Aparecieron de noche. Llegaron en coches oscuros, venían provistos de linternas, rifles, hachas y palos. Llegaron de la oscuridad con un rugir de motores, y los haces de luz largos y blancos de los faros doblaron la esquina buscando la calle.
Neville en ese momento estaba espiando por la mirilla. Había dejado de leer y miraba con curiosidad cuando los rayos de luz enfocaron las caras descoloridas. Los vampiros se volvieron asustados, con los oscuros ojos salvajes clavados en las luces.
Neville retrocedió bruscamente, alejándose de la mirilla. Durante un momento permaneció allí, en las sombras de la sala, temblando, indeciso. El rugido de los motores atravesó las paredes insonorizadas. Pensó en las pistolas de la cómoda, en el rifle ametralladora de la mesa de trabajo, pensó en atrincherar la casa.
Pero no. Lo tenía decidido. Lo había planeado todo, escrupulosamente, durante los últimos meses. No se enfrentaría. Se acercó otra vez a la puerta, y miró.
La calle era un continuo de escenas violentas y rápidas, iluminadas por el potente resplandor de los faros. Hombres que perseguían a otros hombres, ruidos de tacones sobre el pavimento. Luego un disparo, el eco del disparo, y luego más disparos.
Dos vampiros rodaron por el pavimento. Cuatro hombres los sujetaron con los brazos en cruz y otros dos les hundieron en el pecho las brillantes puntas de unas picas. La noche se llenó de aullidos. Neville sintió que se ahogaba.
Los hombres vestidos de oscuro tenían una clara idea de lo que hacían. Había siete vampiros en la calle; seis hombres y una mujer. Los rodearon a todos, los sujetaron por los brazos, y hundieron en su cuerpo las picas afiladas como cuchillos. La sangre corría a mares por la calle, y los vampiros fueron muriendo, uno a uno. Neville se estremeció. ¿Era ésta la nueva sociedad de la que Ruth le había hablado? ¿Y tenían que actuar así, ensañándose de un modo tan ciego y brutal? ¿Por qué venían de noche, cuando era mucho menos violento matarlos de día?
Apretó los puños. Aquella metódica carnicería no le gustaba. Esos hombres parecían asesinos, y no seres que defendían su existencia. Había advertido una expresión de maligno triunfo en los rostros iluminados por la luz de los faros. Eran rostros crueles, sin emoción. De pronto Neville se detuvo a pensar. ¿Dónde estaba Ben? Miró arriba y abajo de la calle, pero no vio ningún rastro de él. No quería que matasen a Ben Cortman, no quería que lo destruyesen de esa manera. Estupefacto, se dio cuenta de que sentía más simpatía por los vampiros que por esos seres.
Ahora los siete vampiros yacían inertes en sus charcos de sangre. Los faros, sin cesar de moverse, iluminaban la noche. Un rayo enceguecedor enfocó la mirilla. Neville se retiró. Luego la luz se alejó, y miró de nuevo.
Se oyó un grito. Los ojos de Neville siguieron la luz. Se puso tenso. Cortman estaba en el tejado de la casa de enfrente. Trepaba lentamente tratando de alcanzar la chimenea, con el cuerpo aplastado contra las tejas.
Neville comprendió de pronto que aquella alta chimenea había sido el escondite de Cortman durante este tiempo. Apretó las mandíbulas. Cortman no merecía morir en manos de aquellos desconocidos. Objetivamente, era un absurdo; pero así lo sentía. Aquellos seres no podían apropiarse del descanso de Cortman. Pero él, Neville, no podía intentar nada.
Con una mirada de desaliento, vio que los focos apuntaban hacia el cuerpo encogido de Cortman. Las manos pálidas buscaban lentamente algún asidero. Se movía lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. ¡Apresúrate!, pensó Neville, pero no lo dijo en voz alta. Sintió que se le contraía el cuerpo, que luchaba junto con Cortman, imitando aquellos movimientos de agonía.
Los hombres, sin pronunciar orden alguna, alzaron de pronto sus rifles y el ruido de los disparos desgarraron la noche.
Neville sintió como si las balas entraran en su propia carne. Cortman se retorció bajo los impactos y Neville se estremeció convulsivamente.
Cortman siguió retorciéndose. Neville vio la cara blanca y tensa. Ha llegado el fin de Oliver Hardy, pensó, la muerte de las comedias y las risas. No oía ya el ruido de los disparos. Ni siquiera notaba cómo las lágrimas le corrían por la cara.
Ben Cortman estaba de rodillas ahora, y trataba de agarrarse a la chimenea con dedos inseguros. Se retorció aún más, alcanzado por otras balas. Sus ojos oscuros brillaban a la luz de los faros; su boca dejaba escapar un quejido silencioso.
Al fin se puso de pie, apoyado en la chimenea, y Neville, palideciendo, vio cómo alzaba la pierna derecha.
En ese instante se oyó el ruido de la ametralladora. Durante un momento, Cortman recibió de pie los impactos, con las manos en alto y con expresión de desafío en su cara blanca.
