—¡Virginia!
El desgarrador grito de Neville rompió la silenciosa oscuridad y la silueta negra se apretó contra la pared.
Neville saltó de la cama y miró a su alrededor con ojos somnolientos. El corazón le latía en el pecho, como un prisionero golpea las paredes de un calabozo. De pie, aún en estado de somnolencia, no sabía qué hora era ni dónde estaba.
—¿Virginia? —preguntó débilmente, temblorosamente—. ¿Virginia?
—Soy… soy yo —respondió la voz en la oscuridad.
Neville avanzó con paso inseguro hacia el débil rayo de luz que entraba por la mirilla abierta. Parpadeó despacio. Extendió una mano y oyó un jadear.
—Soy Ruth. Ruth —dijo la silueta en voz baja.
Neville se quedó allí, tambaleándose en la oscuridad, con la expresión del que no comprende.
—Soy Ruth —repitió la silueta en voz más alta.
Neville se despertó completamente. Algo frío se le retorció en el pecho y el estómago. No era Virginia. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos con los dedos entumecidos.
Se quedó mirando a la joven durante un buen rato, sintiendo el gran peso de una repentina depresión que le aplastaba.
—Oh —murmuró débilmente—. Oh, yo…
La nebulosa que lo había envuelto se desvaneció. Observó la mirilla y luego a Ruth.
—¿Qué hacía? —preguntó con una voz dormida, y encendió la lámpara.
—Nada —dijo ella, nerviosa—. No podía dormir.
Neville parpadeó ante la luz. Luego su mano soltó el interruptor de la lámpara y se volvió. La mujer estaba apoyada contra la pared, con los brazos colgando y los puños apretados.
—¿Por qué se ha vestido? —preguntó Neville, sorprendido. La joven respiraba ruidosamente, mirando a Neville. Éste se frotó los ojos y se despejó las sienes.
—Estaba… estaba mirando —dijo ella.
—¿Pero por qué se ha vestido?
—No podía conciliar el sueño.
Neville la miró, todavía un poco chocado pero sintiendo que el corazón se le calmaba. A través de la mirilla se oían los aullidos de la calle, y por consiguiente escuchó el grito de Cortman:
—¡Sal, Neville!
Neville se acercó a la puerta y acabó de cerrar la mirilla. Luego se volvió hacia Ruth.
—Le he preguntado por qué se ha vestido.
—Me vestí, simplemente.
—¿Iba a marcharse mientras yo dormía?
—No, yo…
—¿Iba a irse?
La joven dejó escapar un gemido. Neville le había agarrado la muñeca apretándosela.
—No, no —se apresuró a decir—. ¿Cómo podría hacerlo, con ellos ahí fuera?
Neville miró el rostro aterrorizado de la joven. Se estremeció al recordar la sensación que le había invadido al despertar, creyendo que era Virginia.
Bruscamente, le soltó el brazo y se alejó. Estaba convencido de que el pasado había muerto. Pero se preguntaba: ¿Cuánto tarda en morir el pasado?
La joven no dijo ni una palabra. Neville se sirvió un poco de whisky y lo tomó de un trago. Virginia, Virginia, pensó desesperándose, todavía en mi mente. Cerró los ojos y apretó las mandíbulas.
—¿Se llamaba así? —preguntó ella.
Neville se puso tenso, pero cedió en seguida.
—Bueno —dijo con voz cansada—. Vuelva a la cama.
La joven dio un paso atrás.
—Lo siento —dijo.
De pronto, Neville comprendió. En realidad, no quería que ella se acostase. Quería que se quedase con él haciéndole compañía. No sabía por qué, pero no quería estar solo.
—La confundí con mi mujer —se oyó decir—. Desperté de súbito y creí…
Bebió otro trago de whisky, se atragantó y comenzó a toser. Ruth lo miraba desde la penumbra.
—Ella volvió una vez —dijo Neville—. La enterré, pero una noche volvió. Era como… como usted esta noche. Una sombra, un contorno. Estaba muerta. Pero volvió. Traté de tenerla conmigo, pero no podía ser la de antes. Sólo quería…
Neville contuvo un sollozo.
—Mi propia mujer —dijo con voz temblorosa—, ¡volviendo sólo para beberme la sangre!
Golpeó con el vaso la barra del bar. Se volvió, caminó rápidamente hasta la mirilla y regresó otra vez al bar. Ruth no abrió la boca. Seguía en la oscuridad, escuchando.
—La llevé otra vez —dijo—. Tuve que tratarla como a los demás. Mi propia mujer. Una estaca —añadió con voz terrible—. Tuve que clavarle una estaca en el corazón. Entonces no sabía otro método. Yo…
No pudo terminar. Calló largo rato, temblando de pies a cabeza, apretando los párpados con fuerza.
Al fin habló otra vez:
—Sucedió hace casi tres años. Y aún lo recuerdo, es como si hubiera sucedido ayer —dio un puñetazo sobre el bar—. Todo esfuerzo es inútil. Y no puedo acostumbrarme, olvidarme.
Se mesó nerviosamente los cabellos y continuó:
—Sé lo que usted siente. Lo sé. Al principio no me di cuenta. No confié en usted. Me sentía protegido y tranquilo en mi refugio. Ahora… —sacudió la cabeza lentamente, derrotado—. En un segundo todo ha desaparecido. La costumbre, la seguridad, la paz…
—Robert. —La voz de la joven parecía tan angustiada y triste como la suya—. ¿Por qué nos han castigado así? —preguntó.
