—No puedo entenderlo —dijo Neville después de la cena—. Han pasado casi tres años, y algunos todavía están vivos. Las reservas de alimentos se han terminado. Por lo que he podido observar, pasan las horas de sol en estado de coma. —Neville sacudió la cabeza—. Pero no están muertos. Tres años, y no están muertos. ¿Qué es lo que los mantiene vivos?
Ruth se había puesto la bata de Neville. A eso de las cinco había empezado a tranquilizarse, se había bañado y cambiado de ropa. Su cuerpo flaco se le perdía entre los anchos pliegues de la bata. Se había echado el pelo hacia atrás, atándoselo en la nuca con un lazo.
Ruth dio un golpecito en el platillo de café.
—Los veíamos a menudo —dijo—. Temíamos acercarnos. Pero creíamos que no eran peligrosos.
—¿No sabía usted que vuelven después de muertos?
Ruth movió negativamente la cabeza.
—No.
—¿Y no se preguntaban quiénes eran los que atacaban de noche?
—Nunca pensamos que… —Ruth sacudió la cabeza lentamente—. Es difícil creer algo así.
—Supongo —dijo Neville.
Ruth comía en silencio, y Neville la contemplaba. Parecía increíble que fuese una mujer normal. Parecía mentira que después de tantos años tuviese por fin una compañera. No sólo dudaba de ella. Dudaba de que algo tan extraordinario pudiese ocurrir en aquel lugar perdido.
—Cuénteme más cosas sobre ellos —dijo Ruth. Neville se incorporó y sacó la cafetera del fuego. Le sirvió a Ruth otra taza, se sirvió él también, devolvió la cafetera a su sitio y se sentó.
—¿Cómo se encuentra ahora?
—Mejor. Gracias.
Neville hizo un gesto afirmativo y se sirvió una cucharadita de azúcar en su café. Sintió que ella lo observaba. ¿Qué pensará? Suspiró preguntándose cómo podría disipar sus dudas. Durante un rato había decidido que confiaba en ella. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Todavía no confía en mí —dijo Ruth como si le leyera los pensamientos.
Neville alzó rápidamente la cabeza. Luego se encogió de hombros.
—No… no es eso —dijo.
—Sí lo es —dijo Ruth pausadamente. Suspiró—. Oh, bueno. Si quiere analizarme la sangre, analícela.
Neville la miró perturbado, preguntándose si se trataría de un truco. Bebió un sorbo de café, tratando de reprimir el movimiento convulsivo de su garganta. Es absurdo, pensó, ser tan desconfiado.
Dejó la taza en la mesa.
—Bien —dijo—. Muy bien.
Miró a la joven, que tenía los ojos fijos en el café.
—Si está usted infectada —le dijo— trataré de curarla por todos los medios.
Ella le miró a los ojos.
—¿Y si no puede?
Se hizo un silencio.
—Bebamos primero —dijo al fin Neville.
Los dos bebieron. Luego Neville preguntó:
—¿Lo intentamos ahora?
—Por favor —dijo la joven—. Mañana por la mañana. Me siento aún… Mañana por la mañana.
Terminaron el café en silencio. No sentía una gran satisfacción sabiendo que iba a analizarle la sangre. Temía descubrir que estuviera infectada. Mientras tanto pasarían una noche juntos. Intimarían, y quizá se sintiesen atraídos el uno por el otro. Cuando al día siguiente tuviera que…
Más tarde, en la sala, tomaron un poco de oporto mirando el mural y escuchando la Cuarta Sinfonía de Schubert.
—Nunca lo hubiese creído —dijo Ruth, más animada—. Nunca hubiese creído que volvería a escuchar música. Que bebería vino. —Miró a su alrededor—. Ha hecho un excelente trabajo.
—¿Cómo era su casa? —preguntó Neville.
—No se parecía en nada a esto —dijo Ruth—. No teníamos un…
—¿Cómo protegían la casa? —interrumpió Neville.
—Oh. —La joven pensó un momento—. Habíamos atrancado las ventanas, por supuesto. Y usábamos cruces.
