2. La economía controlada

1. La teoría dominante de la economía controlada

Salvo raras excepciones, todos los que hoy hablan o escriben de cuestiones de política económica están a favor del intervencionismo. Esta unanimidad, sin embargo, no refleja en modo alguno una coincidencia sobre las medidas intervencionistas adoptadas por los gobiernos y demás poderes sociales coactivos. Estudiosos de política económica, periodistas y partidos políticos se adelantan a invocarlas; luego, una vez convertidas en normas legislativas, nadie se declara ya de acuerdo con ellas, y todos —incluso los políticos sobre los que recae directamente la responsabilidad de las mismas— denuncian que son insuficientes e inadecuadas, y piden que sean sustituidas por otras más convenientes. Pero una vez que se acepta esta petición, el juego comienza de nuevo. La invocación a no ceder sobre el intervencionismo es tan unánime como el rechazo de todas las medidas concretas de política intervencionista.

Desde luego, siempre que se habla de revocar íntegramente o en parte una determinada intervención, surgen voces que invitan a no cambiar nada de lo ya establecido; no tanto porque se esté de acuerdo con las medidas adoptadas, como más bien para rechazar posibles medidas que se consideran un mal mayor. Los ganaderos de cualquier país, por ejemplo, nunca han estado verdaderamente satisfechos con los aranceles y las disposiciones de política veterinaria que impiden la importación de ganado, carnes y grasas animales del exterior. Pero si son los consumidores los que piden su anulación, o por lo menos su atenuación, inmediatamente los ganaderos se baten por su mantenimiento. Los defensores de la ley de tutela de los trabajadores han criticado siempre la insuficiencia de todas las disposiciones a su favor adoptadas hasta entonces, juzgándolas a lo sumo como un pago a cuenta sobre lo que se les debe; pero luego, si alguien pide la revocación de una de estas disposiciones —por ejemplo, hoy, la limitación legal del horario laboral de ocho horas— inmediatamente se movilizan para defenderla. Quien haya realmente comprendido que la política intervencionista es por necesidad un contrasentido, y que es también contraria a sus propias finalidades, porque nunca puede obtener lo que sus promotores esperan de las medidas que adoptan, podrá también comprender perfectamente estas actitudes respecto al intervencionismo concreto. Lo único sorprendente es que se empeñen en aferrarse a la política intervencionista, a pesar de sus calamitosos resultados y el fracaso de todos los intentos de demostrar teóricamente su racionalidad. La idea de un posible retorno a la política económica liberal les parece a muchos tan absurda que ni siquiera se molestan en tomarla en consideración.

El argumento que suelen emplear los defensores del intervencionismo es que el liberalismo pertenecería a una época superada, mientras que la nuestra sería la época de la «política económica constructiva», es decir la época del intervencionismo. No se puede hacer girar la rueda de la historia hacia atrás —afirman— y recuperar un mundo ya definitivamente desaparecido. Quien hoy reivindica el liberalismo y lanza la consigna del «retomo a Adam Smith», pide lo imposible.

Ahora bien, no es cierto que el liberalismo actual sea idéntico al de los liberales de los siglos XVIII y XIX. El liberalismo moderno se basa ciertamente en las grandes ideas de Hume, de Adam Smith, de Ricardo, de Bentham y de Wilhelm von Humbold. Pero el liberalismo no es una teoría completa y cerrada, un dogma rígido, sino la aplicación de unas teorías científicas a la vida social de los individuos, a la vida política. Tanto la economía política como la sociología han hecho grandes progresos desde los tiempos en que se formó la doctrina liberal, y por ello el liberalismo ha tenido que transformarse, aunque manteniendo una idea básica. Quien se preocupe de estudiar el liberalismo moderno descubrirá inmediatamente qué es lo que le distingue del viejo liberalismo, y comprenderá que hoy no puede pensarse que el liberalismo se agota con Adam Smith, ni afirmar que la necesidad de superar el intervencionismo se identifica con la llamada a volver a sus doctrinas.

El liberalismo moderno se distingue del liberalismo de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX al menos tanto como el intervencionismo moderno se distingue del mercantilismo de los siglos XVII y XVIII. No es coherente definir como anacrónico el retorno al libre cambio, si no se está dispuesto a considerar anacrónico el retorno al sistema proteccionista y prohibicionista.

