Estado en la vida económica. Según esta concepción, existirían —si se excluye el sindicalismo— tres posibles modos de disponer de los medios de producción en una sociedad basada en la división del trabajo: además de la propiedad privada y de la propiedad colectiva, existiría como tercera posibilidad la propiedad privada regulada por prescripciones estatales. La posibilidad teórica de este tercer sistema es el problema que en el debate ha asumido la forma de la antítesis: «¿Poder o ley económica?».
Para el socialismo de cátedra este problema tenía sobre todo un significado político. En efecto, la única posibilidad de legitimar la aspiración a adoptar una postura imparcial intermedia entre manchesterismo y comunismo era proponer un ideal social que pareciera «equidistante» de los ideales de ambos movimientos en lucha por la hegemonía. Y el único modo de poner el propio ideal a salvo de la crítica dirigida contra la idea de sociedad socialista era rechazar la idea de que las intervenciones en los mecanismos de la sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción no pueden alcanzar su objetivo, y que la finalidad del estatalismo podía alcanzarse mejor sólo en un sistema en el que la propiedad fuera sólo nominal y toda la producción dependiera de una autoridad central. Moeller ha observado atinadamente que la razón de la oposición de la Joven Escuela histórica a la economía política clásica era puramente práctica. Al oponerse a ella, Schmoller se proponía ante todo impedir que «el camino que conduce a la motivación científica de la Sozialpolitik práctica estuviera obstruido por el concepto de leyes externas, capaces de regular la historia independientemente del hombre». Pero Moeller se equivoca cuando, refiriéndose a una observación de Rist, quien negaba que la Escuela clásica jamás hubiera sostenido la validez universal de las leyes económicas, sostiene por su parte que «lo que obstruía ese camino no eran ciertamente las leyes de la economía clásica, siempre que fueran interpretadas correctamente»[125]. ¡Vaya si lo eran! Tan es así, que esas leyes demostraban que una intervención en los mecanismos del ordenamiento social capitalista no puede obtener los resultados que la autoridad espera alcanzar, de modo que esta no tiene más remedio que elegir entre renunciar a la intervención, o bien completar la labor y hacerse con el control de los medios de producción, llevando a cabo su socialización integral. Frente a este hecho, todas las consideraciones críticas de la Escuela histórico-realista erraban el blanco. No tenía ningún sentido argumentar que las leyes económicas no son «leyes naturales», y que la propiedad privada es «sólo» una categoría histórico-jurídica y no una categoría eterna. La nueva orientación debería haber sustituido la teoría cataláctica, descubierta por los fisiócratas y por la economía política clásica, por un sistema distinto capaz de dar visos de racionalidad a las intervenciones autoritarias en el juego del mercado de una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción. Pero como esta sustitución no es posible, la Escuela en cuestión no tuvo más remedio que rechazar de raíz cualquier análisis «teórico» de los problemas económicos de la sociedad.
También se ha sostenido que existen muchas economías políticas. Pero sería como decir que existen muchas biologías y muchas físicas. Es cierto que en toda ciencia, en un mismo periodo, existen varias hipótesis y concepciones que compiten en la solución de problemas concretos. Pero el carácter lógico es homogéneo en cada ciencia. Esto puede aplicarse también a la economía política, y la mejor demostración de ello es que la Escuela histórico-realista, que por motivos políticos no estaba de acuerdo con la economía teórica tradicional y con su ulterior evolución, no sustituyó la teoría criticada por otra teoría, sino que de entrada negó la posibilidad misma de un conocimiento teórico de la economía.
La economía política conduce necesariamente al liberalismo, ya que por una parte muestra que, en la sociedad basada en la división del trabajo, existen sólo dos posibilidades opuestas de solucionar el problema de la propiedad: la propiedad privada y la propiedad colectiva de los medios de producción; y que, por tanto, la supuesta solución intermedia, representada por la propiedad «regulada», o es un contrasentido, porque no consigue los fines intencionadamente perseguidos y sólo provoca disfunciones en el proceso de producción capitalista, o bien debe llevarse hasta la socialización íntegra de los medios de producción. Por otra parte, la economía política muestra —pero esta adquisición teórica es sólo una conquista reciente— que una sociedad basada en la división del trabajo y en la propiedad colectiva de los medios de producción no es capaz de sobrevivir, porque en ella no es posible el cálculo económico y por lo tanto la racionalidad económica. La ciencia económica es, pues, un obstáculo para las ideologías socialista y sindicalista que hoy dominan en todo el mundo. De ahí la lucha que por doquier se libra contra la economía política y contra los economistas.
Zwiedineck-Südenhorst trata de reproponer con nuevo ropaje la insostenible doctrina de la supuesta tercera forma de sociedad, o tercera vía, que vendría a sumarse a las otras dos, basadas respectivamente en la propiedad privada y en la propiedad colectiva. El problema, según él,
no se refiere simplemente a la forma de la propiedad, sino también al estatuto igualmente y acaso aún más decisivo de las normas jurídicas que constituyen una especie de superestructura por encima de cualquier estatuto propietario, y por lo tanto de cualquier sistema económico. Hay que reconocer la decisiva importancia que esas normas jurídicas tienen para la forma misma que viene a revestir la cooperación de los distintos factores de producción (entendiendo como factores autárquicos no sólo el capital y la tierra por una parte y el trabajo por otra, sino también las diversas categorías de prestaciones humanas). El problema, pues, se refiere a todo lo que comprende el concepto de organización productiva. El único fin de esta organización tiene que ser poner al servicio de toda la economía las relaciones de poder que de vez en vez inciden sobre los distintos factores de producción; sólo entonces adquiere la organización un carácter económico-social. Evidentemente, estas relaciones de poder, es decir la ordenación de la propiedad, se convierten en parte integrante de la organización productiva. Pero esto no nos autoriza a concluir que la organización que los integra deba ser diferente para la economía individualista y para la colectivista; más bien, el problema consiste en saber si y en qué puede ser distinta[126].
