16

La muchacha dormía. Eran las cuatro de la tarde. Neville había entrado por lo menos una veintena de veces en el dormitorio para controlar si se despertaba. Ahora, en la cocina, tomaba café y pensaba.

¿Y si está enferma?, se preguntaba a sí mismo.

Empezó a preocuparse unas pocas horas antes y ahora no podía dejar de pensar en ello. No importaban las razones. Tenía la piel quemada por el sol. La había visto a la luz del día. También el perro había andado a la luz del día.

Los dedos de Neville no cesaban de tamborilear sobre la mesa.

La simplicidad del principio había desaparecido. El sueño se había convertido en una compleja historia. No había habido abrazos efusivos ni dulces palabras. Darle alcance en el campo había sido un triunfo. Conseguir que entrara en la casa, algo más difícil todavía. Ella se había resistido suplicándole que no la matase. No escuchaba lo que Neville le decía; sólo lloraba e imploraba. Neville había imaginado una escena propia de Hollywood: los dos entrarían abrazados, mirándose a los ojos, y las imágenes se difuminaban en las sombras. En vez de eso, había tenido que pelear, y discutir, y forcejear.

Una vez dentro, la mujer había adoptado la misma actitud que el perro; acurrucada en un rincón. No había querido comer ni beber nada. Finalmente, Neville decidió arrastrarla al dormitorio y encerrarla bajo llave.

Suspiró desanimado, jugueteando con el asa de la taza.

En todo este tiempo, pensó, he soñado con tener una compañera. Y ahora, lo primero que hago es desconfiar y la trato con impaciencia y crueldad.

Y sin embargo, no estaba preparado para tener otro comportamiento. Había vivido demasiado solo durante este último tiempo. No importaba que ella tuviese una apariencia normal. Había visto a muchos en estado de coma, y aparentemente parecían tan sanos como ella. Aquella caminata bajo el sol no era suficiente. Había dudado demasiado. No podía creer que hubiese más personas normales. Y tras la primera impresión, el dogma aceptado durante años había vuelto a imponerse.

Neville se incorporó con evidente cansancio y volvió al dormitorio. La mujer seguía como antes. Quizá ha entrado en coma, pensó.

Se detuvo junto a la cama, observándola. Ruth. Había tantas cosas que él desearía saber… Y sin embargo casi temía saberlas. Pues si era como los otros, sólo había una solución. Y de la gente que uno debe eliminar es mejor ignorar su vida.

Neville se retorció las manos, observando inexpresivamente a la mujer. ¿Y si había salido del coma por un tiempo y había echado a caminar? Parecía posible. Y sin embargo, había estudiado que los gérmenes resistían cualquier cosa excepto la luz del sol. ¿Por qué eso no era suficiente para convencerlo?

Bueno, podía hacer algo para resolver la duda.

Se inclinó hacia ella y le puso una mano en el hombro.

—Despierte —dijo zarandeándola.

La mujer siguió inmóvil. A Neville se le quedaron rígidas las mandíbulas y los dedos se le agarrotaron sobre el hombro.

Y de pronto advirtió la cadenita de oro que la muchacha lucía en el cuello. Neville la cogió con pulso inseguro y la sacó de debajo del vestido.

Miraba todavía la cruz cuando la mujer abrió los ojos, moviendo lentamente la cabeza sobre la almohada. No está en coma, pensó Neville.

—¿Qué hace? —preguntó la mujer con un hilo de voz. Se hacía más difícil desconfiar de ella cuando hablaba. El timbre de una voz humana era algo tan especial que Neville no podía resistirse.

—Estaba… Nada —dijo.

Neville retrocedió torpemente y se apoyó en la pared. Miró a la mujer durante un rato. Luego le preguntó:

—¿De dónde viene?

La joven clavó en él una mirada inexpresiva.

—Le he preguntado de dónde viene —repitió Neville.

Tampoco ahora hubo respuesta. Neville se retiró de la pared con una mirada dura.

—Inglewood —se apresuró a decir la mujer.

—Ya —dijo Neville—. ¿Vivía… sola?

—Con mi marido.

—¿Y dónde está él ahora?

—Ha… muerto —susurró ella entrecortadamente.

—¿Cuándo?

—Hace una semana.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Escapar. —La mujer se mordió el labio inferior—. Escapar.

—¿Quiere decir que ha ido de un lado a otro desde entonces?

—S-sí.

Neville la miró sin hacer más preguntas. Luego se volvió y fue hacia la cocina. Abrió la puerta de un armario y cogió un puñado de dientes de ajo. Los puso en un plato, los cortó y los machacó. Un olor acre brotó del interior.

Cuando Neville volvió, la mujer estaba medio incorporada, apoyándose en un codo. Sin titubear, Neville le acercó el plato a la nariz.

La mujer volvió la cabeza protestando.

—¿Qué hace? —preguntó, y tosió una vez.

—¿Por qué vuelve la cabeza?

—Por favor…

—Dígame por qué vuelve la cabeza.

—¡El olor! —La voz de la joven se quebró en un sollozo—. ¡Es insoportable!

Neville le puso el plato aún más cerca. Con una visible náusea, la mujer se apartó, apretándose contra la pared y sacando las piernas de la cama.

—¡Basta! ¡Por favor!

Neville alejó el plato y observó que la mujer se doblaba, llevándose las manos al estómago.

—Usted es uno de ellos —dijo con un frío desprecio.

La mujer se sentó de repente, se incorporó y corrió al baño. Dio un portazo y Neville oyó cómo vomitaba.