Quienes atribuyen los cambios de la política económica simplemente al espíritu de los tiempos demuestran que es muy poco lo que esperan de una explicación científica del intervencionismo. Sostienen que hoy el espíritu del capitalismo habría sido sustituido por el dirigismo económico. El capitalismo habría envejecido y debería ceder el paso a la juventud de lo nuevo que avanza, que no sería otra cosa que la economía controlada por intervenciones estatales y de otro tipo. Quien cree seriamente que con tales afirmaciones puede refutar las inexorables conclusiones a que ha llegado la teoría económica en materia de efectos del proteccionismo o de regulación de precios, se equivoca de medio a medio.

Otra teoría hoy muy difundida se aferra al malentendido concepto de «libre competencia». Esta teoría, basándose en postulados yusnaturalistas, idealiza el concepto de libre competencia, que habría de desarrollarse en condiciones absolutamente paritéticas, para descubrir luego que el ordenamiento social basado en la propiedad privada de los medios de producción no corresponde a ese ideal. Una vez que se pone tácitamente como fin supremo de la política económica la realización del postulado de la «competencia efectivamente libre y en condiciones paritéticas», se pasa a proponer las distintas reformas. En nombre de ese ideal unos invocan el socialismo, que llaman «liberal» en cuanto ven en ese ideal la esencia del liberalismo; otros, en cambio, proponen diferentes tipos de medidas intervencionistas. Pero la economía no es un concurso hípico en el que los competidores participan en las condiciones fijadas por las reglas de una carrera. Si se trata de establecer qué caballo es capaz de recorrer un cierto trayecto en el menor tiempo posible, estonces es preciso hacer que las condiciones de la carrera sean lo más paritéticas posible. Pero ¿puede decirse realmente que la economía es una suerte de concurso en el que deba establecerse qué concurrente, en condiciones iguales para todos, es capaz de producir a costes más bajos?

La competencia como fenómeno social no tiene nada que ver con la competencia deportiva. Es una auténtica confusión conceptual deducir el postulado de la «igualdad de condiciones» de las reglas del juego deportivo o de las que presiden los experimentos científicos y tecnológicos de laboratorio, para trasladarlo a la política económica. En la sociedad, y en cualquier orden social posible —no sólo en el capitalista— existe competencia entre los individuos. Los sociólogos y los economistas de los siglos XVIII y XIX mostraron cómo opera la competencia en un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción; y esta fue una parte esencial de su crítica a la política económica intervencionista del Estado administrativo-asistencial de la época mercantilista. El análisis de la competencia les permitió comprender el carácter irracional de las medidas intervencionistas en cuanto generadoras de efectos contrarios a los propios fines perseguidos, y por lo mismo a comprender que el ordenamiento económico que mejor responde a los fines económicos de los individuos es el que se basa en la propiedad privada. A los mercantilistas que se preguntaban cómo podían atenderse las necesidades del pueblo, en caso de que el gobierno se desentendiera de la marcha de las cosas, respondían que la competencia entre los empresarios proveería del mejor modo posible a abastecer los mercados de los bienes y servicios demandados por los consumidores. De ordinario su exigencia de eliminar todas las intromisiones intervencionistas se formulaba en los términos totalmente genéricos de la necesidad de no limitar la libertad de competir. Al proponer la consigna de la «libre competencia», se proponían defender la función social de la propiedad privada de los medios de producción frente a las intervenciones del gobierno. Fue así como pudo nacer el equívoco por el que la esencia del programa liberal no debía buscarse en la propiedad privada sino en la «libre» competencia. Y así algunos críticos de la sociedad se dieron a perseguir un vago fantasma llamado «libertad de competencia efectiva», que no es sino la prueba de un mal planteamiento de los problemas y de la caída en las frases hechas[84].