También aquí, como en todos los demás representantes del estatalismo, se nos ofrece la idea de que las normas jurídicas, que son necesarias para «poner al servicio de toda la economía» la prosperidad privada, permitirían al gobierno alcanzar los objetivos que desea. No es casual que Zwiedineck haya adoptado recientemente, sobre el problema «poder o ley económica», una postura que le coloca plenamente en línea con los socialistas de cátedra[127].
Conviene subrayar que todas estas discusiones no sólo no aportan ninguna novedad, sino que repiten todos los viejos errores ya refutados cientos de veces. El problema no es si «el poder estatal» puede intervenir en la vida económica. Ningún economista negaría hoy, por ejemplo, la «posibilidad» de bombardear una ciudad o de introducir una prohibición de exportar. Tampoco el librecambista afirma que los aranceles no sean posibles; afirma sólo que los aranceles protectores no producen los efectos que el proteccionismo les atribuye. Del mismo modo, quien rechaza el control de precios, porque produce efectos contrarios a los objetivos deseados, no pretende negar con ello que las autoridades puedan fijar precios oficiales y vigilar su aplicación, sino simplemente que de este modo se pueda alcanzar el fin que la propia autoridad pretende lograr con el decreto en cuestión.
Los argumentos con los que los representantes de la Escuela histórica rechazaron la admisibilidad del análisis «teórico» en economía fueron ya refutados a mediados de los años 70 [del siglo XIX], de forma puntal y definitiva, por Walter Bagehot. Los dos únicos métodos que la Escuela histórica consideraba admisibles él los define all-case method y single-case method. El primero opera exclusivamente a través de la inducción, pensando —erróneamente— que este es el camino que normalmente siguen las ciencias de la naturaleza. Bagehot demuestra que este método es absolutamente impracticable y que nunca ha dado resultados satisfactorios en ninguna ciencia. A su vez, el single-case method, que se propone la pura descripción de procesos históricos concretos, desconoce que no existe una historia económica y una descripción de la economía, si antes no existe ya una doctrina orgánica que aplicar (unless there was a considerable accumulation of applicable doctrine before existing).[128]
Hace ya tiempo que la controversia sobre el método ha quedado resuelta. Jamás una disputa científica terminó con una derrota tan contundente de una de las partes en conflicto. Así se admite sin reservas en el volumen a que nos estamos refiriendo. Löwe, por ejemplo, en su magistral contribución al análisis de la coyuntura, alude brevemente al problema del método y demuestra de manera totalmente convincente que las objeciones de los empíricos contra la teoría son insostenibles. Lamentablemente, hay que dar la razón a Löwe también cuando observa que «la fe ingenua en el “análisis imparcial” de los hechos, que ha hecho estéril el trabajo de toda una generación de estudiosos alemanes», se ha insinuado también recientemente en la ciencia americana[129]. Más deplorable aún es el hecho de que, a pesar de las fundamentales discusiones metodológicas de los últimos años, la ciencia alemana persista en los viejos errores hace ya tiempo refutados. Bonn, por ejemplo, alaba a Brentano por no haberse contentado, en su libro sobre la Agrarpolitik, con «ofrecernos el esqueleto de un sistema arrancado de la carne viva. Le horroriza la abstracción exangüe, la pura declinación de los áridos conceptos que conociera en sus años juveniles. Busca lo concreto de la vida»[130]. Tengo que admitir que la expresión «carne viva» me deja perplejo. La aplicación del adjetivo «exangüe» al sustantivo abstracción me parece absurda. ¿Qué debería ser lo contrario de una abstracción «exangüe»? ¿Una abstracción «sanguínea»? Ninguna ciencia puede prescindir de los conceptos abstractos; aquel a quien estos conceptos le horrorizan debería mantenerse apartado de la ciencia y tratar de salir adelante en la vida sin ellos. Si hojeamos la Agrarpolitik Brentano, observaremos que está llena de discusiones sobre renta de la tierra, precio del terreno, costes, etc., es decir de auténticas investigaciones teóricas que obviamente se sirven de abstracciones y conceptos abstractos[131]. Toda investigación que, de un modo u otro, toma posición sobre cuestiones económicas tiene que «teorizar». El empírico, por supuesto, no sabe que está haciendo teoría, lo mismo que Monsieur Joudain hablaba en prosa sin saberlo. Y como no lo sabe, acepta acríticamente teorías que son imperfectas e incluso erróneas, sin verificar a fondo su coherencia lógica. Para cada «hecho» no es difícil construir una teoría que lo explique; pero sólo la conexión de las distintas teorías en un sistema orgánico puede permitimos formar un juicio sobre la validez o no de la «explicación» hallada. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que la Escuela histórica se ha negado a hacer: no ha querido reconocer la necesidad de elaborar lógicamente y a fondo las teorías, para luego ensamblarlas en un sistema orgánico. No tuvo voluntad ni capacidad de construir un sistema. Y por eso acabó empleando eclécticamente fragmentos de todas las teoría posibles, siguiendo indiscriminada y acríticamente ahora aquella opinión.
