19

Cuando volvió en sí, el silencio reinaba en la casa.

Durante un rato siguió allí, tendido, mirando confusamente el suelo. Luego, con un lamento de dolor, se incorporó. Sintió como si un millón de agujas le atravesara la cabeza, y volvió a caer sobre el frío suelo, cogiéndose la cabeza con las manos.

Minutos después trató de levantarse lentamente agarrándose del borde de la mesa. El suelo se movía bajo sus pies, y Neville tuvo que cerrar los ojos. Esperó un momento.

Al fin consiguió llegar a rastras hasta el baño. Se lavó la cara con agua fría y se sentó en el borde de la bañera, con una toalla húmeda envuelta en la frente.

¿Qué había pasado? Miró parpadeando las blancas baldosas del suelo.

Se incorporó y llegó hasta la sala. Estaba vacía. La puerta de la calle estaba abierta permitiendo la entrada a la luz gris de la mañana. La joven se había ido.

Empezaba a recordar. Regresó al dormitorio, apoyándose en las paredes.

Sobre la mesa, junto al volcado microscopio, había una carta. Cogió el papel con dedos entumecidos, y acercándose a la cama, se sentó. Alzó el papel hasta los ojos. Pero le bailaban las letras. Sacudió la cabeza suavemente y volvió a cerrar los ojos. Al cabo de un rato pudo leer:

Robert: Ahora ya lo sabes. Ya has descubierto que te espiaba y sabes que casi todo lo que dije era falso.

Te escribo esta carta porque quiero salvarte, en la medida de lo posible.

Cuando me pidieron que te espiara, no me interesaba tu vida. Porque yo tenía un marido, Robert, y tú lo mataste.

Pero ahora las cosas son distintas. Yo sé ahora que tú no elegiste este modo de vida, como nosotros no elegimos el nuestro. Estamos infectados. Pero a pesar de tus descubrimientos, seguiremos vivos. Descubrimos el modo, y vamos a crear una nueva sociedad, sin prisas pero sin pausas. Nos libraremos de esos miserables castigados por la muerte. Y aunque yo no lo quiera, hemos decidido matarte a ti y a tus semejantes.

—¿A mis semejantes?, pensó Neville, aturdido. Pero siguió leyendo.

Trataré de salvarte. Les explicaré que estás demasiado bien protegido para que te ataquemos ahora. Aprovecha el tiempo que te doy, Robert. Vete de la casa, escapa a las montañas y sálvate. Ahora somos unos cuantos. Pero creceremos tarde o temprano, y entonces no podré impedir tu destrucción. Te lo repito Robert, ¡sálvate mientras puedas! Sé que te costará creerlo. No creerás que podemos vivir a la luz del sol, aunque sólo sea durante cortos periodos. No creerás que mi color fuera natural y no producto del maquillaje. No creerás que podemos vivir con el germen en la sangre.

Por eso te dejo una de mis pildoras.

Todo el tiempo que pasé aquí las estuve tomando. Las escondí en mi cinturón. Descubrirás que están compuestas por sangre defebrinada y una droga. No sé exactamente cuál. Pero sé que la sangre alimenta al germen y la droga impide su reproducción. El descubrimiento de esta pildora frenó nuestra eliminación, ayudándonos a reconstruir el mundo. Créeme, es cierto. ¡Y por favor, huye!

Perdóname también. No quería hacerte ningún daño. Pero me aterrorizaba pensar qué harías cuando supieses la verdad.

Perdóname por haberte engañado tanto. Pero, por favor, cree sólo una cosa: cuando estábamos abrazados, en la oscuridad, no estaba espiándote. Te quería.

Ruth.

Neville leyó otra vez la carta. Luego dejó caer la mano, abatido, y se quedó mirando el suelo. No podía creerlo. Movía la cabeza, tratando de comprender, pero era difícil.

Se acercó a la mesa con paso inseguro. Recogió la pildorita ambarina, la sostuvo en la palma, y la olió. Sentía que la seguridad lo estaba abandonando.

¿Cómo podía, sin embargo, negar la evidencia? La pildora, el encuentro a la luz del sol, su reacción ante el ajo.

Se sentó en la banqueta y miró la maza caída en el suelo. Lentamente, los recuerdos se iban agolpando en su mente.

Cuando se encontraron en el campo, la joven había huido asustada. ¿Lo estaba engañando? No, se asustó de veras. Su grito la había sorprendido sin duda, aunque ella estuviese esperándolo. Luego, más tarde, controlando más la situación, había argumentado que su reacción ante el ajo se debía a un estómago delicado. Y había mentido, fingiendo una aceptación sin esperanza, y le había sonsacado débilmente toda la información posible. Y cuando quería irse, no podía, por culpa de Cortman y los demás. Él había despertado en aquel momento y se habían abrazado, y…

Neville dio un puñetazo a la mesa. Te quería. Mentira. ¡Mentira! Arrugó la carta y la lanzó lejos.

El dolor creció con la ira y tuvo que agarrarse la cabeza entre las manos, cerrando los ojos.

Al cabo de un rato se recuperó y puso el microscopio en su sitio.

El resto de la carta no era mentira, debía reconocerlo. Aun sin la pildora, aun sin aquellos recuerdos, debía reconocerlo. Quedaba algo que Ruth y los suyos parecían ignorar.

Miró por el microscopio un largo rato. Sí, lo había encontrado. Y admitir lo que veía, cambió todo su mundo. ¡Qué estúpido e incapaz se sentía! ¿Cómo no lo había previsto? Y sin embargo, había leído la frase cien, mil veces. Y nunca se había detenido a entender todo su significado. Era una frase muy simple:

Las bacterias también pueden ser mutantes.