—No siempre da resultado —dijo Neville serenamente, después de mirarla un momento.
Ruth se quedó sorprendida.
—¿No?
—¿Por qué un judío ha de temer la cruz? —dijo Neville—. ¿Por qué un vampiro que ha sido judío ha de temerla? Casi todos temen convertirse en vampiros. La mayoría acusan ceguera histérica ante los espejos. Pero la cruz… Bueno, no creo que ni un judío, ni un hindú, ni un mahometano, ni un ateo temieran la cruz.
Ruth alzó el vaso de vino y siguió escuchando a Neville en silencio.
—Por eso las cruces no siempre dan resultado —continuó Neville.
—No me dejó terminar la frase —dijo Ruth—. Utilizábamos ajos también.
—Creí que eso le provocaba náuseas.
—Y me las provocaba. He perdido más de diez kilos en este último tiempo. Estaba enferma.
Neville movió la cabeza convencido. Pero mientras iba a la cocina en busca de otra botella de vino pensó que ella ya debía de estar habituada al ajo después de tanto tiempo.
También podía no haber conseguido acostumbrarse. ¿Por qué desconfiar ahora? A la mañana siguiente le examinaría la sangre. He estado solo demasiado tiempo, pensó. Me he vuelto tan incrédulo que dudo de todo, a no ser que lo vea en el microscopio. Soy un buen hijo de mi padre, maldita sea su estampa.
De pie en la oscuridad de la cocina, descorchando la botella, Neville miró hacia la sala. Ruth tenía el cuerpo de una adolescente. No parecía que hubiera tenido dos hijos.
Y lo más insólito en todo este asunto, pensó, es que no me provoca ninguna excitación.
Si nos hubiésemos encontrado dos años antes, quizá todo hubiera sido distinto. Había pasado momentos terribles en aquellos días, momentos que obligaban a aceptar cualquier solución, por espantosa que fuera.
Afortunadamente, había comenzado con los experimentos, y algo se había calmado en su interior. La salvación del monje, reflexionó Neville.
Ahora no sentía casi nada. Sólo un leve movimiento, bajo los abruptos estratos de la abstinencia. Estaba contento de que sucediera así. Y, además, no podía estar seguro de que Ruth fuese la compañera esperada. Ni sabía tampoco si a la mañana siguiente podría seguir viviendo.
¿Curarla? Era algo casi imposible.
Volvió a la sala con la botella abierta. Ruth le sonrió delicadamente mientras Neville le servía vino.
—He estado contemplando el mural —dijo la joven—. Uno creería que en vez de una pared hay un bosque.
Neville emitió un gruñido.
—Debe de haberle costado mucho acondicionar así la casa.
—Usted puede imaginárselo —dijo Neville—. Pasó por lo mismo.
—No teníamos nada semejante —dijo ella—. Era una casa pequeña. En nuestra nevera no cabía casi nada.
—Les debe de haber faltado la comida —dijo Neville mirándola atentamente.
—Comíamos conservas —dijo la joven.
Neville movió la cabeza. Era una respuesta lógica, debía reconocerlo. Pero no le gustaba. Era sólo una sospecha, lo sabía, pero no le gustaba.
—¿Y el agua? —preguntó.
Ruth lo miró en silencio durante un rato.
—No cree una sola palabra de lo que le cuento, ¿no es cierto?
—No es eso —dijo Neville—. Me interesa conocer su forma de vida.
—Es inútil, no puede disimular. Ha estado solo demasiado tiempo. Ha perdido la capacidad de mentir.
Neville gruñó. Tenía la impresión de que la joven vacilaba con él. Es ridículo, arguyó. Es sólo una muchacha. Seguramente tiene razón y la casa era un escondite oscuro y desgraciado.
—Hábleme de su marido —dijo de pronto.
La sombra de un recuerdo cruzó la cara de la joven. Se acercó el vaso a los labios.
—No ahora —dijo—. Por favor.
Neville se recostó en el sillón, sin saber por qué se sentía irritado. Las palabras de la mujer podían ser ciertas. También podían ser mentira.