Algunos consideran demasiado fácil tanto la apología del intervencionismo como la refutación de la crítica de que es objeto por parte de la teoría económica. Lampe, por ejemplo, afirma que esta crítica

sería fundada sólo si al mismo tiempo se pudiera demostrar que el sistema económico actual corresponde al modelo ideal de la libre competencia. Sólo si se parte de esta premisa, podría afirmarse que toda intervención del Estado es sinónimo de pérdida de la eficiencia económica. Pero hoy no existe ni un solo científico social que ose hablar de semejante armonía preestablecida, tal como la imaginaban los economistas clásicos y sus optimistas epígonos liberales. Sin duda, el mecanismo de los precios en la economía de mercado obedece a tendencias endógenas que tienen como meta un equilibrio de las relaciones económicas desequilibradas. Pero son fuerzas que sólo prevalecen en el «largo plazo», mientras que el proceso económico, en tanto se acerca a esta meta, […] se ve interrumpido por «fricciones» más o menos violentas. De donde se derivan situaciones en las que la intervención de los «poderes sociales» puede resultar no sólo políticamente necesaria, sino también económicamente oportuna, suponiendo siempre que el poder público vaya acompañado del dictamen técnico basado en un análisis rigurosamente científico, y que ese dictamen se siga luego efectivamente[85].

Lo que más sorprende de esta página es que no fue escrita en los años 70 u 80 del siglo pasado, cuando los «socialistas de cátedra» no se cansaban de aconsejar a las autoridades supremas sus infalibles remedios para la solución de la cuestión social y el advenimiento de una era radiante, sino en 1927. Es decir, Lampe sigue sin ver que la crítica científica del intervencionismo no tiene nada que ver con el «modelo ideal de libre competencia» ni con una «armonía preestablecida»[86]. Quien critica científicamente el intervencionismo no sostiene que la economía no obstaculizada por intervenciones del Estado sea perfecta y esté libre de fricciones; y tampoco afirma que toda intervención del Estado sea sinónima de «pérdida de eficacia económica». Su crítica tiende a demostrar simplemente que con esas «intervenciones» no pueden alcanzarse los objetivos que sus promotores pretenden alcanzar, y que más bien se obtienen efectos por ellos no queridos o incluso opuestos a sus mismas intenciones. A esto es a lo que deberían haber replicado los apologetas del intervencionismo. Pero es claro que no son capaces de hacerlo.

Lampe condensa en tres puntos su programa de «intervencionismo productivo»[87]. Primero, el poder público «debe esforzarse en conseguir una lenta reducción del nivel de los salarios». Lampe no ignora que los intentos del «poder público» para mantener artificialmente el nivel de los salarios por encima del que se formaría espontáneamente en el mercado no harían sino crear paro. Tampoco debería ignorar que su propuesta acaba justificando, aunque en medida reducida y por periodos limitados, precisamente las intervenciones que él mismo ha reconocido ser contraproducentes. Frente a tales concesiones e incertidumbres, los partidarios de las medidas drásticas tienen por lo menos el mérito de la coherencia. Lampe me acusa de desinteresarme de la duración y de las proporciones que puede alcanzar el paro friccional en sus fases de transición[88]. Lo cierto es que, si no hay intervenciones, el paro seguramente no durará mucho ni alcanzará grandes proporciones, mientras que es indudable que la puesta en práctica de las propuestas de Lampe —como él mismo no podrá negar según el tenor de sus propias afirmaciones— no puede tener otro resultado que prolongar su duración y ampliar su extensión.

Por lo demás, para evitar equívocos, conviene precisar que la crítica al intervencionismo no desconoce el hecho de que, eliminando ciertas intervenciones políticas sobre la producción, se provocan algunas fricciones de tipo especial. Si, por ejemplo, quitáramos hoy de golpe todas las barreras aduaneras, nos encontraríamos momentáneamente ante enormes dificultades, aunque el efecto último sería seguramente un extraordinario aumento de la productividad del trabajo humano. Ciertamente, no es posible suavizar estas inevitables fricciones diluyendo en el tiempo de manera planificada la eliminación del proteccionismo; pero seguramente de este modo tampoco se agrava. En cambio, en el caso de la intervención política sobre los precios —e igualmente en el del mantenimiento «artificial» de altos niveles salariales del que habla Lampe— una reducción lenta y gradual tendría, frente al corte drástico e inmediato, el único resultado de prolongar el periodo en que aparecen las consecuencias no deseadas de la intervención.