Neville suspiró entrecortadamente.
—No sé. No hay respuesta. No hay motivo aparente. Simplemente, es así.
La joven se había acercado. Y de pronto, sin titubeos, sin forcejeos, Neville la apretó contra él y se transformaron en dos seres que se fundían en la profunda soledad de la noche.
—Robert. Robert.
Las manos de Ruth acariciaban los hombros de Neville, una y otra vez, y Neville la apretaba contra él con fuerza y cerrando los ojos se perdía en aquellos cabellos tibios y suaves.
Se besaron largo rato, y sus manos abrazaban con fuerza el cuello de Neville.
Se sentaron luego, a la tenue luz de la sala.
—Lo siento, Ruth —dijo Neville.
—¿De veras lo sientes?
—Sí. Siento haber sido tan cruel cuando te encontré, no haber confiado en ti.
Ella calló.
—Oh, Robert —dijo luego—. Es todo tan injusto. ¡Tanto! ¿Por qué seguimos vivos? ¿Por qué no hemos muerto como los demás? Sería mejor que todos hubiésemos desaparecido.
—Calla, calla —dijo Neville, sintiendo que ya no podía controlar las emociones que lo invadían—. Todo se arreglará.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven.
—Sí, sí. Todo se arreglará —repitió Neville.
—¿Y cómo?
—Se arreglará —dijo Neville, aunque no estaba seguro de nada y sabía que las palabras brotaban sólo gracias a aquella tensión liberada.
—No —dijo ella—. No.
—Sí, Ruth. Sí.
Neville allí, en el sofá, había perdido la noción del tiempo. Lo había olvidado todo, el tiempo y el lugar. Estaba con ella, estaban solos en el mundo y se necesitaban; eran los únicos supervivientes de un oscuro terror.
Y de pronto sintió la necesidad de ayudarla cuanto antes.
—Ven —dijo—. Te analizaré ahora.
El cuerpo de la joven se puso tenso.
—No, no —dijo Neville rápidamente—. No temas nada. Si encontramos algo, te curaré. Juro que te curaré, Ruth. Pero verás cómo no encontraremos nada.
Ruth lo miraba en la oscuridad, sin decir palabra. Neville se incorporó y la cogió de la mano. Sentía una excitación totalmente distinta. Quería curarla, ayudarla.
—Permíteme —dijo—. No te dolerá. Te lo prometo. Quiero que estemos seguros. Así podremos planear nuestra vida y trabajar. Te salvaré, Ruth. O moriré contigo.
La joven se resistía, con el cuerpo tenso.
—Ven, Ruth.
Ahora que había puesto al descubierto sus emociones, Neville no tenía en qué apoyarse y no podía controlar sus temblores.
La llevó al dormitorio. Y cuando vio plasmado el terror en aquel rostro, la acercó a él y le acarició el pelo.
—Todo irá bien. ¿No lo entiendes?
La ayudó a sentarse en la banqueta. La joven estaba pálida. Neville desinfectó la aguja quemándola con el mechero Bunsen. Luego se inclinó y la besó en la mejilla.
—Todo irá bien —dijo dulcemente—. Todo irá bien. No te preocupes.
Ruth cerró los ojos y Neville clavó la aguja, sintiendo el dolor como si hubiera pinchado su propio dedo. Extrajo la sangre y la extendió en la platina.
—Ya está —dijo, y pasó un algodón con alcohol por la yema del dedo, temblando. No lograba controlarse. Apenas podía preparar el microscopio, y miraba a Ruth y sonreía, tratando de borrarle del rostro aquel rictus de terror.
—No tengas miedo —dijo—. Por favor. Te curaré si estás enferma. Lo haré, Ruth, te lo prometo.
La muchacha se sentó en silencio, mirándolo trabajar con los ojos perdidos, moviendo nerviosamente las manos en el regazo.
—¿Y qué harás si… si estoy? —dijo al fin.
—No lo sé aún —dijo Neville—. No estoy seguro. Pero hay muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Vacunas, por ejemplo.
—Dijiste que las vacunas no dan resultado —comentó la joven con voz débil.
—Sí, pero… —Neville se interrumpió para meter la platina en el microscopio.
—Robert, ¿qué podrás hacer?
La joven se levantó de la banqueta y se acercó a Neville, que se inclinaba ya sobre el microscopio.
—¡Robert, no mires! —suplicó de pronto. Pero era tarde: Neville ya había visto.
Sin darse cuenta se le había entrecortado el aliento. Miró a la joven, confundido.
—Ruth —susurró apenas.
La maza le golpeó en plena frente.
Neville sintió que la cabeza le estallaba de dolor y cayó de costado, sobre el microscopio. Sorprendido, miró aquel rostro contraído por el miedo. La maza golpeó otra vez. Neville gritó y cayó de rodillas hacia delante. A mil kilómetros de distancia, oyó un sollozo contenido.
—Ruth —murmuró.
—¡Te supliqué para que no lo hicieras! —gritó la joven.
Neville la agarró por las piernas y la joven dejó caer la maza por tercera vez, ahora en la nuca.
—¡Ruth!
Las manos de Neville perdieron fuerza. Cayó de bruces y cerró convulsivamente los dedos en el aire, hundiéndose en las sombras.