Pero los socialistas de cátedra no sólo no construyeron un sistema, sino que fallaron también completamente en la crítica a la moderna economía política teórica. La crítica constructiva a la teoría subjetiva del valor —y si la crítica no es constructiva no contribuye al desarrollo ulterior de la ciencia— no vino de fuera sino de sus propias filas. Fue su influencia la que determinó la gran revolución teórica de las últimas décadas. Los integrantes de la Escuela histórica fueron incapaces incluso de advertir el hecho de esta evolución de la teoría económica en un auténtico sistema. Cuando hablan de la economía política moderna, tienen siempre ante los ojos la situación de 1890, anclada aún en las definitivas contribuciones de Menger y Böhm-Bawerk. De lo que se ha hecho después en Europa y América apenas se han enterado.
La crítica que los principales representantes del socialismo de cátedra hicieron a la teoría de la economía política fue en gran parte poco pertinente, y sobre todo no estuvo exenta de un rencor personal absolutamente injustificado. Con frecuencia se prefirió sustituir la crítica por la broma de mejor o peor gusto, exactamente igual que en los escritos de Marx y sus epígonos. Brentano creyó que tenía que iniciar su crítica a la teoría del interés del capital de Böhm-Bawerk —una crítica que, entre paréntesis, no ha sido nunca compartida por nadie en los diecisiete años transcurridos desde que se formuló— con esta frase: «Como agudamente me decía un estudiante del primer semestre…»[132]. El profesor Totomianz, un ruso de origen armenio, en su Geschichte der Nationalökonomie und des Sozialismus, afirmó lo siguiente: «Uno de los críticos alemanes de la escuela psicológica observa con mucha ironía, aunque no sin un fondo de verdad, que el ambiente en que se desarrolló la Escuela austriaca fue el de la ciudad de Viena, una ciudad plagada de estudiantes y oficiales; es, pues, natural que para un joven estudiante deseoso de disfrutar de la vida, los bienes presentes tengan más valor que los futuros; y también es natural que un brillante oficial, al que por desgracia no suele sobrarle el dinero, tenga que pagar un cierto tipo de interés por el dinero que le prestan»[133]. La obra que contiene esta profunda crítica a la teoría de Böhm-Bawerk se publicó originariamente en ruso. Sus traducciones francesa, italiana y checa llevan respectivamente los prólogos de Rist, Loria y Masaryk. En el prólogo a la traducción alemana Herkner aprecia su exposición «clara y accesible a un amplio público»; considera que todas las ideas importantes y fructíferas elaboradas en Inglaterra, Francia, Alemania, Austria, Bélgica, Italia, Rusia y América tienen en Totomianz «un observador inteligente y amable»; Totomianz «posee una sorprendente capacidad para exponer adecuadamente el espíritu de hombres tan distintos como Fourier, Ruskin, Marx, Rodbertus, Schmoller, Menger y Gide»[134]. Juicios tanto más sorprendentes en cuanto formulados por un atento conocedor de la historia de las teorías económicas como es Herkner[135].
En la controversia sobre el método, el ala brentaniana de la orientación empírico-realista adoptó una actitud más prudente que la de los seguidores de Schmoller. Personalmente, a Brentano hay que reconocerle además el mérito de haber criticado duramente, ya desde la generación anterior, los trabajos histórico-económicos de la Escuela. Según él,
hay incluso quienes no han hecho más que algún extracto de documentos económicos, con lo que creen haber escrito un tratado de economía política. ¡Como si no se supiera que ese documento es apenas el primer paso del trabajo del economista! Luego hay que analizarlo con rigor, y por lo tanto recomponerlo en un marco de referencias concretas, y finalmente sacar del fragmento de vida que hemos reconstruido la lección que nos sugiere. Para esto, evidentemente, no basta hacer extractos minuciosos de documentos. Se necesitan capacidades de intuición y de combinación, perspicacia, y la cualidad científica más importante: la de saber reconocer el elemento común en la multiplicidad de los fenómenos[136]. Si esta falta, no tenemos otra cosa que una serie de detalles sin interés alguno […]. La economía política no sabe absolutamente qué hacer con una ensayística histórico-económica de este género[137].
E incluso, aludiendo evidentemente a las tendencias estatalistas que se manifestaban en los trabajos de la Escuela schmolleriana, Brentano califica de aberrante «confundir la apasionada tarea de resumir documentos de archivo con las investigaciones económico-políticas y los estudios de historia económica»[138].
Fiel a sus principios, el socialismo de cátedra no construyó sistema alguno, al contrario de lo que intentaron hacer los fisiócratas y los clásicos por una parte y la economía subjetivista moderna por otra. No tenía ningún interés en formular un sistema de cataláctica.