Los otros dos puntos del «intervencionismo productivo» de Lampe no precisan de una crítica especial: uno de ellos no tiene propiamente carácter intervencionista, y el otro se propone incluso eliminar las intervenciones. Cuando Lampe, en el segundo punto de su programa, pide al poder público que elimine los múltiples obstáculos que frenan la movilidad profesional y territorial de la fuerza de trabajo, esto no significa sino la eliminación de todas aquellas medidas mediante las cuales el gobierno y los sindicatos obstaculizan la libre circulación de la mano de obra; y esta, en definitiva, es la vieja aspiración del laissez passer, o sea lo opuesto del intervencionismo. Y cuando, en el tercer punto, pide Lampe al poder político que «se dote en breve tiempo de un observatorio fiable sobre la situación general de la economía», esto no es ciertamente intervencionismo. Una visión panorámica de la situación económica puede ser útil a todos, incluso a los gobiernos, con tal de que la información adquirida conduzca a abandonar el intervencionismo.

Si se compara el programa intervencionista de Lampe con las reivindicaciones que hace algunos años protagonizaban los adalides del intervencionismo, observamos cómo las pretensiones de esta escuela de pensamiento son hoy mucho más modestas. Es un resultado del que puede estar orgulloso quien siempre ha criticado el intervencionismo.

2. Las tesis de Schmalenbach

Si pensamos en la desolada pobreza y esterilidad de casi toda la literatura que tiene como fin legitimar el intervencionismo, resulta ciertamente merecedor de cierta atención un intento reciente de Schmalenbach de demostrar la ineluctabilidad de la «economía controlada».

Schmalenbach parte del supuesto de que la intensidad de capital en la industria aumenta de manera constante, con lo que los costes fijos van adquiriendo un significado creciente, al tiempo que los costes variables van perdiendo importancia.

El hecho de que una cuota creciente de los costes de producción sea fija marca el fin inminente de la vieja época de la economía libre y el comienzo de una nueva época, caracterizada por la economía controlada. Lo característico de los costes variables es que crecen efectivamente con cada unidad producida y con cada tonelada de producto […] Si los precios descienden por debajo de los costes de producción, se reduce la producción, ahorrando así una parte correspondiente de costes variables. Pero si la parte sustancial de los costes es fija, una reducción de la producción no sirve para rebajar los costes en la medida correspondiente. Y si en una situación así los precios bajan, no tiene ningún sentido reequilibrar la caída de los precios con una reducción de la producción. Mejor dicho, cuesta menos seguir produciendo a los costes de producción medios. Es cierto que en tal caso la empresa empieza a producir con pérdidas, pero estas son inferiores a las que se originarían si se redujera la producción, aun siguiendo soportando casi enteramente los viejos costes. Y así la economía moderna, con sus elevados costes medios, carece de aquel remedio que armonizaba espontáneamente la producción y el consumo, restableciendo así el equilibrio económico. Desde el momento en que los costes variables se han convertido de manera tan elevada en costes fijos, la economía no tiene ya la capacidad de adaptar la producción al consumo[89].

Es este «desplazamiento de los costes de producción en el interior de la empresa» lo que «casi exclusivamente» nos lleva a «abandonar la vieja forma de economía y a orientar el timón hacia la nueva». La «vieja gran época del siglo XIX, la época de la economía libre, sólo fue posible porque los costes de producción eran esencialmente de naturaleza variable; ha dejado de serlo cuando la cuota de los costes fijos ha comenzado a pesar cada vez más». Y como el aumento de los costes fijos no ha terminado aún, sino que prosigue, y previsiblemente proseguirá aún por mucho tiempo, hay que reconocer que «ya no hay esperanza alguna de poder volver a la economía liberal»[90].

Lo que, según Schmalenbach, demuestra el crecimiento de la cuota de los costes fijos es ante todo el hecho de que el aumento progresivo de la dimensión de las empresas «está ligado necesariamente a un crecimiento, si bien relativo, de aquellos órganos empresariales que podemos definir como la cabeza de este cuerpo económico»[91]. Sobre este punto tengo mis dudas. La superioridad de la gran empresa radica, entre otras cosas, precisamente en que sus costes de dirección son proporcionalmente inferiores a los de la pequeña empresa; y lo mismo puede decirse del resto del aparato directivo en el sector del comercio, especialmente en la dirección de ventas.

Schmalenbach tiene razón cuando subraya que los costes de dirección y algunos otros costes generales, si la empresa trabaja sólo a la mitad o un cuarto de su capacidad, no se pueden restringir sustancialmente. Pero como los costes de dirección, calculados por unidad de producto, disminuyen a medida que aumentan las dimensiones de las empresas y de los negocios, tienen una incidencia menor que la que tenían en el pasado, en una época en que las dimensiones empresariales eran más reducidas.