¿Pero qué sacaría con mentir?, se preguntó. Mañana le analizaré la sangre. ¿De qué le serviría mentir ahora si enseguida conoceré la verdad?
—Sabe —dijo Neville tratando de distender aquella rigidez—, he estado pensando que si tres personas pudieron sobrevivir a la plaga, ¿por qué no más?
—¿Cree usted que puede ser? —preguntó la joven.
—¿Por qué no? Habrá otros como nosotros.
—Cuénteme cosas sobre el germen —dijo ella.
Neville titubeó un momento, luego dejó el vino sobre la mesa. ¿Y si le decía todo? ¿Y si ella escapaba y volvía de la muerte conociendo todo lo que él sabía?
—Es muy complicado.
—¿Qué dijo acerca de la cruz? —recordó la joven—. ¿Cómo sabe que es cierto?
—¿Recuerda lo que le conté de Ben Cortman? —preguntó Neville, contento de volver a algo que la mujer ya sabía, y esquivando su curiosidad.
—Este hombre que usted…
Neville hizo un signo afirmativo.
—Sí. Venga —digo incorporándose—. Se lo mostraré. Cuando estaba junto a ella, detrás de la mirilla, Neville sintió que el olor del pelo y la piel de la joven no le gustaba. ¿Por qué? se preguntó en seguida. Soy como Gulliver después de visitar a los caballos lógicos, el olor humano me ofende.
—Es el que está al lado del farol —dijo.
La joven asintió.
—¿Por qué son tan pocos?
—Los he matado a casi todos —dijo Neville—. Sólo faltan ésos.
—¿Cómo es que está encendido el farol? —preguntó Ruth—. Creí que habían destruido los circuitos eléctricos.
—Sí, pero conecté el farol con mi generador —dijo Neville—. Así puedo verlos bien.
—¿No rompen la bombilla?
—La he protegido bien con alambres.
—¿No se encaraman y tratan de romperla?
—He untado el poste con ajo.
Ruth sacudió la cabeza.
—No se le escapa un detalle.
Neville dio un paso atrás y la miró un momento. ¿Cómo puede mirarlos tan fríamente, se dijo, preguntar con tanta curiosidad, haciendo sólo una semana que vio cómo destrozaban a su marido? Más dudas. ¿Nunca cesarían?
Sabía que no, hasta saber definitivamente la verdad.
Ruth se apartó de la mirilla.
—¿Me perdona un momento? —dijo.
Neville la siguió con la mirada mientras ella iba hacia el baño, y oyó cómo cerraba la puerta con llave. Luego cerró la mirilla y volvió al sillón. Una sonrisa fatigada le apareció en los labios. Miró el fondo del vaso y se tironeó distraídamente la barba.
«¿Me perdona un momento?».
Las palabras de Ruth habían sonado grotescamente divertidas. Restos de una educación olvidada. Consejos de Emily Post para quienes vivían en la tumba. Etiqueta para vampiros adolescentes.
Se le truncó la sonrisa.
¿Y ahora qué? ¿Qué depararía el futuro? ¿Estaría ella todavía allí una semana después, o en el pozo de fuego?
Neville sabía que si ella estaba infectada trataría de curarla por todos los medios. Pero ¿y si no tenía el bacilo? En cierta forma esta posibilidad era aún más enervante. En el primer caso ya sabía a qué atenerse, sin abandonar esquemas y normas. Pero si la joven se quedaba, tendrían que establecer una relación determinada, quizá ser marido y mujer, tener hijos…
Sí, esto era más difícil.
De pronto comprendió que en estos años se había transformado en un solterón empedernido y malhumorado. No pensaba ya en su mujer, su hija, ni su pasado. Bastaba el presente. Y temía las responsabilidades y los sacrificios. Temía entregarse de nuevo. Temía amar de nuevo.
Cuando la joven salió del baño, Neville seguía en la sala, pensando. El tocadiscos dejaba oír solamente el ruido de la aguja.
Ruth dio la vuelta al disco. Comenzó el tercer movimiento de la sinfonía.
—Bueno, ¿y qué pasa con Cortman? —preguntó sentándose.
Neville la miró sorprendido.
—¿Cortman?