Apretando los labios con rabia, puso el plato en la mesilla de noche. Infectada. Seguro. Había estudiado hacía un año que los organismos infectados con el bacilo vampirus eran alérgicos al olor del ajo. Los tejidos estimulados por la planta sensibilizaban las células, provocando reacciones anormales. Si se les inyectaba sulfuro de alilo en las venas, la reacción era casi nula. No ocurría lo mismo cuando se les sometía a aspirar el olor.

Neville se sentó pesadamente en la cama. La mujer había reaccionado negativamente. Después de un rato, frunció el ceño. Si lo que ella había contado era cierto, si había vagabundeado durante una semana, naturalmente estaría débil y agotada, y en esas condiciones cualquier persona podía vomitar tan sólo con el olor del ajo.

Dejó caer el puño sobre la colcha. Entonces, no tenía ninguna certeza, nada definitivo. Y, objetivamente, sabía que no podía tomar decisión alguna. Las pruebas eran insuficientes. Lo había aprendido a fuerza de trabajo, y no lo podía ignorar.

Seguía sentado en la cama cuando la mujer salió del baño y se quedó en el pasillo, mirándole. Luego se volvió hacia la sala. Neville se levantó y la siguió. Cuando llegó a la sala ya la encontró sentada en el sofá.

—¿Está satisfecho? —le preguntó la mujer.

—No importa —dijo Neville—. Es usted quien está en observación, no yo.

La mujer levantó la mirada airadamente como si fuese a decir algo. Luego se relajó y sacudió la cabeza de un lado a otro. Neville sintió un repentino impulso de simpatía. Parecía tan desamparada, con las manos reposando sobre el regazo, ignorando el vestido roto. Neville observó la ligera curva del pecho. Era una mujer muy delgada, nada que ver con la que había soñado en ocasiones. No importa, se dijo a sí mismo, eso ya no tiene la menor importancia.

Neville se sentó en una silla, contemplándola. La mujer miraba al suelo.

—Escuche —dijo Neville—. Hay indicios de que está infectada. Concretamente por su reacción ante el ajo.

La mujer siguió en silencio.

—¿No tiene nada que argumentar? —insistió Neville.

La mujer alzó los ojos.

—Usted cree que soy uno de ellos —dijo.

—Puede ser.

—¿Y qué opina de esto? —preguntó la mujer mostrando la cruz.

—No significa nada —dijo Neville.

—Estoy despierta. No estoy en coma.

Neville no replicó. Era algo que no podía saber con certeza y no aliviaba sus dudas.

—He estado en Inglewood muchas veces —dijo al fin—. ¿Cómo no oyó el ruido del motor?

—Inglewood es muy grande —dijo ella.

Neville la miró con atención, golpeando con la mano el borde de la silla.

—Me… me encantaría creerle —dijo.

—¿Sí? —preguntó la mujer.

En seguida se dobló hacia delante, con los labios apretados, el vientre contraído. Neville no se inmutó. Durante mucho tiempo sólo había contado con la compañía de los muertos. Se sentía vacío y con las emociones bloqueadas.

Cuando se recuperó, la mujer alzó los ojos. Miró duramente a Neville.

—He tenido un estómago delicado durante toda la vida —dijo—. La semana pasada vi morir a mi marido, hecho pedazos. Ante mis propios ojos. Perdí dos niños a causa de la plaga. Y en estos últimos días he vagado de un lado a otro, escondiéndome durante la noche y sin comer apenas. Desquiciada por el miedo, durmiendo con intermitencias. De pronto oigo que alguien grita. Usted me persigue, me golpea, me arrastra. Y luego, porque no tolero el olor de un plato de ajos bajo mi nariz, ¡dice que estoy infectada! —La mujer retorció las manos—. ¿Qué espera? —preguntó, y se apoyó contra el respaldo del sofá, cerrando los ojos, tironeando nerviosamente del vestido. Por un momento intentó poner en su lugar el pedazo roto, pero la tela volvió a caer, y la joven dejó escapar un sollozo de impotencia.

Neville se inclinó hacia delante. Comenzaba a sentir mala conciencia ahora, a pesar de sus sospechas y dudas. No podía evitarlo. Había olvidado cómo sollozaban las mujeres. Alzó lentamente una mano y la miró acariciándose la barba.

—Permitiría… —comenzó y se detuvo. Tragó un poco de saliva y continuó—: ¿Permitiría que le sacase una muestra de sangre? Yo…

La mujer se incorporó ofendida y tambaleándose se dirigió hacia la puerta.

Neville se levantó también.

—¿Qué hace? —preguntó.

La mujer no respondió. Sus manos buscaban torpemente cómo abrir la cerradura.

—No puede salir —dijo Neville, alarmado—. Dentro de poco rato la calle estará llena de ellos.

—No voy a seguir aquí —sollozó ella—. ¿Qué le importa si me matan?

La mano de Neville se cerró sobre el brazo de la joven, que lo rechazó enojada.

—¡Déjeme sola! —exclamó—. No le pedí que me trajera aquí. ¿Por qué no me deja marchar?

Neville se quedó a su lado, sin saber qué decir.

—No puede salir —repitió.

La convenció para que volviera al sofá. Luego le sirvió un poco de whisky. No importa si está infectada o no, pensó, no importa. Le alcanzó el vaso. La mujer movió la cabeza negativamente.

—Bébalo —dijo Neville—. La sosegará un poco.

La joven lo miró con ira.

—¿Así podrá pasarme más ajo por la cara? Neville negó con un gesto.

—Beba —dijo.

Pasó un momento y al fin la mujer accedió. El whisky la hizo toser. Dejó el vaso en el brazo del sofá, estremeciéndose.

—¿Por qué quiere que me quede? —preguntó llorosa.

Neville la miró sin saber qué responder. Al fin dijo:

—Aunque esté infectada no puedo dejarla salir. No se imagina qué le harían.

La mujer cerró los ojos.

—No me importa —dijo.