Pero el punto decisivo para Schmalenbach no es este, sino el aumento de la intensidad de capital. Él cree que puede deducir sin más el aumento de la cuota de los costes fijos de la progresiva formación de nuevo capital —que es un dato innegable de la economía capitalista— y del progresivo perfeccionamiento tecnológico del aparato productivo. Pero ante todo habría que demostrar que esto vale efectivamente para toda la economía y no sólo para las distintas empresas, ya que la progresiva acumulación de capital conduce a una reducción de la producción marginal del mismo y a un aumento de la productividad marginal del trabajo. Schmalenbach no ha tenido esto en cuenta, por lo que su tesis parte de un supuesto insostenible[92].

Pero prescindamos también de esta circunstancia y pasemos a un examen inmanente, por decirlo así, de las tesis de Schmalenbach. La cuestión es si un aumento de los costes fijos puede efectivamente inducir al empresario a adoptar un comportamiento que priva a la economía de la capacidad de adaptar la producción al consumo.

Consideremos una empresa que, ya sea desde el principio o bien debido a un cambio de la situación, no responde ya a las expectativas que en ella se habían puesto. Cuando la empresa se fundó, se calculaba que el capital invertido no sólo sería amortizado y remunerado al tipo de interés corriente, sino que también podría dar un beneficio. Ahora las cosas han cambiado. El precio del producto ha bajado hasta tal punto que sólo se puede cubrir una parte de los costes de producción (prescindiendo de los costes por intereses y amortización de las instalaciones). Una reducción de la producción no puede ayudar al empresario ni hacer más remunerativa su empresa, ya que cuanto menos se produce más aumentan los costes de producción por unidad de producto y tanto más aumentan las pérdidas sobre la venta de cada unidad de producto (siempre según nuestra hipótesis de que los costes fijos, aun prescindiendo de los costes por intereses y amortización del capital invertido, son muy altos en relación con los costes proporcionales). En tal situación, sólo hay una salida para evitar ulteriores pérdidas: liquidar la empresa. Pero esto no siempre es fácil. Por de pronto se espera que el precio del producto vuelva a subir, por lo que el cierre de la empresa no se considera oportuno, pues se piensa que los inevitables inconvenientes de una interrupción de la actividad serían superiores a las pérdidas que entrañaría seguir funcionando en periodos de crisis. En esta situación, por ejemplo, se encontraron hasta hace muy poco la mayor parte de las empresas ferroviarias, económicamente pasivas en el momento en que el avión empezó a hacer competencia al tren. Esas empresas contaban con una vuelta al tráfico ferroviario y por lo tanto con el saneamiento de sus cuentas en el futuro. Pero si no se dan estas condiciones favorables, no hay más remedio que cerrar la empresa. Las empresas que trabajan en condiciones menos favorables desaparecen, y así se restablece el equilibrio entre producción y demanda.

El error de Schmalenbach está en creer que la reducción de la producción provocada por la caída de los precios debe afectar de manera uniforme a todas las actividades de la empresa. Olvida que existe una segunda vía de salida, esto es la suspensión total de toda la actividad sólo de las instalaciones que trabajan en condiciones menos favorables y no están en condiciones de hacer frente, a la larga, a la competencia con las que producen a costes más bajos. Esto sucede sobre todo en las industrias de materias primas y de productos básicos. En la industria manufacturera, en la que una sola empresa suele producir varias especies de artículos, que tienen las más variadas condiciones de producción y de mercado, se puede reducir la actividad empresarial limitando la producción a los artículos que tienen mejor salida.

Esto es lo que ocurre en una economía libre, es decir no influida por las intervenciones del gobierno. Es, pues, totalmente inexacto afirmar que un aumento de los costes fijos pueda privar a esta economía de la capacidad de adaptar la producción a la demanda.