—Ben —murmuró Neville entrecortadamente.
El cuerpo de Cortman se dobló por la cintura y cayó hacia adelante. Perdió el equilibrio y rodó lentamente por el tejado inclinado, y por fin cayó al vacío. Siguió un silencio, y Neville oyó el cuerpo estrellándose contra la calle. Cerró los ojos. Los hombres se acercaban a Cortman esgrimiendo sus picas.
Otra vez el ruido de botas sobre el pavimento. Neville retrocedió a la oscuridad. De pie en medio de la sala, esperó que los hombres lo llamaran y le invitaran a salir. Trató de recuperar la calma. No voy a luchar, se dijo. Aunque quisiera hacerlo, aunque odio suficientemente a esos hombres con sus armas y sus ensangrentadas picas.
Pero no iba a luchar. Lo tenía bien decidido. Los hombres actuaban como les parecía necesario, a pesar de aquella violencia inútil y aquel ensañamiento. Él, Neville, había matado a muchos y ahora ellos tenían que capturarlo. No lucharía por salvarse. Se entregaría a la justicia de aquel nuevo mundo. Cuando lo llamaran saldría y se rendiría. Lo tenía bien decidido.
Pero no lo llamaron. Neville retrocedió jadeando al oír ruido de hachas en la puerta de la calle. ¿Qué hacían? ¿Por qué no lo llamaban y le invitaban a salir? No era un vampiro, era un hombre. ¿Por qué se comportaban así?
Dio media vuelta y miró hacia la cocina. Derribaban también la puerta trasera. Se quedó nervioso en medio del pasillo. Miró alternativamente a una y otra puerta. ¡No entendía lo que estaba pasando! ¡No lo entendía!
Oyó unos disparos. Asustado, corrió al vestíbulo y comprobó que los hombres habían hecho saltar a balazos la cerradura de la puerta de la calle. Un disparo más, con ecos que resonaran por la casa.
Y, de pronto, lo entendió. No iban a llevarlo ante sus tribunales para juzgarlo. Iban a acabar con él.
Aterrorizado, corrió al dormitorio y buscó, aturrullado, en el cajón de la cómoda.
Se volvió, temblando, con las pistolas en las manos. ¿Pero y si en realidad sólo querían apresarlo? No podía molestarse porque no lo hubieran llamado. La casa estaba a oscuras. Quizá pensaban que no estaba allí.
Se quedó en el dormitorio, sin encender la luz y sin saber qué hacer. ¿Por qué no había escapado? ¿Por qué no había escuchado los consejos de Ruth? ¡Qué inconsciente había sido!
La puerta de la calle cedió al fin, y una de las pistolas se le cayó a Neville de la mano. Un ruido de pies pesados cruzó la sala. Neville retrocedió, empuñando la otra pistola. ¡No iban a matarlo tan fácilmente! Lanzó una maldición. Había tropezado con su escritorio. En el vestíbulo un hombre decía algo que Neville no pudo entender. Luego resplandeció la luz de unas linternas. Neville contuvo la respiración. Sintió que todo a su alrededor empezaba a girar. Así que este es el fin. No podía dejar de pensar. Este es el fin.
Las pisadas resonaron en el pasillo. Los dedos de Neville apretaron con más fuerza la empuñadura de la pistola, los ojos seguían clavados en el umbral.
Dos hombres entraron.
Los rayos de las linternas bailaron por el cuarto hasta dar con la cara de Neville. Los hombres retrocedieron al instante.
—¡Tiene una pistola! —gritó uno de ellos, y disparó.
Neville oyó cómo la bala se incrustaba en la pared, por encima de su cabeza. En seguida la pistola comenzó a disparar, iluminándole la cara con breves resplandores. No apuntaba. Sólo apretaba el gatillo como un autómata. Un hombre lanzó un grito de dolor.
En seguida Neville sintió un golpe en el pecho. Se tambaleó, disparó una vez más y cayó de bruces soltando la pistola.
—¡Ya lo tenemos! —Oyó que alguien gritaba. Trató de recuperar la pistola, pero una bota le aplastó la mano. Neville la apartó gritando y se quedó mirando el suelo.
Unas manos lo agarraron con brusquedad por debajo de los brazos para levantarlo. Se preguntó por qué no lanzaban el último disparo. Virginia, pensó, Virginia, pronto estaré contigo. Sintió un terrible dolor en el pecho, como si alguien le rociara con plomo fundido. Oyó el taconeo de otras botas, y se dispuso a morir. Al menos, voy a morir en mi casa, pensó. Los hombres lo arrastraron hasta la calle. Neville trató de luchar casi sin fuerzas.
—No —dijo—. ¡No!
Otro golpe. Esta vez en la cabeza. Perdió el mundo de vista.
—Virginia —murmuró Neville roncamente.
Y los hombres oscuros arrastraron el cuerpo inconsciente fuera de la casa. A la soledad de la noche. A aquel mundo que les pertenecía y que ya no sería nunca más el mundo de Neville.