Marx adoptó sin más el sistema de los clásicos, llegando a la conclusión de que en la sociedad fundada en la división del trabajo no existe, junto a los dos ordenamientos sociales basados respectivamente en la propiedad privada y en la propiedad colectiva de los medios de producción, una tercera posibilidad de organizar la sociedad. Cualquier intento de buscar una tercera vía lo calificó despectivamente de «pequeño-burgués». El punto de vista del estatalismo es muy otro. Desde el principio, se acercó a las cosas no con la voluntad de comprenderlas, sino con la intención de orientarlas a la luz de una visión ética preconcebida: «Las cosas deberían ser así», o «No deberían ser así». Una situación en la que no aparezca el Estado le parece totalmente caótica. Sólo la intervención de la autoridad suprema puede acabar con la arbitrariedad de los egoísmos interesados. La idea de que un ordenamiento social puede mantenerse sobre una constitución en que el Estado se vea limitado a tutelar la propiedad privada de los medios de producción le parece al estatalista tan absurda que sólo le inspira palabras de sarcasmo para los «enemigos del Estado» que creen en esta «armonía preestablecida». El estatalista, por una parte, considera insensato rechazar cualquier «intervención» del Estado en la vida económica porque ello significaría la anarquía; por otra parte, considera incoherente, una vez admitida la intervención del Estado para tutelar la propiedad privada, rechazar por principio cualquier intervención ulterior en otros ámbitos. Para los estatalistas, el único orden racional de la economía sólo puede establecerlo un modelo de sociedad en el que la propiedad privada siga nominalmente en vigor, pero que de hecho sea abolida, y el Estado mantenga en sus manos la dirección suprema de la producción y la distribución. Según ellos, la situación en la época áurea del liberalismo era hija de un Estado que había hecho dejación de sus deberes y dado demasiada libertad a los individuos y a sus intereses privados. Salta a la vista que para quienes así piensan es no sólo inútil sino incluso absurdo elaborar un sistema de cataláctica.
El mejor ejemplo de ideología del Estado de bienestar nos lo brinda la teoría de la balanza de pagos. Según la vieja versión mercantilista, esta teoría sostiene en esencia que, si el Estado no interviene, el país se expone a agotar sus reservas de oro. Los clásicos, por el contrario, demostraron que ese riesgo tan temido por los mercantilistas en realidad no existe, porque intervienen fuerzas que al final hacen imposible la hemorragia total. Por esta razón, los estatalistas han visto siempre la teoría cuantitativa como algo escandaloso, prefiriendo la teoría bancaria. En Alemania, tras la victoria de la Escuela histórica, la teoría monetaria fue incluso proscrita. Los teoremas típicos de la teoría bancaria están presentes en Marx[139] y en Wagner, en Helfferich y en Hilferding, en Havenstein y en Bendixen.
Tras dos generaciones de predominio de eclecticismo y de total renuncia a la formación de conceptos precisos, a muchos les cuesta hoy incluso comprender en qué consistía el contraste entre estas dos célebres escuelas inglesas. Palyi manifiesta su extrañeza al constatar que «un seguidor convencido de la escuela bancaria, M. Auxiaus, en ocasiones […] defiende el ‘contabilismo’ de Solvay»[140]. No hay que olvidar que el ‘contabilismo’ y todos los demás sistemas afines no son sino la aplicación coherente de los teoremas de la teoría bancaria. Si los bancos no son capaces de poner en circulación una cantidad de billetes superior a la que se necesita («elasticidad de la circulación»), desaparecen todas las perplejidades respecto a la adopción de la reforma bancaria propuesta por Solvay[141].
El social-liberalismo no podía compartir el punto de vista del estatalismo que declara no poder añadir ni una sola palabra a lo ya dicho por el viejo mercantilismo, y que su propia teoría se limita a destacar el instintivo egoísmo de los gobernados (la «gente interesada»), a los que no se les puede dejar hacer lo que quieran[142]. Por eso, el social-liberalismo tenía que demostrar de algún modo que, en su modelo de sociedad, es posible la cooperación entre los componentes de una sociedad basada en el intercambio sin asistencia del Estado. Pero no ha sido capaz de formular al respecto una teoría orgánica. Sólo algunos de sus partidarios se han justificado diciendo que una teoría de ese tipo sería prematura por la inexistencia de una previa recogida del material necesario; pero la mayoría, a lo que parece, ni siquiera ha percibido su urgencia. De modo que cuando unos y otros se han visto ante la necesidad de recurrir a principios teóricos, por lo regular los han tomado prestados del sistema clásico, casi siempre en su versión marxista. Y este es un nuevo punto que los distingue de los estatalistas, los cuales prefieren más bien inspirarse en el mercantilismo.
En todo caso, el social-liberalismo no ha dejado de aportar una contribución propia a la teoría de los efectos de la acción sindical sobre los salarios. Aquí no se podía apelar ni a la teoría clásica ni a la moderna. Con total coherencia, negó Marx que el salario pudiera elevarse como efecto de la acción sindical. Sólo Brentano y Webb se esforzaron en demostrar que la acción sindical puede conseguir aumentar de forma permanente la renta de la clase asalariada. La de Brentano-Webb es la teoría principal del social-liberalismo, si bien no ha sido capaz de superar la crítica científica. Baste recordar los argumentos al respecto de Pohle[143] y de Adolf Weber[144] y el análogo resultado a que llegó Böhm-Bawerk en su último escrito[145]. Por lo demás, ninguna persona seria osa hoy defender la teoría brentano-webbiana. Y es significativo que en toda la voluminosa obra que nos ocupa no haya un solo ensayo sobre la teoría del salario y sobre la política salarial. Sólo Cassau se limita a constatar que el movimiento sindical antes y después de la guerra ha procedido «sin una teoría del salario propia y autónoma»[146].