—Me iba a contar algo de él y la cruz.
—Oh. Sí, una noche lo hice entrar y le mostré la cruz.
—¿Qué pasó?
¿La mataré ahora? ¿La mataré y quemaré sin esperar el análisis?
Neville sintió que le faltaba el aire. Pensamientos semejantes daban testimonio del mundo que había integrado; un mundo terrible donde era más fácil asesinar que esperar.
Bueno, no he ido tan lejos todavía, pensó. Soy un hombre, no un animal destructor.
—¿Pasa algo malo? —dijo la joven nerviosa.
—¿Por qué?
—Me clava la mirada.
—Lo siento —dijo Neville fríamente—. Estoy… pensando.
La joven no discutió. Alzó el vaso y Neville vio que temblaba. Debía tener cuidado. No quería que ella sospechara lo que él sentía.
—Cuando le mostré la cruz —continuó, Cortman estalló en risas.
Ruth hizo un gesto de comprensión.
—Pero cuando le mostré una tora ante los ojos, reaccionó violentamente.
—¿Qué le puso ante los ojos?
—Una tora. El libro de la ley, creo que ese es su nombre.
—Y eso… ¿qué reacción le produjo?
—Lo había atado a la silla, pero cuando la vio se desató de golpe y me atacó.
La joven parecía haber recuperado la confianza.
—¿Qué pasó?
—Me golpeó en la cabeza con algún objeto contundente. No recuerdo con qué. Pero utilicé la tora para reducirlo y hacerle retroceder hasta la puerta.
—Oh.
—¿Entiende? La cruz no tiene el poder absoluto que le confiere la leyenda. Cuando la leyenda apareció en Europa la cruz se convirtió naturalmente en un símbolo defensivo por tratarse de un continente católico. La cruz luchando contra el poder de las tinieblas.
—¿No podía haber disparado contra Cortman? —preguntó Ruth.
—¿Cómo sabe que yo tenía un arma?
—Bueno… lo imagino. Nosotros teníamos una pistola.
—Entonces, ya sabrá que las balas no surten efecto sobre los vampiros.
—No… no teníamos la certeza —dijo la joven, y añadió rápidamente—: ¿Usted sabe por qué? ¿Por qué las balas no los destruyen?
Neville negó con la cabeza.
Quedaron en silencio, escuchando la música.
En realidad lo sabía, pero prefería no decírselo.
Experimentando con vampiros muertos había averiguado que los bacilos provocaban la secreción de un líquido pegajoso que sellaba rápidamente las heridas de bala. El líquido envolvía las balas, aislándolas, y los gérmenes seguían activando el cuerpo. Disparar contra los vampiros era como lanzar piedras al agua. El líquido pegajoso impedía que las balas destruyeran cualquier órgano vital.
Miró a la joven, que estaba arreglándose en ese momento los pliegues de la falda. Neville vislumbró un muslo moreno, pero en vez de excitarse se irritó. Era aquel un típico truco femenino, pensó, un movimiento forzado.
A medida que pasaba el tiempo, sentía cómo iba alejándose de ella. En cierto sentido, hasta deseaba no haberla conocido. Había alcanzado cierto equilibrio con los años, había asumido la soledad, se había acostumbrado a ella, y ahora…
Para calmar la ansiedad buscó su pipa y el tabaco. Preparó la pipa y la encendió. Por un instante, pensó: ¿le pregunto si le molesta el humo? No se lo preguntó.
El disco terminó. La joven se incorporó y Neville vio cómo miraba las fundas. Parecía una adolescente, tan delgada. ¿Quién es?, pensó. ¿Quién es realmente?
—¿Puedo poner esto? —preguntó la joven mostrando un álbum.
Neville respondió sin mirar.
—Ponga lo que quiera.
La joven se sentó y empezaron a oír los primeros compases del Segundo Concierto de Rachmaninoff. Sus gustos no son notablemente atrevidos, pensó Neville mirándola expresivamente.
—Cuénteme algo sobre usted —dijo la mujer.
Otra frase típicamente femenina, pensó Neville. En seguida se acusó de quisquilloso. ¿Por qué su irritación iba en aumento?