Evidentemente, si el gobierno interfiere en este proceso de ajuste imponiendo una tarifa protectora de cierta entidad, los productores pueden contar con otra posibilidad: formar un cártel con el fin de obtener beneficios de monopolio, una vez reducida la producción. La formación del cártel en este caso no es la consecuencia de situaciones surgidas del desarrollo endógeno de la economía libre, sino efecto de la intervención del gobierno y de la tarifa por él impuesta. En el caso del carbón y de los ladrillos, en ciertas circunstancias, el alto coste del transporte respecto al valor del producto puede llevar a la formación de cárteles de ámbito local, aunque no haya sido la intervención del gobierno la que lo haya causado; en el caso de ciertos metales, su cantidad está tan limitada a determinados yacimientos que se podría intentar un cártel mundial incluso en una economía libre. Todas las demás especies de cárteles —no se insistirá bastante en ello— deben su existencia no a una tendencia inmanente de la economía libre sino a la intervención estatal. También los cárteles internacionales han podido formarse, por lo común, sólo porque importantes áreas de producción y de consumo habían sido excluidas del mercado mundial mediante altas barreras proteccionistas.

La formación de cárteles nada tiene que ver con la relación entre costes fijos y costes variables. El hecho de que en la industria manufacturera la formación de los cárteles proceda con mayor lentitud que en la de productos básicos no debe achacarse, como piensa Schmalenbach[93], al desarrollo más lento de los costes fijos en aquella, sino a la circunstancia de que la producción concordada de bienes de consumo inmediatos, precisamente por su carácter muy variado y su dispersión en una multitud de empresas que la exponen más fácilmente a la competencia, ofrece dificultades mucho mayores y se presta mal al proceso de cartelización.

Según Schmalenbach, los costes fijos impelen a la empresa a hacerse más grande a pesar de la escasez de la demanda. En toda empresa existen instalaciones infrautilizadas que trabajan a costes crecientes incluso en caso de pleno empleo empresarial. Precisamente para explotar mejor estas instalaciones la empresa se hace más grande. «De este modo, sectores industriales enteros expanden su capacidad sin apoyarse en una paralela expansión de la demanda»[94]. Hay que reconocer que esto está ocurriendo efectivamente tanto en la Europa moderna, dominada por la política intervencionista, como, y especialmente, en el superintervencionista Reich alemán, donde se amplía la producción no es vistas al mercado sino a la redistribución de las cuotas de cártel y cosas por el estilo. Sin embargo, repito, estamos ante un fenómeno derivado del intervencionismo y no de un factor que exija la intervención.

El propio Schmalenbach, que —a diferencia de otros observadores de estos problemas— tiene una mentalidad económica, no ha conseguido liberarse del error en que ha caído toda la literatura económica alemana: el error de considerar el desarrollo que se ha producido en Europa, especialmente en el Reich alemán bajo la influencia de las altas tarifas proteccionistas, como resultado de las fuerzas que operan en una economía libre. Contra esta visión de las cosas no se insistirá demasiado en que las industrias del acero, del carbón y de la potasa están influidas en gran medida por la política intervencionista y, por lo que atañe específicamente a estas dos últimas, por las leyes del Estado que imponen pactos sindicales; y que es absolutamente inadmisible achacar a la economía libre lo que ocurre en estas industrias. La «ineficiencia económica permanente de los sindicatos», tan duramente criticada por Schmalenbach[95], no se debe a la economía libre, sino a la economía controlada. La «nueva forma de economía» es el resultado del intervencionismo.

Schmalenbach dice que está convencido de que en un futuro no lejano llegaremos inevitablemente a una situación en que las formas de esta nueva economía recibirán su poder monopolista del Estado, el cual vigilará la «observancia de las obligaciones derivadas del monopolio»[96]. Esta conclusión, cuando uno se niega, por el motivo que sea, a volver a la economía libre, confirma plenamente el resultado a que llega por fuerza cualquier análisis de los problemas del intervencionismo: es decir, que este, como sistema económico, es irracional y contraproducente respecto a los fines que se propone alcanzar. Cuando se ha reconocido esta realidad, no queda sino elegir entre abolir las intervenciones o transformarlas en un sistema en el que el gobierno guía cada paso del empresario, y las decisiones sobre cómo producir y en qué condiciones y a quién distribuir el producto corresponden al Estado; transformarlas, en una palabra, en un sistema socialista en el que de la propiedad de los medios de producción no quede más que el nombre.

Por lo que respecta a la economía de una sociedad socialista, no es este el lugar para ocuparse de ella, pues ya lo hemos hecho ampliamente en otro lugar[97].