Schmoller, en la recensión a la primera edición del libro de Adolf Weber, plantea una objeción a su demostración de la imposibilidad de obtener normalmente, sin un aumento de la productividad, un aumento del salario a través de la simple negativa a trabajar. Según Schmoller, «estas abstractas discusiones teóricas sobre el precio» no llevan a ningún resultado práctico, ya que sólo se podrá formular un «juicio seguro» si «podemos medir uno por uno todos estos procesos extremadamente complejos». A lo que Adolf Weber responde denunciando en tal afirmación la bancarrota de nuestra ciencia[147]. Sólo que al estatalista le importa un bledo la bancarrota de la economía, pues el estatalista coherente niega de raíz la existencia misma de leyes que regulen la marcha de los fenómenos económicos. En todo caso, encuentra tranquilamente una escapatoria política al dilema, confiando al Estado la tarea de determinar el nivel de los salarios. Para el social-liberalismo, en cambio, la refutación de la teoría brentano-webbiana no es decisiva. Aun admitiendo que sea válida —algo que, como ya hemos dicho, nadie se aventura hoy a sostener a la vista de los argumentos de Adolf Weber, Pohle y Böhm-Bawerk—, seguiría siempre abierta la cuestión de fondo. Es decir, aun admitiendo que los sindicatos tengan efectivamente poder para incrementar el salario medio de todos los trabajadores por encima del nivel que se alcanzaría sin su intervención, es inevitable preguntarse hasta qué punto puede llegar este aumento. ¿Puede llegar hasta absorber enteramente la renta «que no procede del trabajo» y afectar al capital mismo? ¿O hay un límite que este aumento no puede sobrepasar? Tal es el problema que la «teoría del poder» tiene que resolver siempre que se halla ante un precio cualquiera. Pero hasta hoy ni siquiera ha intentado resolverlo.
El problema del poder no puede afrontarse a la manera del viejo liberalismo, que declaraba simplemente «imposibles» las intervenciones del poder coactivo. No hay duda de que los sindicatos, si son secundados por el Estado mediante su negativa a tutelar concretamente a quienes no quieren secundar la huelga, mediante el pago de un subsidio de paro, o bien forzando a los empresarios a contratar trabajadores, pueden sin duda elevar los salarios al nivel que deseen. Pero entonces el resultado es que los trabajadores de los sectores estratégicos pueden elevar arbitrariamente su salario a costa del resto de la población.
Pero aun prescindiendo de esto, el traslado del aumento salarial a los precios de los bienes instrumentales y de consumo podrán soportarlo los trabajadores, pero no ciertamente los capitalistas y los empresarios, cuya renta no aumenta en paralelo con el aumento de los salarios. Estos estamentos se ven obligados a reducir la acumulación, a consumir menos o incluso a echar mano del capital. De la medida en que se reducen sus rentas depende lo que decidan hacer. Pero una cosa será cierta en todo caso: que no se llegará por este camino a la desaparición ni siquiera a la reducción sustancial de la renta de propietarios y empresarios sin pasar antes por lo menos por una reducción o un estancamiento de las inversiones, o más probablemente (desde el momento en que no se ve qué es lo que pueda impedir que los sindicatos fuercen sus reivindicaciones hasta el punto de hacer desaparecer toda la renta no procedente del trabajo) por una auténtica destrucción de capital. Siendo esto así, habrá que admitir que la destrucción de capital no puede ser el medio para garantizar a los trabajadores un aumento permanente de su renta.
Los caminos que el estatalismo y el social-liberalismo pretenden seguir para aumentar las rentas salariales difieren entre sí, pero ninguno de los dos conduce a la meta deseada. El social-liberalismo, a menos que por un absurdo desee reducir o bloquear las inversiones, acaba también enfrentándose al dilema: capitalismo o socialismo. Tertium non datur.
Casi todas las medidas de política económica adoptadas en las últimas generaciones han tenido como objetivo abatir gradualmente, no de nombre sino de hecho, la propiedad privada y sustituir el ordenamiento social capitalista por otro socialista. Este objetivo ya había sido confesado, hace algunas décadas, por Sydney Webb y claramente formulado en sus ensayos fabianos[148]. Puesto que el modelo de sociedad futura contemplado por las distintas corrientes socialistas era distinto, también tenían que serlo las opiniones acerca de los medios a adoptar para alcanzar este fin. Sobre algunas cuestiones las distintas corrientes estuvieron bastante de acuerdo; sobre otras, por el contrario, surgieron claras diferencias; por ejemplo, sobre el trabajo en las fábricas de las mujeres casadas, o sobre la protección de la artesanía frente a la competencia de la gran industria. Pero siempre hubo total acuerdo a la hora de rechazar el ideal social del liberalismo. A pesar de sus diferencias, las distintas corrientes socialistas coincidieron siempre en su lucha contra el «manchesterismo». Y, por lo menos sobre este punto, también estuvieron de acuerdo los adalides del «socialismo de cátedra» y los del estatalismo puro.
Los esfuerzos encaminados a sustituir gradualmente el capitalismo por alguna forma de sociedad socialista o sindicalista tomaron el nombre de Sozialpolitik Jamás se dio una definición precisa de esta expresión, pues las definiciones conceptuales rigurosas jamás fueron el fuerte de la Escuela histórica. El uso del término ha seguido siendo ambiguo. Sólo en los últimos años, presionados por las críticas de la economía política, los defensores de la Sozialpolitik han intentado ofrecer una definición del concepto.