—No tengo nada que decir.
La muchacha sonreía de nuevo. ¿Acaso se burlaba?
—Esta tarde me asustó terriblemente —dijo ella—. Con ese aspecto desaliñado. Y esa mirada salvaje.
Neville lanzó una bocanada de humo. ¿Mirada salvaje? Qué ridículo comentario. ¿Qué pretendía? ¿Reducir las distancias con ingenio?
—¿Qué aspecto esconde bajo esas barbas?
Neville trató de sonreír, pero no pudo.
—Un rostro vulgar, simplemente.
—¿Qué edad tiene, Robert?
Neville sintió un nudo en la garganta. Era la primera vez que le llamaba por su nombre. Oírlo en labios de una mujer, después de tres años, era raro e inquietante. No me llame así, estuvo a punto de decir. No quería confianzas. Si la mujer estaba infectada y no podía curarla, se desharía de ella como de un extraño.
La joven volvió la cabeza.
—No tiene por qué contestar si no quiere —dijo serenamente—. No le molestaré más. Me iré mañana.
Neville se puso rígido.
—Pero… —dijo.
—No quiero alterar su vida —dijo ella—. No tiene por qué sentirse obligado… porque seamos… los únicos.
Neville la miró fijamente y sintió un escalofrío de culpa. ¿Por qué no me fío de ella?, se preguntó. Si está infectada, no saldrá de aquí con vida. ¿Qué puedo temer?
—Perdone —dijo—. He… pasado demasiado tiempo solo.
La mujer no levantó la vista.
—Si quiere saber algo sobre mí —continuó Neville— trataré de complacerla.
La mujer dudó. Luego miró a Neville con ojos profundos.
—Me gustaría saber algo sobre la enfermedad —dijo al fin—. Perdí a mis dos hijas. Y también a mi marido.
Neville la observó y luego dijo:
—Es un germen. Una bacteria cilíndrica. Introduce en la sangre una solución isotónica. La circulación de la sangre se ralentiza. El bacilo vive en la sangre. Sin ella los bacteriófagos lo matan, o pasa al estado de espora.
La muchacha lo miró asombrada. Neville advirtió que no se había enterado de nada.
—Bueno —continuó—, no importa. La espora es un cuerpo de forma oval, con los elementos básicos del bacilo común. Si el vampiro se descompone, las esporas, transportadas por el viento, germinan en otros cuerpos y lo infectan.
La mujer movió la cabeza, incrédula.
—Los bacteriófagos son proteínas inanimadas. En este caso el metabolismo anormal destruye las células.
Luego Neville explicó, simplificando, los daños que el germen causaba en el sistema linfático. Citó el ajo como elemento alérgico y otros síntomas de la enfermedad.
—¿Por qué cree que somos inmunes? —preguntó la joven.
Durante un rato Neville la miró sin responder. Al fin se encogió de hombros, y dijo:
—No sé nada sobre usted. En cuanto a mí, cuando estaba en Panamá, durante la guerra, me mordió un murciélago. Y aunque no puedo demostrarlo, creo que había mordido antes a algún vampiro, contrayendo así la enfermedad. El germen le obligó a consumir sangre humana. Pero, afortunadamente, era un germen débil, y aunque estuve terriblemente enfermo, no llegué a morir. Mi cuerpo entonces quedó inmunizado. Esta es mi teoría. Y por ahora no encuentro una explicación mejor.
—Pero… ¿no existirán otros seres que les ocurriera lo mismo?
—No sé —dijo Neville serenamente—. Maté al murciélago. —Se encogió de hombros—. Quizá no había atacado a nadie más.
La mujer lo miró sin decir palabra, y Neville se sintió incómodo. Comenzó a hablar de nuevo, pero esta vez sin ganas.
Se refirió someramente a las dificultades con que había tropezado en sus estudios.
—Al principio creí que las estacas debían atravesar el corazón. Era la leyenda. Descubrí después que no era imprescindible. Les atravesaba cualquier parte del cuerpo y morían igual. Pensé entonces que los mataba la hemorragia, pero un día…
Y Neville le contó el caso de la mujer que se había desintegrado ante sus ojos.
—Entonces me di cuenta de que no era la hemorragia —continuó Neville recordando complacido su descubrimiento—. No sabía qué hacer. Al fin un día encontré la solución.
—¿Qué solución? —preguntó la joven.
—Experimenté con un vampiro muerto. Le puse un brazo en una cámara neumática y lo pinché en el vacío. Salió sangre. —Neville hizo una pausa—. Eso fue todo.
La mujer lo miró fijamente sin comprender.
—No entiende —dijo Neville.
—Yo… no —admitió ella.
—Cuando entró aire en la cámara, el brazo se descompuso. La muchacha siguió escuchando atentamente.
—El bacilo —dijo Neville— es un organismo saprofito y puede vivir con o sin oxígeno, pero en la sangre es anaeróbico y vive en simbiosis con el vampiro. El vampiro lo alimenta con su sangre, y el germen le proporciona energía.
—¿Sí? —dijo la joven.
—Cuando entra el aire —prosiguió Neville—, la situación del germen cambia: se transforma en aeróbico y la simbiosis se interrumpe. El bacilo queda en situación de parásito, y con su particular violencia, devora al huésped.
—Entonces la estaca… —comenzó a decir la mujer.
—Deja entrar aire, naturalmente. Y mantiene la abertura en la carne. El líquido pegajoso no cierra las heridas como en el caso de las balas. El corazón, pues, no es esencial. Basta con abrir las muñecas —Neville sonrió débilmente—. ¡Cuando pienso en el tiempo que invertí haciendo estacas!
Ella manifestó su comprensión. El vaso que tenía aún en la mano lo dejó en la mesa.
—Por eso aquella mujer —dijo Neville— se descompuso tan aprisa. Había estado muerta mucho tiempo, y cuando entró el aire, el germen provocó una desintegración inmediata.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la joven.
—Es horrible —dijo.
Neville la miró sorprendido. ¿Horrible? Era curioso. No se le había ocurrido pensarlo durante años. Para él la palabra «horrible» carecía de significado. Un horror acumulado termina por convertirse en costumbre. Para Neville la situación se reducía a simples hechos, nada más. No se calificaban.
—¿Y qué pasa con aquellos… que todavía siguen vivos? —preguntó ella.
—Bueno —dijo Neville—, cuando se les cortan las venas el germen actúa como le he explicado. Pero la mayoría muere simplemente por hemorragia.
—Simplemente por hemorragia —repitió la joven, y volvió la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Neville.
—Nada. Nada.
Neville sonrió.
—Uno se acostumbra a estas cosas —dijo—. Es obligado.
La joven volvió a estremecerse.
—Créame —dijo Neville—. No hay otro camino. ¿Sería mejor dejarlos morir de la enfermedad y que vuelvan luego convertidos en vampiros?
Ella se apretó las manos.
—Pero usted dijo que hay muchos todavía vivos —recordó nerviosamente—. ¿Cómo sabe que no seguirán así?
—Lo sé —dijo Neville—. He estudiado el germen. Sé cómo se reproduce. El organismo lucha, pero al fin el germen siempre gana. He empleado antibióticos, pero no sirven de nada. Es inevitable. Las vacunas no inmunizan tampoco en los casos avanzados. No se puede luchar contra los gérmenes y a la vez elaborar anticuerpos. Es así, créame. Si no los mato, tarde o temprano morirán, y entonces vendrán a buscarme. No hay más alternativa.
Neville y la joven callaron y en la sala sólo se oyó el sonido de la aguja rozando los surcos interiores del disco. Ella tenía la mirada fija en el suelo. Es curioso, pensó Neville, justificar ahora lo que ayer parecía necesario. Nunca había pensado que podía estar equivocado. La presencia de la mujer despertaba ahora otros pensamientos. Pensamientos extraños.
—¿Cree que estoy equivocado? —preguntó Neville con voz incrédula.
La joven se mordió el labio inferior y evitó la respuesta.
—Ruth —dijo Neville.
—Yo no puedo juzgarlo —dijo al fin.