La definición más clara la dio Sombart en 1897: «Por Sozialpolitik entendemos aquellas medidas de política económica que tienen como fin o como resultado el mantenimiento, el desarrollo, o bien la represión de determinados sistemas económicos o de sus componentes»[149]. Amonn ha apuntado acertadamente algunas objeciones en relación con esta definición, y sobre todo ha criticado el hecho de que las medidas de política económica puedan caracterizarse siempre y sólo por el fin que persiguen y no por las consecuencias que tienen en el ámbito político; y también ha criticado el hecho de que la Sozialpolitik sobrepase la esfera que normalmente delimita la política económica[150]. Sin embargo, el punto decisivo es que Sombart establece como objetivo de la política social el cambio del sistema económico. Si se tiene presente que cuando formuló aquella definición militaba resueltamente en el campo del marxismo, y que por lo tanto para él la única política social posible en aquella época era la que conducía al socialismo, hay que admitir que captó perfectamente el núcleo de la cuestión. El único defecto de su definición conceptual, a lo sumo, es que incluye en la Sozialpolitik —véase su explícita mención de la emancipación de los campesinos como ejemplo de política social— las corrientes que tendían a realizar el programa liberal en una época en la que, en palabras de Marx, la burguesía era aún una clase revolucionaria. Sobre este punto muchos le han seguido, tratando repetidamente de definir la Sozialpolitik de forma que incluya también medidas de política económica distintas de las que tienen por objeto la creación de una sociedad socialista[151].
No merece la pena ocuparse de la estéril controversia sobre el concepto de Sozialpolitik que ha tenido lugar en los últimos años. De resolverla se ha ocupado la crisis que ha afectado al socialismo y al sindicalismo en todas las tendencias, con la victoria de la socialdemocracia marxista y de sus grupos afines.
Ya antes de la guerra, el estatalismo prusiano y el de los demás países influidos por Alemania, en cuyo modelo se habían inspirado, emprendieron la vía del socialismo en la medida que lo permitían las condiciones de entonces, sin provocar daños demasiado visibles a la economía nacional y una reducción demasiado marcada de la productividad del trabajo. Nadie puede negar, a no ser por un prejuicio partidista, que la Alemania prusiana de la era guillermina estuviera en las mejores condiciones, respecto a cualquier otra nación en el pasado y en el futuro, para emprender el experimento socialista. La tradición de la burocracia prusiana, la concepción que todas las clases cultas tenían de la función del Estado, la articulación jerárquico-militarista de la población, su disposición a obedecer ciegamente las órdenes de la autoridad: todo esto creaba aquellos presupuestos del socialismo que jamás se habían dado y que no se dan en ningún país. Para desempeñar funciones directivas en una sociedad socialista, no habrá nunca hombres mejores que los burgomaestres de las ciudades alemanas o los directores de los ferrocarriles prusianos. Ellos hicieron todo lo que estaba a su alcance para hacer posible un sistema económico colectivista. Si, a pesar de todo, este fracasó, quiere decir que era inviable.
Entonces llegaron de pronto al poder, en Alemania y en Austria, los socialdemócratas. Durante décadas no se habían cansado de proclamar que su socialismo no tenía nada que ver con el falso socialismo de los estatalistas, y que una vez llegados al poder se comportarían de manera muy distinta a los burócratas y profesores. Finalmente había llegado el momento de demostrar qué sabían hacer. Y no supieron hacer otra cosa que inventar una nueva fórmula y una nueva palabra: «socialización». En 1918 y 1919 todos los partidos políticos, en Alemania y en Austria, introdujeron en sus programas la socialización de los sectores económicos más apropiados. Ninguno de los pasos que entonces se dieron para la realización integral del socialismo de puro corte marxista encontró una seria resistencia. Las realizaciones efectivas, sin embargo, no superaron cualitativa y cuantitativamente lo que ya los «socialistas de cátedra» habían propuesto y acaso también intentado realizar. Sólo unos pocos insensatos de Munich pensaron que en la Alemania industrial podía implantarse el modelo aplicado en la Rusia agraria por Lenin y Trotsky sin provocar una catástrofe de proporciones inauditas.
El socialismo no ha fracasado por resistencias ideológicas, pues la ideología socialista sigue siendo en la actualidad la ideología dominante. Fracasó porque era irrealizable. Todo paso que nos aleje del sistema social de propiedad privada de los medios de producción reduce la productividad y por lo tanto provoca miseria e indigencia. Y como no se ha podido ignorar este hecho, ya que se ha ido imponiendo con la fuerza de las cosas a la conciencia general, a medida que se procedía por el camino del socialismo y se reducía la productividad del trabajo, se fue imponiendo la necesidad, no sólo de detener la marcha, sino de derogar las medidas ya adoptadas. Incluso los soviets tuvieron que ceder. En el campo, no han socializado la tierra, sino que la han distribuido entre la población rural. En la industria y el comercio, en lugar del socialismo puro, han introducido la NEP (Nueva Política Económica). Sólo la ideología no ha participado en esta retirada. Sólo ella continúa impertérrita aferrada a sus proclamas de hace décadas, e intenta explicar el fracaso del socialismo de todas las formas posibles a excepción de la única acertada: la radical imposibilidad de llevarlo a la práctica.
Sólo unos pocos de los muchos que querían preparar el camino al socialismo han reconocido que el fracaso no ha sido casual sino inevitable. Algunos han ido más lejos y han admitido, con plena coherencia, que todas las medidas inspiradas en la Sozialpolitik no tienen otro efecto que reducir la productividad del único sistema económico posible, el que se basa en la propiedad privada de los medios de producción; han admitido que esas medidas provocan un derroche de capital y de riqueza, y que por ello son constitutivamente destructivas. En la literatura económica reciente este abandono de los ideales en otro tiempo apasionadamente defendidos se conoce como «crisis de la Sozialpolitik»[152]. En realidad, se trata de algo más: se trata de la gran crisis mundial del destructivismo, de aquella política que intenta destruir el ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción.
La tierra puede alimentar a la enorme masa de hombres que la habitan en la única forma en que los ha alimentado en las últimas décadas, es decir a través del sistema económico capitalista. Sólo del capitalismo puede esperarse un ulterior aumento de la productividad del trabajo humano. El que hoy, en cambio, la gran mayoría sea partidaria de una ideología que no quiere reconocer esta realidad, y por lo tanto propugne una política que conduce a la reducción de la productividad del trabajo y a la destrucción del capital acumulado, es el signo más profundo de la gran crisis de civilización.
La oposición al socialismo de cátedra se inició, en términos generales, en Alemania, y se basaba en la constatación de la imposibilidad de excluir el análisis teórico en el estudio de los problemas económicos. El ataque a las doctrinas de los socialistas de cátedra vino ante todo de economistas tales como Dietzel, Julius Wolf, Ehrenberg, Pohle, Adolf Weber, Passow y otros. Por otro lado, los historiadores han criticado a su vez el modo en que Schmoller, Knapp y sus alumnos trataban de resolver los problemas históricos. Sirviéndose de su instrumental científico, todos estos críticos estudiaron las doctrinas de los socialistas de cátedra desde una posición externa. Aunque inicialmente, dada la posición y la reputación de los socialistas de cátedra, encontraron dificultades materiales, en el fondo la polémica con dicha orientación científica no fue para ellos un problema especial, ya que o nunca habían sido particularmente atraídos por ella, o bien, desde el punto de vista psicológico, la habían abandonado definitivamente sin dificultad.
El caso de Max Weber fue distinto. Para el joven Max Weber, las ideas del estatalismo prusiano, del socialismo de cátedra y de la reforma social evangélica eran la misma cosa. Él las había absorbido antes incluso de empezar a ocuparse científicamente de los problemas del socialismo de cátedra. Su postura obedeció a convicciones religiosas, políticas y éticas.
En la Universidad, Max Weber había estudiado derecho, y fue primero profesor libre y luego contratado en Derecho. Pero su inclinación le llevó más tarde a dedicarse completamente a la historia: no a las investigaciones históricas particulares, las que se pierden en minucias y pasan por alto los grandes fenómenos, sino a la historia universal, a las grandes síntesis históricas y a la filosofía de la historia. Pero la ciencia histórica no era su objetivo último, sino sólo un medio para lograr un conocimiento político más profundo. La economía política, en cambio, le era totalmente ajena. Había sido llamado a la cátedra de economía sin que con anterioridad se hubiera ocupado de esta ciencia: un hecho no raro en aquellos tiempos, por lo demás en perfecta consonancia con la concepción que la Escuela histórico-realista tenía de la naturaleza de las «ciencias del Estado», según la cual los historiadores e historiadores del derecho eran considerados expertos en economía política[153]. Poco antes de su prematura muerte, Max Weber se lamentaba de su escaso conocimiento no sólo de la economía teórica moderna, sino también del sistema clásico, y manifestaba el temor de no tener ya tiempo para llenar esta laguna que sentía como una dolorosa carencia.
Apenas aceptado este nombramiento, que le obligaba a explicar algunos cursos sobre los problemas que para el socialismo de cátedra constituían el contenido de la disciplina académica llamada «economía política», se dio perfectamente cuenta de la total insuficiencia de la doctrina dominante. El jurista y el historiador que había en él se rebelaron en primer lugar contra el modo en que la economía política oficial trataba los problemas jurídicos e históricos. Tal fue el punto de partida de sus primeras investigaciones metodológicas y epistemológicas; y esto le condujo ante todo al problema de la concepción materialista de la historia, y de aquí a interesarse por los problemas de la sociología de las religiones, sobre cuya base diseñó su gran plan para la construcción de un sistema de las ciencias sociales.
Pero todos estos estudios contribuyeron también a alejarle poco a poco de un ideal político juvenil inspirado en la Sozialpolitik y a acercarle progresivamente al liberalismo, al racionalismo y al utilitarismo. Fue para él una experiencia personalmente dolorosa, muy semejante a la que había impulsado a muchos otros estudiosos a apartarse del cristianismo. El estatalismo prusiano había sido su fe y su religión, y apartarse de él fue algo así como separarse de su patria, de su pueblo, incluso de toda la civilización europea.
En efecto, a medida que iba comprendiendo, cada vez con mayor claridad, que la ideología social dominante era insostenible, y se iba percatando de los efectos que tendría su aplicación práctica, empezaba también a darse cuenta del futuro que le esperaba al pueblo alemán y a todos los demás pueblos que encarnaban la civilización europea. Así como el cochemar des coalitions había turbado el sueño de Bismarck, así también a Weber le inquietaba la lúcida visión de los resultados a que le habían conducido sus estudios. Por más que se aferrara desesperadamente a la esperanza de que todo habría de resolverse de manera positiva, un oscuro presagio le decía insistentemente que la catástrofe se estaba acercando. Fue esto lo que minó su salud y lo que, especialmente tras el estallido de la guerra mundial, le puso en un estado de creciente agitación, empujándole a un activismo frenético que, para un hombre aislado como él, del que ninguno de los partidos existentes supo aprovecharse, tenía que resultar estéril y finalmente llevarle a la muerte.
A partir del periodo de Heidelberg, la vida de Max Weber fue una incesante lucha interior contra las doctrinas del socialismo de cátedra, lucha que no pudo llevar a término porque la muerte le sorprendió antes de que pudiera liberarse por completo de su fascinación. Y murió solo, sin dejar herederos que pudieran continuar la lucha interrumpida por su desaparición. Es cierto que hoy todos ensalzan su nombre, pero se ignora el verdadero alcance de su obra, y no cuenta con discípulos precisamente en los temas que para él eran más importantes. Sólo los adversarios han comprendido el peligro que las ideas de Max Weber pueden representar para su propia ideología[154].
Las ideas del socialismo y del sindicalismo, en todas sus variantes y tendencias, han perdido su fundamento científico. Sus partidarios no han sido capaces de oponer al sistema de economía teórica, que ha demostrado que esas ideas son insostenibles, un sistema mejor y más compatible con sus propias doctrinas. Y así han decidido negar radicalmente la posibilidad misma del conocimiento teórico en el ámbito de las ciencias sociales en general y de la economía política en particular, limitando su crítica a hacer objeciones inconexas contra los principios que constituyen la base del sistema de la economía teórica. Pero tanto su crítica metodológica como la que tiene por objeto los diferentes teoremas han revelado su falta de consistencia. De todo lo que Schmoller, Brentano y sus amigos anunciaron enfáticamente hace medio siglo como la nueva ciencia no ha quedado absolutamente nada. El hecho de que puedan utilizarse los estudios de historia económica, y que por lo mismo haya que cultivarlos, es algo sabido desde siempre y a nadie se le ha ocurrido negarlo.
Aun en el periodo áureo de la Escuela histórica, la ciencia de la economía teórica no se detuvo. El nacimiento de la teoría subjetivista moderna coincide con la fundación de la Verein für Sozialpolitik. Desde entonces, economía política y Sozialpolitik son dos realidades totalmente contrapuestas. Los partidarios de la Sozialpolitik desconocen hasta los elementos básicos del sistema teórico, e ignoran completamente los importantes desarrollos que se han venido produciendo en las últimas décadas en el campo de la teoría económica. Y cuando osan criticarla, no saben ir más allá de los viejos errores que ya Menger y Böhm-Bawerk liquidaron definitivamente.
Pero todo esto no ha afectado lo más mínimo a la ideología socialista y sindicalista, que conserva más que nunca su hegemonía cultural. Todos los grandes acontecimientos políticos y político-económicos de los últimos años se ven casi exclusivamente a través de sus lentes. Naturalmente, también aquí esa ideología ha fracasado. También a la ideología de los socialistas de cátedra puede aplicarse lo que Cassau dice del socialismo proletario: que todas las experiencias de las últimas décadas «han pasado a través de la ideología sin influir en ella; esta ha tenido muchas posibilidades de renovarse, pero nunca ha sido tan estéril como cuando florecían los debates sobre la socialización».[155] La ideología, pues, es estéril, pero domina. El liberalismo, en cambio, pierde terreno cada día que pasa, incluso en Inglaterra y Estados Unidos. Existen, claro está, diferencias notables entre las teorías de la Escuela estatalista alemana y el marxismo, por una parte, y lo que hoy en Estados Unidos pasa por el nuevo evangelio, por otra. Incluso en la terminología, los americanos son mucho más cautos que Schmoller, Held y Brentano. Pero en la sustancia las aspiraciones actuales de los americanos coinciden completamente con las doctrinas de los socialistas de cátedra, con las cuales comparten también el error de creer que su ideal social es favorable a la propiedad privada de los medios de producción.
Si hoy el socialismo y el sindicalismo, en conjunto, no dan un paso adelante; si asistimos a un retroceso incluso en relación a una serie de avances ya realizados en la dirección de la creación de una economía colectivista; y si hay incluso quien piensa en una limitación del poder de los sindicatos, todo esto no es fruto ni de un reconocimiento científico de la economía política ni una renuncia a la ideología social dominante. Hoy sólo unos pocos conocen la economía política en toda la faz de la tierra, y no existe un solo estadista o político que se preocupe de ella lo más mínimo. En cuanto a la ideología social, incluso la de los partidos que se dicen «burgueses» es de cabo a rabo socialista, estatalista, sindicalista. La explicación de la falta de progresos del socialismo y del sindicalismo, a pesar de la vigencia actual de la ideología dominante, se basa casi exclusivamente en que hoy es un hecho palmario el retroceso de la productividad del trabajo provocado por las medidas restrictivas respecto a la propiedad privada. Quien aún es prisionero de la ideología socialista buscará obviamente todas las escapatorias posibles para justificar este fracaso, renunciando a buscar su verdadera causa. Pero el único resultado es una mayor prudencia en la práctica.
La política no osa poner en práctica lo que la ideología dominante reclama, porque, instruida por amargas experiencias del pasado, en su subconsciente ha perdido toda confianza en la propia ideología. A pesar de ello, nadie piensa en sustituir la ideología claramente inservible por otra más funcional, ni espera alguna otra ayuda de la razón. Algunos se refugian en la mística, otros confían sus esperanzas a la llegada del «hombre fuerte», del tirano que pensará y proveerá por todos.